CAPÍTULO 14 GODOY EN SU LABERINTO

 

 

Los hermanos Godoy son dos ramas de un mismo árbol. Cimbreante, joven y llena de savia Manuel; prematuramente leñosa y algo retorcida Luis, su hermano mayor. Hasta ahora han crecido a la par buscando el sol, pero ya se ve que la primera gusta de desafiar las inclemencias del tiempo mientras la otra prefiere retoñar en la sombra.

—¿De veras no puedo convencerte? Todavía estamos a tiempo de pegar la vuelta.

—Tú puedes volverte cuando quieras, yo prefiero no romper mi palabra.

—Tampoco es que haya sido el juramento de santa Gadea —ironiza Luis—. Sólo le dijiste a esa mujer que asistirías a su fiesta. Pero te puede haber surgido cualquier imprevisto. ¿Quién iba a reprochártelo? Ahora eres un hombre muy ocupado.

—Por eso mismo me vendrá bien despejarme un poco, hermano, mira ya se oye la música.

Desde donde ahora están, en la calle de Alcalá a la altura de Barquillo, se alcanzan a ver los jardines de Buenavista y el modo en que el palacio a oscuras cede todo el protagonismo al pabellón que los duques de Alba construyeron para la recepción real iluminado ahora por cientos de antorchas.

«¡Agua va!», grita alguien desde la ventana de uno de los edificios cercanos, y los hermanos rutinariamente se aproximan a las paredes para esquivar la maloliente ducha.

—De alguna manera tendríamos que poner fin a estas cochinadas —dice Luis.

—Son tantas cosas de las que me gustaría ocuparme cuando llegue el momento, y ésta no es la menor de ellas —comenta su hermano, mirando hacia arriba para ver si han acabado las posibles sorpresas o hay que ponerse de nuevo a cubierto—. El otro día leí que, en Escocia, un tal Cumming ha inventado una silla sanitaria a la que llama flush toilet que podría ser parte de la solución a nuestros problemas. Claro que antes habría que atender al alcantarillado y a los pozos negros, a las cloacas, a los desagües, también a los nidos de ratas que infestan la ciudad… Hay tanto por hacer que no sabe uno por dónde empezar.

—Y mientras, tú a divertirte en la verbena de Cayetana de Alba y a dar que hablar a nuestros enemigos. Muy bonito.

Manuel Godoy sonríe. Los dos hermanos han dejado, por una noche, sus uniformes militares para mejor pasar inadvertidos. Si no puedes vencerle, únete a él, debe de haber pensado Luis Godoy, quien, para acompañar a su hermano a la fiesta de Cayetana de Alba, ha optado por una discreta casaca de paño verde que le hace parecer lo que es y —salvo en salidas furtivas como ésta— intenta disimular por todos los medios: un joven hidalgo de provincias y sin fortuna. El atuendo de Manuel es igual de sobrio y los amplios sombreros de tres picos que lucen esconden dos rostros de rasgos similares. Idénticos mentones con hoyuelo, bocas generosas y mandíbulas firmes, sólo sus ojos difieren. Cautos y claros los de Luis, chispeantes y negros los de Manuel.

—Conozco esa mirada. Qué estarás tú pensando… No se te ocurrirá intentar nada con esa mujer, ¿verdad? Te recuerdo que es santo de poquísima devoción de la reina.

—Una santa muy guapa, por cierto.

—Me lo temía —se alarma Luis—. Seso, futuro y hasta corona de laureles, a ti todo se te desdibuja cuando menos debes. Cuidado, Manuel. Nada de caer en la maldición de Helena de Troya.

—¿Y qué maldición es ésa?

—¿Cuál va a ser? La de los rostros que provocan mil naufragios…

Manuel se ríe.

—Suerte la tuya, hermano, que te gusten tan poco las faldas. Pero queda tranquilo. No pienso hacer tonterías. No está en mis planes poner en peligro lo que he conseguido hasta ahora. Mira, ya hemos llegado.

En la calle de Alcalá, no muy lejos de la diosa Cibeles que los mira desde su carro tirado por leones, los hermanos Godoy se detienen antes de acceder a los jardines de Buenavista. De momento, el aspecto del lugar no es muy distinto del que presentaba la semana anterior para agasajar a los reyes. Criados de peluca gris y librea se alinean a todo lo largo del sendero que conduce al pabellón iluminado por aquellas carísimas antorchas que semejan zarzas incandescentes. Pero a medida que avanzan, el ambiente formal se diluye para adquirir aires de verbena. Y en el más literal sentido de la palabra porque, para desagrado de Luis, huele a churros.

—¿Una ristra, hermoso? Toma, que hoy todo es gentileza de la casa.

Luis se pregunta si esas personas que ve ofreciendo churros, aguardiente y azucarillos en la explanada frontal del pabellón son sirvientes disfrazados o auténticos vendedores ambulantes y tan invitados a la fiesta como él y, al final, se inclina por lo segundo. Aquí una buñuelera, allá un barquillero y luego un bodeguero y una pastelera ofreciendo su género a la concurrencia, que es de lo más variopinta. La duquesa de Alba siempre ha despertado su curiosidad, pero el suyo es un interés más bien científico, entomológico digamos. Allá en Francia, cavila él, antes de la revolución, a las damas como ella les dio por jugar a pastorcitas hasta que cayó la Bastilla. Aquí, en cambio, les da por vestirse de manolas y bailar con chisperos, a ver a qué lleva tanta igualdad, tanta fraternidad. «Pero mientras tanto tú, Luis —se dice—, aparte de velar por Manuel y su debilidad por las caras bonitas, aprovecha para observar, para mirar un poco a tu alrededor. El anonimato puede sernos muy útil esta noche. ¿Qué preocupa a esta gente? ¿Cómo vive, cómo se divierte? ¿Qué piensa de los reyes? ¿Y de la corte…? Sí —sonríe—, tal vez no haya sido tan mala idea venir después de todo. Al fin y al cabo, saber es siempre poder, y basta con estar atento y enderezar la oreja. Madrid bien vale una ristra de churros».

—Gracias —le dice a la muchacha que se los ha ofrecido. La buñuelera le guiña un ojo, pero la atención de Luis se ha desviado ya hacia el estudio de otros lepidópteros. Y los hay de todas las especies. Padres con hijos pequeños que aprovechan lo generoso del tentempié para hacer disimulado acopio en sus pañuelos de pasteles, salazones y buñuelos. Gente mayor como esos dos viejos que discuten de toros a gritos. También muy jóvenes, como un par de barberillos que requiebran a todas las chicas que pasan. O gentes directamente inclasificables, como esa mujer que se pasea ahora cerca de Manuel, allá a lo lejos y que acaba de detenerse a pedir un refresco. ¿Quién demonios será? El vestido de tafetán tieso que lleva hace años que no se ve por estos pagos, pero en cambio su peinado de más de media vara de alto es de los que cuestan un potosí. ¿Quién será? ¿Una cacique de provincias? ¿Una monja que ha colgado los hábitos después de años de convento? ¿Una viuda de alguna remota colonia de ultramar?

—Uy, perdone usted —se disculpa Manuel porque un par de borrachos que pasan acaban de echarlo, literalmente, en brazos de la dama en cuestión.

—¿Pero ha visto, Magnolia, semejante desfachatez? Este hombre me acaba de magrear el seno. ¡Atrevido! ¡Truhán! ¡Trapisondista!

Aquella tarde, Lucila Manzanedo, viuda de García —no queriendo desaprovechar la ocasión de codearse con «gente como uno», según su propia definición—, había logrado convencer a Magnolia Durán de que la acompañara a la verbena de la duquesa de Alba. Le costó lo suyo porque su casera ponía todo tipo de necias excusas para acceder a sus deseos. Que si hará frío, que si habrá mucha gente, que si tengo los vapores, que si no puedo… pamplinas, según ella, destinadas a ocultar la verdadera razón de sus reticencias, el lamentable estado de su único abrigo. «Amiga mía —le había dicho la viuda con un tacto cristiano que le pareció impecable—, veo que ese sobretodo que usted usa habitualmente bien merece un descanso eterno, por lo que me he permitido, en un gesto de buena vecindad, ofrecerle esta capa que entona divinamente con su color de pelo». Todavía tuvo que batallar un poco más con el numantino (y pesadísimo) pundonor de la señorita (… no por Dios, usted se confunde, yo no podría, etc.), pero la capa era tan espléndida que al final cayó Viriato y por eso allí estaban las dos degustando un agua de cebada cuando aquel energúmeno se le había echado encima de la manera más lúbrica y desfachatada. ¿Quién podía imaginar que las duquesas invitaran a semejante chusma a sus fiestas? Hasta el momento, Lucila de García había soportado con resignación admirable los gritos de los vendedores de frutas escarchadas, los berridos de niños llenos de mocos que exigían más limonada, incluso los apretujones en las colas que se formaban para pedir una triste zarzaparrilla, pero que un aprovechado, un grandísimo caradura, le tocara sus partes nobles valiéndose del barullo era demasiado.

—¿Quién se ha creído que es usted, malandrín?

—Perdone, señora, ha sido al descuido.

—¿Al descuido? ¡Eso se lo dirá usted a todas!

—Lucila, por favor, que el caballero le ha pedido disculpas.

—Y qué más dan las disculpas si se le ven las intenciones, so sátiro.

A la señorita Magnolia un color se le va y otro le viene. Cierto es que la viuda de García la ha tomado bajo su protección, lo que tiene sus innegables ventajas. Cierto que ahora cuenta con una acompañante para salir por ahí, incluso ir de gorra al teatro o alguna merienda campestre cuando el tiempo es propicio, pero bien que se cobra la dama sus favores con escenitas como ésta, por ejemplo. ¿De veras creerá ni por un momento que un hombre tan bien plantado como el que tienen delante, tan señor, todo caballero, no hay más que verle, podía estarle, como ahora se dice, dragoneando?

—Si ésta es su forma de coquetear, so rufián —oye que le dice ahora al caballero en cuestión—, sepa usted que pincha en hueso.

—¿La está molestando este joven?

Es Luis Godoy, que interviene alarmado al ver en el lío que se ha metido su hermano.

—Así es, me ha tocado el seno —enfatiza la viuda, señalando vagamente la zona ofendida—. Voy a llamar a la autoridad.

—Pues descuide porque la autoridad ha llegado. De paisano —se le ocurre decir a Luis.

—¿Qué es usted, joven? ¿Comisario? ¿Sereno? ¿Vigilante, tal vez?

—Vigilante y muy sereno —enfatiza Luis Godoy sin mirar a su hermano, que sonríe aliviado. Lo único que les faltaba ahora era enredarse en una discusión callejera.

—Descuide, señora, que yo me ocupo de este atrevido. ¿Ve? Me lo llevo, venga conmigo, caballerete —añade, fingiendo sujetar a su hermano y despidiéndose con una gentil reverencia de la viuda de García, que jamás sabrá y por tanto tampoco podrá presumir ante sus amistades que una noche, en casa de la duquesa de Alba, estuvo en los brazos de Manuel Godoy.

Los hermanos vuelven a separarse. El mayor decide continuar con sus observaciones. ¿Qué otros especímenes curiosos se ven por ahí? Ah, mira, allá a lo lejos se ve al maestro Costillares encandilando a un corro de parroquianos con su labia. Y un poco más acá a Leandro Fernández de Moratín, que departe con esa actriz tan de moda ahora, ¿cuál es su gracia? Ah, sí, Rosario Fernández, a la que llaman la Tirana. Luis prefiere no acercarse. Nunca le han gustado las verónicas de Costillares y Moratín es demasiado afrancesado para su gusto. En cuanto a la Tirana, la conoce poco. Además, es mejor seguir en el anonimato como hasta ahora, es tan estimulante observar sin ser visto. Buscar la sombra para que su hermano alcance la luz. Ésa ha sido siempre su divisa.

Paseando, paseando, llega hasta la balaustrada que rodea el pabellón y decide acodarse un rato. ¿Qué está pasando allí abajo? En la explanada que se extiende a sus pies va y viene un buen número de criados acarreando leña. ¿Será verdad entonces lo que se rumoreaba días atrás en la corte? Una fogata, una gran hoguera en la que quemar los decorados que se habían utilizado la semana anterior para la recepción real, eso es lo que se decía pensaba hacer Cayetana como fin de fiesta esta noche. «Le van mucho los aquelarres», fue el comentario de la reina María Luisa cuando alguien le fue con el cuento. «Quién sabe, con un poco de suerte, ese día soplan vientos propicios y arde también Buenavista junto con su dueña», añadió luego, mirando directamente a Manuel Godoy.

«Mujeres —piensa ahora Luis—. Entre ellas anda siempre el juego». «O el fuego», añade al ver cómo varios criados empiezan a despejar la zona alrededor de una pira de leña con sacos terreros a modo de cortafuegos. ¿En qué consistirá exactamente la ceremonia? ¿Qué piensan quemar?

Como respuesta a su pregunta, unos operarios comienzan a desmontar las grandes estatuas de papier-mâché que adornan el frontispicio. Primero, las alegorías de las cuatro estaciones, después las de los continentes, y es precisamente en el momento de desmontar la estatua correspondiente a África cuando se materializa ante los ojos de Luis Godoy el más perfecto cuerpo de mulato en carne mortal que ha visto jamás. Alto y bien proporcionado, viste pantalones anchos de color verde y lleva la camisa abierta de tal modo que Luis puede admirar un pecho cincelado con precisión de orfebre.

—Cónchales, muchachos —le dice aquella estatua viviente a los criados de la duquesa con un inconfundible acento de las Antillas—. Cómo nos parecemos yo y mi primo —apunta divertido mientras señala a la última de las estatuas—. ¿Me dan licencia para que yo mismo lo lleve al tostadero?

Qué bíceps perfectos, qué espalda digna de Praxíteles. ¿De dónde habrá salido tal monumento? ¿Será un esclavo de Cayetana? Su forma de dirigirse a los demás trabajadores parece indicar que no es uno de ellos, sino un invitado. ¿Será quizá un cómico? ¿Un artista de circo? Luis decide entonces que ha llegado el momento de abandonar la entomología y pasarse a otras ciencias más sociales. Se quita la levita y la dobla con cuidado sobre la balaustrada, luego se desprende del chaleco, más tarde de la camisa y desciende los escalones que lo separan de la explanada para una vez allí decir:

—Permítame —y luego añade, situándose codo con codo con aquel hombre admirable—. Me gustaría ayudarle. —La luz de las antorchas ilumina ahora los músculos de ambos, ébano junto a marfil como en el teclado de un hermoso piano—. ¡Más fuerza, amigo! Vamos, ahora juntos, hay que hacer que se empine… Oh, un poco más… ah, ya casi está… más, más, así, así…

Cuando, satisfechos y sudorosos, acaban por fin de dejar su carga, el Gran Damián se vuelve hacia Luis Godoy.

—Bien hecho, hermano. ¿Nos tomamos un aguardiente? No es tan rico como el ron de mi tierra, pero sirve para hacer amigos.

 

* * *

 

Manuel Godoy, mientras tanto, tiene otros afanes. Si su hermano se interesa por las bellas estatuas, él lo hace por la escenografía. Y en todas sus manifestaciones. La primera y más evidente son los decorados que ha creado la duquesa. La duquesa y don Fancho, porque Godoy está seguro de que todo lo que tiene delante lleva el sello de Francisco de Goya. Godoy sonríe imaginando al viejo cascarrabias en el momento de supervisar el montaje de la verbena hasta en los detalles más insignificantes: «¡No, no, los farolillos tienen que estar más altos y más separados! A ver las casetas, ¿cuántas tenemos? Necesitaremos lo menos treinta. Unas ofrecerán viandas, chacinas; otras, frituras varias; un par de ellas pinchos morunos y también callos, morcillas, tripas, que de todo tiene que haber y cada una llevará su correspondiente cartel con el pertinente dibujo indicando el género que ofrece para los que no saben leer. Ah, casi se me olvidan dos muy importantes. Tiene que haber una grande dedicada al baile y otra mediana, al cante».

Mientras imagina cómo debió de montar Goya tan colorista escenario, Godoy llega ante cierta carpa que le llama especialmente la atención. Se encuentra entre una que ofrece aguardientes y otra que despliega frutos secos y frutas escarchadas, en cuyo cartel anunciador puede leerse: «La suerte está en los caracoles». Tan ensimismado está tratando de descifrar qué demonios querrá decir aquello que no se da cuenta de que un brazo se acaba de enhebrar en el suyo izquierdo mientras una alegre voz le interpela.

—Llevo horas buscándote. ¿Dónde te habías metido?

Godoy no contesta. Prefiere admirar primero a quien tiene delante. Tal vez Goya, a la hora de planearlo todo con precisión de miniaturista, haya pensado incluso en cuál es la iluminación que más favorece a Cayetana de Alba. Sí, quizá sea mérito suyo que los farolillos de colores arranquen ahora vivos destellos de esos ojos negros o que el vestido añil que lleva contraste sobre la arena color albero como si fuera un traje de luces en un ruedo. La escena parece un cuadro y allí está ella, su protagonista, mirándolo divertida con la cabeza medio ladeada.

—Sabía que vendrías, estaba segura.

—¿Cómo podíais estarlo?

Ella no contesta y él se deja llevar. Juntos recorren las casetas que se alinean delante del pabellón. Copas y vasos se alzan a su paso. Hay quien grita: «¡Ole las duquesas guapas!», y una mujer vocea: «Que Dios te bendiga», pero nadie se acerca ni los interrumpe. Al contrario, callan y se apartan a medida que ellos avanzan. «Así que esto es la fama —cavila Godoy—. Quién sabe —sonríe—, quizá más pronto de lo que nadie imagina, una marea similar se abra a mi paso, como hace ahora en atención a Cayetana».

Son muchos los que se preguntan quién será ese joven, casi un muchacho, que la acompaña. ¿Un actor recién llegado de París, quizá un nuevo y talentoso torero? «Míralos —comentan—. Van hacia la balaustrada, ¿de qué hablarán? ¿Por qué le presta ella tanta atención? Pero bueno, miren quién se acerca ahora, ¿no es ese el mismísimo Goya, al que tantas veces hemos visto bosquejando escenas en las romerías o en la pradera del santo? ¿Y esa niña que lleva de la mano? ¿La hija de la duquesa, dices? ¡Pero cómo va a ser, mujer, si es mulata! Jesús, María y José, qué caprichos tienen los ricos, qué desatinos, con la de niños abandonados lindos como querubines que aparecen en los tornos de los conventos todos los días… si no puede tener hijos como dicen, que haga caridad con uno de esos angelitos, no con una negra, dónde se ha visto… Pues a mí me parece graciosa, mira qué ojos tan grandes y ese collarcito de coral que lleva debe de valer un potosí. ¿Qué edad tendrá? ¿Año y medio? No, yo le calculo que dos, bien hermosa que está y se fija en todo a pesar de ser tan chiquitina. Al que no entiendo es a él. ¿Qué hace paseando a la cría como una ama seca? Y menuda cara de ajo… Sí, es cierto, ahora que lo dices llevas razón, eso debe de ser, debe de andar adorando el santo por la peana. Si la duquesa se va de bureo con un figurín y no le hace caso, él la sigue con la tonta excusa de traerle a la negrita, pobre viejo chocho… A ver, a ver qué pasa ahora, aparte una miaja, haga el favor, que impide la vista con ese sombrero tan grande, quite, ande, así está mejor. Y ahora todos: mirad y callad».

—…Ven con mamá, tesoro. ¿Dónde estaba mi niña? ¿Te ha llevado Fancho a ver los saltimbanquis?

—Sí, pero en la cama es donde tendría que estar la criatura —refunfuña Goya—, que no son horas.

La niña rodea con sus brazos el cuello de Cayetana y ella la llena de besos.

—Anda, anda, que suenas como Rafaela, Fancho. ¿No ves que un día es un día? Además, quiero que mi hija se críe en este ambiente, con música, con cante, con jarana, como yo cuando tenía su edad. Ven p’acá, tonto, que María Luz te ha descolocado todos los pelos y babeado un poco el corbatín, déjame que te recomponga. Así. Así estás mucho más guapo. ¿Conoces al señor Godoy?

Goya se muestra huraño, pero Manuel le sorprende cogiéndole la mano con las dos suyas.

—Para mí es un honor, maestro.

Años más tarde, cuando Manuel Godoy ya se había convertido en uno de los coleccionistas de arte más importantes de Europa, con sus palacios llenos de obras de valor incalculable, entre otras, varios Goyas, al mostrárselos a sus invitados gustaba comentar en qué circunstancias había conocido al maestro. En cuanto al de Fuendetodos, mucho se hizo de rogar (y de pagar) antes de aceptar el primer encargo del para entonces todopoderoso favorito de los reyes. Tal vez también en recuerdo de aquella noche.

—Vamos, Fancho, que queda mucha noche por delante, alegra esa cara. Mira, voy a hacerte caso, llevaré a la niña con la Beata para que la acueste. A ver, tesoro, da un besito a cada uno de estos señores, así me gusta, vuelvo enseguida. Y ni se te ocurra moverte de aquí, Manuel, aún hay un lugar al que quiero llevarte. Con tu permiso, por supuesto —ríe, mirando a Goya.

Después de aquello, vino el cante, el baile y la fiesta continuó hasta entrada la madrugada. Pero hubo otra escena que Godoy recordaría siempre. Hacia las tres, en el momento en que encendían por fin la hoguera en la que iban a arder los decorados, cuando chisperos y manolas y todo el resto de la concurrencia, incluida la viuda de García y su amiga Magnolia, se asomaban a la balaustrada para presenciar la cremá, Cayetana se le había acercado para decirle al oído:

—Es el momento, aprovechemos que todos están entretenidos.

—¿El momento de qué?

Sin contestar, ella volvió a colgarse del brazo de Godoy.

—Sígueme y guarda tus preguntas para dentro de unos minutos. Tengo una sorpresa, algo que no has visto nunca.

—Viniendo de vos nada puede sorprenderme.

—Y haces bien. Pero prométeme que lo que veas no se lo contarás a nadie y menos a mi marido, al que conocerás tarde o temprano. José me rezonga porque dice que tengo amigos hasta en el infierno y en este caso mucho no yerra el tiro —ríe divertida.

El fuego empezaba a lamer las piernas de las grandes estatuas alegóricas. África se vencía ligeramente hacia la Primavera y Europa abrazaba el Otoño, cuando Godoy y Cayetana de Alba desaparecieron tras la ligera lona que cerraba la entrada de una de las casetas. Ésa en la que Godoy había reparado antes y que tenía como afiche una mano con los cinco dedos extendidos y en la palma unos minúsculos objetos que apenas se llegaban a distinguir. «La suerte está en los caracoles», así rezaba el cartel que antes le había llamado la atención y que ahora se iluminaba en rojo a la luz del fuego.

De lo que allí aconteció, Manuel Godoy nada recoge en sus prolijas y detalladas memorias de cerca de mil páginas en las que da cuenta, casi día por día, de todos sus movimientos y decisiones. Un hombre metódico como él lo lógico es que hubiera relatado cómo, mucho antes de convertirse en secretario de Estado, en Príncipe de la Paz y en el hombre más poderoso de España, un negro de nombre Caetano, mediante la lectura de unas extrañas conchas que él llamaba caracoles, le anticipó todo lo que sería en el futuro. Y lo hizo cuando «Aranjuez» y «Bayona» no eran más que dos puntos en el mapa distantes y distintos sin ningún significado especial para él. Cuando el nombre de Napoleón Bonaparte parecía el de un mal actor de pantomima italiana y la palabra «destierro», sólo una incongruencia en labios de un negro que se había dedicado a cantar salmodias en quién sabe qué idioma mientras lo asperjaba con unas ramas empapadas en ron. Pero quizá, si nada recogió Godoy en sus escritos de lo sucedido en aquella carpa, fue por galantería. O por caballerosidad, puesto que, después de terminar con sus predicciones a Manuel, el babalawo se volvió hacia Cayetana para hacer las de ella.

—No, gracias, sea lo que sea, prefiero que la vida me sorprenda.

El babalawo pareció no oírla. Trazó un círculo de tiza en el suelo y luego dio unos pasos de baile señalando las cuatro esquinas de la tienda con una sonaja. Godoy pensó que, puesto que ella se había negado, aquel hombre se disponía a añadir algún dato más sobre su futuro. Algo esperanzador quizá sobre los últimos años de su vida, a los que no había hecho aún mención. Cayetana debió de pensar lo mismo porque seguía las evoluciones del hombre con una curiosidad ajena, lejana. El babalawo pasó su sonaja dos veces sobre Godoy y luego sobre ella, como uniéndolos con un invisible vínculo.

—¿Se juntarán nuestros espíritus al final del camino? —rio Cayetana, pero Caetano tampoco esta vez contestó. Fue sólo al final, al salir a despedirlos a la puerta de la tienda, cuando después de estrechar brevemente la mano de la duquesa, Godoy le alargó también la suya, y el babalawo lo atrajo hacia él para decirle al oído: «Usté, que la conoce mejor que yo, dígaselo si bien le parece. Cuéntele que va a morir por culpa de un beso».

Las llamas de la hoguera trepaban ya hasta el cielo de Madrid llenando la noche de millares de diminutas chispas. La gente reía y cantaba, aturdida por semejante exhibición y el humo, qué espectáculo, qué gran fin de fiesta, alguien propuso tres hurras por la anfitriona, «¡Viva la duquesa ! ¡Que Dios la bendiga siempre! ¡Larga vida a la de Alba!». Y Godoy, al ver su cara iluminada por el fuego, los ojos como dos brasas mientras agradecía tantos parabienes, decidió no decirle nada por el momento. ¿Para qué? Al fin y al cabo, ¿por qué creer a aquel hombre? Sería el ambiente, sería el vino que tan generosamente habían bebido el que le hizo temer que pudieran ser ciertas sus palabras. Pero la afirmación con respecto a Cayetana le hizo dudar de todo lo que le había vaticinado también a él. Paparruchas, sí, una sarta de bobadas, porque ¿acaso se puede morir por un beso?