CAPÍTULO 12 EL DESAGRAVIO

 

 

–Se puede hacer —opina Goya—, pero costará un potosí.

—Como si cuesta dos, Fancho —dice Cayetana de Alba cogiéndole del brazo mientras se dirigen los dos hacia al jardín—. Ha sido idea de José, ¿sabes? Y yo creo que tiene toda la razón. Dentro de unas semanas, Madrid entero se volcará en la proclamación del infante Fernando como nuevo príncipe de Asturias y está previsto que el cortejo real pase justo delante de Buenavista. La costumbre en estos casos es organizar fiestas con las que agasajar a los reyes a lo largo de todo el camino. Pepa Osuna lo hará en su palacio de Leganitos, los duques del Infantado en el suyo. ¿Cómo no íbamos a sumarnos también nosotros? Además, será divertido.

Goya tiene la excusa perfecta para mirarla largamente. Es lo único bueno de ser duro de oído, la gente sabe que necesita tiempo y fijeza para leer los labios. Su sordera, al menos de momento, es sólo parcial. Incluso temprano en la mañana, como es ahora, logra oír con bastante nitidez la alegre voz de Cayetana, pero, por supuesto, no piensa confesárselo. Que siga creyéndolo sordo como una tapia, como un marmolillo, cualquier cosa con tal de tener coartada para recrearse unos segundos más en su boca, sus labios, en la curva perfecta de su cuello.

—¿Entiendes lo que te digo, Fancho? Necesito que esta fiesta sea memorable.

—¿Otra de vuestras rivalidades con la Parmesana? —pregunta Goya. «¿Todavía andáis pensando en Pignatelli?», le gustaría añadir, pero se muerde la lengua.

Tal vez la duquesa haya adivinado esta segunda y muda pregunta porque dice:

—¿Crees acaso que soy de las que no saben olvidar? Mírame, ¿qué aspecto tengo? ¿Cómo me ves?

—Radiante —dice él, y es cierto. No hay ya ni rastro de la sombra que le pareció descubrir en sus ojos aquella noche en casa de la Tirana. Ahora están chispeantes, traviesos, llenos de planes, de nuevas ideas.

—Escucha lo que se me ha ocurrido. Como ves, este palacio de Buenavista tiene su fachada principal al norte. La comitiva real, sin embargo, pasará calle de Alcalá abajo camino de Cibeles antes de enfilar hacia Atocha. Es decir, por la parte trasera del palacio que, encima, está aún sin terminar. Lo que yo quiero es darle la vuelta al edificio, que mire hacia el sur en vez de al norte.

—¿Cómo? ¿Por arte de magia?

—No me seas corto de miras, Fancho. Todo es posible si se le echa imaginación. Ésta es mi idea: ¿por qué no levantamos, para recibir a los reyes, un pabellón, un enorme edificio de madera desmontable, aquí mismo, en el jardín? Con su fachada de dos pisos y su galería de columnas, igual que si fuera un nuevo palacio. Le podemos poner un espectacular frontispicio e incluso un medallón alegórico con la silueta de los nuevos reyes. Luego, dentro del recinto, que tiene que ser diáfano y muy espacioso, organizaremos un gran baile con música al gusto de la Parmesana, todo sea por la concordia.

—Saldrá una fortuna.

—¿Tú qué eres, contable o artista, Fancho? Dibújame un bonito proyecto, que de lo demás me ocupo yo.

—¿Qué opina el señor duque?

—Ya te he dicho que la idea es suya. Parece que no lo conoces. Si la comitiva real no llega a pasar cerca de Buenavista, de alguna manera se las habría ingeniado para cambiarle el recorrido. La fiesta que quiero que me ayudes a organizar es su regalo de desagravio a la Parmesana para contrarrestar mis… liviandades. Así las llama José, porque le encantan los eufemismos, aunque no le hacen la menor gracia.

—¿Cuándo posaréis para mí? —pregunta Goya, cambiando de tema porque, al hablar de sus «liviandades», Cayetana acaba de esbozar la más deliciosa de las medias sonrisas. Qué pena, se dice él, no tener a mano papel y carboncillo para hacer un boceto. Alguna vez, en el futuro, no muy lejano espera, le gustaría retratarla precisamente como está ahora. Con esa expresión entre pícara y desafiante, señalando con la mano derecha extendida un punto indeterminado del suelo.

—Aquí, Fancho, junto a esta piedra. Aquí debe estar el centro de la fachada del pabellón, y luego quiero que haya todo un cuerpo que se extienda unas veinticinco varas a la derecha y otro del mismo tamaño a la izquierda. ¿Sabes lo que se me está ocurriendo ahora mismo? Que vamos también a poner una galería de estatuas…

—¡Nada menos que una galería de estatuas! —se escandaliza Goya.

—De cartón piedra, tonto, no de Benvenuto Cellini ni de Miguel Ángel. Aquí todo va a ser tan falso como mi amor por la Parmesana.

—Cayetana, por favor —dice él, apeándole sin querer el tratamiento.

—Suenas igual que mi marido, Fancho. ¿Qué quieres? ¿Que sea tan hipócrita como esas gentes que antes, cuando era princesa heredera, decían pestes de ella y, ahora que es reina, la encuentran hasta guapa?

—Algún día os traerá problemas tanta sinceridad. ¿Qué me decíais de unas estatuas?

—Las quiero grandes y magníficas, y se me ha ocurrido que lo perfecto es que sean del mismo material del que están hechas las figuras que los valencianos construyen para sus fiestas. Ya me las estoy imaginando. Las cuatro del ala norte pueden ser por ejemplo alegorías de continentes, Europa, Asia, África, América e incluso esa isla inmensa, descomunal, de la que tanto se habla últimamente y que según cuentan tiene animales muy raros, ¿cómo se llama…? En fin, da igual, el caso es que el otro lado me va a quedar algo descompensado porque las estaciones del año, te pongas como te pongas, no son más que cuatro. Pero todavía no te he contado lo mejor. Cuando acabe la fiesta, una semana más tarde más o menos, pienso organizar una segunda fiesta, esta vez para el pueblo. Va a ser divertido abrir los jardines a la gente de Madrid e invitar a todo el mundo a que venga y vea cómo arde el pabellón.

—¿Quemarlo, decís?

—Cuando era niña, mi abuelo me llevó a ver las fallas. No lo olvidaré nunca. Me gusta el fuego, Fancho, es purificador.

—Espero que la Parmesana no se tome como otro agravio que, a los pocos días de su convite, lo convirtáis todo en cenizas.

—Tiene cosas más importantes de qué ocuparse, ten por seguro. Dicen que la corte es más que nunca un nido de buitres, con todos los nobles esperando la caída de Floridablanca para ocupar su puesto. Claro que ella sólo tiene ojos para un candidato, y ni siquiera es muy noble que digamos…

—No puedo creer que también vos os intereséis por las habladurías que corren sobre ese guardia de corps que se cayó del caballo.

—De momento, no demasiado. Aunque… dicen que es muy rubio, muy alto, muy bien plantao. También debe de ser muy ambicioso, y eso me gusta. Ya te diré lo que opino de Godoy cuando lo vea. Te buscaré esa noche entre los invitados para comentarlo juntos.

—¿Pensáis invitarme, entonces?

—Fancho —le dice la duquesa, cogiéndolo por el brazo y acercándole de pronto los labios hasta casi rozar con ellos su oreja para que pueda oír mejor—, considérate permanentemente invitado a mi vida.

CAPÍTULO 13

 

Este Impertinente ha podido saber que ayer, en los jardines del palacio de Buenavista, en los que, como por arte de birlibirloque, ha surgido de la nada un suntuoso pabellón digno de las mil y una noches, se celebró una fiesta de postín singular. La ocasión, según apuntan los clásicos, la pintan calva y los de Alba decidieron echar la casa —o el palacio, valga el matiz, que no es moco de pavo— por la ventana. La proclamación del jovencísimo don Fernando de Borbón como príncipe de Asturias era la ocasión ideal para congraciarse con los reyes y, en especial, con la reina después de varios y muy notorios desencuentros. ¿Y qué creerá el sagaz lector que organizaron los duques para escenificar tan necesario acto de contrición? Un tour de force, una inmensa extravaganza en la que se notaba la personalidad de cada uno de los cónyuges. Sofisticada la de él, pintoresca la de ella. Este Impertinente ha tenido noticia de que los reyes y su comitiva hicieron entrada en aquel enorme edificio elaborado en mármol de cartón piedra con sus columnas y estatuas del mismo material, tal como estaba previsto, hacia las ocho de la tarde. Cuentan que el rey se alarmó y no poco al ver que a cada lado del camino que conducía al pabellón, como en una especie de alegoría bíblica, ardían unas zarzas que, ¡oh, milagro! (carísimo, suponemos), no se consumían con las llamas. Aquello sólo era el entremés, el tentempié, el piscolabis de lo que vendría luego. En el interior, con las luces convenientemente atenuadas para que reinara en el recinto una teatral semipenumbra, esperaban los invitados (todos vestidos de azul, el color favorito de la reina), cada uno con una bujía en la mano y en perfecto silencio. ¿Quién sino la duquesa podía lograr un efecto así? Cuentan los afortunados que allí estaban que no se oía ni el vuelo de un mosquito. Por suerte, aparte de estos efectos escénicos tan extravagantes, se notaba también la templada mano del duque, sobre todo en lo que respecta a la lista de invitados. Nada de toreros, nada de comicastros o tonadilleras, sólo nobles, aristócratas y algunos inevitables golillas. Únicamente por las venas de Francisco de Goya, diseñador de los decorados, corría otra sangre que no fuera del más intenso azul. Se encendieron por fin todos los candelabros del recinto para que la concurrencia pudiera admirar el suntuoso salón preparado para la velada. El agasajo, que necesariamente debía de ser corto porque la comitiva había de seguir su camino hacia Atocha, comenzó con champagne a raudales acompañado de música muy del gusto de los reyes. Mozart y Haydn se alternaban con Boccherini, para deleite de todos, salvo del príncipe de Asturias. El homenajeado principal, que en la actualidad cuenta seis años de edad, sólo se interesó por la mesa del banquete instalada en el gran comedor contiguo. Espléndida y llena de manjares y delicias de todo tipo, esperaba el fin del concierto para deleitar a los convidados con pequeños bocados como chacinas varias, empanadillas de diversos sabores, tartaletas y postres, así como la última excentricidad importada de Londres. Unos emparedados que deben su nombre al crápula del conde Sandwich que, por lo que se sabe, los ha inventado para poder comer sin levantarse nunca de la mesa de juego en la que dilapida la fortuna de su familia.

El efecto visual de tan misceláneo ágape, según ha podido enterarse este Impertinente, quedó bastante trunco cuando, al abrir el comedor, se descubrió que el joven príncipe de Asturias se había colado allí antes de rondón, subido a la mesa de los postres y quedado dormido —con botas, espadín y capa carmesí— despatarrado entre la fuente del pudin de manzana y la de los éclairs de chocolate, sospechosamente vacías ambas. Cuentan también nuestros informantes infiltrados que asombra comprobar cómo, visto en carne mortal y no en favorecedor retrato, su joven alteza serenísima, a pesar de no pertenecer a la dinastía de los Austrias, goza de la misma quijada protuberante y equina de éstos, lo que, unido a un irredento estrabismo, lo hace todo menos agradable a la vista.

El momento estelar de la noche, empero, estaba aún por llegar y lo hizo bien avanzado el refrigerio. Descartada ya con diplomática sonrisa la siesta de la real criatura, la duquesa de Alba, según parece, después de pasearse harto más rato del que el decoro aconseja del brazo del huraño don Francisco de Goya (que, según las malas lenguas, tenía una cara más larga que las estatuas de cartón piedra del falso frontispicio), se acercó —¡sin ser previamente presentada!— al joven del que todo Madrid se hace lenguas en este momento. A don Manuel Godoy y, sin importarle la mirada gorgónica y petrificante con la que la taladraba la reina desde lejos, invitó al susodicho a brindar con ella. «Lo felicito —le dijo—, no todo el mundo puede presumir de ser a los veintidós años de edad coronel y estar a punto de ingresar en la orden de Santiago». «¿Quiere usted decir que soy demasiado joven?», preguntó él, que debe de estar ya bastante amoscado con que todo el mundo le achaque siempre el mortal «pecado» de su extrema juventud y bisoñez. Pero la sonrisa que le dedicó la de Alba no dejaba lugar a muchas dudas sobre sus amicales intenciones y, por si alguna quedaba, ella misma se ocupó de despejarla al añadir: «No juzgo a nadie sin tratarlo previamente, así que, señor Godoy, ¿por qué no me deja invitarle a mi otra fiesta el sábado próximo? Una —añadió la dama bajando la voz como suelen hacer las coquetas irredentas— infinitamente más divertida que ésta, se lo aseguro. Así podré sacar mis propias conclusiones con respecto a usted».

 

—¿Es cierto todo esto, Tana?

—¿Si es cierto qué? —replica ella levantando la vista de su petit point para mirar a su marido.

José golpea suavemente y con dos dedos las amarillas páginas de El Impertinente antes de separar las colas de su frac y sentarse frente a ella.

—Lo que dice este pasquín sobre ti y sobre Godoy.

—Siempre has dicho que te interesaban poco y nada esos periodicuchos anónimos que tanto abundan últimamente —retruca ella, sin dedicar ni una ojeada a la publicación.

—Y así es, querida. Salvo que hablen de nosotros.

Se encuentran los dos en la pequeña salita que hay contigua al dormitorio de Cayetana. Deben de ser cerca de las seis de la tarde y comienza a oscurecer. Qué pronto se pone ahora el sol, cómo se nota que llegan los fríos. José carraspea. Siempre ha sido propenso a los catarros. Apenas ha pasado el verano y ya está con tos. Cayetana hace nota mental de hablar con el doctor Bonells al respecto, tal vez le pueda recetar algún sirope.

—Dicen que el veranillo de San Miguel llega con retraso este año —comenta Cayetana—. Ojalá. Así nuestra segunda fiesta será más sonada que la primera.

—¿De veras piensas seguir adelante con esa tontería? ¿Pero tú has visto que a alguna de tus amigas, a Pepa Osuna, a Amaranta o a cualquiera otra se les ocurra tal extravagancia? ¿Qué sentido tiene organizar una verbena, aquí en Buenavista, para que el que quiera pueda ver el pabellón real antes de que lo desmontemos? Algo así sólo incita a la envidia.

—No quiero desmontar el pabellón, José, quiero que arda, ya te lo he dicho.

—Y yo te he dicho que es un disparate. No juegues con fuego, Tana. Ni en sentido figurado y menos aún en el literal.

—Lo he hablado con Goya y dice que puede hacerse sin peligro. Aunque, para tu tranquilidad, te contaré que Fancho me ha convencido de que, en vez de quemar todo el pabellón como yo quería, hagamos arder sólo las estatuas. Igual que si estuviéramos en fallas, comprendes. Las cuatro estaciones y otros tantos continentes convertidos en fantásticas teas. ¿A que es una magnífica idea? Todo el mundo estará invitado.

—Precisamente, querida, eso es lo que he venido a preguntarte —dice José señalando una vez más El Impertinente—. ¿Has convidado a Godoy a tu particular traca? ¿No crees que deberías haberme consultado antes? No me parece que sea necesario recordarte lo que está pasando con él. Cuantos más honores derraman los reyes sobre este muchacho, más crece el número (y el calibre) de sus enemigos. Infantado lo desprecia, San Carlos lo detesta, Osuna ni siquiera menciona su nombre, no hay ni una sola de las familias que esté de su parte.

—Por eso precisamente no sería mala idea que le mostráramos una cierta simpatía. Necesitará amigos. Y en cuanto a nosotros, ya sabes lo que aconsejan. Siempre es bueno tenerlos, hasta en el infierno.

Cayetana ha dejado de lado su petit point y se acerca ahora a donde está José para sentarse a su lado.

—Algo me dice que es un hombre bastante más cabal de lo que piensan sus detractores, que no son más que unos envidiosos o, en el mejor de los casos, unos bobos engreídos. Tú siempre te has fiado de mis intuiciones. Fíate también de ésta.

José la observa. Tal vez si las cosas hubieran sido de otro modo. Si no los hubieran obligado a casarse tan jóvenes siendo tan diferentes de carácter, es posible, quién sabe, que hubiese tenido un coqueteo con ella, incluso amores. Es tan frágil y al mismo tiempo tan segura de sí, tan perspicaz y tan deliciosamente irracional a la vez, que no es extraño que tantos la encuentren adorable. Pero amor y matrimonio no son palabras sinónimas, opina José. Es más, algunas veces son incompatibles. Lo que gusta en una amante no se parece en nada a las virtudes que uno busca en una esposa. Georgina, se dice entonces. Ella sí que hubiera sido la compañera de vida ideal. Con su belleza serena, con su amor por la música, con su educación inglesa tan parecida a la suya. Pero Georgina es sólo la hija de un embajador mientras que Cayetana es una Álvarez de Toledo. Como él.

—Es verdad, querida —dice al cabo de unos segundos, que se han hecho ya demasiado largos—. Siempre he confiado en tus corazonadas. Lo haré una vez más.

—¿Con respecto a Godoy o con respecto a mi «traca fallera», como tú la llamas?

—Ambas cosas. Veamos: por una vez y sin que sirva de precedente, voy a poner una vela a dios y otra al diablo. Ésta será tu fiesta, como la anterior fue la mía. Me iré al campo unos días, no quiero saber nada de tus toreros, de tus manolas, chisperos ni cómicos. Tampoco quiero, al menos de momento, saber de jovencísimos arribistas que pueden tener un futuro brillante o ser flor de un día. Y mucho menos quiero saber de hogueras, fallas valencianas y demás excentricidades. Lo único de lo que me ocuparé antes de irme es de asegurarme de que esa noche haya un, o mejor dicho dos, retenes de bomberos para q… —El duque no puede terminar la frase. Su voz se ahoga en un nuevo ataque de tos.

—¿Estás bien, José?

—Todo lo bien que se puede estar teniendo una esposa pirómana —bromea mientras decide ignorar la pequeña gota de sangre que macula su pañuelo con puntillas, algo que pasa por completo inadvertido para Cayetana.

—¿Estás seguro de que no quieres estar conmigo ese día? Hacemos tan pocos planes juntos.

—Querida, precisamente por eso nos entendemos tan bien. Suerte con tu nueva estrella ascendente. Ardo en deseos de saber si ese Godoy es tan brillante, discreto y taimado como se comenta. Estoy empezando a pensar que tienes razón cuando dices que hay que tener amigos hasta en el infierno…