CAPÍTULO 15 SUEÑO

 

 

En el palacio de El Recuerdo Trinidad abre los ojos alarmada. Llevaba unas semanas durmiendo apenas hasta que por fin había caído en un sueño inquieto que la hizo despertarse temblando, aferrada al escapulario de Juan.

—¿Dónde estoy? —se dice mientras se disipan los últimos jirones del sueño que acaba de tener. Estaba de nuevo en Cuba, sentada en la veranda de la plantación de los García rodeada de ceibas. «Has vuelto», decía alguien a su espalda, y ella se giraba sonriente al reconocer la voz de Juan. Qué guapo se veía con su calzón corto de cuero y su camisa de lino. Llevaba el pelo recogido con una cinta en la nuca y sus ojos centelleaban, tan verdes, al acercarse. «Te tengo una sorpresa», aseguraba tomándola del brazo para acompañarla al otro extremo de la veranda donde había dos mecedoras, una grande, otra pequeña. «Mira quién ha venido», le decía, mientras giraba la primera de las sillas para descubrir a Celeste meciéndose, atrás y adelante, adelante y atrás, envuelta en el humo de su cachimba.

Trinidad observa ahora la segunda silla que sigue vuelta hacia el lado contrario. Ve la parte posterior de una cabecita oscura llena de rizos y, más abajo, una falda festoneada de puntillas. También alcanza a distinguir dos diminutos pies enfundados en unos zapatos rojos. «Marina…», piensa alargando una mano para hacer girar la mecedora. «¡No!», grita Celeste. «¡No la toques!», se suma Juan, pero ella no puede demorar más la espera. El humo de la cachimba de la vieja esclava se ha vuelto tan espeso que nubla a la ocupante de la segunda mecedora. No importa, es ella, Marina, quién va a ser, y Trinidad rodea la silla para coger a su niña. La alza por encima de la bruma, va a besarla y entonces descubre que, vestida de fiesta y con zapatitos rojos, bajo aquella mata de pelo sujeta por una cita de satén no hay más que un esqueleto y una calavera sonriente que la mira desde sus vacías cuencas.

Trinidad, ahogando un grito, mira a su alrededor. Está sudando. En el camastro de la izquierda, una criada gruesa ronca tranquilamente. La cama de su derecha está desocupada y eso le permite ver el resto del dormitorio, todos duermen. La luna aún está alta y puede repasar sus rostros. Los hay femeninos y masculinos, jóvenes y muy viejos, hasta un total de veinte en la misma larga y estrecha choza. Casi tantas almas como las que se hacinaban en el sollado del barco que la trajo a España. Estos no son esclavos sino personas libres, piensa Trinidad, pero de qué les sirve. Sus cuerpos dormidos hablan por ellos. Frentes quemadas por el sol y la escarcha; espaldas torcidas por cargar desde niños con pesos imposibles. Y luego están las rodillas prematuramente roídas por la humedad o el reuma; las piernas zambas, las manos callosas y llenas de sabañones. Con ninguno de los allí presentes ha logrado, en los ocho meses que lleva en El Recuerdo, trabar nada parecido a la amistad, menos aún a la complicidad. ¿Por qué habrían de tenerla? Ella es diferente. Negra, así la llaman todos. En cambio, los demás son castellanos de generaciones y generaciones. Casi todos han nacido aquí, en la misma propiedad, y lo más probable es que mueran en ella. Ni sus padres, ni sus abuelos, ni sus bisabuelos, ni sus choznos se han movido en centurias de este pedazo de tierra. La tez más oscura que han visto es la aceitunada de algún esclavo del norte de África o quizá la de un gitano, pero ni unos ni otros son santos de sus devociones. ¿Por qué iba a serlo ella? Ha tratado de ganarse su confianza sin éxito, pero piensa seguir intentándolo. Quien nace esclavo nace también con la paciencia de conjurar suspicacias y las caras de desdén, las burlas y el desprecio de los que le gritan: «Aparta, negra» o ríen haciendo gestos simiescos a su paso. Ya se lo había avisado aquel muchacho, Genaro, el día que llegó. En El Recuerdo no se hacen preguntas.

Vuelve a ovillarse entre las sábanas abrazada al escapulario de Juan. No sabe qué hora es, pero, en tantas noches de insomnio, ha conseguido hacer algunos cálculos. Cuando la luna declina sobre los pinos de allá lejos suelen faltar un par de horas para que amanezca. La noche estrellada le permite observar una vez más las caras de los durmientes. Pronto despertarán y con ellos sus prejuicios. Y, mientras sus compañeros empiezan a removerse en sus camastros, mientras sus cuerpos se tensan anticipando el sonido de la escandalosa campana de latón que cada mañana a las cinco marca el comienzo de una nueva jornada, Trinidad recuerda lo que ha sido su vida en estos últimos meses.

Tal como le había anticipado el administrador, en El Recuerdo se empezaba a trabajar desde abajo. Ni siquiera había vuelto a pisar el palacio. Su vida se circunscribía a ver desde la distancia las bellas chimeneas rojas del edificio principal mientras trabajaba en los corrales. No tardó en descubrir que la propiedad era un pequeño mundo en sí mismo. Todo se producía allí, desde las verduras hasta la matanza de cerdos, conejos y, por supuesto, gallinas, que es con las que a ella le tocaba afanarse. Cada madrugada había que abastecer carros como el que la trajo a ella el primer día desde la casa de la Tirana, que llevaban productos al mercado y luego volvían con el género que no se había logrado colocar y el mal humor de los cocheros que lo pagaban con la primera persona que encontraban, y preferentemente con ella.

—¡Tú, descarga esos jamones! ¡Tú, métete en la chimenea y atízanos el fuego, que más negra de lo que ya eres no vas a quedar, descuida…! ¿Pero a qué esperas, carapasmada? Esa montaña de desperdicios lleva tu nombre, mételos en cestos y se los echas a los cochinos. ¡Arreando!

Sólo una persona de las que había conocido en todos aquellos meses tuvo el interés al menos de saber cuál era su nombre. Fue una ayudante de cocina a la que todos llamaban Caragatos. El mote, no era difícil de adivinar, tenía que ver con un defecto de nacimiento. Su paladar y labio superior partido al medio y retraído recordaba al de los gatos o al de las liebres.

—Tráete la escudilla y sígueme —le había dicho una noche en que coincidieron en la cola para recibir un caldo espeso y un chusco de pan—. Estaremos mejor a la intemperie que con esta compañía. Toma, abrígate bien.

Trinidad trató de impedir que Caragatos se desprendiera de la vieja toquilla que llevaba puesta, pero sin éxito.

—Tú hazme caso, que estos vientos son traidores. En el patio trasero estaremos a gusto. Bajo aquel alero de allá hay una mesa que en verano usamos los pinches para escapar del calor de los fogones. Nadie nos echará a faltar hasta que acabe la cena.

—¿Cuál es tu verdadero nombre? —le había preguntado Trinidad—. Es cruel que te llamen así.

La muchacha se encogió de hombros.

—Caragatos, no tengo otro.

—Todo el mundo tiene uno, al menos el que le ponen cuando le echan las aguas bautismales.

—No si te encuentran dentro de un confesionario y envuelta en una bonita enagua con iniciales bordadas como a mí.

—¿Y eso qué tiene que ver?

Caragatos volvió a encogerse de hombros.

—Que quienquiera que me dejó en ese lugar precisamente tal vez tuvo la caridad de hacer bautizar al fruto de su pecado antes de decirle adiós para siempre.

—¿Ocurrió aquí mismo, en El Recuerdo?

—En la iglesia que hay a un cuarto de legua.

—¿Nunca has intentado averiguar quiénes son tus padres, tu madre al menos?

—Y qué más da, soy sólo Caragatos. Puedo ser hija de cualquiera, tanto de una sirvienta como de una gran dama, de un labriego o de un marqués, igual que les pasa a muchos de los que trabajan aquí. Supongo que en Cuba y en las plantaciones ocurre otro tanto, ¿no? La sangre de los amos es muy fértil. A nosotros nos llaman bastardos de la sábana bajera. Tenemos el mismo padre (o a veces la misma madre) que los de arriba, pero nacimos abajo, la suerte es así de caprichosa.

—Sí, y también muy injusta.

—Justa o injusta da lo mismo. Las cosas son como son y no como nos gustaría que fueran, es mejor aprenderlo cuanto antes.

—Hablas de un modo extraño, como si no fueras una fregona, qué sé yo, como si fueras una de ellos y tuvieras tus latines.

—¿Y quién te dice que no los tenga? —ríe ella—. Es mi pequeña venganza contra esa otra mitad de mi sangre, la de la sábana encimera. Lo bueno de tener esta cara y este aspecto es que no le importas a nadie, te vuelves invisible y eso te permite hacer cosas.

—¿Como qué?

—Como poder escaparse de vez en cuando a la biblioteca, por ejemplo.

—No me digas que aprendiste a leer tú sola y por eso hablas como una duquesa.

—Hablo bastante mejor que Amaranta, si es a ella a quien te refieres —ríe Caragatos—. Y no, no aprendí sola, me enseñó un loco, o mejor, un fantasma.

—¿Algo así como un alma en pena?

—Algo así. La gente siempre dice que una biblioteca es una caja de sorpresas. Pero es también el lugar ideal para arrumbar cosas y personas que ya no interesan a nadie. Alguien a quien quería mucho y ha muerto lo llamaba el pudridero de El Recuerdo.

—Un loco, una biblioteca, un pudridero… me vas a tener que explicar todo esto un poco mejor.

Entonces Caragatos le contó el encuentro que había tenido poco antes de cumplir los doce años.

—La biblioteca era mi escondite —comenzó diciendo—. A Amaranta le gustan más los cómicos y los toreros que los libros y a Gonzaga, su marido, sólo las perdices y los faisanes, así que nadie visitaba ni visita aquel lugar, ni siquiera para barrer o sacudir el polvo. Con esa excusa, cada tanto, me escapaba hasta allí. Apenas sabía escribir mi nombre, pero me encantaba estar rodeada de libros, sentir su olor a cuero y tinta, deslizar dos dedos sobre sus lomos e imaginar cuántas aventuras, cuántos secretos escondían aquellas páginas. Así estaba una tarde, soñando despierta, cuando una mano con uñas demasiado largas me cogió por la muñeca. «¿Qué haces aquí? ¿Alguien te ha mandado? ¿Es ya la hora?».

—No necesité girarme para saber quién era. En aquel entonces, hablo de diez años atrás, todos en El Recuerdo conocíamos la existencia del viejo duque y sabíamos también que llevaba años encerrado en su habitación, sólo con sus libros, sin hablar con nadie.

—¿El padre de Amaranta?

—Su abuelo.

—Ya. El loco del que antes hablabas…

—O el único cuerdo, según. Él llamaba a su biblioteca el pudridero. Decía que era el retrato más fiel del destino de su familia. «¿Qué será de todo esto cuando yo muera? —se preguntaba señalando sus legajos, sus mapas, sus cientos de volúmenes—. Sólo nos interesamos por ella tú, yo y las ratas». Entonces fue cuando decidió que me enseñaría a leer. Decía que si la sangre de su familia legítima se había vuelto espesa y tan turbia, no quedaba más remedio que recurrir a la otra.

—¿A qué otra?

—Ya te lo he dicho, a la de la sábana bajera.

—Pero cómo sabía él que tú…

—Aquí nos conocemos todos. ¿Cómo crees que son las cosas en las grandes familias? Quien más quien menos está al cabo de la calle. ¿Sabes cuántos hijos e hijas, hermanos y hermanas de los señores hay por aquí pelando patatas, fregando escupideras o vaciando orinales? Yo he perdido la cuenta. Así ha sido siempre, nuestras sangres se mezclan y remezclan desde hace siglos, pero sólo los locos hablan de eso.

—¿Como el viejo duque? ¿Por eso decidió enseñarte a leer y amar los libros? ¿Porque nunca pudo hacer lo mismo con uno de los suyos?

Caragatos vuelve a encogerse de hombros, más que un gesto parece una costumbre.

—Fueron los años más felices de mi vida. Cada tarde me escapaba hasta su habitación y juntos bajábamos a la biblioteca como dos ladrones. Entonces él preguntaba: «¿Adónde quieres viajar hoy?». Al fondo del mar, decía yo. O al centro de la tierra o a las puertas de Troya o, mejor aún, pasear con Julio César por el Capitolio. Así, y hasta que murió hace dos años, viajamos juntos a lomos de libros. Ahora sigo haciéndolo yo sola en recuerdo suyo, de ahí lo que tú llamas mis latines. Pero ya basta —concluye Caragatos, poniéndose de pie mientras recoge su escudilla en la que flota un caldo completamente helado—. Se acabó la cháchara. No más recuerdos tristes, volvamos dentro antes de que te echen a faltar y te sacudan como una estera…

A Trinidad le hubiera gustado demorarse un poco más allí, fuera, hacerle más preguntas a Caragatos. Sobre El Recuerdo, sobre Amaranta, sobre su abuelo el loco, pero recordó la recomendación que le habían hecho en el ya lejano día de su llegada. Era más sensato no poner a prueba la paciencia de la única persona que le había demostrado cierto aprecio.

Aun así, hubo otras muchas tardes parecidas, las dos solas en el patio, calentándose las manos con sus escudillas mientras hablaban y hablaban. Trinidad le contó cómo había llegado a España, su desolación por la venta de Marina y el modo en que había acabado en El Recuerdo como exótico regalo de Martínez a Amaranta.

—… Y, sin embargo, va para un año que estoy aquí y ni siquiera la he visto una vez. Claro que nunca entro en el palacio, mi vida se reduce a tratar con pollos, gallinas y conejos —rio.

—No te creas que los que trabajamos en el edificio central la vemos mucho tampoco. Y menos aún por estas fechas, cuando apunta la primavera y asoma por ahí el perro negro. —Trinidad puso cara de interrogación y Caragatos aclaró—: Cosas de ricos. Unos lo llaman así y otros melancholia, es un mal muy elegante.

—¿Un mal? ¿Algo así como una enfermedad?

Según explicó Caragatos, el perro negro o melancholia era un estado de ánimo por el que las personas —«Los amos, se entiende, porque a nosotros enseguida nos arrancan de las fauces de ese perro de un buen soplamocos»— caen de pronto en un desánimo, en una tristeza paralizante que les impide levantarse de la cama, una desgana, una falta de apetito. El perro negro se caracterizaba también, según continuó diciendo su amiga, por una atracción del abismo o vértigo, de ahí que, cuando esto le ocurría a Amaranta (o a su marido que, en esto de las modas, aunque sea en enfermedades, todo se pega menos la hermosura), los criados tenían instrucciones de trasladarlos de sus habitaciones en la torre principal a otras de la planta baja, no fuera a ser que se asomaran a la ventana y les diera por emular a los vencejos.

—Están todos de remate en esta familia —fue la conclusión de Trinidad.

—Y aún no has visto nada. Pero bueno, el caso es que ésa es la razón por la que Amaranta brilla por su ausencia estos días.

—Me gustaría verla, es el único punto de unión que tengo con el hombre que nos vendió a mi hija y a mí.

—No creo que vaya a servirte de nada. Lo más probable es que ni siquiera recuerde el regalo que le hizo ese tal Martínez. Las damas como ella se cansan muy pronto de sus juguetes. Fíjate si no lo que pasa en su Corte de los Milagros.

—¿Qué corte es ésa? —preguntó Trinidad, recordando que el administrador había utilizado también aquella expresión el día de su llegada.

—Uy —sonríe irónica Caragatos—, es un regalo del señor Rousseau.

—¿Un amigo de la señora?

—Seguro que lo sería, si no llevara años criando malvas. Se trata de un pensador, de un filósofo, el inventor del buen salvaje.

—¿Un pensador que se inventó un buen salvaje…?

—Ay, Trini, con tantas preguntas me recuerdas a mí cuando quería saber y aprenderlo todo y me da alegría porque me recuerda a mi abuelo. Mira, verás, resulta —continuó Caragatos— que, hace años, este señor Rousseau escribió un tratado en el que decía que el ser humano andaba perdido, que había equivocado su camino y era necesario volver a lo natural, a lo salvaje. Según él (el abuelo decía que era un farsante, que había abandonado a cinco hijos en un hospicio y que quién era él para dar ejemplo de nada, pero, en fin, no quiero irme por las ramas…), el caso es que, según decía, las personas nacen buenas, llenas de nobles sentimientos y es la civilización la que las vuelve malvadas. La idea gustó mucho, el señor Rousseau se hizo famosísimo y desde entonces, todo el mundo, en especial aquellos que nunca se han preocupado más que por sí mismos, descubrieron de pronto las bondades de la naturaleza, las delicias del campo. Para que te hagas una idea, en Francia, muchos aristócratas se apresuraron a construir en sus palacios pequeñas cabañas rústicas en las que jugaban a ordeñar ovejitas y fabricar deliciosos quesos. Como las damas se habían vuelto tan naturales, de pronto descubrieron también el placer de amamantar a sus retoños, cuando toda la vida de Dios los habían dejado en manos de amas y criadas.

—¿Amaranta es una de ellas?

—Ella no ha tenido hijos, supongo que, por eso, un día se le ocurrió organizar su propio paraíso, su Arcadia.

—Ya, pero en qué consiste eso de Arcadia…

Caragatos vuelve a encogerse de hombros aún más que antes, como si el asunto le resultara fatigoso.

—Es un lugar en el que reina la felicidad, la sencillez, la paz, un sitio donde no hace ni frío ni calor, donde todo es poesía, música… Al principio, pensó organizar ese paraíso suyo en un ala de El Recuerdo, pero pronto se dio cuenta de que era mejor llevarse este tipo de experimento un poco más lejos.

—¿Para que todo fuera aún más natural?

—Di mejor que para hacer sus primeras pruebas con la Corte de los Milagros.

—Ya, pero sigo sin comprender de qué es esa corte…

—¿Pues de qué va a ser, muchacha? De buenos salvajes. De criaturas que, según sus planes, iban a convertirla en un personaje famoso en toda Europa. Una verdadera mujer ilustrada, de ahí que empezara a juntar a unos cuantos pupilos con los que poner en marcha su experimento rousseauniano.

—¿Qué tipo de pupilos?

—Personas desfavorecidas. Enanos, contrahechos, gitanos, negros… a los que se propuso enseñarles a leer y escribir, vestirlos como duques, hacer que aprendieran modales, idiomas, música…

—Pero eso es muy lindo, qué buena persona es la señora Amaranta.

Caragatos no dijo ni sí ni no. Se encogió por enésima vez de hombros antes de continuar:

—Para que te hagas una idea de en qué consiste el experimento, su última adquisición ha sido una niñita mulata que le regalaron hace poco y a la que ha decidido «amaestrar» (ésa es la palabra que ella usa), para que recite versos en francés…

Caragatos continuó explicando otros pormenores de aquella extraña Corte de los Milagros. Habló de por qué se llamaba así y de otros aristócratas en el resto de Europa que también tenían sus experimentos «naturales», pero Trinidad ya no la escuchaba. No podía creer su buena estrella. De pronto, una escena vivida muchos meses atrás en casa de la Tirana parecía cobrar un nuevo y esclarecedor significado. Cierra los ojos y vuelve a ver a Martínez departiendo con la señora Amaranta y cómo al ir a servirles vino, el empresario la había agarrado de la muñeca obligándola a girar sobre sí misma mientras decía a su acompañante: «¿Qué le parece, señora? Dieciocho añitos aún sin cumplir y recién llegada de Cuba. En cuanto la vi, me dije, ésta para mi admirada doña Amaranta. Siento no haber tenido tiempo de envolvérsela con un lazo rojo, pero es toda suya en prenda de mi afecto y devoción».

¿Y cuál había sido el comentario de ella? Algo así como que aún no le había agradecido al empresario otro regalo anterior que le había enviado un par de semanas antes, un bomboncito, según dijo, «chiquitina y tan requetemona, sencillamente ideal para mi Corte de los Milagros».

—¿Se puede saber qué te pasa, criatura? Parece que acabas de ver un aparecido.

Trinidad se abraza a Caragatos. Ríe y llora, mientras atropelladamente le explica lo que acaba de descubrir…

—Es ella, ¿comprendes? Todo encaja, la fecha en que se la llevaron, el tiempo que pasó desde ese día y el momento en que Martínez y la señora Amaranta se encontraron en casa de la Tirana. El regalo del que hablaban ¡es Marina! Dios mío, parece imposible, increíble y sin embargo tenía razón Celeste cuando porfiaba en que confiase en los orishás. Que ellos hacen que nada pase porque sí. Que incluso cuando parece que te engañan caminan recto pero por caminos torcidos.

Caragatos no sabe quién es Celeste y menos aún los orishás que su amiga exhibe mostrándole un extraño escapulario que sólo parece cristiano a medias. Aun así, no la convence mucho eso de los caminos torcidos.

—Yo desde luego no querría que una hija mía estuviera en la Corte de los Milagros —es lo único que dice.

—¿Lo que acabas de contarme es cierto? ¿Las personas que Amaranta ha reunido hablan varias lenguas, aprenden a bailar y tocar instrumentos musicales?

—Sí, pero ya sabes lo que dice el refrán, de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno…

—No entiendo por qué siempre tienes que pensar lo peor. Juzgas demasiado duramente a las personas, a todas, incluso a ti misma. ¿Dónde está ese bendito lugar? Por favor, llévame hasta allí. He recorrido de arriba abajo el palacio y no he encontrado nada parecido a lo que tú cuentas.

—No está en El Recuerdo, sino en El Olvido, otra propiedad de los duques a unas veinticinco leguas de aquí.

—¿Y cómo crees que podría yo arreglármelas para ir? ¿Puedes ayudarme? Seguro que se te ocurre alguna manera, por favor, Caragatos…

—No sé por qué me da a mí que no vas a parar hasta conseguir que lo haga —ríe por primera vez en mucho rato su amiga.

—No lo dudes. O si no, siempre puedo escaparme y llegar hasta allí.

—Sí, ¿y cuánto crees que duraría una negra de dieciocho años sola y sin un maravedí en los caminos llenos de bandoleros?

—Si no tengo un maravedí bien poco pueden contra mí los bandoleros, ¿no?

—Para eso tendrías que ser fea como yo. No me gustaría tener que explicarte cómo o dónde acaban las guapas.

—Vayamos juntas entonces. Estoy segura de que tienes labia suficiente para convencer a quien se nos ponga por delante.

—¿Y qué te hace pensar que quiera acompañarte? —pregunta Caragatos, recuperando su inveterada costumbre de encogerse de hombros—. Que te ayuden esos dioses tuyos que son tan milagreros. A mí no se me ha perdido nada en El Olvido… Oh, está bien —dice, después de refunfuñar y abundar en lo poco que le gustan los viajes en diligencia, los bandoleros y también los orishás—. Y sobre todo no me gustan nada esos ojos tristísimos con los que me miras. Te propongo un trato. Con estos fríos no se puede ir a ninguna parte. Si tus santos protectores siguen sordos en un par de semanas y no te ayudan con algún milagrito, tal vez, y sólo he dicho tal vez, nos escaparemos de El Recuerdo para llegar a El Olvido.