CAPÍTULO 29 LOS SEÑORES DE SANTOLÍN

 

 

Hasta que la sirena de la nave anunció que acababa de separarse del muelle, Trinidad estuvo temiendo algún imprevisto malhadado. Que en el último segundo, justo cuando soltaban amarras, llegase corriendo un alguacil, o, peor aún, la ronda entera, para detener el barco, para gritar que había en curso una denuncia y que una tal Trinidad, esclava, al servicio del palacio de El Penitente, se encontraba entre el pasaje. Por eso prefirió permanecer allí arriba, en cubierta, para ser la primera en verlos y poder decidir qué haría a continuación. ¿Saltar al mar? Juan le había enseñado y nadaba como un pez, algo poco común, y más aún entre las mujeres. Suerte además que las tormentas de abril habían dado paso a una deslumbrante primavera, por lo que sus ropas eran ligeras. Aun así, bonito espectáculo para los pasajeros sería ver cómo se tiraba al agua y se alejaba con sus anchas faldas flotando a su alrededor mientras esquivaba ratas, culebras y todas las inmundicias propias de un puerto.

Por suerte y de momento, medidas tan drásticas no parecían necesarias. Lo único que Trinidad alcanzaba a ver, allá en el muelle y hasta que la distancia las hizo desaparecer, eran las caras de sus amigas y cómplices, emocionada la de Luisa, falsamente ceñuda la de Caragatos. Hasta el último instante había intentado disuadirla de su viaje. «Mira que irte a mitad del océano en busca de un fantasma», refunfuñaba, pero eso no había impedido que la ayudase a salir sin ser vista horas antes ni impediría tampoco, seguramente, que se dedicara a borrar todo rastro que pudiera llevar a descubrir adónde o con quién se había marchado.

—Un maravedí por tus pensamientos, princesa.

El barco comienza ya a escorarse levemente buscando el viento y Trinidad se gira para ver quién le habla. Un joven de unos veintitantos años, levita gris y pelo rizado y largo recogido en la nuca, un caballero. Así es como lo verían algunos. Otros, en cambio, y en especial los pasajeros que fueran del otro lado del océano, seguramente lo describirían como un café con leche, un café au lait, término acuñado en alguna de las colonias francesas, pero que más tarde se popularizó para señalar exactamente a quien tiene delante, un mulato vestido como un señor. Trinidad decide no contestar, no le gustan los cafeolés. Tienen fama de arrogantes, también de pendencieros. Y posiblemente llevan algo de razón en ser al menos lo segundo, porque nadie los considera uno de los suyos: para los blancos son negros, para los negros, blancos, para los pobres, ricos, para los ricos sólo negros, unos negros resubíos, como entonces se decía. Aun así, no pocos de ellos llegaban a prosperar, sobre todo en el comercio, contrabandeando, trapicheando, vendiendo y adquiriéndolo todo hasta comprar también su respetabilidad. «Seguro que es uno de ellos —se dice—, un nuevo rico». Demasiado joven para haber hecho fortuna, pero la sangre mezclada hace que uno espabile rápido, bien que lo sabe ella.

—Dos maravedíes por tus pensamientos…

Trinidad baja la vista y opta por alejarse. Qué van a pensar sus nuevos amos si la ven hablando con un desconocido, «Perdone, señor», musita, y él no la detiene. Mejor así.

Don Justo le había dado permiso para despedirse de sus amigas desde la cubierta, pero, una vez el barco enfila ya río abajo rumbo a Cádiz, comienza la vida de a bordo y seguro que habrá mucho que hacer, se dice ella. Parece amable su nuevo amo. Pero si incluso se empeñó en ayudarla con los bultos cuando embarcaban. «Dame, que éste pesa demasiado para las niñas bonitas», le había sonreído sin importarle la cara de ajo que ponía una vieja dama que viajaba con una criada tan vieja como ella. Trinidad había atribuido tan inusual gentileza al hecho de ser hermano de la cofradía de los Negritos, pero es que, además, los Santolín parecían una pareja muy cristiana, no había más que ver sus camarotes. Doña Tecla, como propietaria de la nave, se había reservado el del armador y él, el adyacente, de iguales y generosas dimensiones. Sólo el equipaje de la dama había requerido la ayuda de dos mozos de cuerda para trasladarlo a bordo. Consistía en diez grandes baúles de mimbre, un reclinatorio de viaje, un aseo portátil y bultos varios como sombrereras, cajas de zapatos, joyeros, guanteras. Mención aparte merecían una jaula enorme con diez canarios dentro, así como una casita en forma de templete chino para la mascota favorita de doña Tecla, un yorkshire de nombre Colibrí.

—Y aquél es el cajón de los santos —le había señalado la doña en pleno zafarrancho de intendencia—. Ellos primero y yo la última —añadió virtuosamente—. Así que vete abriéndolo, te indicaré cómo montar el altarcito de viaje.

Trinidad se había acercado muy decidida a abrir aquella caja de considerables dimensiones, pero no pudo evitar un respingo al topar con su primer ocupante, una calavera grisácea de larguísimos dientes metida en una urna. Unos mechones de pelo pardo adornaban aún su crisma mientras que dos rubíes refulgían dentro de las cuencas a modo de ojos.

—Cuidado con santa Dorotea, que es muy milagrera pero propensa a coger frío. Mira, la vamos a poner aquí, en esta esquina protegida de las corrientes de aire, tú sigue, que hay mucha tarea, yo me ocupo de pasarle un pañito.

A continuación, le tocó el turno a las reliquias de huesos que Trinidad fue poniendo, siempre según instrucciones de su ama, sobre el altar a modo de teclas de piano. Una falange de san Fructuoso, una costilla de santa Gertrudis, un trocito de tibia de san Cayetano y otro de santa Inés, cachito de fémur de san Judas Tadeo y de la pelvis de san Roque, cada uno con su nombre y descripción apuntado con tinta china. A Trinidad le hubiera gustado continuar la instalación por un motón de estampitas multicolores que vio al fondo del baúl, pero doña Tecla tenía su método.

—No, no, primero van los prepucios —insistió—. Los vamos a poner todos alrededor de la calavera de santa Dorotea, que murió virgen y mártir —explicaba mientras Trinidad iba colocando, como pétalos alrededor de la santa, todos aquellos pellejos duros y amarillentos—. Han de ir en el mismo orden en que van en las cajas, muchacha, no te hagas un lío, y sobre todo ni se te ocurra juntar el de san Antonio con el de san Martín de Tours, que se llevan fatal. Una vez una criada atolondrada confundió sus prepucios y a mí casi me lleva un cólico miserere.

Una vez acabado el despliegue de reliquias, doña Tecla había caído en oración. Arriba y abajo bailoteaba su nuez desgranando letanías por lo que Trinidad no sabía qué hacer. Aún faltaba por desempacar el resto del equipaje, hacer la cama y ocuparse de los canarios que revoloteaban enloquecidos atribuyendo sin duda el movimiento del barco y el chirriar de las maderas a quién sabe qué cataclismo o terremoto. En cuanto a Colibrí, se lo veía muy mareado. Ni siquiera había querido refugiarse en su hermosa pagoda china y yacía hecho un ovillo junto al mamparo que separaba el camarote de doña Tecla del de su marido. «Tal vez desee reunirse con don Justo», se le ocurrió pensar a Trinidad llamando a la puerta de su nuevo amo. Don Justo no pareció interesarse mucho por los males del yorkshire. Se limitó a meterlo en su pagoda y luego hacer señas a Trinidad para que entrase.

—Me vendrá bien un poco de ayuda, pasa.

Se había quitado la levita y la camisa para estar más cómodo. Lucía ahora una especie de saya atada con un grueso cordón franciscano o, mejor aún, de ermitaño, que de vez en cuando se le descolocaba dejando entrever unas carnes sonrosadas y fofas que él volvía a cubrir pudoroso. «Quizá pertenezca también a otras cofradías de órdenes mendicantes, aparte de la de los Negritos», se dijo Trinidad, pero tampoco le dio tiempo a cavilar demasiado sobre el asunto porque don Justo enseguida encontró tarea para ella. También él tenía su oratorio portátil, pero ya se había ocupado de desembalar e instalar él mismo su contenido. Era mucho más austero que el de su mujer. De hecho, sobre un hermoso paño de terciopelo verde podía verse una única reliquia, una tan blanca como monda calavera.

—¿De qué santo es, señor? —se atrevió a preguntarle mientras desembalaba un par de candelabros de plata que servían de complemento al oratorio.

—Acertadísima pregunta —se alegró don Justo, antes de explicar que no pertenecía a santo alguno sino a un hombre cualquiera—. Como tú o como yo, un pecador, ¿comprendes? Cuánto está cambiando el mundo y qué pena que así sea —se lamentó a continuación—. Todos deberían tener una calavera como pisapapeles, tal como ocurría hasta hace unos años en las casas respetables.

Trinidad dijo que sí, que en efecto había visto cráneos humanos en alguna ocasión sobre la mesa de despacho de ciertos caballeros muy ancianos allá en Cuba, pero que le había parecido siempre una práctica poco… misericordiosa.

—¡Pero qué sabrás tú sobre la misericordia! —se indignó don Justo, aflautando la voz hasta convertirla en un falsete. Pero sólo fue un segundo. De inmediato se recompuso y retomó su tono habitual, que era pausado, lento, redondo, como si acariciara cada sílaba—. No, querida niña, tú eres muy joven y te queda todo por aprender. Esto —explicó, rozando suavemente aquel cráneo con la yema de sus dedos— cumple una función primordial en la vida de un hombre temeroso de Dios. Nos recuerda lo que somos, de dónde venimos y en lo que nos hemos de convertir. ¿De qué sirven las riquezas y todas las pompas, de qué la soberbia, la gula o la lujuria, si tarde o temprano acabaremos como él?

A continuación, la miró con esos ojos que tanto la habían sorprendido la primera vez que se cruzó con ellos. Eran pequeños y achinados, pero exactamente del mismo color que los de Juan. Por un momento, y aun sabiendo que una esclava no debe mirar nunca a sus amos a los ojos, se permitió perderse en ellos para recordar. ¿Qué estarían mirando ahora mismo los de Juan? ¿Para quién reirían los de Marina, que tanto se parecían a los de su padre? Y se consoló pensando que, si todo iba bien, pronto se encontraría con Juan para juntos recuperar a su hija.

—¿Estás bien, niña? —don Justo debió de darse cuenta de que le pasaba algo porque acababa de ponerle una mano en el hombro.

—Sí, señor, por supuesto, señor, yo no debería… lo siento.

—Pues no lo sientas. Piensa que siempre que te ocurra algo puedes venir a mí. ¿Recuerdas? —añadió volviendo a acariciar aquel cráneo blanco y lustroso como el marfil. Pulvis est et in pulverem reverteris. Polvo somos y en polvo nos hemos de convertir, pero, mientras, intentemos ayudarnos y hacernos felices unos a otros…