CAPÍTULO 27 UN PATIO DE SEVILLA

 

 

–Un viaje atroz —se queja Hermógenes Pavía, que acaba de desplomarse en un diván tan mullido que casi deglute por completo al exiguo plumilla—. Es la última vez que desafío al destino por usted, querida.

—Vamos, don Hermes, refrésquese con un poco de manzanilla y no me sea cucufato. ¿Nunca antes había viajado al sur o qué?

—Lo que pasa es que no está acostumbrao a las muchas emosiones de mi tierra —ríe Charito Fernández, la Tirana, que desde que atravesó Despeñaperros ha recuperado como por ensalmo su acento sevillano más cerrado—. Andalusía es así, es dejar atrás el Salto del Fraile y todo son portentos.

—Diga usted mejor pavor y sobresaltos. ¿O es que ya no se acuerda de que casi acabamos en un barranco cuando los caballos se desbocaron azuzados por una jauría de perros salvajes? Y qué me dice del trance de que uno, para atravesar el susodicho Despeñaperros, ha de abandonar el carruaje y cruzarlo en mulo expuesto a que le caiga encima un bandolero en cualquier momento. ¡O una bandolera! Porque ¿qué decir de esa pareja de arpías desgreñadas que salió de detrás de una roca para birlarme el reloj? ¡Por Júpiter, cómo está esta España de nuestros dislates, que hasta las mujeres se han echado al monte!

Trinidad va y viene ofreciendo jereces y limonadas. Es una soleada mañana de abril en Sevilla y los amigos de Amaranta, recién llegados de Madrid, reponen fuerzas en el patio cuajado de flores y azulejos de El Penitente. El Penitente es la tercera de las propiedades de la familia de Amaranta. Una casona barroca y venida a menos, hermoseada en los últimos años por los caudales plebeyos que al matrimonio ha aportado Gonzaga, el duque consorte. Aún queda mucho por mejorar y así lo atestiguan el olor a moho de las habitaciones, los desconchones de algunas paredes y, sobre todo, las muchas goteras, fruto de las últimas y torrenciales lluvias de febrero.

Por fortuna para todos, las tormentas de momento han dejado paso a un sol aguado y algo desvaído. Sevilla se prepara para su Semana Santa y cada hermandad, cada cofradía, cada devoto ha de elevar sus preces para que no caiga ni una gota, al menos durante las procesiones, por favor, Cristo de los Gitanos, por caridad, Virgen de Triana, tres rosarios y cuarenta avemarías a ti, Esperanza Macarena.

A la espera de que tan santas advocaciones surtan su efecto, la ciudad espera y mira al cielo. En aquel año de 1795, Sevilla ya no es lo que fue en tiempos. Desde la llegada de los Borbones con su espíritu ilustrado al trono de España, se había visto obligada a ceder su privilegiada posición de cabeza del comercio con las Américas a la ciudad de Cádiz y su más ventajosa situación geográfica. Rodeada de murallas y de grandes puertas, Sevilla vivía ahora del abrazo de ese río a la vez benéfico y hostil que le daba la vida, pero también y con más frecuencia de la deseable, la muerte en forma de calamitosas inundaciones que dejaban tras de sí cosechas anegadas y enjambres de mosquitos, amén de las muy temidas fiebres. El censo de Floridablanca unos años atrás cifraba sus habitantes en unas setecientas mil almas. Muchas menos que en su época de esplendor, pero éstas seguían siendo (casi) tan cosmopolitas y variopintas como antaño. Hombres de negocios ingleses, aventureros de los Países Bajos, pequeños comerciantes del sur de África convivían con indianos, gitanos y, por supuesto, andaluces de pura sangre. Trinidad pronto iba a descubrir, simplemente paseando por sus calles, que el número de negros en la ciudad era más que notable comparado con la rareza que suponía ver un moreno en Madrid. Es cierto que Sevilla ya no podía presumir de ser aquel crisol de razas en el que la gente de color (entre esclavos y libertos) llegó a suponer el diez por ciento de la población total de la ciudad. Pero tampoco era una rareza. Además, tal como ocurría en Madrid, pero con mayor incidencia, tener un esclavo negro en Sevilla y vestirlo de modo llamativo era un signo de estatus, de distinción. Tal vez por eso (y más aún por el arte que Trinidad tenía a la hora de disimular su irredenta calvicie), Amaranta se la había traído con ella desde Madrid. También a Caragatos, ya que esta última se las había ingeniado para colarse entre el grupito de pinches que, junto al jefe de cocineros de El Recuerdo, viajaban siempre para atender a Amaranta y su marido en sus diferentes propiedades.

—Por cierto, ¿dónde está él? —pregunta ahora Hermógenes Pavía que, con las tripas más asentadas (y la lengua tan suelta como siempre) gracias a la manzanilla, repara en que el duque, una vez más, brilla por su ausencia.

—Se refiere usted a Gonzaga, supongo. Sí que está aquí, viajamos juntos desde Madrid la semana pasada, pero guarda cama.

—Espero que no le haya atacado una de esas fiebres que tanto abundan por estos pagos —se interesa farisaicamente Hermógenes, que aún no ha perdido la esperanza de zambullirse algún día en el escote de Amaranta y cuantos menos obstáculos domésticos y familiares haya en el horizonte, mejor. El escote en cuestión anda recatado estos días de rezo y penitencia. Un negro tul echa un casto velo sobre tan generoso canalillo, pero ahí sigue, pidiendo guerra. Habrá que esperar a la resurrección de la carne para que se muestre en todo su esplendor, calcula Hermógenes antes de volver al asunto del evanescente marido de Amaranta.

—¿Está descompuesto? —pregunta la Tirana—. Seguro que es por el agua de acá. Mi prima la Luisita, que viajó con don Hermes y conmigo, anda igual, y eso que somos de la tierra.

—Descompuestísimo, pero no por las aguas sino por el mal de nuestros días, la terrible melancholia, el perro negro, ya saben.

—Yo lo único que sé es que ese perro, como usted lo llama, sólo muerde a gente que no conoce la maldición bíblica de ganarás el pan con el sudor de tu… etcétera —comenta Hermógenes, haciendo nota mental de incluir en el próximo número de su Impertinente un soneto satírico y brutal contra los ricos y su tonta melancholia—. Dicho esto, me alegra saber que la tengo a usted toda para mí —añade, regalándole una panorámica de su cada vez más amarillenta dentadura—. Aunque, en honor a la verdad, su marido empieza a parecerse mucho a un espectro, un espíritu, un fantasma. Yo hasta que no lo vea, no lo creo. ¿Está usted segura de que existe el duque Gonzaga?

Después de esta afirmación se hizo un pequeño silencio incómodo que Hermógenes Pavía, partidario siempre de la ducha escocesa, decidió atemperar con algo de agua tibia y trivial.

—Por cierto, hablando de fantasmas y de misterios, ¿se acuerdan de la mujer que se estrelló contra el escenario del teatro Príncipe el día del ensayo de La señorita malcriada?

—Cómo olvidar ave de tan mal agüero —comenta Amaranta, haciendo un gesto con el que espantar el mal fario—. Qué escena tan grotesca.

—Esa pobre mujer —se compadece la Tirana—, era amiga del maestro Martínez y muy generosa con el teatro.

—¿Y qué más sabe usted de ella? —se interesa Hermógenes, por si la actriz conoce algún retazo de información más de la que él ha llegado a recabar. Tal vez Martínez le haya comentado algo que le sirva para un futuro artículo de denuncia. Pero no, enseguida se da cuenta por la cara de interrogación de Charito de que no es así—. Y tú, negra —le dice ahora a Trinidad, que en ese momento acaba de dejar sobre la mesa una hermosa bandeja de plata con chacinas, aceitunas y otros entremeses de la tierra—. Sírveme más manzanilla, quieres, la historia peregrina que voy a contar bien merece que se la riegue una miaja.

Trinidad se apresta a obedecer y el plumilla comienza su relato.

—Ya vieron el trato inhumano que Martínez le dio al asunto. Poco menos que mandó barrer los restos de esa pobre desventurada como si fuera una cucaracha. Y todo para que no interfiriese con el estreno de campanillas de la de Alba.

—Eso no es verdad, don Hermes —corrige Charito—, la función se retrasó una semana por respeto a la difunta.

—Respeto, respeto. ¿Qué clase de respeto es ocultar quién era esta persona y qué demonios hacía cuando la arrebató la parca?

—Lo que hacía está bien claro —colabora Amaranta—. Fisgonear. En cuanto a quién era, qué quieren que les diga, personalmente no me despierta mayor curiosidad.

—Pues ya verá como sí —anuncia Hermógenes mientras hace señas a Trinidad para que escancie más manzanilla—. Hasta arriba, morena, con liberalidad, que todavía no me he recuperado del todo de nuestro atroz viaje. En fin, ya verán como les interesa lo que tengo que contar de la viuda (o no tan viuda) de García y su esclava Celeste.

La mano de Trinidad deja en vilo la botella de vino sobre la copa de Hermógenes Pavía. ¿Ha oído bien? ¿Es posible que hablen de Celeste y de ama Lucila? ¿Y qué quiere decir eso de una viuda no tan viuda?

—¿Estás lela, muchacha, o qué? ¡Casi me derramas el vino en los calzones! Por supuesto, yo —continúa el escribidor, volviéndose a dirigir a las damas— soy el más firme defensor de la emancipación de los negros que pueda haber, es lo que pide mi sangre jacobina, pero algunos como ésta parece que no han bajado aún del cocotero.

—Le rogaría que no hablase así de Trini —ataja la Tirana, que se había alegrado mucho de reencontrarla al cabo de los años. Casi tanto como su prima Luisa, a la que habían alojado en una pequeña habitación contigua a la de su celebérrima parienta, por lo que Trinidad esperaba poder visitarla luego—. Nadie merece ese trato.

—Pues que preste atención a sus quehaceres, y así todos contentos. ¿Por dónde iba? Ah sí, a punto estaba de contarles la increíble historia de una viuda rica a la que pronto va a heredar la persona más inesperada, su «difunto» marido.

—A ver si nos explica mejor el galimatías, don Hermes, que con esa manía suya de describir las cosas de modo sensacional, no hay quien se entere de nada. Empiece por el principio, quiere. ¿Quién era la finada?

—Uno de esos epulones (epulonas en este caso) de ultramar que vienen a la metrópoli pensando que una bolsa llena y un aire entre exótico y rancio le franqueará las puertas de la mejor sociedad. Ella intentó colarse por la del teatro, esa parte ya la saben ustedes como también conocen la forma trágica en la que acabó su incursión entre bambalinas para emular a la duquesa de Alba. Pero lo que no podía calcular de ninguna manera esta señora cuando soñaba codearse con personas tan principales es que su nombre acabaría asociándose nada menos que al de nuestro amado Príncipe de la Paz.

—¿Y qué tiene que ver Godoy con su trágico fin?

—Nada, sólo que, al estar presente en la sala la noche de autos (y en visita secreta, ustedes ya saben para ver a quién), la muerte de la viuda de García, que de otro modo no hubiese interesado a nadie, ha salido en todos los periódicos. Incluso en uno satírico inglés que ha tomado la anécdota como metáfora para narrar la decadencia de nuestra aristocracia, lo que ha propiciado que de la noticia se enterase media Europa. Pero bueno, el caso es que tal ha sido el eco del suceso que ahora resulta que su marido reclama la herencia.

—Supongo que estaban separados…

—Supone usted mal —comenta Hermógenes Pavía, dejando que sus ojos vuelvan a deambular entre los tules que velan el escote de su anfitriona—. La historia es mucho más curiosa. Por lo visto, cerca de ocho años atrás, este caballero desapareció en alta mar durante una tormenta cerca de la isla de Cabo Verde. Obviamente, lo dieron por muerto, pero, según ha podido saber este Impertinente… eh, quiero decir, según he podido saber yo mismo leyendo la prensa bien informada, el caballero en cuestión tuvo la fortuna de ser rescatado exhausto y exangüe por unos pescadores que lo llevaron a tierra.

—No tengo ni la menor idea de dónde queda Cabo Verde —reconoce Amaranta, a la que le han aprovechado poco y nada las lecciones de geografía de su abuelo el loco.

—Pues está en medio del Atlántico, a ocho o diez días de navegación de Cádiz. Pero lo curioso del caso es que el feliz náufrago no arribó allí sino muchas millas al norte de la isla de Madeira.

—No me va a decir que recorrió todo ese trecho a nado —sonríe Charito la Tirana, que tampoco anda muy ducha en geografía, pero como, aparte de actriz renombrada es hija de marinero, algo sabe de mares y de naufragios.

—Si desean conocer todos los detalles, aquí tienen el relato completo. Viene en este diario de sucedidos curiosos —dice Hermógenes Pavía extrayendo del bolsillo de su sucia levita unas hojas impresas. Lo he traído conmigo porque pienso aprovechar estos días de holganza para escribir un poemilla épico al respecto.

—¿Para su inefable pasquín? —sonríe Amaranta.

—Para El Jardín de las Musas, señora mía, que es donde milita mi pluma. Se va a llamar «Memorias de un náufrago». Una historia real que parece mentira.

—Y tanto, como que no me la creo. ¿Cómo pudo recorrer todas esas millas que usted señala? ¿En el vientre de una ballena como el profeta Elías?

—Complicado iba a ser porque el que viajaba en la ballena era Jonás, Elías iba en carro de fuego —corrige suavemente don Hermes que, con dos copas de manzanilla y en ayunas, ya no sabe a qué palo amarrarse para no naufragar en el incitante (y perfectamente ignorante) pecho de Amaranta—. Existe una explicación muy sencilla. En realidad, se trata de algo que sucede con no poca frecuencia. A nuestro náufrago lo salvaron de las aguas unos pescadores de las Azores que se dirigían a caladeros africanos. El capitán, sin duda un hombre bondadoso puesto que lo rescató pero también práctico, para evitarse los siempre engorrosos y largos trámites de declarar la recogida de un ser humano en alta mar, decidió dejar al tal García en una playa cualquiera de Madeira al pasar por esa isla.

—Qué historia —se admira la Tirana—. Parece talmente una novela. Pero lo que no entiendo es por qué el hombre, al llegar de nuevo a la civilización, no intentó ponerse en contacto con su mujer. Según dice usted, han pasado cerca de ocho años.

—A saber. Quizá la finada fuera una arpía o una pesada, o sencillamente aburrida como un hongo —elucubra pensativo el plumilla.

—¿Y renunciar también a sus caudales que al parecer eran muchos? —interviene Amaranta—. O poco conozco yo la naturaleza humana o ahí hay gato encerrado.

Trinidad durante todo este tiempo ha buscado pequeñas tareas que le permitieran escuchar la conversación. Ha ofrecido reiteradamente aceitunas y jamón a los invitados, se ha ocupado de rellenar sus copas y hasta ha recolocado varias veces los perfectamente alineados almohadones de una banqueta cercana. Hecho todo esto, ahora sólo reza para que, al pasar al comedor, momento que no puede demorarse mucho, la suerte quiera que Hermógenes Pavía deje ese viejo recorte de periódico sobre el velador en el que reposa ahora mismo. De este modo y con un poco de suerte, podrá correr a la cocina, contarle lo sucedido a Caragatos, traerla hasta aquí mientras Amaranta y sus amigos están almorzando y pedirle que le lea lo que dice. Y mientras se levantan para pasar a la mesa, mientras Amaranta toma del brazo al plumilla y Charito alaba el intenso azul de los jacintos que flanquean el camino, Trinidad sólo repite como una letanía. Juan vive, Juan vive…