CAPÍTULO 5 PROHIBIDO ENAMORARSE

 

 

–Llego tan tarde que con un poco de suerte me pierdo hasta el besamanos —comenta Cayetana a la duquesa de Osuna—. ¿No habría estado mal, no crees?

Las damas se han apartado un tanto del resto de los invitados, como tienen por costumbre hacer cada vez que se encuentran, para ponerse al tanto de las novedades lejos de oídos chismosos. María Josefa de la Soledad Pimentel y Téllez, duquesa de Osuna y también de Benavente, es once años mayor que Cayetana y con gustos diferentes a los suyos, pero son grandes amigas. Más aún, se llaman cómplices. Pepa es culta, afrancesada, reflexiva, moderada. Cayetana, castiza, irreflexiva y cualquier cosa menos moderada. Sin embargo, en vez de competir como hace el resto de las damas, han preferido sellar una pequeña alianza secreta que les permite intercambiar información interesante para ambas o hacer causa común cuando se tercia.

—¿Novedades en el frente? —inquiere Cayetana sin aguardar respuesta a su pregunta anterior—. ¿Qué podemos esperar hoy de la Parmesana?

La Parmesana es sólo uno de los motes con los que la corte ha rebautizado a María Luisa, princesa de Asturias, y a menos que se produzca un gran milagro, próxima reina de España. Otros epítetos menos amables que se utilizan sotto voce son Sabandija, Jezabel y hasta Madame Serpent, por su supuesta afición —muy italiana, les gusta añadir a sus detractores mientras se santiguan— a manejar venenos. No pocas lenguas comentan estos días, por ejemplo, que las inesperadas muertes del infante Gabriel, su mujer e hijo no se debieron tanto a la viruela como a una espléndida caja de frutas bañadas en chocolate, obsequio de su cuñada. Pero no es esta habladuría la que interesa ahora a las dos amigas, sino intercambiar información práctica sobre lo que puede pasar aquella noche. Las recepciones en palacio son famosamente aburridas. La ceremonia comienza con los invitados reunidos en la habitación adyacente a la sala del trono, donde hace un frío tal que taladra las casacas de terciopelo de los caballeros y no digamos las etéreas sedas de las damas. Después de cerca de dos horas de espera en las que no se ofrece a la concurrencia ni un mal tentempié, llega el momento del besamanos, que, dependiendo del número de convidados, puede durar otra hora u hora y media. Sólo entonces se abre el gran comedor de gala al que los elegantísimos pero ya del todo hambrientos invitados se precipitan a buscar cuanto antes sus asientos asignados con la esperanza de devorar algo, cualquier cosa, al menos alguna uva o cereza distraída de los bodegones decorativos que adornan la mesa. Por fin, la cena en sí —siempre que no haya discursos demasiado largos o el príncipe de Asturias se duerma en pleno ágape, cosa que ha ocurrido más de una vez y su augusto padre hubo de mandar que lo zarandearan— se alarga hasta bien entrada la madrugada.

—Espero que esta noche no hagas nada de lo que puedas arrepentirte más tarde —le dice la de Osuna a la de Alba con una sonrisa mitad cariñosa, mitad preocupada.

—No sé a qué te refieres, querida.

—A todo eso tan inquietante que me contaste ayer por carta con la princesa de Asturias, Juan Pignatelli y tú misma como protagonistas. Hay que ver cómo te gusta jugar con fuego, Tana. ¿Por qué tuviste que pedirle a Juan que te diera esa famosa cajita de rapé, obsequio de María Luisa, y luego regalarle a él a cambio no sé qué anillo muy querido por ti? ¿Te imaginas lo que puede pasar si todo este enredo se complica?

—Sigo sin entender qué me quieres decir —miente Cayetana divertida.

—Pues que conociendo a tu querido hermanastro, igual que no pudo resistir la tentación de contarte que anda en flirteos con la Parmesana y presumir del regalo que le ha dado, con toda seguridad hará otro tanto con el tuyo. ¿Cómo va a perder la ocasión? Menudas dos plumas para su sombrero. Requerido y regalado por las damas más envidiadas de este país. Incluso me estoy imaginando la escena entre María Luisa y él: «¿Dónde está tu cajita de rapé, caro mío?», preguntará ella en cuanto repare en que lleva un par de días sin lucir la prenda de afecto que le regaló. Y Pignatelli: «Bueno, alteza, en fin, yo… Cayetana de Alba se encaprichó de ella y no tuve más remedio que dársela». «¿Un obsequio mío? —retrucará Madame Serpent trepanándole con esos ojos de sílex que tiene—. ¿Le has dado a la de Alba un regalo que te he hecho yo?». Él argumentará que sois hermanos, blablá, que tu madre se casó con su padre al quedar viuda, blablá, y que lo suyo es puro amor fraterno, pero ella, que es mala pero no tonta, exigirá que te reclame de inmediato su obsequio.

—Y yo se lo daré encantada, descuida. Ya me he divertido bastante con mi pequeño juego.

—Mira, Tana, a mí no me puedes engañar. Este hombre te importa mucho más de lo que estás dispuesta a admitir; si no, no harías semejantes chiquilladas. Imagina que esta noche él, motu proprio, antes de que la Parmesana se entere y temiendo su reacción, te pide que le devuelvas su tonta cajita de rapé. Significaría que María Luisa ocupa en su vida un lugar más importante que tú, y eso no te va a gustar en absoluto. A ver qué se te ocurre hacer en ese caso. Te conozco, y miedo me da pensarlo.

—¡Es un juego, te digo, nada más que un entretenimiento! —se impacienta su amiga.

—Uno que puede tener complicaciones inesperadas, estamos hablando de la princesa de Asturias, no lo olvides. ¿Qué ha pasado con el anillo que tú le regalaste?

—Me prometió que lo usaría siempre y así ha sido. Verás cómo lo lleva también hoy.

—Supongo que por eso te has puesto ese lunar bajo el párpado izquierdo, para seguir con vuestro «entretenimiento».

—Por Dios, Pepa, hablas igual que mi ama, la Beata. ¿No has visto a todas estas damas que hay por aquí? Mira cómo se mueven, cómo se comportan, cómo se esponjan como palomas mientras aletean sus abanicos mandando mensajes a derecha e izquierda. No hay ni una sola que no lo haga. Nada hay más delicioso que el flirteo. Hasta tú juegas a él.

—Sí, querida, pero yo conozco las reglas para ganar siempre.

—¿Y cuáles son, si puede saberse?

—La primera y primordial, no enamorarse. La segunda —parafrasea Pepa con una sonrisa sabia— es no dejar que tu mano derecha sepa lo que hace tu izquierda…

—No me digas más, tenía que haberlo adivinado. ¿Estás leyendo la novela de la que todos hablan, la de ese libertino Choderlos de Laclos? Supongo que sabrás entonces, querida mía, que Las amistades peligrosas están prohibidas por la Iglesia. ¿No temes, tú que sabes tanto de Evangelios, que su lectura haga peligrar tu alma inmortal? —ríe Cayetana, pensando que ironizar un poco es la mejor manera de combatir el argumento de su amiga, pero ella, a su vez, sonríe con igual ironía.

—Que su obra esté en el Index no impide que, cuando Laclos escribe que la única manera de disfrutar del placer y la pasión es no enamorarse nunca, tenga más razón que un santo. He ahí la regla básica para no sufrir. Prohibido enamorarse. Y más aún de un Casanova, de un vizconde de Valmont de vía estrecha como tu hermanastro. Ése es mi consejo, Tana, y créeme que sé de lo que hablo. El amor es maravilloso, extraordinario, sublime, pero siempre que uno mande sobre él y no al revés.

—Agradezco que te preocupes por mi vida sentimental, pero en este caso no hay motivo, te aseguro que…

La frase queda inconclusa porque, en ese momento y con gran fanfarria, la música avisa de la apertura de las puertas de la sala del trono y todos los invitados se arremolinan en aquella dirección.

Cayetana nota entonces el suave roce de una mano sobre su brazo. Es José, que se sitúa a su lado para acceder juntos a la ceremonia. «Siempre tan sigiloso, tan silencioso», piensa Tana, que no le ha visto acercarse. ¿Habrá alcanzado a oír parte de su conversación con Pepa? «Un juego, lo mío con Juan no es más que un juego», se repite mientras acepta el brazo de su marido.

El primero de los grandes espejos de la sala del trono le devuelve, al pasar, una imagen que a su vez se multiplica en las lunas de otros muchos espejos, la réplica infinita de dos figuras. La de José, alto, distinguido, con peluca corta empolvada, calzón y casaca oscura sobre la que destaca una banda azul y su recién concedido Toisón de Oro al cuello. La de ella, de blanco y oro, con la espléndida melena rizada de la que está tan orgullosa suelta sobre la espalda. Qué buena pareja hacen. Lástima que sus ojos miren en direcciones opuestas. Él, hacia el trono en el que el rey Carlos III, flanqueado por su hijo Carlos y por la princesa de Asturias, se apresta a recibir los saludos de los primeros invitados, pero también lanzando de vez en cuando un muy poco disimulado vistazo a la derecha, hacia donde aguardan las delegaciones extranjeras y en especial a la de Gran Bretaña. ¿Estará por ahí Georgina? Bonita muchacha.

Mientras, los ojos de Cayetana buscan sólo a una persona, a Juan Pignatelli. Su fratello, como a él le gusta que lo llame, ese guapo tarambana con el que nunca la habrían dejado casarse, y casi mejor así. ¿Dónde está? Ah, por fin. Cuando lo descubre entre otros caballeros, alza una mano enguantada y se la lleva a la sien para dejar más a la vista su nuevo lunar de terciopelo. «Qué tediosa es la cola del besamanos —piensa—. Hay tanta gente esta noche que nos queda lo menos una hora más de estar aquí, de pie, pasando frío». Y mientras llega su turno, se entretiene en estudiar a los tres anfitriones principales. Primero, el rey. A sus setenta y dos años, Carlos III apenas es la sombra de sí mismo. Cayetana siente una punzada de lástima al comprobar cuánto ha cambiado desde la última vez que lo vio, apenas un par de semanas atrás, en el funeral del infante Gabriel. Al recordar este nombre, oprime con solidario afecto el brazo de su marido, también para él ha sido una dolorosa pérdida, eran inseparables. José agradece el gesto y ambos avanzan unos pasos más hacia el trono. Desde donde están ahora, alcanza a ver ya con detalle la cara del otro Carlos, la del príncipe de Asturias. También él despierta la ternura de Cayetana, pero por diferente motivo. Con traje de ceremonia de terciopelo tachonado de condecoraciones de diversos tamaños y formas, peluca con dos rizos, medias blancas hasta la rodilla y grandes zapatones con hebilla de plata, parece un palafrenero disfrazado de príncipe. «Tal vez hubiera sido más feliz con ese destino», se dice al observar cómo intenta atrapar la mirada de su mujer buscando en ella aprobación. ¿Y la Parmesana? Hay que reconocer que siempre ha tenido un porte distinguido a pesar de sus continuos embarazos. Esa noche lleva un vestido azul bordado en oro de falda amplia a la moda de Versalles y, tal como es costumbre en ella, los brazos, de los que está especialmente orgullosa, desnudos. Collares, diademas y pulseras la adornan profusamente, pero lo más llamativo está en su rostro, o más concretamente, entre sus labios. Si no fuera por la expresión de sorpresa de otros muchos invitados, Cayetana pensaría que está viendo visiones. María Luisa, en vez de apretar los labios como suele hacer habitualmente, sonríe esa noche dejando al descubierto una perfecta y blanquísima dentadura responsable, sin duda, del murmullo azorado de los presentes, lo que hace sonreír aún más si cabe a la princesa.

—Por san Jorge —se asombra el imperturbable embajador inglés—. ¿Alguien me puede explicar tal prodigio? —Cayetana no había reparado en que este caballero y su hija Georgina estaban tan cerca de ellos, a media vara de José. Nunca le ha gustado esa chica lánguida que mira tanto a su marido, pero no es momento de cábalas. Más que ocuparse de Georgina, le interesa que alguien responda a la pregunta de su padre, que es la misma que todos se hacen esa noche—. ¿Qué pasa con la dentadura de la Parmesana?

Hablar en la cola del besamanos real no es de buen tono, por eso, finesse oblige, todos lo hacen con disimulo y elegancia.

—Medina de Río Seco, querido embajador, retened este nombre y tal vez podáis dar un dato interesante a vuestra majestad el rey Jorge, que, por lo que sé, tampoco anda muy sobrado de molares, premolares e incisivos. —Es el viejo marqués de Viasgra quien habla, y al hacerlo muestra, también él, una dentadura deslumbrante.

—¡Zambomba, marqués! Tu quoque? —se maravilla, y en latín, el conde de Buenasletras—. ¿También tú has sido sujeto de tan extraordinario portento? ¿Qué ocurre en Medina de Río Seco? No sabía que hubiese allí un santo milagrero.

—Santo no sé, pero milagrero sí que es un rato —susurra Viasgra, encantado de causar tan silente pero sonado revuelo—. Antonio Saelices, así se llama y es un sacamuelas que ha inventado la Castañeta.

—¿Castañeta? —corean por lo bajini varios caballeros y damas, interesadísimos.

Ya nadie desea que la cola del besamanos prospere. No al menos hasta que Viasgra desvele el misterio de Río Seco. Pese a ello, los primeros de la fila, ajenos a esta esclarecedora conversación, continúan avanzando. A regañadientes, los demás no tienen más remedio que imitarlos, pero remolonean todo lo que pueden.

—Vamos, Viasgra, nos tenéis en ascuas. Contad de una vez en qué consiste el portento.

Viasgra explica entonces que el maestro Antonio Saelices ha hecho una contribución extraordinaria a la ciencia en general y a todos los desdentados de este mundo en particular, que son muchos. «La confección de un artilugio o dentadura postiza que, tras arrancar todos y cada uno de los dientes, se pega sobre las encías del paciente con el maravilloso resultado que aquí veis».

—Bah —comenta el embajador inglés entre despectivo y desilusionado—. No es gran novedad. Mi tía la duquesa de Devonshire tiene una, se la fabricaron en Sèvres con la más delicada porcelana. Sirve para presumir, pero desde luego no para masticar. Antes de comer, tía Dhalia suele dejarla flotando en un lavafrutas de plata y luego se la recoloca tras los postres. Une petite cochonnerie —añade el embajador, que es de los que piensa que las porquerías dichas en francés son menos.

—Precisamente ahí, querido amigo, es donde el maestro de Río Seco ha puesto su pica en Flandes —aclara Viasgra—. La Castañeta es distinta a todas las dentaduras postizas existentes hasta el momento porque sus dientes muerden, roen y hacen todo lo que es menester.

—¿Cómo, si puede saberse?

—Pues porque son dientes de verdad. Dientes humanos.

—¿Arrancados en vivo a alguna pobre persona? —se horrorizan varias damas.

—No, queridas mías —las tranquiliza Viasgra, obsequiándolas con todo el esplendor de su dentadura digna de un efebo de Leonardo da Vinci—. Son dientes de muerto. De muertos jóvenes, me apresuro a añadir. Se aprovechan sobre todo los de los soldados caídos en combate que se arrancan pronto y con diligencia, todo es muy higiénico, naturalmente.

Cayetana siente un escalofrío que le hace agradecer que la cola haya continuado su curso y llegue al fin el momento en que ella y su marido deben saludar a la familia real. Se inclina él primero, ella después, pero el anciano rey, al ver al gran amigo de su hijo Gabriel, se funde con José en un nada protocolario abrazo que se prolonga. Tanto que Cayetana decide seguir adelante con los saludos. «Alteza», le dice ahora al príncipe de Asturias de pie junto a su padre y éste le devuelve un cariñoso: «Siempre una alegría verte, Tanita», no en vano la conoce desde niña. Llega ahora el momento de tomar la diestra de María Luisa y hacerle la correspondiente reverencia. La dentadura de la dama refulge tanto o más que las joyas que adornan su pelo, su cuello, sus brazos. Cayetana se inclina para comenzar su plongeon y sólo entonces descubre que la mano que le tiende la Parmesana luce en el meñique, el más humilde, insignificante y, en el caso de la princesa, el más torcido de sus dedos, aquel anillo de brillantes que ella le regalara a Pignatelli en prenda de amor un par de días atrás. Es tal su sorpresa que casi pierde la compostura y, lo que es peor, la verticalidad. Tantos años de educación, tantos siglos de refinamiento y buena crianza corren por sus venas que a ellos recurre y se encomienda para que, al alzarse de la reverencia y enfrentarse una vez más con aquella mujer, su cara sea la más perfecta y sonriente de las máscaras. «Tranquila, aguanta, no digas nada, no pienses, Tana, no muevas un músculo», se dice y la invocación debe surtir efecto porque consigue mirar de frente a la Parmesana e incluso vocalizar un trivial: «Buenas noches, alteza». Son sus manos las que resultan imposibles de controlar. Tiemblan de tal modo que Cayetana opta por esconderlas entre los pliegues de su vestido. Es ya tarde. Los ojos de la Parmesana han reparado en ellas y se posan desdeñosos primero sobre la izquierda, luego la derecha, antes de alzarse hacia el rostro de Cayetana para regalarle la más triunfante sonrisa de aquellos blanquísimos dientes de muerto.

—Hola, querida, espero que pases una muy feliz noche.