CAPÍTULO 26 UNA NUEVA ACTRIZ A ESCENA: LA CONDESA DE CHINCHÓN

 

 

–Saluda niña, bien, muy bien, un poco más y ahora quiero ver cómo sonríes. Es tu primer día de candilejas y será menester que vayas acostumbrándote. Así me gusta. ¿Estás contenta?

—Sí… señora.

María Teresa de Borbón y Vallabriga no sabe cómo dirigirse a la reina. Ella le ha ordenado que la llame «prima», pero la palabra se niega a salir de sus labios. Han sido tantos años de vida oscura, tantas las horas ante la ventana de su celda creyendo que ésa sería su suerte para siempre. Ostracismo, oprobio, olvido, ésas sí que eran palabras afines a su vocabulario. Las que con más frecuencia ha oído a lo largo de sus escasas quince primaveras. Y ahora resulta que su prima la reina de España quiere que las sustituya por estas dos: sonrisas y candilejas. ¿Cómo hacerlo de un día para otro? Ni siquiera tiene cerca a su querido hermano Luis para poder compartir con él la experiencia. Está, más que nunca, completamente sola. Cuando su padre Luis Antonio Jaime de Borbón y Farnesio, hermano de Carlos III, decidió con gran escándalo colgar los hábitos de arzobispo y contraer matrimonio morganático, condenó a sus hijos a carecer de todos sus posibles privilegios, incluido el llamarse Borbón. Desde la cuna, María Teresa se había visto obligada a llevar el apellido de su madre como si fuera una bastarda o una proscrita, pero lo más duro fue la orden de encerrarla en un convento para evitar que a un aristócrata avispado se le ocurriera casarse con ella en secreto. Este tipo de campanadas —princesita olvidada y triste cae víctima de las ambiciones de quién sabe qué desaprensivo asaltaconventos— estaban a la orden del día, pero en este caso había que evitarlo a toda costa. Algunos legalistas opinaban que los descendientes de Luis Antonio tenían prevalencia dinástica sobre Carlos IV al no haber nacido éste en España sino en Italia, un quebradero de cabeza más a añadir a los muchos que ya tenían él y María Luisa. ¿Por qué entonces y de pronto la habían ido a buscar a la celda conventual en la que languidecía y llevado a presencia de la reina? «Porque quería conocer a la mia bella cugina», le había dicho la soberana con radiante sonrisa cuando era obvio que ella no era ni «bella» ni tampoco hablaba italiano. Pequeña, frágil, con un pelo rubio, fino, fosco e indomable, así era el aspecto de Teresa y recordaba mucho al de un pichón recién caído del nido. «Pero de dónde sales, cualquiera diría que, más que de un convento, emerges de un baúl de disfraces. Ni las fregonas que vacían orinales en La Granja llevan estas sayas. A ver —había añadido despidiéndola con un doble vaivén de la mano—, que te lleven ahora mismo con madame Lioti, que te vista como Dios manda y luego que queme estos andrajos». Horas después, tras haber pasado por las manos de la modista de la reina (que la recibió chasqueando la lengua y asegurando que ella no sabía obrar milagros), la niña volvió a las habitaciones de su prima. Esta vez, con un favorecedor traje de terciopelo azul (préstamo nada voluntario de una de las damas de la corte) y el pelo más o menos domesticado después de entreverarlo con unas cintas de color malva que le daban un aspecto entre colegial y asombrado. «Ya iré perfeccionándote poco a poco, no te preocupes, la paciencia es una de mis virtudes», le dijo la reina mientras su pie izquierdo tamborileaba sobre el parqué pareciendo indicar todo lo contrario. «Sabrás al menos bailar, espero, y tocar algún instrumento, y manejar los cubiertos de pescado —añadió luego sin saber con qué mimbres habría de vérselas con su nueva protegida—. Y ahora basta de cháchara, hay mucho por hacer».

Una semana. Eso es lo que había tardado María Luisa de Parma en planear y poner en marcha la operación topolina. Operación ratoncilla. Así llamaba ella a aquel plan que no había hecho más que empezar. Siete días, los mismos que tardó nuestro Señor en crear el mundo. Si a Él le había dado tiempo de separar la luz de las tinieblas, las aguas de la tierra, crear animales y hombres, plantas y demás zarandajas antes de descansar el domingo, ¿no podía ella hacer algo que era harto más sencillo? Desde que sus informantes le habían contado la escapada de Godoy a ver el ensayo de La señorita malcriada supo que no había tiempo que perder. No podía permitir, de ninguna manera, que se reeditara el fiasco Pignatelli. En aquel capítulo de su enojosa rivalidad con la de Alba, la suerte se inclinó a favor de Cayetana. No tenía más remedio que reconocer que le había ganado la partida en aquella ocasión. Al menos en lo que a orgullo y amor propio se refiere. El otro, el amor romántico, jugaba un papel mucho menor, al menos en su caso. Poco y nada le había importado a María Luisa aquel pisaverde. Un pasatiempo, apenas un divertimento cuando era princesa de Asturias para hacer menos largas las tediosas tardes en una corte tan provinciana y pazguata como era la de Madrid comparada con la de su infancia. ¿Y en el caso de Cayetana? ¿De veras había sido tan tonta de enamorarse de su hermanastro? Pobre Tana, pobre niña rica que lo tiene todo menos el amor. El episodio Pignatelli, sin embargo, no había sido más que una tonta escaramuza, apenas una finta. El verdadero torneo venía ahora y tenía un premio mucho más valioso. Y esta vez no debía quedar duda alguna de quién ganaba la partida.

Como siempre que piensa en Godoy, a María Luisa le brillan los ojos más de la cuenta. Qué simple era la gente en sus lucubraciones sobre cuáles podían ser los lazos que la unen a Manuel. ¿De verdad alguien con dos dedos de frente podía pensar que lo de ellos era un amor romántico, una aventura pasional? ¿No se daban cuenta de que era mucho más que eso? Lo que les une no es la cama ni el fornicio ni ninguno de esos ardores tan febriles como pasajeros. Lo suyo se anudaba con lazos más interesantes, más sólidos. Uno de ellos se llama ambición, el otro, necesidad. Y había aun un tercero que María Luisa, que a lo largo de su vida habría de soportar veinticuatro embarazos, con el resultado de trece hijos vivos, conocía bien. Se llamaba amor materno. Qué extraña, qué caprichosa era la naturaleza. De todas sus criaturas, su preferido no llevaba en sus venas ni una gota de su sangre. Su nombre era Manuel Godoy y más que su criatura, era su creación, su obra de arte. Una que había ido perfeccionando a medida que se desilusionaba de sus otros hijos. Y más que ninguno de su heredero, el príncipe Fernando. Un niño empecinado y oscuro cuyo pasatiempo favorito era robar pichones de los nidos para dárselos de comer al gato, pero sólo después de haberlos estrangulado él con sus propias manos. A saber cómo sería ese angelito de mayor, pero ya apuntaba maneras… «Su niño», en cambio, no le había dado más que satisfacciones. Desde que se lo señaló al rey cuando era poco más que un muchacho hasta ahora, convertido en el hombre más poderoso del país, ni una desavenencia, ni una desilusión, ni una palabra más alta que otra. Bastaba una leve sugerencia, apenas una velada insinuación por su parte, para que obedeciera todos sus deseos. Desde que era un imberbe guardia de corps, Godoy había honrado cada uno de los términos del contrato que tácitamente lo unía a ella y al rey, y todos sus sagrados mandamientos que se resumían en un: todo por los reyes, nada sin ellos. El hijo perfecto, la dulce y divina criatura que la naturaleza le había negado.

María Luisa deja que su vista vague ahora por la sala del teatro buscándolo. ¿Dónde se habrá metido? De veras cree que puede escapar a sus ojos que todo lo ven, que todo lo saben. ¡Ah!, míralo. En vez de ocupar un palco, ha preferido sentarse en la platea. Una pésima señal. Lejos de mí, cerca del escenario y por tanto de ella. Suerte que tiene a su lado a Luis. El hermano de Godoy siempre ha sido una pieza clave sobre el tablero de ajedrez en el que tan bien se mueve la reina de España. Carlos IV, como rey que es, sólo es capaz de avanzar adelante y atrás de una en una las casillas. Ella es la reina que recorre todo el tablero a placer. ¿Y Manuel Godoy? De él puede decirse que es una mezcla de alfil y caballo. Según sea la jugada, se mueve en diagonal o salta dos casillas adelante y una a un lado. Por suerte, luego está también Luis Godoy. «Mi torre blanca», sonríe María Luisa dedicándole una leve y reconocida inclinación de cabeza. Él es un bastión, una fortaleza, es capaz de enrocarse cuando la jugada así lo requiere. Seguro que también, en la partida que se avecina, podrá contar con su sensatez y su sentido común cuando sea menester. ¿Dónde diablos estaría Luis la semana anterior cuando a Manuel se le ocurrió ir a ver a la duquesa de Alba al teatro? Posiblemente en Badajoz, visitando a sus padres. O en algún otro lugar bastante menos confesable, porque, lamentablemente para ella, su torre blanca pierde el norte por alfiles, caballos, torres, y sobre todo peones negros.

Aun así, piensa María Luisa observando a los dos hermanos, incluso puede que sea providencial que Manuel haya cometido ese tonto error y que Luis no estuviera ahí para evitarlo. La mala hierba hay que arrancarla cuando aún está tierna, se dice, y el flirt de su protegido con la de Alba no ha hecho más que empezar. María Luisa está muy segura de que es así. De otro modo, ya se lo habrían comunicado «ellas». La reina deja ahora que sus ojos paseen por las rojas cortinas de los palcos que se alinean a derecha e izquierda del suyo. Se precia de tener buena vista pero, ni aun sabiendo que están ahí, logra descubrir la presencia de su escuadrón volante. Ojos atentos, manos suaves, entrepiernas generosas y siempre dispuestas… Ésos son los atributos de las damas que forman aquel secreto escuadrón. Uno que ella ha organizado y financiado a imagen y semejanza de su reina favorita, la gran Catalina de Medici. La más fea de las soberanas de Francia había sabido poner los encantos ajenos a su servicio. Cerca de doscientas damas formaban su escuadrón volante. Cortesanas versadas en todas las artes amatorias que atendían a los más importantes hombres de la corte mientras espiaban por cuenta de la reina y con lealtad absoluta. Un trato muy ventajoso para ambas partes. Para Catalina, que sabía que entre sábanas no hay secretos. Para las damas porque, al cabo de unos años de servicio, la reina las premiaba con una generosa dote y un matrimonio conveniente.

El escuadrón volante de María Luisa no es tan sofisticado ni numeroso como el de la Medici y Madrid desde luego no es París, pero funciona admirablemente. En especial, en lo que tiene que ver con «su criatura». «Estrella», dice ahora la reina dedicando un recuerdo agradecido a la muchacha que tiene asignada a Manuel Godoy. Buena chica, Estrella, excelente y arruinada familia la suya y qué orgullosa se sentirá cuando, dentro de un par de años, premie a su hija con un marido al que no podría aspirar de otro modo. Gracias a su buen hacer, conoce todos los movimientos de Manuel. Incluso los que ni él mismo sospecha.

Las luces comienzan a apagarse y los oídos siempre atentos de María Luisa captan ahora un leve suspiro de alivio. Casi había olvidado a la Topolina. «Pobre niña, lo contenta que está de sumirse en las sombras», piensa y siente de pronto por ella algo muy parecido a la conmiseración. Le coge la mano, pero sólo consigue que la muchacha dé un asustado respingo. «Si supieras lo que tengo planeado para ti, querida —piensa—, estarías aún más asustada. Pero descuida. Yo estaré a tu lado». Había llegado el momento de matar dos pájaros de un tiro. De demostrarle a Cayetana de Alba quién mandaba en el corazón de Godoy, por un lado, y, por otro, de convertir a su protegido con todas las bendiciones en ese hijo que la naturaleza le había escamoteado. «Y para eso tú, querida niña, serás mi peón blanco, la mia piccola topolina. Pero mira, parece que por fin empieza la comedia».

—Vamos, Teresita, haz como yo, aplaude. Muy bien, y ahora sonríe, criatura. Perfecto, así me gusta. Arriba el telón.

 

* * *

 

—En mi vida he visto nada parecido. Todavía no sé cómo pude contenerme, Rafaela. ¡Increíble! ¿Pero cómo se atreve?

Cayetana ante el espejo y vestida aún de niña malcriada tiembla de pies a cabeza. No sabe si de frío o sólo de indignación.

El ama le alcanza una taza humeante.

—Toma niña, le he puesto una gotita de láudano, te hará bien. No sea que con tanta zarabanda te vuelvan las jaquecas.

—Milagro será que no, con lo que me acaba de pasar. ¡Y delante de José! Esta mujer no tiene decoro ni recato ni mucho menos límite…

—¿Pero me quieres contar qué ha pasado?

—De todo y por su orden, y lo peor es que tengo que volver a escena tras el intermedio. ¿Cómo diablos voy a actuar después de esto? Menos mal que en el primer cuadro hay un baile de al menos diez minutos, así me dará tiempo a contártelo. A quién si no, no tengo a nadie, Rafaela.

Cayetana se ha sentado en la única silla que hay en el camerino. Como cuando era niña, el ama se sitúa detrás de ella y, sin que nadie le indique nada, comienza a cepillar su largo pelo negro. Suavemente, con movimientos precisos, igual que hacía al regreso de algún paseo con su abuelo o de sus bailes de debutante cuando le contaba, a través del espejo y con ojos chispeantes, todo lo que había pasado. O cuando tenía mal de amores.

—Tranquila, mi niña, cuéntamelo todo.

Cayetana le explica entonces cómo, nada más caer el telón después del primer acto, la reina le había hecho llegar una nota en la que la invitaba a subir a su palco.

—«Que venga también José», precisaba la esquela y me pareció de lo más natural que nos invitara a los dos —razona Cayetana—. Lo que ya no me pareció tan habitual es que, al llegar, descubriéramos que no había nadie más allí. Ni una dama, ni un secretario, ni un cortesano, sólo una muchachita de unos catorce o quince años, a la que presentó como su prima Teresa. Yo pensé que se trataba de una de esas parientes suyas italianas segundonas y arruinadas a las que invita de vez en cuando a la corte para demostrar su buen corazón. «No, querido duque», empezó diciendo la Parmesana dirigiéndose sólo a José como es su costumbre, una pequeña maldad a la que hace años que no presto atención como te puedes imaginar, «no es una prima mía, sino de su majestad el rey. Y me interesa mucho», continuó ella, «conocer su opinión sobre cierto asunto que la concierne». Entonces, después de explicar de quién era hija aquella pobre criatura que parecía recién sacada de un frasco de formol y cuál el parentesco tan cercano que la unía con el rey, empezó a desgranar los planes que tenía para ella. Para ella y para Godoy, no te lo pierdas, ya que su idea (según le dijo a José, porque, por supuesto, a mí ni me miraba) es casar a Manuel con una Borbón. ¡Sangre real, comprendes! Convertir a su protegido, gracias a esa pobre niña olvidada, en miembro de su propia familia. Y todo esto se lo contaba a José sabiendo de sobra que, independientemente de lo que él opine de Godoy, no tendría más remedio que decir que le parecía de perlas aquel bodorrio. «¿Qué pensáis, duque? ¿No es una idea espléndida la mía? Lealtad con lealtad se paga y he aquí mi regalo a Manuel. Quería que vos fuerais el primero en conocer nuestros planes», continuó siseando las eses como el áspid que es. «Además, ya sabéis, amigo mío, cómo son los ardores juveniles. Manuel tiene apenas veintiocho años, es menester que el rey y yo le ayudemos a sentar cabeza. No porque la sagrada institución del matrimonio sirva para enfriar ardores, ésos no se curan», bromeó la muy bruja, mirándome directamente, «sino para que el joven en cuestión», y aquí me obsequió otra ojeada de sierpe, «sepa con qué, o mejor dicho con quién, se puede jugar y con quién no». José la escuchaba sin comprender a qué venía tan peregrina confesión, pero yo enseguida me di cuenta de cuáles eran sus intenciones y por eso me atreví a hacer algo poco ortodoxo. Intentar salir de aquel maldito palco sin esperar, como manda la etiqueta, a que ella me diera licencia para hacerlo. «Ruego a su majestad», le dije dedicándole la más teatral de mis sonrisas, «que me disculpe; el segundo acto está a punto de comenzar y debo volver a escena». De nuevo miró a través de mí como si fuese más transparente que el mismísimo licenciado Vidriera para dirigirse a José y regalarle todo el fulgor de su horrible dentadura postiza. «No tan rápido, amigo Alba, no querrá usted marcharse antes de felicitar al futuro novio».

—Fue entonces, mientras esperábamos a que alguien fuera en busca de Manuel, cuando volví a interesarme por la más silenciosa integrante de nuestro extraño cuarteto. Y en especial por sus manos. Es algo en lo que siempre me fijo, tú bien lo sabes, Rafaela, dicen tanto de una persona. Las de Teresa de Borbón me parecieron menudas, finas, cerúleas, pero lo que más llamaba la atención eran los dedos. Trataba de esconderlos entre los pliegues de su vestido, naturalmente, pero, aun así, me dio tiempo a ver y a compadecerme de aquellos deditos llagados de uñas roídas hasta hacerse sangre. Ganas me daban de abrazarla, de darle aliento y más si cabe cuando de pronto la puerta se abrió y apareció él. Estaba especialmente bizarro. No, no me mires así, ¿quieres? Si no, no voy a poder contarte el resto de lo sucedido. El caso es que yo, desde el escenario y durante el primer acto, por supuesto, había buscado a Manuel entre el público, pero apenas intercambiamos inteligencia. En lo que a mí respecta, me guardé muy mucho de mirar demasiado en su dirección, y en cuanto a él, resulta que tenía al lado a su cancerbero. O a la voz de su conciencia, que es como llama Manuel a su hermano Luis. También lo acompañaba ahora, en su visita el palco de la reina, y por unos segundos todos los presentes, incluida la Parmesana, nos miramos expectantes sin saber qué decir. Fue José el primero en acercarse y darle la enhorabuena. “Felicitaciones, príncipe”, le dijo y te aseguro que no había en su voz ni el más leve deje de ironía o sarcasmo al pronunciar la segunda ni menos aún la primera de esas dos palabras. Nadie hubiera dicho que José hace ya tiempo que engrosa las filas de los que piensan que España estaría bastante mejor sin él. Manuel y yo ni nos miramos. Para no caer en la tentación, preferí prestar atención a su hermano. Me dio por pensar que Luis debía de haber interpretado un papel bastante principal en esta “operación Cupido” ahora en marcha. Tal vez fuera por el modo en que se situó al lado de María Teresa o quizá por cómo lo miraba ella: como si fuese, si no un amigo, al menos un aliado. Y mientras tanto, mi cabeza hervía tratando de responder a varias preguntas. ¿Qué pretendía la Parmesana con aquella reunión incoherente? ¿Sólo demostrarme quién manda en el corazón de Godoy, quién hace y deshace en su vida, en su destino? Si es así, me parece bastante infantil. ¿Acaso piensa que una boda, aunque sea con una prima del rey, puede interferir en lo que sentimos Manuel y yo? Obviamente, no es tan necia, por tanto ha de haber otra razón más artera para esta escenita en el palco. Como involucrar en este juego a mi marido, por ejemplo. Hacerle saber que está muy al tanto de lo que pasa entre nosotros. Si es así, desde luego lo consiguió. No había más que ver la cara de José cuando por fin nos despedimos. “Tenemos que hablar”, me dijo al acompañarme hasta el camerino. ¿Qué voy a hacer, Rafaela? Dentro de cinco minutos he de subir a escena, hablar, recitar, cantar con cientos de ojos puestos en mí. ¿Cómo hacerlo si aún tiemblo de pura indignación? Y luego, cuando acabe la comedia y se apaguen las candilejas, ¿qué le voy a decir a José? Dios mío, lo último que deseo es hacerle daño…