CAPÍTULO 7 UNA NOCHE CON LOS ORISHÁS

 

 

–Deja de llorar, muchacha, lo único que vas a conseguir es que la viuda se enfurezca si te oye y saque la vara para romperte otra vez las costillas. Mírame a mí, cuatro hijos se me llevaron, y aquí estoy, no pudieron conmigo. ¿Qué esperabas, sonsa? ¿Encontrarla tú sin ayuda de nadie en esta ciudad desconocida? ¿Que bajara santa Bárbara o los orishás y escondieran a Marinita bajo su manto? Ya te dije que no le pusieras nombre alguno, ahora el sonido de esas poquitas letras que no pienso repetir te perseguirá mientras vivas.

Durante semanas, Celeste, vieja y realista, se había esforzado por sacar a Trinidad de su marasmo. Pero, a pesar de que en pocas semanas mejoró de las fiebres gracias a sus ungüentos, pócimas y cataplasmas, no ocurrió lo mismo con su estado de ánimo, los días se le iban entre lágrimas y suspiros, trabajando desde el alba hasta bien entrada la noche en todo lo que a la viuda se le antojaba, que era mucho, porque había decidido que, antes de venderla, iba a «desbravarla»; ésa fue su expresión. Y hacerlo entrañaba no sólo encomendarle los trabajos más duros, sino también usarla de estera para los palos que le propinaba con excusa o, más frecuentemente, sin ella.

A pesar de sus rezongos, Celeste estaba preocupada por la muchacha. ¿De qué servía curarle el cuerpo si tenía el corazón enfermo? ¿Y de qué le servían a ella sus saberes ancestrales si no lograba que tuviera al menos un hilito de esperanza? Por eso un día, después de una paliza especialmente brutal de ama Lucila, decidió tomar cartas en el asunto.

—Mira, chica, no puedo verte más así —le dijo—. Ya sé lo que vamos a hacer.

—¿Qué? —preguntó Trinidad, sin molestarse en alzar la vista de la sábana que estaba remendando.

—Escúchame bien, esta noche voy a prepararle a ama Lucila ese chocolate con canela y clavo que dice que no prueba, pero luego a escondidas se lo bebe a jícaras y, cuando se duerma como un gato con los bigotes llenos de crema, tú y yo nos vamos pa’ los orishás.

—Sí, claro —había reído Trinidad tristemente—. ¿Y dónde vamos a ver a los orishás? En sueños, supongo.

—En carne y hueso, chica. Bueno, en espíritu y en esencia habrá que decir, ya que hablamos de dioses. A ver si tú te crees que sólo se los invoca allá en Matanzas. También acá se hace bilongo.

—¿Me vas a decir que en Madrid, donde nos miran a los negros como si vieran apariciones y se santiguan a nuestro paso, hay quien hace diloggún y biagues?

—Y de los potentes, chica. ¿No ves que los morenos empezamos a ser moda en la metrópoli y eso hace que cada vez traigan pacá más y mejores ejemplares. Como cocineros, mozos de cuadra, fregonas, esclavos de faena, y luego, los que son más vistosos o raros los traen pa simple adorno. El otro día oí de una señora que se había comprado un niñito negro especialmente lindo como si fuera un tití.

—A lo mejor eso es lo que han hecho con Marina… Al menos la gente se encariña con sus titíes y los mima.

—Ya te dije que olvidaras el nombre de tu hija, pero como eres terca como mula sorda y te niegas a hacerlo, he decidido que vamos a probar suerte invocando al más allá. Para que lo sepas: también en Madrid se consultan los orishás, se hacen amarres, resguardos, grisgrís y todo lo que tú precises para conocer el paradero de la niña, incluidos tambores de fundamento en una ilé.

—Nunca me gustaron esas cosas, me dan miedo.

—No si la vieja Celeste está contigo.

—Agradecida, pero no. Una cosa es rezarle a los dioses y otra llamarlos, hacer que aparezcan y una nunca sabe si quien acude es…

—¡Tontunas, chica! Como si yo no fuera capaz de distinguir un osogbo malvado de un irè bueno.

—Ni siquiera hablo de osogbos. Ésos mejor ni mentarlos —añade Trinidad, persignándose—. Pero es que hay veces en que, sin querer, despierta uno a un espíritu travieso o tramposo de esos que se ríen de nosotros. Le pasó a mi mamá. Entendió mal lo que le decían los orishás cuando les preguntó por mi futuro y mira cómo acabó la cosa. Que me trajeron a Europa, y desde entonces todo se ha torcido.

—Tontunas y más tontunas. No puede pasar nada malo esta vez. Y estaré contigo.

—No sé, Celeste…

—Yo sí sé, así que no quiero oír más sonseras. Déjalo todo de mi mano. Y ahora al trabajo, esta noche el chocolate me tiene que quedar especialmente espumoso…

 

* * *

 

—Espera un momento. ¿Estás segura de que es aquí? ¿No te habrán dado mal las señas? Desde fuera parece una casa demasiado principal para ser la de un esclavo.

—Sí, es acá, y a partir de que llame a la puerta, ni mu, calladica, chica, ¿tú mentiendes? Veas lo que veas y oigas lo que oigas una vez dentro, no quiero ojos como platos ni quijada boquiabierta como burro viejo. Ya te explicará la negra Celeste las cosas según avance la noche si es necesario.

—Está bien —se resignó Trinidad—. Pero recuerda que ama Lucila madruga más que una alondra últimamente y he de tener el fuego atizado antes de que se le ocurra bajar a la cocina como a veces hace, sólo para comprobar que se cumplen sus órdenes.

—Atizado, alimentado y echando chispas, descuida. ¿No ves que los espíritus prefieren las sombras? Y yo lo que prefiero es meterme a cobijo cuanto antes. ¡El frío de esta ciudad me hiela las entendederas, estoy dando diente con diente!

Un par de minutos más tarde, la puerta de la casa se abría recortando la figura de un criado de raza blanca y pelo castaño vestido con calzón corto y librea que hizo que Trinidad se volviera, entre sorprendida y alarmada, hacia su amiga. Ésta ni la miró. Se dirigió decidida al sirviente para preguntar por «el señor Damián» y, poco después, los tres echaban a andar a la luz de un único y grueso candelabro que portaba tan silencioso servidor.

Trinidad nunca había visto un lugar como aquél. La primera de las estancias que atravesaron tenía casi las mismas dimensiones que los recintos con bóvedas y vigas entrecruzadas de madera en los que se destila el ron allá, en Cuba, sólo que aquí, en vez de retortas y serpentines, había muebles grandes y barrocos. Sillas de ébano con respaldo tan minuciosamente labrado que parecían encaje, por ejemplo, enormes sillones tapizados en damasco y por el suelo, que era de mármol blanco y negro en damero, decenas de alfombras multicolores que contrastaban con la sobriedad de los cortinajes de terciopelo verde. Sobre las paredes no colgaba ni un solo cuadro pero sí varios afiches. La luz de aquel único candelabro que las conducía apenas lograba abarcar tantos y tan diferentes carteles pero, aun así, Trinidad alcanzó a descubrir al protagonista de todos ellos. «El Gran Damián sobrevuela Bagdad», rezaba el primero, en el que podía verse a un gigante negro de lustrosos bíceps sentado sobre una alfombra voladora. En otro cartel, el Gran Damián, vestido sólo con unos bombachos rojos, lanzaba cuchillos silueteando a una mujer. Y más allá, Damián rompiendo unas cadenas bajo el agua; y Damián luchando contra un cocodrilo; y Damián hipnotizando a una cobra…

¿Sería el dueño de la casa un sarraceno, un moro, un turco, tal vez? ¿Qué tenía que ver todo aquello con los orishás? Y sobre todo, ¿de qué podía conocerlo Celeste? A Trinidad le encantaría preguntárselo, como también le gustaría averiguar cómo era posible que un negro viviera con tal lujo y en casa tan espléndida. De esta última pregunta, sin embargo, sí creía saber la respuesta. Debía de tener que ver con cierta palabra que todo esclavo, por iletrado que fuera, conocía desde niño: manumisión, bendito término legal que significaba la posibilidad que la ley les daba de convertirse algún día en seres libres. Trinidad había buscado una vez su significado en un voluminoso libro que el padre de Juan guardaba en su biblioteca y lo recordaba palabra por palabra: «Proceso de liberar a un esclavo que se produce por gracia del propietario debido a favores prestados, méritos o simple voluntad del amo…». Aquel grueso volumen no añadía más, pero Trinidad sabía también, desde tiempo atrás, que existía otro camino más hacia la libertad. Lo había descubierto el día en que el padre Pedro clavó, en la puerta de su iglesia allá en Matanzas, cierta nota informativa en la que se especificaban los recién estipulados Derechos del Esclavo. Hubo entonces murmullos y no pocas protestas entre los blancos. Lo menos seis veces a lo largo de aquel caluroso verano, quién sabe quién se había encargado de arrancar los que no pocos llamaban una «indigna lista en casa de Dios». A pesar de todo, otras tantas veces y con paciencia franciscana, el padre Pedro la había vuelto a clavar en el mismo sitio. No sólo porque era palabra de Dios, sino porque el rey la había hecho suya y debía obedecerse. ¿Cómo rezaban sus cláusulas? Trinidad también se las sabía de memoria, sobre todo estas dos:

 

En las horas de descanso que no sean de labor, se permitirá a los esclavos emplearse dentro de la propiedad en manufacturas u ocupaciones que redunden en su particular beneficio y utilidad con el fin de que puedan adquirir peculio y proporcionarse la libertad.

 

Los amos darán libertad a sus esclavos en el momento en que éstos puedan aportar el precio en que está valorada su persona.

 

¿Habría comprado el Gran Damián su libertad de este modo o sería, simplemente, uno de los esclavos cimarrones de los que se contaba que habían conseguido huir de sus amos, viajar como polizones a Europa, y una vez aquí hacer fortuna, en su caso y por lo que se veía, en el mundo del circo?

—¿Te has quedado sorda, m’hijita? ¿Cuántas veces tengo que llamarte? Andando muchacha, Damián nos espera y a este paso nos va a clarear el día.

La voz de la negra Celeste parece llegarle desde muy lejos y no obstante está allí mismo, junto a ella, detrás del criado del candelabro que las esperaba ante una de las puertas, silencioso, inexpresivo.

Nada más entrar en la siguiente habitación, a Trinidad le parece que vuelve una vez más a viajar en el tiempo porque lo que ve al otro lado de la puerta es una pieza pequeña, de paredes toscamente encaladas y suelo de baldosa, similar a aquellas en las que una docena de esclavos extendían por las noches sus esteras para descansar después de largas horas en la zafra. La mezcla de ornamentos que allí hay podría llegar a espantar a un hijo de la villa y corte, pero no a una esclava. En una esquina puede verse una especie de altar con un mantel cuajado de puntillas en el que conviven estampas de santos con caracoles yoruba, vasos de licor con un rosario de coral mientras que una Virgen María de escayola comparte hornacina con un muñeco de paja de ojos de vidrio y dientes de gato. Y luego un poco más allá reina una urraca disecada con una medallita del Carmen colgada del despeluchado cuello, varios exvotos de piernas, brazos y corazones, así como un tambor de santería adornado de cintas multicolores y oraciones a san Judas.

A diferencia de «manumisión», «sincretismo» es palabra que ningún esclavo conoce pero todos practican. ¿Quién de entre ellos fue el primero en hermanar a la Virgen de las Mercedes con Obatalá, a san Lázaro con Babalú Ayé y a santa Bárbara bendita con Changó para que los blancos no sospecharan que los cautivos continuaban rezando a sus viejos dioses? Nadie lo sabe, pero Trinidad desde niña ha visto a santos cristianos con orishás compartir hornacinas y plegarias mitad en castellano, mitad en yoruba, juntos y felizmente revueltos.

Tampoco le sorprenden otros detalles de la habitación. Como un penetrante olor a cigarro puro que envuelve la presencia de dos personas, una de ellas el dueño de la casa: el Gran Damián, vestido de blanco de la cabeza a los pies. Su acompañante, más negro aún que él, va ataviado, según puede observar Trinidad, de modo similar y aparenta tener lo menos ochenta años. Muy alto y tan flaco que parece que va quebrarse en cualquier momento, se mueve con inesperada agilidad por la estancia al compás de quién sabe qué letanía.

—¡Ah, muchachas! —exclama Damián a modo de bienvenida y con un acento tan inequívocamente matancero que despeja de un golpe todas las dudas de Trinidad sobre si pudiera ser moro, sarraceno o turco—. Pasen, mis niñas, las estábamos esperando.

Trinidad queda algo desconcertada con esa forma de dirigirse a Celeste, que le dobla la edad, pero tampoco le da tiempo de asombrarse más porque el Gran Damián, tomándoles la mano, procede a besárselas, primero la de una y luego la de la otra, con las mismas ceremonia y prosapia que si estuvieran en la mismísima corte del rey don Carlos.

—¿Puedo ofrecerles una copita antes de empezar?

—Y dos, si tú quieres, chico —dice Celeste—. Vaya noche de perros. Pa mí es tremendo misterio cómo vive la gente acá con esta congeladera.

—Pues tú espérate, que esto levanta a un muerto —contesta Damián mientras llena hasta el borde dos hermosas copas de cristal rojo.

—¿Qué es? —pregunta Trinidad—. El alcohol y yo no nos entendemos bien.

—¡Pero bueno! ¿Dónde se ha visto una matancera a la que no le guste el ron? Una copita nunca le ha hecho mal a nadie.

—A mí sí, señor Damián. Figúrese que allá, en la casa de mi amo de entonces, sólo con respirar el aire de la destilería ya medio se me iba el sentido…

—Sentío, lo que se dice sentío nunca tuviste mucho, m’hijita. ¿Dónde están tus modales? No se desprecia la hospitalidad.

—Celeste, ya tú sabes de sobra lo que me pasa y…

De nada sirvieron protestas, tuvo que beberse la copa entera. No por los rezongos de Celeste, que fueron muchos y ruidosos, sino debido a aquellos extraños ojos con los que la miraba el Gran Damián. Parecían cálidos y a la vez helados, producían miedo y luego confianza, simulaban burlarse pero también compadecerse y la observaban tan fijo que, cuando quiso darse cuenta, ya había apurado el ron que, por otro lado, le supo delicioso, quizá porque le traía recuerdos de Juan y sus compartidas noches de luna.

—Y ahora —dicen los labios (o mejor aún, los hipnóticos ojos del Gran Damián)— vamos a ver qué cuentan los orishás. Andan tan revueltos esta noche que tuve que llamar al joven Caetano, acá presente —añade, señalando a su viejísimo acompañante—, para que los contente. ¿Dónde pusiste el gallo, Caetanico?

—Santa Bárbara bendita —exclama Trinidad, porque ya se imagina lo que ocurrirá tarde o temprano—. ¿Ese gallo no será para…? —empieza a decirle a Celeste por lo bajito, pero su amiga no la deja terminar.

—¿Qué te dije antes de entrar acá, muchacha necia? Nada de ojos como platos ni quijadas como burro. Cuando un babalawo consulta a los orishás, ya tú sabes que precisa hacer una ofrenda. A los dioses les gustan los regalos.

Caetano comienza sus rezos. Un suave canturreo acompaña al primero de los ritos y consiste en aventar en dirección a los presentes espesas bocanadas de humo de su cigarro.

—Ay, lémbe lémbe

Malémbe Yaya…

Las palabras brotan de su desdentada boca mientras sus labios ahúman ahora al Gran Damián, luego a Celeste, más tarde a Trinidad.

—Omá do omó otá

Omá do omó otá.

Tan denso se vuelve el humo que, por un momento, Trinidad alcanza a ver sólo lo que tiene más próximo, la cabeza del babalawo cubierta con un bonete redondo, plano y multicolor con minúsculos espejuelos que destellan entre la bruma.

—Abeokuta mo fi Ayaó

Abeokuta lu sangé.

Caetano ha cambiado ahora el cigarro por un ramo de hojas que sacude en dirección a los presentes. La «limpieza» con ramas frescas incluye, por lo que se ve, un rociado con ron que Caetano realiza llenándose los carrillos de alcohol y asperjándolo en todas direcciones. Hecho esto, y siempre al son de su letanía, vuelve a coger aquellas ramas y «limpia» con ellas de arriba abajo a Celeste, después al Gran Damián y, cuando va a sacudirlas ante Trinidad, se detiene. La mira como si notara algo, pero es sólo un segundo.

—Chororó báki chororó

Vá llorobé llorobé.

Se aleja ya, esta vez, camino de la mesa en la que ha dejado el gallo.

—No puedo ver esto —susurra Trinidad a Celeste—, no soy capaz…

—¿Quieres estropearlo todo? La sangre es lo que une el mundo de los vivos con el de los muertos. Si eres tan sonsa, chica, que no puedes soportar un nla aché, agárrate de mi brazo y punto en boca.

Caetano prepara un cuenco de bronce en el que acaba de introducir hojas de algún árbol, cuentas de vidrio y tres plumas que ha arrancado de la cola del gallo que cacarea aterrado. Se acerca de nuevo al ave. Sin dejar de recitar su letanía, el babalawo aprieta con dos dedos el pico del animal ahogando sus chillidos mientras con la otra mano extrae de entre los pliegues de su túnica un cuchillo. La hoja fina y muy larga reluce en la oscuridad justo antes de que, de un solo tajo, le rebane la cabeza.

—Iggi Kán. Ekánchácháété…

De la herida salta un chorro palpitante que el babalawo intenta dirigir hacia el cuenco de los sacrificios, pero en ese momento ocurre algo. Aquel cuerpo decapitado aletea en brazos del sacerdote, que se echa hacia atrás, momento en que el animal, de un vuelo, aterriza primero sobre el altar y de ahí al suelo, donde empieza a correr sin cabeza por toda la habitación chorreando sangre. Lejos de sorprenderse —Ténje-ténje. Nfiala—, tanto Caetano como el Gran Damián y hasta Celeste parecen gratamente admirados. Tendúndu Kipungulé. Naní masongo silánbansa.

Hay sangre por todas partes. Salpicando los ropajes blancos de los dos hombres, en el borde de las faldas de Celeste y también en el vestido de Trinidad que comienza a marearse.

«Santa Bárbara bendita, Babalú Ayé y Oshun, no permitan que me desmaye aquí sobre este charco de sangre, ayúdenme», y lo próximo que recuerda ya son los penetrantes ojos del Gran Damián que la miran sonrientes. Ni santos ni babalawo, ni gallo sin cabeza. Todo lo anterior ha desaparecido para dar paso a otra escena muy diferente. Una que se desarrolla en la amplia estancia de techos abovedados que Trinidad vio a su llegada a la casa. Alguien la ha tumbado en una otomana de terciopelo e incluso le ha puesto una manta para que no sienta frío.

—Ah, la bella durmiente —dice el Gran Damián, y ella, en su confusión, no sabe si quien le habla es el Damián de carne y hueso o quizá ese otro que la observa desde el afiche colgado a su izquierda porque ambos tienen la misma expresión sonriente—. Lo que esta niña necesita es otro trago de ron, ¿verdad, Celestica?

—Lo que necesita sobre todo es un buen azote. Dónde se ha visto la señorita de la media almendra que se desmaya por un Guanaca ellé de ná. ¿De verdad que tú eres cubana, chica?

—Ya te dije que el ron no va conmigo, además, no me gustan estas cosas.

—Pues se ve que a los orishás sí les gustas tú —interviene el Gran Damián—. Hace tiempo que no veía caracoles como éstos.

—¿Me han echado los caracoles? No recuerdo nada.

—¿Ni la bendición de babalawo tampoco? ¡Muchacha lo tuyo es grave, media copica de ron, y mira cómo quedaste, vaya flojera!

—¿Qué dijeron los caracoles? ¿Algo sobre mi hija? Necesito saberlo.

—Sobre tu hija y sobre Juan también, m’hijita.

—Sí, sé bien que su babalulí me guarda desde el más allá, yo así lo siento cada día.

—Pues ya me extraña que lo sientas. —Es Damián quien ahora habla—. Porque no está en el más allá, sino en el más acá.

Trinidad mira a Celeste sin comprender.

—Los caracoles no mienten, muchacha.

—¿Quiere usted decir, señor Damián, que él no ha muerto? ¡Cónchales, la Virgen de la Caridad! ¿Cree que pudo llegar a tierra? Pero, si es así, ¿dónde puede estar ahora? —pregunta Celeste porque Trinidad se ha quedado muda e impávida, como una muerta recién resucitada. Tantas lágrimas, tanto dolor, y por fin, de la manera más imprevista, este presagio, uno con el que nunca se atrevió siquiera a soñar.

—Buenaventura, ésa es la palabra que mencionó el babalawo. ¿Les dice algo?

—A mí nada. ¿Qué es? ¿Un lugar? ¿Un nombre? ¿Un barco? —sigue siendo Celeste la que responde, porque Trinidad ha empezado a temblar como el azogue.

—Ya tú sabes, chica, que los caracoles no hablan como las personas —ríe el Gran Damián—. Ellos sólo dan la punta de un hilo, el ovillo han de tejerlo ustedes, Trinidad en este caso.

—¿Pero cómo, si no me acuerdo de nada? —dice la muchacha, haciendo un gran esfuerzo—. ¿Dijeron algo más los caracoles? ¿Saben dónde está mi niña, o al menos quién la tiene?

—Sobre ella los caracoles no dijeron mucho, sólo hablan de un buen amanecer.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Pues qué sé yo —interviene Celeste, que parece haberse sumado al bando del Gran Damián y sus orishás—, que llegará al alba, que alborea una esperanza, que verás la luz muy pronto, que será de día y no de noche, que todo ha de estar claro y no oscuro…

—Mucha ayuda no es, la verdad…

—Tú guarda esas dos palabras que te regalan los orishás, «amanecer» y «buenaventura». No las olvides. El que busca encuentra.

—Pero es que a veces los orishás hacen trampas, señor Damián, les gusta jugar con nosotros.

—¡Cómo tú dices tal cosa! —se escandaliza Celeste haciéndose cruces—. A ver si ahora los dioses van y se nos enojan. Ellos andan siempre rectos, aunque por caminos torcidos.

—¿Y yo qué he de hacer, señor Damián?

—Mirar a tu alrededor. Los ojos, muchacha, los ojos lo dicen todo.

Y Trinidad, una vez más, no sabe si quien pronuncia estas palabras es el Gran Damián de verdad, o quizá ese otro que la observa desde el afiche que hay a su espalda sentado, muy serio, mientras surca las nubes en su formidable alfombra mágica.