Bruno cuenta una mentira muy razonable

 

 

Después de aquello, durante varias semanas Bruno siguió saliendo de casa cuando se marchaba herr Liszt y Madre echaba la siesta. Daba el largo paseo junto a la alambrada para reunirse con Shmuel, que casi to­das las tardes estaba esperándolo allí, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, con la vista clavada en el árido suelo.

Una tarde, Shmuel apareció con un ojo morado, y cuando Bruno le preguntó qué le había pasado, él se limitó a menear la cabeza diciendo que no quería hablar de ello. Bruno dedujo que en todas partes de­bía de haber chulos, no sólo en las escuelas de Berlín, y que uno de ellos le había hecho aquello a Shmuel. Le dieron ganas de ayudarlo, pero no se le ocurría cómo, y además Shmuel quería hacer como si no hu­biera pasado nada.

Todos los días Bruno le preguntaba si podía co­larse por debajo de la alambrada para jugar juntos al otro lado, pero Shmuel siempre contestaba que no, que no le parecía buena idea.

—De todas maneras, no entiendo por qué tienes tantas ganas de venir a este lado —le dijo en una oca­sión—. Esto no es agradable.

—Eso lo dices porque no tienes que vivir en mi casa —replicó Bruno—. Para empezar, no tiene cin­co plantas, sino sólo tres. ¿Cómo se puede vivir en una casa tan pequeña? —No se acordaba de que Shmuel le había contado que antes de ir a Auchviz ha­bía vivido en una habitación con diez personas más, entre ellas aquel niño, Luka, que siempre le pegaba aunque él no hiciera nada.

Un día Bruno le preguntó por qué todos los que vivían al otro lado de la alambrada llevaban el mismo pijama de rayas y la misma gorra de tela.

—Fue lo que nos dieron cuando llegamos aquí —explicó Shmuel—. Y se quedaron toda nuestra ropa.

—¿Y nunca te apetece ponerte otra cosa cuando te levantas por la mañana? Debes de tener algo más en el armario.

Shmuel parpadeó y abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor.

—A mí no me gustan las rayas —añadió Bruno, aunque no era del todo cierto. De hecho, le gustaban las rayas y estaba hartándose de tener que llevar pan­talones, camisas, corbatas y zapatos que le apretaban, cuando Shmuel y sus amigos podían ir todo el día con su pijama de rayas.

Unos días más tarde, Bruno despertó y vio que por primera vez en varias semanas llovía copiosa­mente. La lluvia había empezado por la noche y supuso que el ruido lo había despertado, pero no es­taba seguro porque una vez despierto no podía sa­ber qué lo había despertado. A la hora del desayuno seguía lloviendo. Y siguió lloviendo durante las cla­ses de la mañana con herr Liszt. Y siguió lloviendo a la hora de comer. Y seguía lloviendo cuando termi­nó la clase de Geografía e Historia de la tarde. Aque­llo era una mala noticia, porque significaba que no podría salir de casa ni reunirse con Shmuel.

Así pues, se tumbó en su cama con un libro, pero le costaba concentrarse. De repente apareció la tonta de remate. No solía entrar en su habitación, pues en su tiempo libre prefería cambiar de sitio una y otra vez su colección de muñecas. Sin embargo, el mal tiempo le había quitado las ganas de jugar.

—¿Qué quieres? —preguntó Bruno.

—Menudo recibimiento —dijo Gretel.

—Estoy leyendo.

—¿Qué lees? —preguntó ella.

El se limitó a girar el libro para que su hermana viese la portada. Gretel hizo una pedorreta y roció con un poco de saliva la cara de Bruno.

—Qué aburrido —dijo la niña con un sonsonete.

—No es nada aburrido —replicó Bruno—. Es una aventura. Es mejor que las muñecas, eso segu­ro.

Gretel no mordió el anzuelo.

—¿Qué haces? —repitió, fastidiando aún más a Bruno.

—Ya te lo he dicho. Estoy intentando leer —re­funfuñó él—. Pero no me dejan.

—Yo no sé qué hacer. Odio la lluvia.

A Bruno le costó entenderlo. En realidad, su hermana nunca hacía nada, no como él, que tenía aventuras y exploraba lugares y había encontrado un nuevo amigo. Ella casi nunca salía de casa. Era como si hubiera decidido aburrirse por el simple hecho de que no tenía más remedio que quedarse dentro. Aun así, hay momentos en que un hermano y una hermana pueden dejar de torturarse durante un rato y hablar como personas civilizadas, y Bruno decidió convertir aquel momento en uno de ellos.

—Yo también odio la lluvia —comentó—. Ahora podría estar con Shmuel. Creerá que me he olvidado de él. —Lo dijo sin pensar, pero nada más pronunciar­lo se arrepintió de haberse ido de la lengua.

—¿Que podrías estar con quién? —preguntó Gretel.

—¿Qué? —repuso Bruno con gesto de extrañeza.

—Que con quién dices que podrías estar —insis­tió Gretel.

—Perdona —dijo Bruno buscando una salida—. No te he oído bien. ¿Puedes repetirlo?

—¡Que con quién dices que podrías estar! —gri­tó Gretel, inclinándose sobre él para que no hubiera malentendidos.

—Yo no he dicho que podría estar con nadie —repuso Bruno.

—Sí lo has dicho. Acabas de decir que no sé quién creerá que te has olvidado de él.

—¿Cómo?

—¡Bruno! —le advirtió Gretel.

—¿Te has vuelto loca? —preguntó Bruno, tra­tando de hacerle creer que se lo había imaginado todo, pero no sonó muy convincente porque él no era un actor nato como la Abuela.

Gretel meneó la cabeza amenazándolo con el dedo índice.

—¿Qué has dicho, Bruno? —insistió—. Acabas de decir que podrías estar con alguien. ¿Con quién? ¡Dímelo! Aquí no hay nadie con quien jugar, ¿no?

Bruno consideró el dilema en que se encontraba. Por una parte, su hermana y él tenían una cosa fun­damental en común: que no eran adultos. Y aunque él nunca se había molestado en preguntárselo, había muchas probabilidades de que Gretel se sintiera tan sola como él en Auchviz. Al fin y al cabo, en Berlín ella podía jugar con Hilda, Isobel y Louise; quizá fueran unas niñas muy pesadas, pero al menos eran sus amigas. Allí, en cambio, no tenía a nadie, salvo su colección de muñecas sin vida. Pero ¿cómo podía sa­ber Bruno hasta qué punto estaba loca Gretel? Quizá creyera que las muñecas le hablaban.

Por otra parte, Shmuel era su amigo, no de Gretel, y no quería compartirlo con ella. Sólo podía ha­cer una cosa: mentir.

—Tengo un amigo nuevo —empezó—. Un ami­go nuevo al que veo todos los días. Y ahora debe de es­tar esperándome. Pero no puedes contárselo a nadie.

—¿Por qué?

—Porque es un amigo imaginario —respondió Bruno, intentando parecer turbado, para lo cual imi­tó la expresión del teniente Kotler cuando se había visto enredado en la historia de su padre emigrado a Suiza—. Jugamos juntos todos los días.

Gretel abrió la boca, se quedó mirándolo y luego se echó a reír.

—¡Un amigo imaginario! —exclamó—. ¿No eres un poco mayor para tener amigos imaginarios?

Bruno intentó fingir vergüenza y turbación para resultar más convincente. Agachó la cabeza y esqui­vó la mirada de su hermana, y pareció dar resultado. A lo mejor no era tan mal actor como creía. Intentó ruborizarse, pero aquello era más difícil, así que pen­só en cosas vergonzosas que le habían pasado a lo largo de los años con la esperanza de conseguirlo.

Pensó en la vez que había olvidado echar el pesti­llo del lavabo y la Abuela había entrado cuando él es­taba sentado en el váter. Pensó en la vez que había levantado la mano en clase y llamado «Madre» al maestro y todo el mundo se había reído de él. Pensó en la vez que se había caído de la bicicleta delante de un grupo de niñas al intentar una acrobacia y se había hecho daño en la rodilla y había llorado.

Alguna de aquellas cosas funcionó y empezó a sonrojarse.

—Vaya —se asombró Gretel—. Te has puesto colorado y todo.

—Porque no quería contártelo —dijo Bruno.

—Un amigo imaginario. Desde luego, Bruno, eres tonto de remate.

Bruno sonrió porque sabía dos cosas: una, que Gretel se había tragado su mentira; y dos, que si allí había algún tonto de remate, no era él.

—Déjame en paz —dijo—. Estoy leyendo, ¿va­le?

—¿Por qué no cierras los ojos y dejas que tu ami­go imaginario te lea el libro? —repuso Gretel, con­tenta de haber encontrado algo con que martirizar a su hermano—. Así no te cansarás tanto.

—A lo mejor le digo que tire todas tus muñecas por la ventana —dijo Bruno.

—Si haces eso te arrepentirás —replicó Gretel, y Bruno comprendió que lo decía en serio—. Cuénta­me, ¿qué hacéis tu amigo imaginario y tú?

Bruno pensó un momento. Le apetecía hablar un poco de Shmuel y le pareció que aquélla podía ser una buena manera de hacerlo sin tener que revelar la verdad.

—Hablamos de muchas cosas —contestó—. Yo le cuento cómo era nuestra casa de Berlín, y las otras casas y las calles y los puestos de fruta y verdura y las cafeterías, y que no podías ir al centro los sábados por la tarde porque la gente te empujaba; y de Karl y Da­niel y Martin, que eran mis tres mejores amigos para toda la vida.

—Qué interesante —dijo Gretel con sarcasmo, porque hacía poco había cumplido trece años y creía que el sarcasmo era el colmo de la sofisticación—. <¿Y qué te cuenta él?

—Me habla de su familia y del piso que tenían en­cima de la relojería y de sus aventuras para venir aquí y de los amigos que tenía y de la gente que conoce aquí y de los niños con que jugaba pero con los que ya no juega porque desaparecieron sin despedirse de él.

—Vaya, suena divertidísimo —ironizó Gretel—. Ojalá fuera mi amigo imaginario.

—Y ayer me contó que hace varios días que no ven a su abuelo y que nadie sabe dónde está y que cuando pregunta por él su padre se echa a llorar y lo abraza tan fuerte que le da miedo que lo espachurre.

Bruno llegó al final de la frase con la voz casi convertida en un susurro. Aquéllas eran cosas que le contaba Shmuel, pero, por algún motivo, hasta en­tonces no había advertido lo triste que debían de ser para su amigo. Al decirlas en voz alta, de repente se sintió muy mal por no haber intentado animar a Shmuel en lugar de ponerse a hablar de tonterías, como jugar a los exploradores. «Mañana le pediré perdón», se dijo.

—Si Padre se entera de que hablas con amigos imaginarios, te caerá una buena —dijo Gretel—. Creo que deberías dejarlo.

—¿Por qué? —preguntó Bruno.

—Porque no es sano. Es el primer síntoma de la locura.

El niño asintió con la cabeza.

—Me parece que no puedo dejarlo —dijo tras una pausa—. Me parece que no quiero.

—Bueno, tú verás —dijo Gretel, cada vez más simpática—. Yo en tu lugar no se lo contaría a nadie.

—Bueno —repuso Bruno fingiendo tristeza—, supongo que tienes razón. No se lo dirás a nadie, ¿verdad?

Gretel negó con la cabeza.

—A nadie. Sólo a mi amiga imaginaria.

Bruno soltó un gritito de asombro.

—¿Tú también tienes una? —preguntó, e ima­ginó a su hermana en otro tramo de la alambrada hablando con una niña de su edad, compartiendo sarcasmos durante horas.

—Es broma —dijo ella riendo—. ¡Por favor, pero si tengo trece años! No puedo comportarme como una cría.

Y dicho aquello, salió muy airosa de la habita­ción. Bruno la oyó hablar con sus muñecas en el dor­mitorio del otro lado del pasillo y regañarlas por haber armado tanto jaleo durante su ausencia, puesto que ahora ella tendría que volver a ordenarlo todo, como si no tuviera nada mejor que hacer.

—¡Desde luego...! —suspiró el niño.

Intentó concentrarse de nuevo en la lectura, pero había perdido el interés y se quedó contemplando la lluvia y preguntándose si Shmuel, dondequiera que estuviera, estaría pensando en él y si también echaría de menos sus conversaciones.