CAPÍTULO 23 DOS DIOSAS DESNUDAS

 

 

«Ha venido, Dios mío, mira que se lo dije. Por favor, Manuel, es preferible que no lo hagas. ¿Para qué? Yo por mi parte hace tiempo que he decidido no jugar con fuego, gato escaldado hasta del agua fría huye. Además, ¿has pensado en la Parmesana? ¿Si no me ha perdonado aún lo de Pignatelli, qué cara crees que pondría si llega a enterarse de lo nuestro?».

Cayetana acaba de descubrir a Godoy entre el público. La comedia de Iriarte comienza con una fiesta campestre a la que sigue una noche de bodas amenizada por unas coplillas a cargo de un grupo de majos, de modo que ella no tiene que salir a escena hasta el cuadro tercero. Tiempo suficiente para espiar la platea entre bastidores, también para conseguir que su corazón se serene y deje de golpear de aquel modo loco contra las costillas. ¿Late por estar a punto de cumplir un viejo sueño, ser la protagonista de una obra de teatro? ¿O lo hace sólo por él?

Con aquellas coplillas nupciales por cómplices, Tana piensa en la noche anterior y otro escenario bien distinto, el palacio de Buenavista entrada ya la noche. Después de mucho dudar, había decidido recibir a Godoy en el pequeño gabinete azul próximo a la escalera. El mismo en el que cuelga La Venus del espejo. El mismo también que José suele recorrer impaciente, arriba y abajo, mientras espera a que ella acabe de arreglarse antes de salir a alguna de sus fiestas o recepciones. Sí, ese mismo, porque el lugar más flagrante es siempre el que menos sospechas despierta.

Había disfrutado mucho planeando y preparando la velada. Los prólogos del amor son a veces más dulces que los encuentros en sí, sobre todo la primera noche, que no siempre logra estar a la altura de tantas expectativas. Por eso se había demorado en cada detalle, en la luz de los candelabros, en el gran fuego de la chimenea y en las flores que, en su opinión, hablaban con sus secretos pero elocuentes lenguajes. «Sí, Rafaela, he dicho lirios blancos, venga, no pongas esa cara, vete a dormir, que yo me ocupo del resto, no seas tonta, mujer, y descuida, lo tengo todo previsto, de esto no se enterarán ni las ratas del palacio».

Mientras sobre el escenario los majos de La señorita malcriada bailan y se besan a escondidas, Tana recuerda lo que pensó nada más verlo. Qué joven le había parecido, así, sin uniforme ni peluca, con el pelo aún húmedo y raya a un lado, igual que un colegial en su primer día de clase. ¿Cuántos años tenía ahora? Sus ojos habían perdido, levemente, el brillo hambriento de aquella ya lejana noche en que consultaron juntos a los orishás, pero conservaban la virtud de saber mirar como los de un muchacho. Desde aquel encuentro, habían coincidido en varias ocasiones, pero siempre con los reyes, o mejor dicho con la reina, atenta a todos sus movimientos. Miradas, sonrisas, invisibles roces al pasar y algún que otro billet doux, como ahora llamaban a las esquelas galantes, ése había sido su juego favorito, uno tan inofensivo como estimulante que convenía a los dos. A ella, porque después de Pignatelli había descubierto el suave veneno de los amores platónicos. A él, porque decidió hacer suya la frase de su hermano Luis de que el que abraza el poder no puede abrasarse en otras pasiones. Putas, desahogos, francachelas, coqueteos y amoríos varios… todo eso estaba permitido e incluso era necesario, pero nada de amores y menos con personas que no fueran del gusto de la mano que nos da de comer (esta frase también era juicioso consejo de su hermano). A pies juntillas lo había seguido, vive Dios, durante todo aquel tiempo sin cometer el menor desliz, pero las circunstancias cambian. Él ya no era aquel muchacho de provincias abrumado por las muchas responsabilidades con las que los reyes le habían distinguido. Ahora era el Príncipe de la Paz, alguien que, con apenas veintiocho años, ya sabía lo que era declarar la guerra a Francia y luego trocar Cataluña y Vascongadas por territorios de ultramar como quien juega al ajedrez o a las prendas. Alguien, además, que mientras coleccionaba fortuna y honores había aprendido a valerse de ambos para hacerse con una nada desdeñable cantidad de obras de arte, de enseres espléndidos, de esculturas, antigüedades, cuadros. ¿Qué le impedía entonces añadir a su colección otro magnífico y ahora ya no tan inalcanzable trofeo como era la duquesa de Alba?

—¿Dónde está vuestro marido? —había preguntado tontamente antes de darse cuenta de cómo lo miraba Cayetana. Como lo que —pese a todo lo demás— aún era, un pequeño hidalgo, un advenedizo de provincias que no había logrado aprender del todo los modos y sutilezas del gran mundo.

Pasó un ángel y ella había decidido distender el ambiente haciendo eso que los ingleses llaman small talk, conversación intrascendente.

—Agradezco mucho tu interés por José —sonrió más irónica que mundana—, seguro que sentirá no verte. Cena esta noche con un caballero que tal vez conozcas, Alejandro Malaspina, el navegante.

Incómodo aún, Godoy había aprovechado la mención de Malaspina para cambiar de tercio comentando que no le gustaba nada aquel individuo. Que había regresado un par de meses atrás de su viaje alrededor del mundo con la estrafalaria idea de que era necesario conceder una cierta autonomía a las colonias de América dentro de una confederación, según él, para asegurar su fidelidad a la corona. Que estaba intentando interesar al rey en tan peregrina iniciativa y que por tanto él, Godoy, pensaba vigilar de cerca todos sus movimientos. Pero enseguida descubrió otra estrategia mucho mejor para desviar la atención de su pequeña gaffe inicial: «Extraordinaria», empezó diciendo mientras se acercaba a admirar cómo el fuego de la chimenea que la duquesa de Alba había preparado para aquel encuentro a dos hacía bailar con sus llamas extraños reflejos sobre la obra maestra de Velázquez. El efecto era tal que el cuerpo desnudo de Venus parecía suspendido entre sombras mientras que el reflejo de su cara los observaba a ambos a través del espejo.

—¡Diez minutos y a escena! —apunta una voz a su espalda.

Tana se sobresalta. Casi ha olvidado dónde está realmente. Esperando su turno para salir a escena y convertirse en Pepita, la hija del tabernero, la despreocupada y liviana protagonista de aquella comedia que se dedica a enredar buscando un amor que nunca encuentra. Amor, qué extraña palabra. Y también qué divino ritual, como el que habían oficiado Godoy y ella la noche anterior logrando pasar de un introito demasiado frío a un discreto sanctus para llegar lo antes posible al ofertorio. Y de ahí a la comunión no había habido más que un paso —recuerda ahora Cayetana— porque, después de desearse durante tanto tiempo a distancia, les había parecido natural caer cuanto antes el uno en brazos del otro. Por eso, pocos minutos después, estaban ya desatando lazos y atavismos, desdeñando botones y pudores, rápido, más rápido para perderse cuanto antes en un largo viaje por la piel del otro. Descubrir así que cada secreto pliegue de su anatomía ocultaba una sorpresa, cada hueco un deseo y cada recodo un abismo. Y tan afanados estaban en naufragar en todos ellos que llegaron a bendecir la tormenta de rayos y truenos que algún dios protector había desatado de pronto allá fuera, en la calle, como cómplice de sus amores. Una que les permitió ahogar sus gemidos, sus jadeos y, sobre todo, los latidos de sus corazones, tan atronadores y acompasados, que Cayetana no comprendía cómo no habían despertado ya al palacio entero. Y así siguieron de la communio a la secreta y de ésta al postcommunio mientras descubrían que ninguno de estos ritos les era extraño. Que conocían ya el particular sabor de sus cuerpos, el olor de sus besos y el tacto de sus caricias como si de tanto soñarse hubieran oficiado multitud de veces en cada uno de aquellos deliciosos altares.

—¡… A escena, a escena!

Ahora sí que debía comenzar su participación en el sainete que se estaba representando. Se dirige al escenario y sus luces la deslumbran de tal modo que Tana ya no podrá revivir cómo se habían despedido la noche anterior: ella desnuda, rogándole que por favor no se le ocurriera ir mañana al ensayo, para qué tentar a la suerte que hasta ahora tanto los había favorecido, y él, por única respuesta, robándole un último beso mientras repartía su atención entre ella y otra diosa desnuda allí presente, la del espejo.

Años más tarde, cuando se desmoronara su fabuloso castillo de naipes, Manuel Godoy recordaría más de una vez aquella escena en el palacio de Buenavista. Y cómo, al ir a besar a Cayetana, había levantado los ojos hacia la Venus de Velázquez para hacerse una promesa. Que algún día no muy lejano también aquella diosa sería suya. Y, puesto que todos sus sueños parecían cumplirse, se atrevió a desear también entonces que Goya muy pronto le pintara, para su ahora incipiente colección de arte, una tercera diosa a imagen y semejanza de la que tenía ante sí. No, mejor dos. Una vestida y otra desnuda para poder recordar por siempre a Cayetana tal como la había visto aquella noche, impúdica, desafiante, tumbada en un diván con los brazos así, detrás de su cabeza, diciéndole con una media sonrisa:

—Ven, Manuel, no te vayas todavía…