CAPÍTULO 31 PECADORES POR JUSTOS

 

 

–Pasa, niña, no te quedes ahí parada. Está demasiado oscuro aún, espera, traeré un candil. Así está mejor, había apagado ya las velas votivas, pero verte de nuevo merece nueva luz.

Don Justo se le acerca con un candelabro en la mano. Al contraluz puede ver su cuerpo desnudo bajo la camisa de noche, incluso el contorno de un sexo rizado y grueso como una maroma. Trinidad aparta los ojos. Una especie de atracción morbosa le hace preguntarse si se traslucirá también unas pulgadas más abajo el cilicio que lleva en el muslo. No, Dios mío y santos orishás, qué pensamientos son ésos, baja la vista, no mires…

Ahora son los pies de don Justo los que llaman su atención. Qué blanco es el camisón y qué retorcidos los dedos que asoman bajo el ruedo, qué largas y oscuras las uñas, le recuerdan a algún molusco.

—Me place tu humildad, criatura, pero mírame, esos ojos tan bonitos merecen mirar de vez en cuando de tú a tú.

Don Justo acaba de cogerle la barbilla y la obliga a elevar la cara. Ven, siéntate aquí, ¿sabes lo que es esto? —pregunta, enseñándole una frasca de grueso cristal—. Jerez y del más añejo, nos hará bien —dice, sirviendo dos generosos vasos.

—Gracias, señor, yo no puedo probar el alcohol.

—El vino es bueno, hasta nuestro señor lo bebía con sus discípulos, también en la última cena que compartieron. Toma.

—Por favor, señor.

—¡Bebe!

Trinidad nota cómo el jerez se derrama dentro de su boca, se desliza garganta abajo, quemándola.

—Vamos, un trago más, así me gusta. —La voz de don Justo, que parece acariciar y a la vez sisear cada sílaba, le suena ahora lejana—: No tengas miedo, preciosa, nada de esto es casual… ¿Sabes por qué pasan las cosas? Sólo porque Dios así lo desea… y Él ha querido que vinieras esta noche, ¿verdad que sí…? Nadie te obligó… —sigue diciendo don Justo mientras empieza a desabrochar su larga camisa de noche—. Tú lo has querido —susurra dejando al descubierto su sexo hinchado y húmedo y acercándoselo ahora a la cara. Huele a sal y a orines, a semen y a mugre justo antes de que, forzándola a arrodillarse, se lo introduzca en la boca—. «No yacerás con mujeres», dice la Biblia, pero tú y yo no yacemos, ¿verdad que no? Estamos de pie, no es tráfico carnal, sólo placer y el placer es un regalo de Dios.

Trinidad se ahoga, Trinidad lucha por soltarse de aquel abrazo inmundo que la ha obligado a hincarse y luego hundir su cara en aquella fofa entrepierna, a tragarse aquella maroma de carne palpitante mientras la voz de don Justo continúa interrumpida, cada tanto, por jadeos, gemidos y suspiros que estremecen su cuerpo.

—«Viniste a mí como un ladrón en la noche», dicen las escrituras, como una ladrona sí, como una perra en celo, como una puta…

Con cada embate que él fuerza desde arriba empujándole la cabeza, Trinidad puede ver acercar y alejarse no sólo aquella sucia entrepierna, sino también el cilicio hundido en la carne tumefacta de la que mana sangre y sudor a partes iguales.

—… Así, puta, así, así —salmodia. La mano que empuja la nuca de Trinidad se crispa con cada embate, con cada gemido, suben en intensidad los jadeos y se convierten poco a poco en agudos chillidos, algo así como un relincho hasta que acaba derramándose dentro de su boca con un aullido animal.

No se atreve a moverse. Hincada como está, oculta la cara en su antebrazo. La basta tela de su vestido araña su piel al restregarse con toda su fuerza intentado limpiarse la boca, los labios, la lengua. Don Justo la mira inmóvil desde arriba. Como si todo lo que acaba de pasar fuera ajeno a él, yergue la cabeza y se sorprende al verse desnudo. ¿Cómo, qué? Maldita ramera… y comienza a vestirse a toda prisa. Trinidad aprovecha entonces para ponerse de pie, tiene que salir de ahí, huir, buscar la puerta, pero don Justo es más rápido y la detiene agarrándola por el pelo.

—¿Qué me has hecho? ¿Cómo has podido? —pregunta, acercando ahora su cara convulsionada a la de Trinidad y siseando la voz hasta convertirla en un gemido histérico—. ¡El diablo, el mismísimo Satanás, eso es lo que eres! —Y comienza a llorar—. ¡Yo no quería, fuiste tú, viniste en la noche mirándome con ojos lascivos, tentando mi carne, cegando mis entendederas, como una puta, como una bruja, y yo no quería, no quería…!

Aún la tiene cogida por el pelo y la zarandea. Trinidad nota cómo le arranca de cuajo un gran mechón de cabellos que quedan en su mano, se los lleva a los labios, parece como si fuera a besarlos, pero acaba escupiendo sobre ellos y abofeteándola luego.

—Buscona, puta, vete de aquí, Vade retro, Satana. Crux Sacra Sit Mihi Lux, Non Draco Sit Mihi Dux.

Trinidad aún no sabe cómo logró salir de allí. Sólo se recuerda corriendo por cubierta, mirando al cielo y agradeciendo la repentina tormenta tropical que acaba de estallar conjurando el bochorno reinante y que le permite enjuagar su cuerpo de aquel encuentro inmundo. Temblando en una esquina, deja que el agua resbale generosa por su cara mugrienta de sangre y semen, también por todo su cuerpo aterido hasta hacer desaparecer todos los efluvios de don Justo, su olor a viejo y a muerto.

—¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?

Tarda unos segundos en abrir los ojos. Teme que sus oídos la engañen y esa voz preocupada que ahora la interpela sea otra más del amplio repertorio de tonos y voces de don Justo Santolín, que a veces suena serena y generosa, otras insinuante, otras cruel y aflautada.

—Trinidad, ése es tu nombre, ¿no es cierto? Vamos, no tengas miedo, déjame que te ayude.

Esta vez sí abre los ojos para encontrarse con el alarmado rostro de Hugo de Santillán, que acaba de arrodillarse a su lado.

Que por favor siga resbalando el agua sobre su cuerpo un poco más, se dice, que borre de una vez el repugnante hedor de la piel de aquel hombre, que no pueda olerlo Hugo. «¿Y mi boca? ¿Tendré aún restos de semen o sangre de su cilicio?», Trinidad se restriega con fuerza la cara antes de volverla hacia el hombre que intenta ayudarla.

—Gracias, señor, estoy bien —dice, poniéndose de pie mientras hace enormes esfuerzos por no temblar—. Se lo aseguro…

—Cualquiera lo diría —sonríe él—. ¿Has tenido problemas con alguien de la marinería? Si es así dímelo, puedo hablar con el capitán en tu nombre, no serías la primera a la que…

—No, señor, le juro que no es nada de eso, sólo un mal sueño. Tuve una pesadilla y subí a despejarme a cubierta. Después estalló la tormenta, me mareé y ya no conseguía mantenerme en pie, aún todo me da vueltas.

Trinidad invoca a los orishás para que su explicación suene convincente, para que Hugo no haga más preguntas. Porque ¿qué podía decirle? ¿Que don Justo había abusado de ella? ¿Que había sorprendido a su beatísimo amo rezando desnudo y todo lo que vino a continuación? ¿En qué podría ayudarla Hugo de Santillán? Sin duda sabía mejor que nadie cómo eran las cosas entre amos y esclavos.

—Ven, necesitas volver a tu camarote, te acompaño hasta allí. Pero prométeme una cosa. Ya que nunca me has dejado darte un maravedí por tus pensamientos —rio—, déjame al menos que te invite a una buena jícara de chocolate. No sé si es lo más indicado para el mareo, pero desde luego sí para recuperarse de tormentas imprevistas.