CAPÍTULO 35 POR UNA JÍCARA DE CHOCOLATE

 

 

–¿Pero ha visto usted tamaña desfachatez? Un pasajero de primera clase invitando a una fámula, una esclava, ¡una negra!, a tomar chocolate y delante de nuestras propias narices. Claro que el pasajero en cuestión es tan negro como ella. O cafeolé, si usted prefiere, pero para mí café con leche y negro retinto son la misma cosa. ¿Adónde va el mundo? —Se santigua tan piadosa como escandalizada doña Tecla.

—Pues menos comprensión cristiana por su parte y más acción, si me permite decírselo —retruca su compañera de viaje, doña Francisquita, mientras descarta con un gesto a su propia criada Candelaria, que acaba de separar la silla de la mesa para que se siente a desayunar—. Don Justo y usted deberían atar en corto a esa esclava antes de que se les suba más a las barbas… O a los prepucios —añade, recordando con santa envidia la colección de reliquias que le había enseñado la tarde anterior su nueva amiga—. ¿Dónde está, por cierto, su marido de usted? ¿No madruga hoy como es su costumbre?

—… Por favor, señor, deje que me marche —le está diciendo Trinidad a Hugo de Santillán en ese mismo momento en otra mesa, no muy lejos de donde acaban de tomar asiento las damas. Apenas ha empezado a amanecer, es después de maitines y no hay nadie más en el comedor. Pero pronto empezarán a llegar los pasajeros más madrugadores—. Mire la cara que acaba de poner mi ama al descubrirme aquí. Y el señor Santolín no tardará en llegar, miedo me da sólo de pensarlo.

—Tú déjamelo a mí. Ya sabré yo qué decirle.

—¿El qué, señor?

—Simplemente la verdad. Que te encontré en cubierta mojada hasta los huesos y dando diente con diente, por lo que he hecho que te sirvan algo templado. ¿Dónde está tu amo, se le han pegado las sábanas?

—… El pobre ha pasado una noche horrorosa —explica doña Tecla a su compañera de mesa mientras las dos empiezan a dar buena cuenta de unas torrijas—. Llena de flatulencias de la peor especie, según me ha dicho cuando pasé por su camarote después de la oración, como hago cada mañana. Para mí que han sido los arenques que nos dieron ayer de cena, no debían de estar muy católicos.

—Para buena católica usted, incluso demasiado, me atrevería a decir. Con su marido fuera de combate por los arenques y su merced cumpliendo al pie de la letra las enseñanzas de Jesucristo, bienaventurados los pobres, etcétera; voy a tener que ser yo la que le ponga los puntos sobre las íes a ese par de negros insolentes. Y favor que les hago, porque como entre cualquier otro pasajero y los vea departiendo ahí, los gritos se van a oír en Madagascar.

—¿Qué hacías en cubierta tan de madrugada? —le pregunta ahora Hugo a Trinidad.

—Ya se lo dije cuando nos encontramos, señor, sólo fue un mal sueño que tuve, salí a despejarme y me sorprendió el aguacero.

—¿Es eso todo?

—Claro que sí, señor. ¿Qué otra cosa iba a ser?

—Mi joven amigo… —Es doña Francisquita con todo su velamen desplegado, que acaba de situarse ante la mesa que comparten Hugo y Trinidad. Gran bonete en la cabeza, brazos en jarra y un añejo mantón de la China con flecos que pendulan indignados a derecha e izquierda mientras ella habla—. Supongo yo que su mollera le dará para comprender que en el comedor de primera clase no se admiten negras.

—Pues mire usted, bien corta ha de ser mi mollera porque no me había dado cuenta de tal particularidad. A lo mejor es porque yo soy negro también y, pese a ello, llevo frecuentándolo varios días. Desde que partimos de Cádiz, para ser exactos.

Los flecos del mantón chino tiritan de muda indignación.

—Si por mí fuera, viajaría usted en bodega, téngalo por seguro. Pero como ha pagado su pasaje, habré de aguantarme. No así con ésta —dice, señalando con la barbilla a Trinidad—. No sé cómo tiene el cuajo de sentarse aquí con usted, estando su ama a menos de dos varas de distancia. Juega, sin duda, con la bondad de su corazón, que es mucha. ¡Venga, levántate de una vez! —le grita a Trinidad, cogiéndola por el brazo.

Hugo alarga la mano en un gesto instintivo para protegerla, la dama trastabilla y se golpea levemente en el codo con la mesa.

—¡Cómo se atreve! ¡Que alguien me ayude! ¡Socorro! ¡Este negro me acaba de atacar!

—Por favor, señora, cómo puede decir eso…

—¡Felón, maltratador, tragavirotes, cómo se aprovecha de una mujer indefensa!

—Señora, se lo ruego, yo jamás…

—¿Está usted bien? —interviene doña Tecla, acudiendo al rescate de su amiga. Lanza una mirada asesina a Hugo, que no alcanza a comprender qué está pasando y así lo dice, pero la vieja no tiene el menor interés en sacarlo de dudas, se vuelve hacia Trinidad estrellándole tremenda bofetada en la cara—.Mira el escándalo que has montado, negra de mala entraña, espera a que lo sepa don Justo, ¡juro que te molerá a palos!

 

* * *

 

En efecto, la molió a golpes. El amo la llamó a su camarote y, tras obligarla a desnudarse de cintura para arriba mientras él permanecía con la casaca castamente abotonada hasta el último botón del cuello y los ojos en blanco (nadie sabe si por virtud o por santa cólera), fue descargando sobre la espalda de su esclava los golpes con una fina vara de mimbre contándolos uno a uno. Trinidad los aguantó sin un quejido. Temía que sus gemidos pudieran excitar algo más que la ira del amo. Al acabar, don Justo dejó caer la vara y, evitando mirarla, se apoyó jadeante en una mesa cercana, la cabeza gacha, el cuerpo temblón. Ella pudo ver entonces cómo se traslucían a través de la tela de su casaca y a la altura de los omóplatos, seis o siete largos y rojos latigazos que hablaban de cómo aquel hombre intentaba mantener a raya al demonio, posiblemente gracias a la misma vara de mimbre que había usado con ella. Había en su persona otro rastro de sangre a la altura de la ingle, allí donde Trinidad, la noche anterior, había descubierto el cilicio con el que se disciplinaba. Ni los latigazos de la espalda ni el cilicio del muslo evitaban no obstante que creciera por segundos el más que evidente bulto de su entrepierna.

—Puta, ramera. ¿Qué haces conmigo? ¡Vístete ahora mismo! Sólo sabes perder a los hombres.

Tuvo suerte de que en ese momento se oyera el chasquido de la falleba de la puerta anunciando la llegada de doña Tecla porque don Justo acababa de situarse a su espalda, Trinidad notaba ya su húmedo aliento babeante muy cerca de su piel en carne viva.

—¡Llévatela! Llévate a esta furcia, no quiero volver a verla, maldita seas por siempre. —Y aún tuvo que aguantar que se sumaran a los insultos un par de bofetadas de doña Tecla, llegada al rescate de la virtud de su marido.

—Cómo has podido, después de todo lo que hemos hecho por ti, no eres más que una perdida, una mala mujer, cría cuervos y te sacarán los ojos, yo que te he tratado como a una hija…

 

* * *

 

Después de lo acontecido en el comedor con doña Tecla y doña Francisquita, Hugo intentó varias veces hablar con Trinidad, pero ella lo rehuía. ¿Qué podía decirle que él no supiera? Que había sido una gran equivocación tomarse con él una jícara de chocolate en el comedor. Que él, por su parte, había confiado demasiado en sus prerrogativas como pasajero de primera clase y en su labia de caballero ilustrado, pensando que serían suficientes para anular los prejuicios de aquellas señoras. Que quizá su argumento pudiera haber ganado un debate dialéctico en lid con otro hombre, pero que toda oratoria, toda elocuencia, era inútil si a quien se tiene enfrente es una dama que le acusa a uno, por muy falsamente que sea, de violencia contra su persona. Sí, en todos los sentidos era mejor evitar el contacto con Hugo de Santillán.

Tras los azotes, los señores de Santolín habían adoptado la postura más habitual de los amos con respecto a sus esclavos. Envolverse en una ofendida indiferencia presta a trocarse en nueva violencia en cualquier momento. Trinidad, mientras tanto, procuraba afanarse en sus obligaciones. Limpiaba los camarotes de sus amos (por fortuna, ahora siempre vacíos como si ambos tuvieran tanto o más interés que ella en no coincidir) y los atendía en el comedor sin cruzar más palabras que un buenos días o buenas tardes. Y, faltaría más, se ocupaba de Colibrí, la parte más grata de sus tareas, la que le permitía pasear por cubierta y descubrir cómo comenzaba a dibujarse allá en el horizonte el contorno de la primera de las islas de Madeira. Un día más, pensaba, dos a lo sumo y llegarían a puerto. Entonces todo sería distinto. Ni que decir tiene que pensaba escapar de los señores de Santolín en cuanto tocaran tierra. La bisoñez y la inexperiencia son como la virginidad y sólo se pueden perder una vez, de modo que ahora sabía lo fácil que era dejar atrás unos amos. Lo único que necesitaba era decisión y un poco de arrojo, además estaba segura de que en doña Tecla tendría una aliada. Desde el episodio de los latigazos, la miraba como a la mismísima encarnación de la concupiscencia, la que podría llevar a su marido (y quién sabe si también a ella) derechitos al infierno. Seguro que sus santas reliquias le habrían revelado ya que a enemigo que huye, puente de plata. ¿Cómo se las iba a arreglar una vez en tierra? Haydée, su compañera de camarote, le había dicho que ella y su amo debían esperar dos días en Funchal mientras La Deleitosa volvía a aprovisionarse para zarpar hacia América, por lo que podría contar con una presencia amiga durante ese corto espacio de tiempo en caso de que la llegara a necesitar. No era mucho, pero sí un mínimo asidero. ¿Y Hugo? Según le había dicho él mismo, tenía que resolver algunos asuntos en la isla antes de embarcar con nuevo rumbo. ¿Por qué no hablar con él y confiarle sus cuitas? Enseguida desechó la idea. La vida le había enseñado a ser desconfiada. ¿Qué interés podía tener un caballero como él en una esclava como ella? Sólo uno, sin duda, y no hacía falta maliciarse cuál. Haydée le había dicho que, según su amo, Hugo pertenecía a una nueva clase de caballeros que en Cádiz llaman «liberales», gentes que se reunían en cafés y en tertulias para discutir qué había que hacer para alumbrar un mundo más justo. «Palabras», opina Trinidad. Y ella ya había tenido oportunidad de ver el valor de las lindas palabras. Hermógenes Pavía con su Impertinente y Amaranta con su Corte de los Milagros también querían mejorar el mundo. Lo más probable era que Hugo fuera como ellos. «Además, ¿qué te hace pensar —se decía— que se interesa por lo que pueda ocurrirte? ¿El hecho de que te invitara a una jícara de chocolate? Ya viste cómo acabó aquello».

Trinidad le revuelve pensativa el flequillo a Colibrí al tiempo que lo mira como si el perrito tuviera la capacidad de ayudarla a resolver tan enrevesado enigma. Pero, en ese momento, la nave se escora de modo brusco y Colibrí aprovecha que ella se ve obligada a agarrarse al pasamanos, para saltar a cubierta. «Oh, no, ahora no, ¿qué habrá visto esta vez? Esperemos que no sea otra rata», se dice, y empieza a correr detrás de él. Sus largas faldas entorpecen sus movimientos y, al pasar cerca de la barandilla se le enganchan en un obenque. A punto está de caer, recupera el equilibrio y al levantar la vista ve a Colibrí, tan ufano, en brazos de Hugo de Santillán.

—Me parece, Trinidad, que esta vez no vas a tener más remedio que hablar conmigo —sonríe él.

—Buenos días, señor.

—¿No podrías llamarme Hugo? Si yo te llamo por tu nombre, lo normal es que tú hagas otro tanto.

—De sobra sabe que no es lo mismo, señor.

—Yo sólo sé que no te he hecho nada para que me trates así.

Quizá se avecine una tormenta porque la goleta, en ese momento y de otro golpe de mar, envía a Trinidad directamente a los brazos de Hugo junto a Colibrí.

—Si la vida fuera una mala novela —ríe él—, ahora sería el momento en el que los dos protagonistas se besan. Como lamentablemente no lo es, me conformo con que me digas por qué eres tan raspa conmigo.

—No es eso, señor, Hugo quiero decir, no intento más que mantenerme en mi lugar.

—¿Y qué te trae a Madeira?

—¿Traerme, señor? Yo sólo sigo a mis amos.

—A otro perro con ese hueso —retruca Santillán, revolviéndole también él el flequillo a Colibrí mientras le devuelve el perrito. No hace falta ser un lince para darse cuenta de cómo se te ha cambiado la cara al ver tierra firme.

Tras unos minutos más de tira y afloja, Trinidad decidió contarle su historia. Tal vez fuera una estúpida por confiar en un extraño que, hasta el momento, sólo le había traído problemas. Pero el viento que soplaba erizando las olas, aquel olor a salitre y la cercanía de la costa le recordaban otra escena, la última vivida con Juan justo antes de la tormenta en la que desapareció. Le habló por tanto de él a Hugo, de cómo había caído al mar durante la travesía y del posterior nacimiento de Marina, justo antes de tocar tierra. Y le habló también de la viuda de García, de la venta de la niña y de todas las vueltas y revueltas que su vida había dado hasta que Dios, los orishás o quienquiera que se ocupara de estos menesteres allá arriba le hubiera hecho saber —por una pura casualidad, puntualizó— que Juan había sobrevivido al naufragio y se encontraba en Madeira.

—… Y ésa es la razón por la que me ha dado alegría ver que pronto llegaremos a tierra, aunque no tengo ni la menor idea de por dónde empezar la búsqueda. Los orishás sólo me regalaron una pista más, una palabra: Buenaventura.

—Poca pista es. Podría ser un nombre, también un apellido o quién sabe si un lugar o el nombre de alguna propiedad… —Hugo se había quedado pensativo unos segundos antes de añadir—: También es mi primer viaje, de modo que no conozco la isla. Pero me gustan los mapas y creo recordar haber visto un enclave con ese nombre o parecido. Claro que estará en portugués y no en español. ¿No habrán querido decir tus orishás Boavista?

—Es posible. Una amiga —apunta Trinidad, pensando en Caragatos— aseguraba siempre que eran un poco enrevesados, por no decir tramposos a la hora de dar sus indicaciones. ¿Podría usted enseñarme ese mapa, señor?

La mañana terminó con Trinidad y Colibrí visitando la cabina de Hugo de Santillán. El mar se había calmado, también el viento, pero Trinidad no pudo evitar un leve estremecimiento al acceder a ella. Aquel camarote no tenía nada que ver con otro de infausto recuerdo, pero al fin y al cabo era aventurarse en las habitaciones privadas de un hombre al que apenas conocía. Tampoco le hizo mucha gracia ver la gran sonrisa cómplice que le había dedicado Haydée al cruzarse con ellos cuando se dirigían los dos hacia las cabinas de primera clase. Y menos aún el gesto que hizo al juntar sus dos índices en señal de unión romántica. Trinidad optó por hacerle a su amiga una fugaz indicación de «Ya hablaremos luego», y continuó camino.

Olía a cuero, a rapé, a ámbar y a lavanda allí dentro. Pero también le recordaba al particular perfume de legajos y tinta propio de la biblioteca del abuelo loco de Amaranta. Por lo demás, reinaba en aquel lugar un ordenado desorden. Al fondo la cama, a la derecha una silla y en el centro un gran escritorio repleto de libros, papeles, mapas.

—¿Sabes leer?

—Un poco señor, me enseñó Juan y luego con Caragatos aprovechábamos los ratos libres para practicar, pero no creo que pueda descifrar ninguno de estos mapas.

—Pues déjame entonces que recuerde dónde me pareció ver ese nombre o uno similar: Buenaventura… o ¿tal vez fuera sólo Boaventura? No, no, aquí está, ya sabía que la memoria no me fallaba, míralo Boaventura —dijo, señalando un punto en el mapa un poco al norte de Funchal—. ¿Quieres que te apunte las coordenadas en un papel? Y también te voy a escribir mi dirección en la isla. Estaré en Madeira resolviendo unos asuntos al menos un par de días antes de embarcar de nuevo. Prométeme que me buscarás si tienes algún problema. Uno nunca sabe cuándo necesitará un amigo.

Hugo extrajo de una cajita de nácar que llevaba en el bolsillo de su chaleco una tarjeta de visita y procedió a escribir las coordenadas geográficas de Boaventura así como el nombre de un hotel en Fuchal. Trinidad se lo agradeció y, al ir a guardarla en su delantal, reparó en que, en el reverso, y en elegante letra inglesa había una inscripción que decía así:

 

Hugo de Santillán N’Doue.

Abogado de pobres.