CAPÍTULO 6 DONDE LAS DAN, LAS TOMAN

 

 

 

Escribió, selló y lacró aquella corta nota destinada a Juan Pignatelli la madrugada misma de la recepción real, en cuanto se vio de regreso al fin en Buenavista. Aún no comprendía cómo había logrado sobrellevar tan largas horas sin venirse abajo. Lágrimas de dolor y rabia la quemaban por dentro, pero ni una sola se permitió derramar. Al contrario, consiguió brillar más que nunca durante la cena y mantener una conversación chispeante con sus vecinos de mesa. Al menos en ese aspecto la suerte se había mostrado bondadosa. A la derecha le tocó el infante Antonio. Físicamente, este hijo de Carlos III era la réplica exacta del príncipe de Asturias, y en cuanto a luces, tampoco tenía nada que envidiar a su hermano mayor, de modo que a Cayetana no le costó esfuerzo entretenerle sin malgastar una energía que, en ese momento, le era preciosa. Su compañero de la izquierda requirió algo más de atención. Se trataba de un viejo embajador. Un hombre pomposo y fatuo al que, por suerte, logró encandilar con su excelente francés y, sobre todo, con el arma más eficaz de toda buena anfitriona: saber convertirse en una oreja perfecta. Una que recogiera con admiración (casi) genuina todos los comentarios, todas las fútiles confidencias y trasnochados requiebros de quien, como aquel caballero, gustaba de monologar sin tregua.

Ni una vez. Ni una sola dejó que sus ojos buscaran el extremo de la mesa donde, por protocolo, habían sentado a su hermanastro. Aun así, le dolió comprobar que él tampoco había intentado acercarse como solía hacer antes de que todos tomaran sus asientos para charlar e intercambiar con ella miradas y secretos lenguajes. Cayetana se llevó entonces la mano a la sien. Qué estúpida y patética le parecía ahora la presencia de aquel lunar de terciopelo que horas atrás con tanta ilusión se colocara riendo ante el espejo. Era mejor —se dijo— arrancárselo cuanto antes para evitar que alguien, con menos años y mejor vista que sus dos compañeros de mesa, lo confundieran con una insinuación. Se hizo daño al despegarlo de su piel, pero no le importó. Aquel escozor era apenas la pálida réplica de lo que la quemaba por dentro. Sólo al final de la velada, cuando José y ella se encontraban ya en la escalinata exterior de palacio esperando su carruaje, Juan se acercó a desearles buenas noches. ¿Qué era aquel extraño brillo que se adivinaba en sus ojos? ¿Remordimiento, contrición o tal vez sólo una tonta manera de decirle: «No pasa nada, puedo explicarlo, mañana te escribo»? Ella, que antes sólo con mirarle creía leer sus pensamientos, notaba ahora cómo todas las vías de comunicación, todos los invisibles puentes que juntos y desde su compartida adolescencia con tanto afán habían tendido no existían ya.

«Buenas noches, José, buenas noches, Tana», eso les había dicho antes de desaparecer a pie en dirección a la plaza Mayor y sumirse en las sombras.

El camino desde el Palacio Real a Buenavista lo hicieron José y ella en silencio. Después, él la había besado en la frente deseándole buenas noches y se despidieron. Ya en su gabinete, a través de la ventana y al otro lado del patio central que los separa, Cayetana puede ver la salita de estar de su marido iluminada como si tampoco él pudiera conciliar el sueño. Qué oscuro y amenazante es aquel palacio de noche. Las sombras se alargan y el tictac de más de diez relojes de distintos tamaños repartidos por otros tantos salones que se suceden a lo largo de todo el perímetro de la primera planta del edificio le recuerda lo lentas que se arrastran las horas. Cayetana piensa entonces en aquellos a los que ha amado y que la han dejado sola. Primero su padre cuando tenía apenas ocho años. Aún recuerda cómo Rafaela la había alzado hasta el inmenso féretro cuajado de flores obligándola a besar su mejilla, tan joven, tan helada. El segundo en abandonarla fue su abuelo. El viejo duque lo había sido todo para ella, padre, madre, confidente, maestro. Él fue quien le enseñó el orgullo de ser una Alba, pero pocos años más tarde la abandonaría también. Su madre, cuyo cariño intentó conquistar en vano, estaba siempre demasiado ocupada con sus amores y sucesivos matrimonios como para reparar en cuánto la adoraba hasta que un día también se fue; tenía cuarenta y cuatro años nada más. El resto de la familia no existía. Ni hermanos, ni parientes próximos, no tenía a nadie. Sólo a José.

Cayetana mira una vez más a través del patio rectangular que la separa de su marido, al otro lado del edificio. Su figura se recorta juiciosa inclinada levemente hacia delante como si leyera o pensara. Por un momento siente el infantil, el loco impulso de correr hasta allí, interrumpir sus cavilaciones, decirle: «José, tú y yo nunca hemos compartido amor. Es lo que nos corresponde por cuna, por linaje, por conveniencia, pero nos apreciamos o al menos nos respetamos. Sé por eso que no quieres que sufra. No tengo a nadie y no entiendo nada. Tú que eres hombre como él, como Juan, quiero decir, sabrás contestarme. ¿Por qué me ha hecho esto? ¿Por qué no le ha importado exponerme a la vergüenza de que esa mujer se ría de mí y delante de toda la corte además?».

Ésas y otras preguntas le gustaría hacerle a su marido, pero sabe bien cuál será su respuesta. La única, la sempiterna, la misma que los hombres han dado siempre a las mujeres cuando ven que cometen un error. La misma —se dice sonriendo con amarga ironía— que le debe de haber dado Adán a Eva después del famoso asunto de la manzana y la serpiente: «Querida, ya te lo dije».

Cayetana corre las cortinas, regresa al secreter en el que ha estado escribiendo minutos antes, dobla y guarda en un sobre la nota que mañana a primera hora hará llegar en mano a Juan Pignatelli. Acerca ahora una barra de lacre al candil y observa cómo caen sobre su envés gruesas e hirvientes lágrimas rojas. Una, dos, tres, antes de aplastarlas con su sello. Y es al ver el escudo de la familia y sobre todo su lema —Tu in ea et ego pro ea, «Tú en ella y yo por ella»— cuando se le ocurre la brillante idea. Ya no más lágrimas. Hay cosas mejores que hacer que lamentarse. Después de dejar el sobre en lugar bien visible, Tana se pone en pie y con el candil en la mano cruza la habitación. El resplandor de aquella única llama descubre e inmediatamente después devuelve a las sombras muchos objetos que le son queridos. Primero, el secreter de palosanto regalo de su abuelo en el que ha escrito la carta, luego un crucifijo, a continuación un bargueño con incrustaciones de marfil y por fin dos cuadros: una Madonna y más allá un pastorcillo obra de ese pintor tan hosco como talentoso que conoció no hace mucho en casa de la duquesa de Osuna y al que le gustaría pronto hacer un encargo más importante. Si tuviera tiempo, le dedicaría un mínimo pensamiento a él, a Francisco de Goya, pero las sombras del candil han engullido ya su cuadro y Tana debe seguir adelante. Pasa ahora frente a un diván de terciopelo verde, el mismo que, apenas un par de días atrás, fue testigo de risas y otras complicidades entre ella y Pignatelli. Vamos, sombras, devoradle también a él, que desaparezca cuanto antes. Llega al fin a una nueva puerta y ante ella se detiene apenas el tiempo suficiente para accionar su picaporte y entrar en la última de las habitaciones que componen la zona más privada del palacio, su tocador.

Una vez ahí, Cayetana de Alba se acerca a la ventana y mira una vez más hacia el otro lado del patio. Las luces en las habitaciones de José están ya apagadas. Mejor así. Seguro que desa–probaría lo que acaba de ocurrírsele. Pero qué importa. Ya nada importa. Lo único que cuenta es cierto pequeño objeto que había quedado horas atrás sobre la mesa de tocador después de maquillarse para la recepción real. ¿Dónde puede estar? Debe de haberlo guardado Rafaela en alguna gaveta, no, no, aquí está. Cayetana lo observa ahora a la luz del candil. La llama arranca de su superficie recamada de brillantes mil y un destellos que giran y bailotean sobre su cara como un calidoscopio. Abre con cuidado la cajita de rapé que una vez perteneció a María Luisa de Parma. La misma que Pignatelli le regaló a ella, según dijo, para demostrar cuánto la quería, y deja caer, uno a uno, todos los lunares que guarda su interior. Los hay grandes y más pequeños, en forma de corazón y también de estrella, de trébol y hasta de flecha, todos tan fatuos, tan inservibles ya. Deja la cajita sobre la mesa, vuelve a coger el candil en busca de algo más y muy pronto lo encuentra. Se trata de una pomada, de un ungüento perfumado que no hace mucho se hizo traer de Constantinopla. Es una pena, se dice, separarlo de su bello envase original, una urna de lapislázuli en miniatura, pero… A partir de ahora, aquella pomada tendrá nuevo receptáculo: la cajita de diamantes de Madame Serpent. Su aroma es penetrante y se extiende de inmediato por toda la habitación cuando Cayetana traslada el contenido de un recipiente a otro. Está compuesto de una mezcla de sándalo y cedro, de almizcle y azahar. La combinación perfecta para llevar a cabo una pequeña venganza. «Y ahora a dormir —se dice con una sonrisa—. Mañana será otro día y tengo tantas cosas que hacer…».

 

* * *

 

Gaston Ledoux tiene buenas razones para emperejilarse con especial esmero aquella mañana. Gaston Ledoux es el peluquero de moda. Por sus lábiles dedos —en los que no cabe ni un solo anillo más— pasan a diario las cabezas femeninas más importantes de la ciudad. La primera en su lista es, por supuesto, su alteza imperial. Gaston siempre ha llamado así a la princesa de Asturias, aunque el epíteto no sea del todo adecuado. Pero Gaston tiene sus propias ideas sobre lo que es elegante y lo que no. Sobre lo que está bien o mal hacer, decir, pensar, sentir.

Para él, venir a Madrid había supuesto un horrible revés de fortuna, pero no hubo más remedio. Se vio obligado a refugiarse aquí después de cierto contratiempo con la justicia francesa. Eso no impide que considere a su tierra de adopción como un país de salvajes, de vrais barbares. Por fortuna, la suerte le sonrió casi desde el principio, y ahora su clientela incluye los nombres más sonoros del Gotha local. Princesas, duquesas, vizcondesas, al igual que otras muchas señoras sin linaje alguno pero con buenos caudales que les permiten costear la pequeña fortuna que cuestan los hérissons, los poufs, los peinados a la Caramba y todas las creaciones capilares del maestro. Entre las damas a las que atiende, Gaston tiene sus preferidas (además de su alteza imperial, obviamente). La primera es la duquesa de Osuna, a la que admira por ponderada, culta, afrancesada. La segunda es la duquesa de Alba, a la que idolatra por exactamente lo contrario. Sólo hay un rasgo en la personalidad de esta última que él deplora y es su majismo. Porque, vamos a ver, al fin y al cabo, ¿qué es una maja?, se interroga Ledoux. Es una mujer del pueblo, iletrada, malencarada, chusca. Alguien que habla como si permanentemente estuviera representando una de esas horribles comedias de costumbres que aquí gustan tanto, ¿cómo se llaman? Oh, sí, sainetes. O peor aún, una pésima zarzuela. En cuanto a la forma de vestir de las majas, bon Dieu, quelle pagaille! No quiere ni pensar en esas faldas afaroladas cubiertas de madroños, tan cortas, que dejan al aire las canillas. ¿Y qué decir de esas chaquetas ceñidas y cuajadas de alamares y madroños, más madroños? En cuanto al pelo, sauvage, absolument, sauvage. Se peinan igual los majos que las majas, con redecillas de colores y ¡sí!, por toda la cabeza, encore des madroños. Absolutamente insoportable. ¿Por qué una dama distinguidísima como Cayetana de Alba habría de apuntarse a moda tan atroz e imitar a las manolas? Un compatriota de Gaston, monsieur Joss, que es ayo de los hijos de la duquesa de Osuna, le dijo una vez que se trata de una reacción castiza contra el refinamiento francés imperante en Europa, una forma de afianzar la españolidad frente al enciclopedismo, la cultura y el savoir faire del país vecino. «Amar la tierra en la que uno nació está muy bien, yo soy el primero en idolatrar la mía —se desespera monsieur Gaston—, ¿pero es realmente necesario que una duquesa hable como una lavandera? ¿Cómo se explica que le dé por codearse con cómicos, visitarlos en sus casas y (horror de horrores) representar con ellos comedias galantes en las que tan grande dama hace el papel pongamos que de tabernera o modistilla mientras el comicastro de turno la corteja e incluso la besa en escena? Cierto es que, en la corte de Versalles, a María Antonieta también le ha dado últimamente por disfrazarse y representar obras de teatro. Pero todos sabemos quién es la austriaca —deplora monsieur Gaston—. Una frívola, una insustancial, una locuela. A punto está de perder la cabeza, si no la ha perdido ya del todo», cavila con aire profético.

En fin, concluye el peluquero mientras se da el último golpe de peine ante el espejo de su casa. Con la clientela es mejor no amostazarse ni sulfurarse. Sobre todo en el caso de Cayetana. Han estado algo distanciados últimamente ella y él. A madame le disgustó que hiciera un comentario demasiado elogioso sobre su alteza imperial y, ya se sabe cómo son las damas, lo castigó prescindiendo de sus servicios durante cuatro larguísimos meses. ¡Pero ya está, ya pasó, lo ha vuelto a convocar! Esa misma mañana le había hecho llegar una esquela a tal efecto. Es obvio que no puede vivir sin él. «Su pelo necesita a Gaston», se dice mientras desliza una peinilla de nácar sobre su peluca empolvada. «¿Y cómo no me va a necesitar si nadie más que yo es capaz de domeñar esa pelambrera suya, frondosa, oscura, envidiable?», se maravilla. Sólo madame puede permitirse llevarla suelta como una gitana sujeta apenas con un lazo de grosgrain en lo alto de la coronilla. Sin embargo, nada es del todo casual, la naturalidad es menester trabajarla mucho. Hasta los peinados más desenfadados son fruto de larguísimas horas de preparación con tenacillas, rulos, bigudíes, andulines y horquillas.

«Por fin ha capitulado —concluye ahora el peluquero mientras se despide de su imagen en el espejo—. No puede vivir sin mis servicios. J’arrive, J’arrive, chère duchesse! Enseguida estoy con vos».

 

* * *

 

—… Ah, señor Gaston, cuánto tiempo sin verlo, pase, pase por aquí, lo estábamos esperando. Creo que no conoce a nuestra niña. María Luz es su gracia y llegó hace un mes. ¿Le importa cogerla una miaja? Sí, sólo mientras le abro la puerta. Mi pobre brazo derecho ya no es el que era, y anda muy adolorido. ¿Qué le parece el pelo de esta preciosidad de criatura? No ha mucho andar también ella requerirá de su arte con los peines y las tenacillas para que la hermoseen.

Después de abrir con una de las gruesas llaves que lleva colgadas siempre de la cintura la puerta que conduce a las habitaciones privadas de la duquesa, la Beata alza los brazos reclamando de nuevo la niña. A monsieur Gaston siempre le ha intrigado la precaución de la duquesa de mantener sus habitaciones cerradas con llave, pero esta vez tiene otros motivos de asombro superiores. Cierto es que la mocosa que acaba de mostrarle la Beata es una auténtica preciosidad de ojos muy verdes y pelo lustroso y rizado. Cierto que Gaston Ledoux no se sorprende de nada de lo que pueda ver en casa de su clientela («Soy un hombre de mundo —le gusta decir—, y nada du grand monde me es ajeno»). Pero cierto es también que el artículo posesivo «nuestra» que acaba de utilizar la Beata hace un momento le resulta fuera de lugar. ¿Qué quiere decir exactamente? ¿Será que la duquesa se ha apuntado a la moda de adoptar alguna huérfana, como hacen las grandes damas? Una moda francesa por cierto esta de los prohijamientos, muy elegante eso de hacerse cargo y proteger, por ejemplo, a la hija, o hijo de alguna amiga muerta temprana o trágicamente pero, sacrebleu, ¿será posible que la campechanía y el «majismo» de la duquesa lleguen al extremo de tener amigas o amigos negros?

—Aquí estás por fin, bribón, qué alegría verte. Ven, acércate, te he echado mucho en falta. ¿Qué te parece mi bebé?

Monsieur Gaston no sería el hombre sensible y refinado que es si no fuera capaz de admirar la escena que tiene delante. Cayetana, vestida sólo con un peinador, espléndida ante el espejo reclamándole a la Beata la criatura. Lleva esa mañana el pelo recogido sobre la nuca de un modo encantador que permite admirar la blancura de su largo cuello y sus hombros perfectos. Unas cejas negras, espesas, bien dibujadas, son otro de los rasgos que más admira un artista como Gaston en las damas. Eso por no mencionar sus ojos, chispeantes, traviesos, como si estuvieran siempre a punto de quién sabe qué pillería.

—Bueno, ¿y qué me dices? ¿Es o no una belleza? ¿Has visto alguna vez ojos como los de mi hija?

—Monísima, madame la duchesse —dice Gaston, deseando mentalmente que a su clienta no se le ocurra ponerle de nuevo en los brazos esa extraña criatura como tienen la pésima costumbre de hacer ciertas madres con sus retoños con objeto de que él le haga alguna cucamona o la acune. Pero no, claro que no. La duquesa es una gran dama y ésa, una costumbre de personas insignificantes. A la gente de mundo le importan un pito los niños. Muchos de ellos no cruzan más de dos palabras con sus hijos hasta que les brota acné o están listos para matrimoniar con quien la familia considere oportuno. No hay peligro de que le plante encima a la mocosa, aunque, mírala —se alarma Gaston—, parece que la niña le está tendiendo ahora mismo los brazos y le sonríe de un modo que, oh, bon Dieu, ¿pero qué pretende esta sucia negrita?

—¿Has visto, Gaston? Deben de haberle llamado la atención esa cantidad de anillos que llevas. No me extraña, brillas más que un candelabro de La Granja, toma, hombre, toma, cógela, te la voy a pasar un momentito.

—Madame. Yo nunca me atrevería… —comienza a decir Gaston cuando lo que piensa en realidad (y frenéticamente) es: «A ver si se me va a hacer pipí encima, la muy salope»—. No podría, no merezco tanto honor.

—Venga, no seas pasmao. ¿Nunca has tenido un rorro en brazos o qué?

«No de este color», iba a protestar Gaston, pero se corrige a tiempo y sólo dice:

—No últimamente, señora.

—Pues sujétala bien, no se te vaya a caer, que sólo tiene ocho meses. Mírala, qué salada, seguro que se ha creído que esa sortija grande con un pedrusco rojo que llevas es algo de comer.

—¡Está chupando mis rubíes! —se espeluzna el peluquero—. Parece que tiene hambre, qué monaaa.

Gaston aguanta impertérrito tanto derrame de interés, tanta inundación de curiosidad infantil, pero, por suerte para él, la niña pronto se desinteresa de sus alhajas, tiende los bracitos a su madre y ella la rescata llenándola de besos.

—Ven, tesoro, que pronto será la hora del paseo. Llévatela, Rafaela, ¿quieres? Pasaré a verla luego, cuando terminemos Gaston y yo.

¿De dónde habrá sacado la duquesa esta exótica criatura? A Gaston le encantaría saberlo. Sería un dato interesante a añadir al relato que ¡por supuesto! piensa hacer en cuanto salga de Buenavista. Pero lo cierto es que no se atreve a preguntar. Mejor no dar el más mínimo paso en falso, se dice. No hacer ni decir nada que pueda propiciar que madame la duchesse lo borre por segunda vez de su lista. Es preferible comportarse de la manera más neutra y profesional. Mostrarse amable sin ser cobista, interesado que no inquisitivo, útil sin parecer (como desde luego es) insustituible.

—Una verdadera ninfa su pequeña… hija, madame —comenta mientras empieza a sacar de una bolsa de brocado los utensilios propios de su oficio—. No puedo ni imaginar cómo va a ser esta beldad cuando crezca ni qué dirá la gente al verla.

Gaston piensa que su comentario ha sido suficientemente aséptico pero a la vez incitante como para que la duquesa prodigue algún detalle más sobre la procedencia de la criatura. De dónde ha salido, por ejemplo. Pero se equivoca. Cayetana acaba de indicarle que vaya preparando sus enseres mientras ella se embarca en una agradable charla intrascendente.

Gaston hace otro tanto. El arte de la conversación es uno de sus puntos fuertes. Desde que comenzó en esto de la peluquería a la tierna edad de nueve años, pronto comprendió que parte fundamental de su profesión consistía no sólo en embellecer las cabezas, sino también en entretener los oídos de sus clientes. Con anécdotas, sucedidos, dimes y diretes lo más escandalosos posible que él suele administrar y manejar con igual destreza que rizadores, peines y cepillos.

«Ah, ¿pero cómo, madame —suele decir, por ejemplo—, no sabe lo que le ha ocurrido al pobre conde de Avefría? ¿Y el patinazo de la baronesa de Quijada? Terrible, terrible, resulta que…».

Y así, cepillo va y rumor viene, Gaston Ledoux había llegado a convertirse en el heraldo de todas las bancarrotas, en el trompeta de las mil y una infidelidades de la villa y corte.

—¿Has traído las tenacillas? —le interrumpe de pronto Cayetana cuando Gaston comenzaba a relatar quién sabe qué suculento sucedido—. Me gustaría que me trabajaras con ellas sobre todo la parte de atrás del cuello, ¿comprendes? Quiero que inventes para mí un peinado completamente nuevo. Tal vez el pelo recogido aquí, sí, un poco más arriba, ¿qué te parece? Sí, definitivamente, así es como lo quiero. Eso me permitirá usar por fin un extraordinario ungüento que acaban de regalarme y perfumarme con él la nuca como hacen las damas de Constantinopla. Ahora te lo enseño.

Cayetana saca entonces del cajón superior de su tocador la cajita de rapé de oro y brillantes que Gaston no puede por menos que admirar rendido.

—Qué espléndida, madame. Qué buen gusto el de usía; una pieza digna, como no puede ser de otro modo, de una duquesa.

—… O de una princesa —apunta crípticamente Cayetana—, de una reina incluso. ¿Te gusta? Dime la verdad, porque si te gusta, es tuya.

—¡Madame me abruma! Yo no podría, ni siquiera me atrevería a soñar con obsequio tan espléndido.

—Pamplinas, considérala un regalo de reencuentro entre nosotros.

—Es demasiado. C’est trop!

—Mira, en eso tienes razón. Vamos a hacer una cosa: el ungüento de Constantinopla me lo quedo yo, que es escaso y difícil de conseguir. Después de peinarme me darás un largo masaje con él en la espalda pero sobre todo en el cuello. ¿No dicen siempre los franceses que una nuca perfumada es del todo irresistible? Pues eso. El perfume para mí y la cajita de brillantes para ti. ¿Un trato justo, no crees?

Dos horas más tarde, un radiante Gaston Ledoux sale del palacio de Buenavista tarareando una vieja canción gascona mientras enfila calle Barquillo abajo en dirección a la Puerta de Sol. Qué hermosa le parece aquella fría mañana. Ni siquiera los gritos de ¡agua va! seguidos de su correspondiente lluvia maloliente de desperdicios líquidos logra alterar su paso. No ve el momento de enseñar al mundo entero lo que lleva en el bolsillo. Ya nunca se va a separar de tan hermoso testigo de su éxito social. Piensa llevar su extraordinaria cajita de diamantes a todas partes, incluso al Palacio Real, para que sus clientas —y por supuesto también, o mejor dicho sobre todo— su alteza imperial, la admiren. Gaston está deseando ver la cara que pondrá doña María Luisa cuando le enseñe regalo tan suntuoso y le confiese, así, con gran circunloquio y misterio, quién se lo ha dado. Helada se va a quedar, de piedra pómez, seguro que hasta lo felicita por tener amistades de tanto ringorrango. Realmente qué gran señora es Cayetana de Alba y cuánto debe admirar su talento con los peines para ser tan generosa con él. Porque hay que ver lo favorecida que estaba con el peinado que acaba de hacerle. Guapísima, realmente guapísima. Lo único que lamenta es no haberle sonsacado algo más sobre la mulatita, obtener algún dato adicional. Detalles jugosos con los que elaborar un petit potin, un cotilleo tan interesante como estrafalario con el que entretener al resto de su selecta clientela mientras peina. «¿A que no saben ustedes la última? La duquesa de Alba ha tenido una niña… negra —piensa añadir después de la conveniente pausa dramática—, como el betún de Judea». Claro que, se dice, para que el chisme sea realmente suculento, necesitaría obtener algo más de información. «Es cierto —decide Ledoux mientras esquiva (vaya lata) a un ciego que le implora una limosna—. Mejor espero a mi próxima visita a Buenavista para enterarme de otros pormenores interesantes y dejar así a la clientela del todo patidifusa. Ahora que somos tan buenos amigos madame y yo, seguro que me llama otra vez la semana próxima. La vie est belle».