CAPÍTULO 17 UN DÍA EN EL CAPRICHO

 

 

–…Un paraíso en la tierra, amigo Hermógenes, eso es, modestamente, lo que he recreado en uno de nuestros viejos pabellones de caza. Espero que muy pronto pueda llevarlo a El Olvido para que vea mi experimento rousseauniano.

—No sé de qué me habla —replica Hermógenes Pavía, sin poder desviar los ojos ni media pulgada del escote que, aprovechando una inesperada mañana de sol, luce su acompañante. Si esta es la última moda de París inspirada en las diosas del Olimpo, Amaranta debe de ser la encarnación mismísima de Artemisa, o mejor aún, de Afrodita. Adornada con un exótico turbante antillano (que no pega, por cierto, con el resto de su vestimenta) luce sencillamente celestial. Las malas lenguas dicen que semejante incongruencia se debe a que se ha quedado calva como una bola de billar a causa de un elixir rejuvenecedor que salió malo, pero este y otros detalles deberá o tendrá que contrastarlos antes de hacerse eco de tan suculento chisme en su Impertinente. Por el momento, sólo cabe extasiarse en visión tan olímpica. Qué tules, qué muselinas, qué modo de no dejar nada a la imaginación… «Mejor darle palique —piensa el plumilla—, que continúe perorando todo lo que le venga en gana, mientras este menda naufraga en las oscuras profundidades de su canalillo».

»¿Experimento rousseauniano? —pregunta, haciéndose de nuevas.

Como si no supiera quién es ese filósofo al que todos en Europa adoran y emulan. Pero ¿a qué exactamente llama Amaranta un «experimento rousseauniano»? Hermógenes Pavía está por apostar que se trata de alguna iniciativa muy natural, très naturel, como ahora se dice. Parecida a aquellas en las que se embarcaban los nobles franceses antes de que allá en su país empezaran a segar cabezas a destajo. Pavía recuerda haber oído hablar, por ejemplo, de un conde al que le dio por trasladar a su castillo de la Camargue a toda una tribu de salvajes norteamericanos para que recrearan allí su vida en las praderas. Y de otro marqués que organizó una orquesta de negros senegaleses a los que había conseguido amaestrar para que tocaran Mozart, ataviados sólo con taparrabos, très originel. «Ricos —piensa desdeñosamente Hermógenes—. Hacen lo que sea con tal de dar la nota». Algún día —añade, dedicando a su acompañante la más amarillenta de sus sonrisas—, rebanarán cabezas también a este lado de los Pirineos, o al menos eso es lo que se merecen. A ver de qué va el caprichito de la semana.

—Cuénteme, querida amiga, me interesa mucho su experimento.

Se encuentran los dos pasando el día en El Capricho, la nueva y magnífica propiedad de los Osuna, invitados por la duquesa y a la espera de que lleguen también Cayetana de Alba y Francisco de Goya. Acaba de comenzar el año 1793 y han pasado muchas cosas últimamente. Goya ha padecido una enfermedad, una apoplejía, que lo ha dejado aún más duro de oído que antes; el palacio de Buenavista sufrió en verano un conato de incendio que las malas lenguas atribuyen a la nunca resuelta rivalidad entre Cayetana y la reina y, después de eso, Cayetana decidió pasar una temporada en el campo. Para alejarse de la corte, pero también para recuperarse de esas jaquecas suyas que tienen la costumbre de volverse impenitentes con la llegada de la primavera. En cuanto a Godoy, su carrera política sigue un camino rutilante. Con sólo veinticinco años, el rey —después de destituir primero a Floridablanca y más tarde a Aranda— lo ha nombrado secretario de Estado, la más alta instancia del reino. Y, mientras todo esto tenía lugar, el parque de El Capricho se ha ido llenando bellamente de estanques, de fuentes y parterres, de templetes e invernaderos, también de bellos laberintos de boj como este por el que ahora deambulan del brazo Hermógenes Pavía y la duquesa Amaranta.

—… Sí, mi querido amigo, después de leer con entusiasmo al maestro Rousseau, supe que tenía que honrarle creando mi propio experimento a su imagen y semejanza. Porque, dígame usted, ¿qué puede haber más gratificante que cambiar el futuro de otro ser humano, arrancarlo del mísero destino que la suerte le deparaba, convertirlo en un ser ilustrado, con dotes para la música, para las lenguas, para el baile?

—No me diga que también usted ha caído en la tentación de crear su propia galería de monstruitos. Como si fuera un científico que encierra media docena de ratones en su laboratorio y observa cómo se comportan…

—Querido Hermógenes —dice Amaranta, procurando que su elevada estatura deje al ras de la nariz del plumilla el mismísimo arranque de su pecho de Artemisa—. ¿Cómo que ratas de laboratorio? Seres humanos con todas sus desdichas a los que me he propuesto salvar de la miseria. Debería usted verlos. Tal como aconseja mi amado Rousseau, mis pupilos desayunan cada mañana dos huevos de paloma condimentados con hierbas silvestres; pan recién horneado y su buena jícara de chocolate caliente. Después de este refrigerio, pasean un ratito por el parque de El Olvido para airear sus pulmones y, luego, se entregan cada uno a sus labores, que son de lo más variadas. Hay quien aprende a recitar, otros a tocar el arpa o la cítara. Algunos, como una enana turca monísima que tengo, bailan la danza del vientre. Me parece primordial que mis protegidos mantengan contacto con sus raíces, con sus tradiciones, comprende usted, por eso me esmero en cuidar hasta su vestuario; mi enana, por ejemplo, va siempre de odalisca, queda más auténtica. Me gustaría mucho que se hiciera eco de lo que le estoy contando en su Jardín de las Musas. O mejor aún, en ese pasquín anónimo; usted ya sabe a qué me refiero.

—En absoluto, no sé de qué me habla.

—De El Impertinente. No me tome usted por tonta. Pero bueno, no quiero enfadarme, que le tengo mucho aprecio, ya sabe. Lo único que digo es que igual que esos pasquines insufribles narran les petits potins, los pequeños dimes y diretes de nuestra clase, también deberían contar lo que es meritorio. ¿No le parece?

—¿Y qué otros protegidos tiene usted? —pregunta Hermógenes, no sólo para cambiar de tema, sino porque, a fuerza de naufragar tan profundo en el escote de Amaranta, empieza a verlo todo alarmantemente rosa.

—Uy, tengo varios. Un gigante pelirrojo que le compré a un circo ambulante de Glasgow, por ejemplo. Como se le daba bastante bien tocar la gaita, ahora le estoy enseñando a bailar muñeiras. No sabe lo gracioso que queda dando brincos con su falda escocesa.

—Me refería a algo más meritorio, más cultural —se defiende Hermógenes, tratando de enfocar la vista en otro punto menos hipnotizante de la anatomía de Amaranta, pero sin éxito.

—¿Cultural, dice usted? Qué más cultural que la poesía y la gran música. Tengo un gitanillo de seis años que toca el violín mejor que Mozart a su edad y una negrita saladísima, que me han regalado no hace mucho y a la que estoy amaestrando para que recite a Racine en francés. Cuente también eso en su Impertinente, querido Hermógenes, tenga la bondad.

—¿Y cuándo me invitará a ver el experimento in situ, duquesa? —pregunta Hermógenes, calculando que la excursión podría tener, como agradable derivada, tal vez algún otro tipo de paseo. Por la deleitable geografía de Amaranta, por ejemplo. «Y así de paso —se dice—, también podré descubrir si es cierto que está más calva que el Gran Turco, linda noticia esa para mis lectores impertinentes».

Amaranta suspira y oprime suavemente el brazo del plumilla.

—Tendremos que esperar un poquito para nuestra excursión, amigo mío. Ahora mismo no es posible. Mis protegidos están aún algo verdes en lo que a aprendizaje se refiere. ¡Ni se imagina lo duros de mollera que son, la paciencia que hay que tener, agotada me tienen! Además, a lo peor, tengo que hacer algunos cambios imprevistos con respecto a ellos. En este momento están en un antiguo (y muy bien acondicionado, por supuesto) pabellón de caza al fondo de El Olvido. Pero ya sabe cómo son los maridos. El mío, que siempre está por ahí con sus cazas y sus cosas, sin ocuparse de nada más, ahora dice que necesita el recinto. Sus amigotes, tan ociosos como él, lo han convencido de que estaría muy bien transformarlo en una inmensa pajarera acristalada. Pavos reales, aves del paraíso, águilas, halcones y buitres, todos en libertad. Una idea también muy rousseauniana, qué duda cabe, pero no se puede ni comparar con mi Corte de los Milagros.

—Hablando de milagros —interviene Hermógenes Pavía, que empieza a estar un poco cansado de hablar de los protegidos de la duquesa—, mirad quién llega con sólo tres cuartos de hora de retraso.

Amaranta sigue la dirección que señala su acompañante. Accediendo a los jardines de El Capricho a través de la reja principal, se distinguen a lo lejos tres siluetas. La primera, alta y bien proporcionada, la segunda recia y de piernas arqueadas, la última, muy infantil, corretea alrededor de los dos jugando al aro.

—Se diría que Cayetana de Alba ha optado por hacer también su pequeña y particular expérience roussonienne —comenta Hermógenes con el más castizo y atroz de los acentos mientras apunta con la barbilla hacia los caminantes y en especial a la niñita negra que los acompaña—. Ojalá no vengan directamente hacia aquí y pasen primero por la casa en busca de nuestra anfitriona. Me gusta tanto departir con usted, Amaranta…

—Descuide, aunque lo hicieran, tenemos tiempo de confesarnos y hasta de enamorarnos —bromea la duquesa—. El pobre Goya ha quedado tal maltrecho después de su última enfermedad que tardarán un siglo en alcanzarnos.

—Espléndido, eso nos permitirá comentar un rato más sobre ellos —sonríe Hermógenes, malicioso.

—Aquellos que despellejan unidos permanecen unidos —ríe Amaranta—. ¿Qué quiere usted saber? ¿Algo sobre la relación de Goya con Cayetana quizá?

—No. Sobre eso ya están escribiendo otros colegas. Prefiero que me habléis de la niña. Pienso que interesará muchísimo a mis lectores de El Jardín de las Musas saber que la duquesa de Alba tiene su propio «experimento».

—No se confunda, amigo Hermógenes. Lo de ella no tiene nada de científico. Hasta en eso ha de ser extravagante Cayetana —suspira Amaranta con aire aburrido—. ¿Sabe lo que ha hecho? Ha prohijado a esa negra. Como lo oye. Como la criatura que siempre quiso tener y no pudo y se comporta con ella como si fuera de su misma sangre, la prueba está en que la lleva a todos lados. Pobre Cayetana, en el fondo da pena, siempre ha estado muy sola. A pesar de sus títulos, a pesar de sus miles de millones de reales. Ella misma dice que ha ido perdiendo poco a poco a todas las personas que más quería. Y así ha acabado. Poniendo su afecto en una parda, patético, n’est pas? Mírela, por ahí viene. ¿No le parece sencillamente atroz ese vestido verde que se ha puesto hoy? ¡Merecería que le cortaran la cabeza con el nuevo artilugio ese que ha inventado en Francia el doctor Guillotin y que aún no tiene nombre! ¡Querida! Pero qué ilusión, tú por aquí. Hay que ver lo bien que te sienta a la cara ese color. Guapísima, realmente. Y esa divina criatura que llevas contigo, ¿cómo se llama?

—Es mi hija María Luz. Pensé que la conocías. Saluda a la señora, tesoro.

La niña, que va vestida de blanco con un lazo azul en el pelo, hace una pequeña reverencia perfecta.

—Bonjour, madame.

—¡Pero si habla francés y todo! Qué bien educadita está —dice mientras le revuelve el pelo como si fuera un perrito. ¿Cuántos años tiene? ¿Cuatro? Oh, ¿cinco ya, quién iba a pensarlo?

Uno de los anillos de la duquesa se ha enredado en los rizos de la niña. Amaranta tira con fuerza diciendo: «Vaya, qué contrariedad». Y María Luz, más asustada que dolorida, se pone a llorar de tal modo que Cayetana decide dejarla en brazos de Rafaela, su ama, para que la lleve a jugar con los niños de Osuna.

—… Y usted, amigo Goya —continúa indesmayable Amaranta, volviéndose ahora hacia el pintor e interpelándole a gritos por aquello de la sordera—. Qué buen aspecto tiene, ¡nadie diría que sólo hace unos meses que lo han arrebatado de los brazos de la parca!

Goya la observa. Goya la ignora. Pero Amaranta no es de las que se quedan sin tema de conversación. Empieza a hablar de esto y aquello. De lo mucho que han crecido las plantas de El Capricho. De lo agradable que ha sido perderse durante un rato en el verde laberinto de boj en compañía de un hombre tan interesante como Hermógenes Pavía y de lo magnífica anfitriona que es Pepa Osuna, que los deja pasearse a sus anchas por la propiedad antes del almuerzo.

—… Nada que ver con esos anfitriones insufribles que aburren a una hasta las lágrimas enseñándoles sus posesiones pulgada a pulgada. Aquí mi templete griego, allí la fuente de los faunos, aquí mi jardín de rosas y los patos de mi estanque… Claro que, si quieren que les diga toda la verdad, me parece que Pepa empieza a exagerar un poco con su laisser faire respecto a sus invitados. ¿No cree usted —le grita a Goya— que ya va siendo hora de que nos ofrezcan una buena limonada en la terraza? Pero… Pepa, tesoro, tú tan discreta y sigilosa como siempre, no te había oído llegar. Supongo que te habrán sonado los oídos. Te estábamos poniendo por las nubes ahora mismo. Querida, qué magnífica idea reunirnos hoy aquí. Una delicia.