CAPÍTULO 24 EL BALCÓN DE LOS ENVIDIOSOS

 

 

Un centenar de varas más arriba del escenario en el que se está representando La señorita malcriada, cerca del techo y detrás de lo que en el argot teatral llaman bambalinas, hay un pequeño balcón. Lo mandó instalar el anterior empresario del teatro Príncipe, un gaditano enamorado de su profesión (y también de los caudales ajenos), de nombre Escamilla. En su opinión, la mejor manera de dirigir y supervisar un espectáculo era hacerlo a vista de pájaro. Por eso, durante los ensayos, tenía por costumbre instalarse en aquel habitáculo abierto pero protegido por una muy necesaria barandilla de madera, y desde ahí y con la ayuda de una bocina vocear sus directrices:

—¡Más junto ese cuerpo de baile! A ver, el personaje del ama, un poco más a la izquierda, así, así está mejor. ¿Y el coro? ¡Un paso al frente, que sus trinos tienen que estremecer hasta los caireles de las lámparas!

Cuando Escamilla huyó a las Américas con la caja del teatro dejándolo en la penosa situación en la que ahora se encontraba, Martínez, su sucesor al mando de la nave a la deriva, no encontró más utilidad para aquel cubículo que convertirlo en una curiosidad. Una que pronto comprendió podía proporcionarle interesantes réditos. El descubrimiento se produjo, como (casi) siempre, por pura casualidad. Un día en que había invitado a la duquesa de Alba, la más generosa de sus mecenas, a conocer los interiores del teatro y sus muchos secretos, la dama no mostró el menor interés por la sala de ensayo o la concha del apuntador, ni siquiera por los camerinos tan llenos siempre de anécdotas curiosas. Tampoco dedicó más que un vistazo aburrido a la decena de variopintos decorados que colgaban, uno detrás de otro, al fondo del escenario. «… Observe aquí, señora, el castillo de Macbeth en Escocia; este otro corresponde al camposanto por donde se pasea el fantasma que acosa a don Juan. ¿Y aquí? ¿Qué me dice de la habitación de El enfermo imaginario? Sabrá usted que es fama que Molière murió en escena representando esta obra vestido con casaca y jubón amarillo. Desde entonces, lagarto, lagarto, tal color jamás se utiliza en el teatro…». Ninguno de estos curiosos retazos de inteligencia parecían interesar a su noble benefactora, que bostezaba mirando al techo hasta que, eureka, se percató de la existencia de aquel balconcillo. «¿Qué es eso allá arriba pintado de rojo?», preguntó. Y Martínez se dijo que, puesto que las historias verdaderas parecían interesarle poco y nada, para que no desmayase en su loable propósito de proteger las artes (y de paso a un seguro servidor), era menester que él le echara a sus explicaciones un poco más de teatro. «¿Eso? —repitió con un desinterés que parecía del todo genuino—. Bah, sólo es el balcón de los envidiosos». Enseguida vio que la cara de su ilustre protectora se iluminaba con un hilillo de curiosidad y —sin importarle los varios anacronismos en los se disponía a incurrir— le contó que Cervantes, rabioso por el ingenio y reiterado éxito que tenían las obras de su archienemigo Lope de Vega, solía instalarse allá arriba para espiar sus representaciones sin ser visto y copiar ideas. Fue allí —explicó Martínez— donde se le ocurrió, por ejemplo, la famosa escena de las botas de vino que se relata en El Quijote. Una —y esto nadie lo sabe— que está copiada de cierta obra perdida del Fénix de los Ingenios llamada Noche de entuertos.

Y ya que estaba enhebrando embustes, Martínez cogió carrerilla para contar cómo el balcón de los envidiosos se había hecho célebre en el mundo entero. «… Con decirle, señora, que tanto Molière como Racine, Boccaccio ¡y hasta Homero! peregrinaron aquí para conocer los efluvios de tan inspirador balconcillo», explicó encantado al ver el efecto de sus trolas, sus exageraciones, y sobre todo el tamaño de los ojos de sorpresa de su mecenas, cada vez más maravillada. Pero, de pronto, fue ella quien le sorprendió a él:

—Venga, Martínez, ¿a qué esperas?

—¿A qué espero de qué? —preguntó él, pasándosele por la cabeza la fugaz y desde luego inmensamente halagadora fantasía de que, quizá, por qué no, cosas más raras se han visto, la duquesa tenía hacia él inclinaciones románticas.

—¿A qué va a ser, tontín? A que me indiques por dónde se sube al susodicho balcón, que quiero ver si se me pega algo de tanto talento.

De nada sirvió que le dijera que aquello era un disparate, que cómo una dama iba a esquivar maromas y cuerdas para llegar ahí arriba; que el balcón no era lo suficientemente seguro y que las polillas y las termitas seguramente habrían hecho sin duda su labor desde que Cervantes, Molière y Homero anduvieran por allá pescando ideas. Incluso se inventó que, poco tiempo atrás, un escritor de mucho predicamento y poco talento (cuyo nombre no podía desvelar) había perdido todos los dientes golpeado por una polea suelta de las muchas que se balancean allá en las alturas. Y que otro (muy famoso también) había corrido peor suerte porque entregó la pelleja después de precipitarse desde aquella peligrosa altura como un meteorito en plena representación de Otelo. Por desgracia, ninguno de sus imaginativos embustes hizo diana en esta ocasión. Cayetana de Alba estaba decidida a subir hasta allí y por supuesto lo consiguió.

A partir de ese día, Martínez había rebautizado el balcón de los envidiosos con el nombre de la duquesa de Alba para conectar a los espíritus de Cervantes, Racine y demás genios (que según él, vagaban todos los días por allá arriba) con su mecenas favorita.

Hasta que el empresario entabló relación con la viuda de García, la historia del balconcillo inspirador sólo le había traído satisfacciones. Tanto Amaranta como la duquesa de Osuna y todas las demás damas y caballeros amantes del teatro se habían limitado a escuchar la leyenda desde la platea o, todo lo más, pidieron asomarse a uno de los palcos superiores para intentar verlo más de cerca. Lamentablemente, Lucila, viuda de García, no era como ellos. Al saber que la duquesa de Alba había subido una vez hasta allí, decidió que ella no era menos. «Sí, sí, tú mucho hablar de tu duquesa, también de marquesas, condesas y baronesas, pero no sé por qué me da en la nariz que aquí la que más cuartos apoquina soy yo. ¿Me equivoco, Manolo?». Y Manolo, que había tenido ocasión más que suficiente para aprender que en esta vida son más generosos los arribistas que los arribados, no tuvo más remedio que claudicar. Lo peor del asunto, sin embargo, fue que la viuda, al saber que la de Alba estaba de ensayo general, se empeñó en que la visita al balconcillo tenía que ser precisamente hoy. «Nada más natural, Manolo, así después del ensayo puedo bajar y saludar a la duquesa, de mecenas a mecenas, y cambiar impresiones sobre nuestro amor por las tablas, anda, dame un besito que me tienes muy desatendida últimamente».

E increíble pero cierto, allí estaba ahora Lucila Manzanedo de García emulando a Cayetana de Alba en el balcón de los envidiosos. Toda de negro («Que es el color más elegante y fino, ¿verdad, Manolín?») como cuervo, asomada a la barandilla, mientras observa a vista de pájaro el último acto de La señorita malcriada.

Martínez decide olvidar su presencia. Al fin y al cabo, tiene cosas más agradables en qué pensar. El ensayo general que ya está a punto de terminar ha sido perfecto y, además, ha tenido un premio adicional. El empresario, que tiene los ojos tan avizores como Hermógenes Pavía, ha visto cómo, al oscurecerse la sala y justo antes de comenzar la función, muy disimuladamente ha entrado el todopoderoso Príncipe de la Paz para sentarse en una esquina de la platea. Ay, vanidad, que haces que hasta a los hombres más inteligentes se les licúe la prudencia y hasta la sesera, filosofa Martínez. Mañana todo Madrid sabrá de esta visita suya al teatro Príncipe para ver a cierta dama. Ya se ocupará tú sabes quién de que así sea, se dice, mirando con inesperado afecto a Hermógenes Pavía y su libretita de hule. Martínez se arrellana en su butaca mientras piensa lo bien que le viene esta visita inesperada ¿Qué mejor reclamo hay que un pequeño escándalo como éste…? Un gran escándalo, se relame por un momento el empresario, sí, eso es todavía mejor. Pero no tentemos a la suerte que tan generosa se muestra de un tiempo a esta parte con él, siendo demasiado pedigüeño.

Martínez se repantinga aún más en su butaca. Todo está saliendo a la perfección. Tanto la comedia que están representando sobre el escenario, como el sainete de la platea. A ver, déjame que eche un vistazo de reojo a nuestro joven príncipe. Apuesto que ahora, justo antes de que acabe la función, se levantará de su butaca para salir tal como ha entrado, de puntillas. A Martínez, que fue cocinero antes que fraile y maestro de títeres antes que empresario en apuros, no le cabe la menor duda de cuál es la escena que tendrá lugar a continuación. El Príncipe de la Paz de pie, ya muy cerca de la puerta, y a punto de salir, mirará por última vez al escenario y, asegurándose de que su cara está a buen recaudo entre las sombras, hará lo que cualquier libreto por pésimo que sea manda hacer: lanzar un beso volandero en dirección a su amada. Y en efecto así lo hace. Cayetana al verlo se yergue, incluso se trabuca un poco al decir su parlamento, pero nadie más que Martínez se da cuenta porque el tartamudeo encaja felizmente con su personaje. Godoy tiene ya la mano en la puerta de vaivén, a punto está de abandonar la sala. Estamos en el cuadro final de La niña malcriada que dice:

—Que por ser como yo loca y por mis caprichos, mis gastos y mi malacrianza más de una ha perdido su fortuna.

Ahora viene el parlamento del padre que pone broche a la comedia:

—Sí, amigos míos, desde hoy aprenderé a ser más cauto y apréndanlo también otros hombres muy descuidados.

Martínez se pone en pie. Quiere ser el primero en aplaudir (y así, de paso, hacer de clac, hay que estar en todo…). Qué gran interpretación, seguro que el estreno pasado mañana será un éxito. La corte en pleno se dará cita aquí para aplaudir a la niña malcriada, qué momento de gloria para el teatro Príncipe, que es tanto como decir para él mismo. ¿Asistirá la Parmesana? Martínez, al cavilar sobre este punto, agita a su espalda y muy disimuladamente dos dedos en forma de cuernos para espantar el mal fario. Tiene sentimientos encontrados al respecto. La vez anterior en que vino la reina al teatro Príncipe, el primer actor quedó más afónico que un gallo en pepitoria. Mejor que no venga —desea Martínez—, no sea que una sombra negra se abata sobre estas paredes preñadas de arte.

Antes lo dice y antes se convierte en realidad. Mientras en la platea Amaranta, la Tirana y —bastante menos efusivamente— Hermógenes Pavía celebran el éxito de aquel sainete, mientras los actores se acercan al borde del escenario para recibir el aplauso del público, a sus espaldas un grito y un estruendo acompañan el vuelo de lo que parece un muy negro y enorme murciélago. El público aplaude a rabiar este último estrambote. ¿Qué simboliza aquel inmenso quiróptero? ¿La sombra del pecado, de la negra culpa tal vez? Qué gran finale, cuánto realismo, espléndido broche. ¡Bravo! ¡Magnífico!

A Manuel Martínez, por el contrario, se le acaba de petrificar la sonrisa en sus labios.

CAPÍTULO 25

 

A este Impertinente aún le tiembla en su diestra la pluma al recordar lo acontecido anoche en el teatro Príncipe. ¿Qué ocurre cuando uno acude a un teatro en busca de arte, belleza, amor, talento y no sólo no encuentra nada de lo antes mencionado, sino que se topa con un fantasma, o aún peor, con la mismísima parca?

Vamos por partes, que los dedos se me hacen huéspedes, no sólo porque soy hombre receloso, sino porque se me aturullan queriendo contar tantas cosas como acaecieron ante mis ojos. Acudió ayer este impertinente rodeado de personas muy principales al ensayo de cierta comedia de Iriarte que tiene por actriz —si así puede llamarse a una rana que croa— a la duquesa de Alba. Ya saben mis dilectos lectores lo mucho que gusta a la aristocracia de esta villa y corte subirse a un escenario y jugar a que son la Ladvenant, la Caramba o cualquier otra diosa de la escena. Una de ellas, por cierto, cuyo nombre omito para no ponerla en un brete, se afanaba ayer en disimular porque es buena amiga de la de Alba, pero enseguida notaba uno cómo un color se le iba y otro se le venía al ver aquel triste festival de naderías, ese concierto de maullidos, y el rosario de gestos inanes y sin sentimiento con que nos regaló la duquesa y su comparsa. ¡Dónde ha ido a parar la retórica, la grandilocuencia, el divino histrionismo! ¡Dónde la majestuosidad de las palabras declamadas con arrebato, con desgarro, con lágrimas de sangre!

Es cierto que lo que se representaba era un sainete, pero, señores míos, ¿a qué desbarrancadero del mal gusto nos llevará esta nueva corriente artística ahora en boga según la cual lo que pasa en la escena ha de parecerse a lo que acontece en casa de uno?… Un padre que busca marido adecuado a su hija… La hija que se enamora de alguien que disgusta a la familia, las tías que opinan y pontifican… ¿Acaso vamos al teatro a ver las cosas como son? ¡No, señor! Vamos a acongojarnos con diosas arrebatadas de dolor, con emperatrices transidas de pena, con princesas que se suicidan al descubrir el oscuro secreto de sus sangres. ¿Por qué, señores míos, Cayetana de Alba, que estaría espléndida en su interpretación de Clitemnestra o Yocasta, prefiere vestir faldilla corta de tabernera y cantar coplillas con una guitarra? Mi sangre jacobina exige cambio, revolución, guillotina, pero sólo en la esfera política. En la escena clamo y exijo que no se mancille a los clásicos haciendo que sus obras sean pasto de polillas mientras se representan estas piezas tan pedestres. ¡Abajo Iriarte! ¡Muera Moratín!

Como comprenderán sin duda mis avisados lectores, en cuanto comenzó el bodrio en cuestión, este Impertinente decidió buscar espectáculo fuera de las tablas y vive Dios que no tuvo que otear muy lejos. ¿Quién dirán que vino a apoyar secretamente a la señorita malcriada en su ensayo general? El mismísimo Manuel Godoy. Nuestro flamante Príncipe de la Paz que, como Mambrú, se fue a la guerra con los franceses pero sólo para hacer el ridículo más afrentoso, como bien notarán ustedes cada vez que vayan a echar un magro hueso a sus pucheros. En fin, que me estoy dejando arrebatar por Calíope, que es la musa de la elocuencia y la retórica. Volvamos a la platea del Príncipe. Acabada la función y cuando Godoy ahuecaba el ala pensando que no trascendería su imprudente visita para ver a su amante en escena, salieron los actores a recibir los inmerecidos aplausos cuando de pronto, hete aquí que se materializó en escena un oscuro fantasma. O al menos así lo creyó en un primer momento este Impertinente, que es muy viajado y conoce la leyenda que existe sobre un ser monstruoso que habita los interiores de la Ópera de París y se aparece como un espectro en los momentos más inopinados, incluso durante las representaciones. Algún día una pluma talentosa ha de recoger esta bonita historia de amor, envidia y venganza. Quién sabe, estoy acariciando la idea de hacerlo yo mismo y hacerme célebre. Bien podría llamarse El peso del ayer o quizá El fantasma de la Ópera. Pero volvamos ahora al espectro que nos ocupa, que también tiene lo suyo. La negra sombra que se estrelló contra el escenario de La señorita malcriada no era propiamente un fantasma, sino una dama desconocida que nadie se explica qué hacía en las entrañas del teatro ni qué malhadada fortuna hizo que acabara sus días aplastada contra las tablas del Príncipe. Por el momento se desconocen otros pormenores. Lo único que se sabe es que este luctuoso hecho retrasará el estreno de la obra. El empresario Martínez era partidario de seguir adelante, de barrer del escenario los restos de la desconocida dama como si fueran los de una triste cucaracha y aquí no ha pasado nada. «El espectáculo debe continuar», le ha oído comentar este Impertinente a semejante desalmado antes de añadir que la presencia de Su Majestad la Reina para aplaudir a La señorita malcriada era un inmenso honor, así como un gran apoyo para la gran familia del teatro. Al mencionar el nombre de Su Majestad, el empresario hizo a su espalda un gesto destinado a espantar el mal fario que camufló con una gran reverencia servil, pero el detalle no escapó a este Impertinente que todo lo ve. Como tampoco pasó inadvertida la reacción de la duquesa de Alba, que de inmediato se opuso alegando que no era decoroso subirse a un escenario en el que acababa de morir alguien. Total, que en el momento de escribir esta crónica todo son incógnitas. ¿Quién era la finada? ¿Qué pasa ahora con el estreno? ¿Se celebrará la semana que viene y asistirá a él la Reina? ¿Lo hará también nuestro flamante Príncipe de la Paz? ¿Volarán miradas como venablos entre este interesante triángulo amoroso? Como dice el ínclito Martínez: ¡el espectáculo debe continuar!