CAPÍTULO 36 LA LLEGADA A FUNCHAL

 

 

Trinidad intentó averiguar con Haydée qué era un abogado de pobres y su amiga le explicó, con el orgullo con el que hablaba siempre de su amada Cádiz, que el concejo de aquella ciudad pagaba a abogados, por lo general jóvenes, una exigua cantidad para que defendieran a aquellos que no tenían posibles, de modo que todo el mundo pudiera tener acceso a la justicia.

—¿Así que Hugo de Santillán es uno de ellos? —se había sorprendido Haydée—. En ese caso, mucho me temo que le ha dado dos disgustos de muerte a su señor padre. El primero, ya te lo conté, es no querer volver a Santo Domingo para ocuparse de sus asuntos; el segundo, y por lo que acabas de decirme, es hacerse abogado… pero de los que menos tienen, mucho pleito y poca plata.

No hubo ocasión de conversar más. La nave comenzaba ya a enfilar hacia la rada del puerto de Funchal y, quien más quien menos, todos los viajeros se fueron congregando en cubierta. Allí estaban doña Francisquita y su criada Candelaria, las dos de tafetán negro, desafiando la temperatura tropical que hacía que exudaran un olor mezcla de naftalina y mugre. También doña Tecla, con un parasol pardo y Colibrí en brazos ladrando a las gaviotas que se posaban en las jarcias. Unas varas más allá, don Justo manejaba un catalejo para escudriñar fuera y allá lejos de la nave mientras sus ojos ardían por buscar dentro y muy cerca la causa de sus desvelos. Haydée por su parte aprovechaba los bamboleos del barco para hacer que las faldas del tenue vestido de algodón que se había puesto para el desembarco se enroscaran lo más posible en las piernas de su amo mientras que a él un color se le iba y otro se le venía rememorando quién sabe qué otros roces y vaivenes. Hugo de Santillán, en cambio, no apareció por cubierta. Tal vez estuviera en cabina recogiendo sus pertenencias, pues era el único pasajero de primera que no viajaba con un criado o esclavo. Trinidad le dedicó apenas un fugaz pensamiento; tenía otras cosas en qué cavilar. En el extraordinario y desconocido paisaje que se adivinaba, por ejemplo. El puerto de Funchal se extendía a los pies de un alto promontorio cultivado en verdes y ordenadas terrazas salpicadas de buganvillas. Las casas, no muy altas, estaban pintadas de alegres colores entre los que destacaban el añil, el rosa, el amarillo. ¿Cómo se las arreglaría, al llegar a tierra, para escapar de sus amos? ¿Por dónde empezar a buscar a Juan? Trinidad apretaba entre sus manos el escapulario que él le regaló. Dentro, custodiado por la imagen de la Virgen del Carmen, unas plumas y un par semillas de jagüey, regalo de Celeste, duerme su único tesoro. Una moneda de plata que Caragatos le entregó como despedida. «Toma. La guardaba para poner sol en un día lluvioso —le había dicho con su acostumbrado sarcasmo—. Pero creo que te va a hacer más falta que a mí».

De nada sirvió que se la devolviera. Caragatos había fingido aceptarla a regañadientes, pero la primera noche que Trinidad había buscado entre sus ropas su escapulario para, con él en la mano, invocar el recuerdo de Juan, descubrió su dura y redonda presencia. Un escudo de plata, toda su fortuna. Un par de horas más y comenzaría un nuevo capítulo de su vida. Tal como había hecho en las horas previas a que se llevaran a Marina, Trinidad dejó que sus ojos se pasearan por aquel paisaje desconocido tratando de adivinar tras qué alegre ventana, en qué casa o bajo cuál de todos aquellos coloridos techos que se extendían ante ella, podría estar Juan y cuál de todas aquellas innumerables buganvillas y palmeras sería la que alegrase su vista cuando despertaba cada mañana. Y al hacerlo, como si él pudiera oírla, Trinidad repite: «Ya estoy aquí, amor, ya está, volvemos a estar juntos».

CAPÍTULO 37 FUEGO

 

 

El primer mes de 1796 vio la partida de José de Alba rumbo a Andalucía. Fue una mañana de finales de enero tan espléndida y soleada que Cayetana creyó ver en ella un buen presagio. En contra de sus costumbres, se levantó de amanecida. Quería despedirse y decirle que pronto María Luz y ella se reunirían con él. La niña acababa de pasar el sarampión y aún guardaba cama, «pero en cuanto esté un poquito mejor, allá que nos vamos, no me digas que no».

José argumentó que, aparte de la enfermedad de la niña, había otras razones de peso para que no se moviera de Madrid. «No sólo para que se olvide de una vez por todas el asunto Malaspina —le había dicho—. También, o mejor dicho sobre todo, porque me barrunto que pronto habrá una petición de mano a la que al menos uno de nosotros no puede faltar». ¿Cuál? había preguntado retóricamente Cayetana sabiendo muy bien que se refería a la de esa apocada niña, Teresa de Borbón, a la que la reina había elegido para convertir a Godoy en miembro de la familia real. «Seguro que la anunciarán de un momento a otro —había argumentado José—. Los reyes necesitan atajar lo antes posible los rumores de que su protegido se ha casado en secreto con esa tal Pepita Tudó».

—Ya, y tú quieres que me quede en Madrid para representar a la casa de Alba en tan magno acontecimiento —ironizó Cayetana, sabiendo que servía de poco discutir con José sobre obligaciones protocolarias y sociales.

Decidió por tanto no insistir y dejar que él la abrazara. Igual que había hecho esa mañana al despertar juntos y también la noche anterior y todas las mañanas y noches desde la no muy lejana que ellos riendo acordaron llamar «nuestra primera vez».

—Está bien. Pero que sepas que, en cuanto pueda, me escapo. —Sonrió y así se dijeron adiós.

 

* * *

 

No iba a ser, sin embargo, la pedida de mano de Godoy la que retrasase aquel reencuentro, sino otro acontecimiento imprevisto. La ceremonia en efecto tuvo lugar unos veinte días después de la partida del duque y resultó tan formal y poco romántica como cabía esperar. Ni el espléndido (y no poco recargado) uniforme elegido por el novio para la ocasión; ni los esfuerzos de su hermano Luis por suplir la falta de interés de éste con su futura esposa siendo especialmente amable con ella; tampoco el magnífico regalo (una parure de brillantes) que la reina hizo a su protegida sirvieron para templar el ambiente. Sólo había algo muy parecido al fuego en los ojos de una de las asistentes, los de la novia. Aquella criatura, a la que habían ataviado con un vestido de gasa tachonada de miles de estrellitas blancas rematado con un gran lazo verde y turbante a juego que la hacía parecer una triste alegoría de la primavera, miraba a su futuro marido con un brillo que sólo puede describirse como febril. Los ojos se le iban detrás de cada uno de sus movimientos igual que los de un asustado ratoncito ante una hipnotizante serpiente. ¿Sería terror? ¿Sería amor? Cayetana no sabía decidir qué, pero de lo que no había duda posible era de que la Topolina, como la llamaba la reina, no era ni mucho menos indiferente a la suerte que le esperaba. La velada había transcurrido de modo tan aburrido como era previsible. Si la corte, como siempre, hervía de rumores, conjuras y contubernios, la necesidad de ocultarlos hacía que el ambiente fuera, más que fúnebre, mortuorio, de modo que Cayetana hizo lo posible por volver a casa cuanto antes. Quería escribirle a José antes de irse a la cama, contarle los pocos sucedidos dignos de mención de la velada. Como el modo inquietantemente encantador con que la Parmesana la había saludado, por ejemplo. ¿Qué estaría tramando? Cuando el agua brava de pronto se vuelve mansa, nada bueno se avecina, le había escrito Cayetana a José recordando las palabras con las que la reina la había despedido al final de la velada: «Te encuentro llena de chispa esta noche, querida, flamígera, ésa es la palabra». ¿Qué había querido decir con aquello? La reina no era de las que hacían o decían nada a humo de pajas.

Cayetana detiene ahora unos segundos su pluma pensando qué más puede contarle a José sobre velada tan poco interesante. Moja la punta en el tintero y cavila. Entonces es cuando lo oye. Ella se precia de reconocer todos los sonidos del palacio de Buenavista. El acompasado tictac de sus muchos relojes; el crujir de las maderas del suelo y de las boiseries también el modo en que el viento silba y sisea por algunas rendijas. Pero entre ellos acababa de colarse un mínimo y ajeno crepitar. Al principio piensa que puede ser la invisible y siempre temible labor de las termitas, pero enseguida otro dato viene a sumarse a sus sospechas, un leve olor acre que no estaba ahí minutos antes. Cayetana se echa un chal por los hombros y sale de su habitación para asomarse al pasillo que recorre el perímetro rectangular del palacio y donde se alinean uno tras otro sus muchos salones. La luz del candelabro que lleva en la mano apenas logra abrir un torpe círculo de claridad en las tinieblas. Por eso le sorprende ver un resplandor allá lejos, a la altura de la biblioteca. Ahora ya no hay dudas. ¡Rafaela! ¡Lucas! ¡Pepillo! Uno a uno llama a sus sirvientes más fieles. ¡Fuego, fuego!

Empieza a correr en dirección a la biblioteca. La colección completa de libros de la familia, así como los personales de José, también multitud de documentos importantes se guardan allí, eso por no mencionar los cuadros y los volúmenes prohibidos por la Inquisición que el duque había adquirido gracias a su licencia especial. Va a abrir la puerta pero entonces cae en la cuenta. La biblioteca está justo debajo de la habitación de su hija. Es posible que el fuego trepe en cualquier momento hasta allí. Poco a poco, el distribuidor del palacio se ha ido llenando de criados. Ellos saben qué hacer. No es la primera vez que se produce un incendio en la casa. El último fue aquel pequeño conato que sufrieron años atrás y que no pocos atribuyeron a su rivalidad con la Parmesana. Pero entonces se encontraban las dos en pleno enfrentamiento por el asunto Pignatelli y María Luisa era princesa de Asturias. ¿Se atrevería a ir tan lejos ahora que era reina?

Los criados van y vienen acarreando agua, arrancando cortinajes, recogiendo alfombras y cualquier otro material susceptible de propalar el fuego. Cayetana se olvida de todo: de la posible causa del incendio; de los incunables que puede destruir e incluso no se detiene a pensar en el riesgo que supone subir a la planta superior, pero es que allí está la niña. «No lo haga, usía, es peligroso, iré yo», se ofrece uno de sus criados, pero Cayetana es más rápida. Sube de dos en dos los escalones. El humo la ciega y se le pega a la garganta mientras enfila el largo pasillo que conduce a la habitación de María Luz. Teme que las llamas hayan trepado por el tiro de la chimenea propagando hacia allí el fuego. Acciona el picaporte y la puerta no se abre. Al otro lado de la hoja puede oír los ladridos enloquecidos de Caramba, también los gritos de su hija. «Gracias, Dios mío, al menos está consciente, temía que el humo le hubiese hecho perder el conocimiento». Cayetana empieza a forcejear con la puerta. Desesperada, mira a su alrededor. No tendrá más remedio que desandar sus pasos en busca de ayuda. «Aguarda, cielo mío, mamá vuelve enseguida, no te muevas de donde estás, prométemelo».

—¡Pronto, pronto, déjenlo todo, la niña está dentro y no puedo abrir!

Dos criados han subido con ella. Si bien el fuego de la biblioteca está controlado, el humo es tan espeso que apenas permite respirar.

—¡Vamos, tirad abajo la puerta! ¡No hay tiempo que perder!

Pasan los minutos y la hoja de madera no cede hasta que, por fin, uno de los criados, recordando la panoplia de armas antiguas que hay en una de las salas, va en busca de algo contundente y vuele con un hacha de azog. Bastan entonces tres o cuatro golpes para que la puerta ceda y Cayetana se precipite hacia el interior. Sobre la alfombra, hecha un ovillo e intentando proteger con su pequeño cuerpo a Caramba, está la niña.

—Tenemos que sacarla de aquí —dice cogiendo en brazos a los dos.

—Permítame, usía, yo lo haré —se presta uno de los sirvientes, pero Cayetana no quiere que nadie toque a su hija.

—Abre los ojos, mi niña. Ya pasó todo, mamá está contigo. Nada malo te puede suceder.

— ¿Y Caramba, mamá, por qué no ladra, míralo, tampoco se mueve ni…?

—Agárrate fuerte a mí, tesoro, no mires atrás, por lo que más quieras, no mires.

 

* * *

 

Madrid entero se hizo lenguas del incendio de Buenavista y hubo teorías para todos los gustos. Algunos decían que era obra de un criado resentido al que el duque despidió después de que lo descubrieran robando. Otros, por el contrario, opinaban que las culpables eran las pinturas de don Fancho, que el estudio que habían improvisado en la primera planta él y la duquesa para pintar su retrato estaba lleno de toda clase de líquidos inflamables y que seguramente una chispa de la chimenea había saltado durante la noche. Luego había quien se maliciaba de que la culpable era la propia Cayetana. Recordaban la gran traca con hoguera incluida que había organizado años atrás para quemar todos los decorados de su agasajo a los reyes. Y recordaban también lo que había declarado más de una vez y en público, que le encantaba el fuego, que le resultaba purificador.

Pero la teoría con más adeptos era que detrás de todo estaba la nunca resuelta rivalidad entre la duquesa y la Parmesana y se veía en ella su blanquísima y regia mano. La primera en creerlo era la propia Cayetana. «Te encuentro llena de chispa esta noche, querida, flamígera, incluso». Eso le había dicho el día de la petición de mano cuando se despidieron, ¿más que una insinuación, no era una evidencia?

Por fortuna, el incendio había sido más escandaloso que dañino. Ahora se sabía que el fuego había comenzado en el cuarto de escobas vecino a la biblioteca propagándose rápidamente hasta hacer cenizas la colección de libros del duque así como unos manuscritos del conde-duque de Olivares, de valor incalculable. Menos mal que Cayetana estaba despierta y pudo dar la voz de alarma a tiempo evitando que toda aquella ala del palacio ardiera como una tea. Pero lo que no le perdonaba a la Parmesana era que hubiese puesto en peligro la vida de su hija. ¿Cuáles eran las intenciones de aquella víbora? Según sus cánones, posiblemente creyera que no podía ser una gran pérdida la muerte de un perro y de una negrita adoptada, dos caprichos de una mujer que nunca pudo tener hijos.

Todos estos pormenores había ido relatándole poco a poco a José en las cartas que diariamente le escribía. Lo que no le dijo, en cambio, fue que estaba pergeñando un pequeño desquite. Una jugarreta del estilo de aquella de regalar al peluquero Gaston la cajita de rapé de Pignatelli. O de esa otra de vestir a sus criadas con el mismo traje que la Parmesana y hacerlas pasear en coche abierto por el Retiro a la vista de todo el mundo. Ya había ideado lo que pensaba hacer esta vez. Si la ciudad entera se había hecho lenguas del incendio de Buenavista, lo más probable era que se hicieran hasta coplillas de su pequeña revancha. Sólo era cuestión de planearla con minucioso detalle.

 

* * *

 

La duquesa de Alba solicita el placer de la compañía de…

En el espacio en blanco previsto a tal efecto en las elegantes invitaciones impresas que tenía sobre su escritorio, Cayetana fue escribiendo a mano el nombre de sus convidados. El primero de todos, el de Manuel Godoy, al que convocó junto a su prometida, esa pobre niña, Teresa de Borbón. La segunda de las invitaciones llevaba el nombre de Hermógenes Pavía. Cayetana sonrió al pensar en la diarrea de pura felicidad que le iba a dar al plumilla recibirla. Nunca hasta el momento lo había invitado a una de sus cenas. Decir que no era santo de su devoción era un magro eufemismo, pero en esta oportunidad le venía de perlas su presencia. Necesitaba que se hiciera eco de todo lo que iba a suceder durante el convite, hasta de los más mínimos detalles. Estos tres eran los invitados imprescindibles para sus planes, pero pensaba convocar a otra media docena de personas más, entre las que se encontrarían habituales como Fancho y la Tirana. También el maestro Martínez, al que hacía una eternidad que no veía, y a alguno de sus amigos toreros, Costillares o Pedro Romero, por ejemplo. La lista se completaría con Amaranta y Pepa Osuna y su marido, una buena mezcla de perfiles para que la fiesta resultase lo más animada posible.

—Mamá, ¿puedo ayudarte con las invitaciones?

María Luz se había colado en su gabinete como hacía tantas mañanas al acabar las clases.

El episodio del fuego y la muerte de Caramba la habían hecho madurar. Ya no era aquella niñita de grandes ojos inocentes que se sentaba al piano con su padre a cantar Au clair de la lune. Había un destello nuevo en su mirada. Cayetana no sabía cómo clasificarlo. Era como si, a pesar de sus escasos años, hubiese descubierto, de pronto, que la vida era algo más que dar clases de francés y solfeo, pasear con Rafaela o jugar a las casitas.

Poco después de aquello, había empezado con las preguntas sobre su pasado. Cayetana le contó que había llegado una mañana en una bonita cesta de mimbre envuelta en un turbante de esclava, pero ella quería saber más. ¿Quién la había traído? ¿De dónde había sacado ese tal maestro Martínez a una niña como ella? ¿Quién era su madre? ¿Y su padre? Preguntas todas a las que Cayetana no sabía responder.

—Lo único que importa es que eres mi hija, nadie te querrá como yo —le había dicho, pero Luz había vuelto hacia ella esos ojos suyos como dos esmeraldas que cambiaban de color cuando estaban tristes volviéndose casi pardos.

—Lo que te importa a ti no es lo mismo que me importa a mí.

Cayetana había calculado que tan tristes pensamientos se conjuraban con algo alegre, una nueva muñeca, por ejemplo, y le regaló la más grande y cara que encontró en el Bazar París. Pero su hija se echó a llorar nada más tenerla en brazos. Decía que cómo iba a ser ella la madre de una niña tan rubia. También tenía pesadillas y no eran pocas las noches en las que corría a refugiarse al cuarto de Cayetana. Cuando le preguntaba qué había soñado, mencionaba a Caramba y el incendio, pero la presencia de la nueva muñeca y el hecho de que la hubiese desnudado para envolverla en algo muy parecido a un turbante multicolor hacía pensar en una razón diferente.

Sin olvidar su preocupación por la niña, Cayetana tuvo que dedicar tiempo a los preparativos de la fiesta. Se le había ocurrido una idea muy teatral que le parecía digna de una de esas obras que con tanta diligencia dirigía el maestro Martínez: celebrar parte del convite en la biblioteca semidevastada por el fuego. Sí, qué buen golpe de efecto iba a ser enseñar a sus invitados los estragos que eran —a ella no le cabía la menor duda— obra de la Parmesana. Menos mal, se dijo, que José estaba fuera, le hubiera costado mucho convencerlo de las virtudes de su plan. «Exactamente qué te propones, querida, con semejante mise en scène?», le habría dicho con esa mezcla de paciencia e ironía que le era característica. «¿Pero tú has visto cómo ha quedado la biblioteca? La parte del fondo está milagrosamente incólume, incluso se ha salvado, nadie sabe cómo, el cortinaje de uno de los ventanales, pero el resto da pena. La mayoría de los libros están deteriorados, y las librerías, una vez desprovistas de ellos, parecerán tiznados fantasmas. ¿Es así como quieres recibir a tus invitados? ¿Emulando a Nerón en la fiesta que dio en las ruinas de su palacio tras el incendio de Roma?».

«Eso es precisamente lo que me propongo, con la diferencia de que, en el caso de Nerón, fue él quien prendió fuego a todo y aquí ya sabemos quién es la pirómana», le habría contestado ella antes de explicarle que, en efecto, pensaba copiar en todo al emperador. «Mandaré limpiar la biblioteca de modo que sólo queden las chamuscadas librerías, y luego, donde antes había libros e incunables colocaré arreglos florales, bodegones, frutas, ramas y lo que se me ocurra. Así todos podrán ver lo que me ha hecho la Parmesana… y también lo poco que me importa. ¿No te parece una idea estupenda?».

Algo parecido a esto le habría dicho a José de estar ahí y, por primera vez desde la partida, (casi) se alegró de su ausencia. «Mejor de este modo. Además, aún me queda por imaginar algo espectacular como fin de fiesta. ¿Qué podría ser? De momento, no se me ocurre nada…».

Cayetana de Alba sonrió. Planear un convite era casi más divertido que celebrarlo y a ella le gustaba ocuparse personalmente de todos los pormenores. Se afanó por tanto durante días en la elección de los mejores vinos, en la decoración del jardín, también en la de los salones y en especial la biblioteca, y lo hizo hasta el ultimísimo minuto. Tanto que la llegada del más madrugador de sus invitados la sorprendió en el vestíbulo supervisando el montaje de un inmenso y falso árbol de camelias rojas y blancas que proyectaba fantasmales sombras en las paredes.

—Ah, eres tú, Fancho, llegas muy a tiempo. ¿Qué te parece mi árbol del bien y del mal? ¿Y a mí? ¿Qué tal me ves? —pregunta mientras gira para que Goya admire su vestido hecho de capas y más capas superpuestas de tul, doradas las más superficiales, escarlata las inferiores, lo que produce un curioso efecto tornasol que entona muy bien con los rubíes que destellan en su cuello y muñecas. «Tengo que verme como la diosa del fuego, ¿cómo diantres era su nombre? Dímelo tú, que eres tan leído y escribido», bromea mientras le planta un beso en la desordenada cabellera.

Poco a poco comienza a llegar el resto de los convidados. Como Costillares y Pedro Romero, a los que su muy taurina puntualidad ha hecho coincidir en la puerta. Incómoda situación, porque su eterna rivalidad hace que —según muy gráfica expresión del diestro de Ronda— los dos «se mastiquen pero no se traguen». Aun así, es curioso ver cómo el azar ha querido, vaya contrariedad, que vistan de modo similar aquella noche, con calzón de seda verde (tirando a musgo, Costillares, más esmeralda el maestro de Ronda) y sendas chaquetillas con alamares en azabache. Se reojean con disgusto, pero, por suerte, Pepa Osuna y su marido, que llegan también en ese momento, salen al quite. El duque se hace cargo de Costillares mientras que Pepa se acerca a Romero.

—Cuánto me alegra saludarle —dice diplomáticamente, encaminando los pasos de Pedro Romero hacia el interior—. ¿Qué nos habrá preparado Tana esta noche? Uno nunca deja de sorprenderse con ella.

—¡Pero si ni siquiera huele ni un poquito a chamusquina! —se admira Charito la Tirana, que acaba de unirse al grupo cogiendo por el brazo al ceñudo matador—. Qué espectacular luce Buenavista esta noche, nadie diría que ha habido un incendio poco ha. Fue en la biblioteca, tengo entendido, hay que ver cuánto malaje anda por ahí suelto… En todo caso, miren cómo ha decorado el resto de los salones. Verídicamente, no hay nadie como Cayetana para hacer de la adversidad virtud.

Hermógenes Pavía no es de su mismo parecer. En su opinión, organizar una fiesta mundana para celebrar un incendio es una burla hacia aquellos que diariamente lo pierden todo pasto de las llamas, que son muchos en una ciudad seca y mal construida como Madrid. Así mismito se lo piensa relatar a los lectores de su Impertinente, añadiendo los comentarios críticos y vitriólicos que el caso merece. Afrenta, frivolidad, vacuidad. A ver si la duquesa piensa que sólo por invitarlo a su casa y pasarle un poco la mano por el lomo va a dejar de denunciar lo que sea menester; él es, y seguirá siendo mal que les pese a muchos, tan jacobino como incorruptible.

—Muy serio le veo, amigo Hermógenes, ¿planeando alguna maldad?

Es la duquesa Amaranta, que lo observa desde su elevada estatura mientras intenta que el escote y su marmóreo busto queden al ras de la nariz del plumilla. Vana provocación porque hace meses que Hermógenes Pavía ya no se interesa por naufragar en tan proceloso canalillo. El encantamiento se rompió un Domingo de Gloria en Sevilla. En aquella ocasión, a la vuelta de misa y tal vez para festejar la resurrección de la carne, Amaranta lo había invitado a sus habitaciones privadas. Ni un moro ni tampoco un marido en la costa, la duquesa toda para él después de tantos años de tórrido deseo. ¿Y qué había acontecido? Pues que en los fragores propios de la pasión (lametón aquí, besuqueo allá, ahora subo por acá, ahora penetro acullá), la dama había perdido el exótico turbante de colores que era su adorno más señero, quedando con la cabeza más monda que la de un buda. Peor aún, dejando al descubierto unos escasos y despeluchados islotes pilosos que le salpicaban la calva, lo que le había producido a Hermógenes un instantáneo e irremediable gatillazo, preludio de una pertinaz impotencia de la que, hasta el momento, no había logrado recuperarse.

—La verdad nunca es malvada —responde Pavía a la pregunta que le ha formulado hace un momento la causante de sus desgracias.

—A otro perro con ese hueso, querido. De sobra sabes que no hay nada tan cruel como la verdad —responde ella, que tampoco ha olvidado aquel domingo poco glorioso—. ¿Dónde está nuestro amigo Martínez? —añade después, cambiando de tema—. Me pareció verle llegar, pero ha desaparecido. Quería interesarme por su próxima producción teatral, apuesto que no es tan dramática e histriónica como la que, me barrunto, nos tiene preparada Cayetana esta noche. Ah, mira tú, allí está. Que me aspen si no está departiendo con la negrita pinturera: muchas anfitrionas, al comienzo de sus fiestas, gustan de que sus caniches y guacamayos saluden a la concurrencia. Tana, en cambio, exhibe hija negra, original que es ella.

—¿La cacasena? —se interesa el escribidor, siempre alerta a recabar material inflamable para su Impertinente—. ¿Dónde está?

—Mírala allí, en camisón y bata y charlando con Martínez cuando debería estar soñando con los angelitos. ¿Qué tendrán que decirse esos dos?

 

* * *

 

—Perdone, señor…

—¿Qué quieres, niña? —se asombra Manuel Martínez al descubrir quién le ha tirado de la levita.

—Usted es el señor Martínez, ¿verdad? Me lo ha señalado Rafaela desde allá arriba, a través de los barrotes de la escalera. También me ha dicho que me prohibía bajar, pero me he escapado. Quería preguntarle una cosa.

—¿Qué, si puede saberse?

—Noticias de mi madre. La de verdad, me refiero. Por favor, señor, sólo usted sabe quién es. —Martínez parece confundido y Luz mira a su alrededor. Tiene que darse prisa antes de que la descubra Rafaela o, peor aún, Cayetana. Atropelladamente empieza a decir—: Por favor, se lo ruego, usted me trajo a esta casa, dígame dónde me encontró. Prometo que no se lo diré a nadie, se lo juro…

El hombre la mira. Es ella, claro, la criatura que le regaló a Cayetana años atrás. La misma que le había comprado a la viuda de García e hija de aquella mulata tan guapa. ¿Cómo diablos se llamaba? Daba la casualidad de que Amaranta no hace mucho le había hablado de ella diciéndole que había desaparecido sin dejar rastro, cosa que lamentaba porque era buena peluquera. Martínez no se había interesado por indagar más al respecto. ¿Por qué iba a hacerlo? La mulata y su hija no eran más que elegantes obsequios que había hecho en su momento a sus amigas y benefactoras. Lo mismo podía haberles regalado un gato persa o un tití, presentes también a la moda entonces. Después, se había desentendido del asunto, tenía otros temas de conversación más interesantes que tratar con ellas cuando coincidían en alguna parte, cosa que, lamentablemente, no ocurría ya con la frecuencia que él hubiera deseado. Le habían dicho que Cayetana se había encariñado mucho con la niña y que la trataba como a una hija. Extravagancias de ricos, piensa Martínez, ya no saben qué hacer para parecer originales. Sólo faltaba que la hiciera su heredera universal puesto que no tiene descendencia. Este último pensamiento hace que mire a la niña con inesperado interés. Una rica heredera. Una potencial mecenas para el futuro. A lo mejor valía la pena ganársela desde pequeña complaciéndola en lo que le pide. Pero no, menuda bobada. Es demasiado joven, pasarían años hasta que pudiera rentabilizar el favor que ahora le solicita. Además, a saber qué le habrá contado Cayetana a la niña de su pasado. Mejor no dar otra versión de los hechos y crear un problema. De ningún modo quiere disgustar a tan gran señora, mejor punto en boca, allá penas.

—No tengo ni la más remota idea de quién puede ser tu madre, niña —miente—. A lo mejor no lo sabes porque te has criado entre algodones, pero el mundo está lleno de niños a los que sus madres abandonan sin una lágrima y sin mirar atrás. Los dejan en los tornos de los conventos, en los bancos de las iglesias, hasta en los parques y en los basurales aparecen todos los días criaturas como tú.

—Pero el turbante en el que me envolvieron y el moisés de mimbre, señor, ¿de dónde los sacó?

—Y a mí qué me cuentas, no lo recuerdo. Y, por otro lado, tú tendrías que estarme eternamente agradecida. Fui yo —añade juntando virtuosamente la yema de los dedos— quien te arrancó de la miseria, yo quien te ha procurado una vida que ninguna negra puede siquiera soñar.

—¡Tesoro, pero qué haces aquí y descalza! ¡No puedo creer que hayas bajado sola! ¿Dónde está Rafaela?

Martínez se inclina profundamente ante Cayetana. Hacía al menos un par de años que no se veían. Desde los accidentados ensayo y estreno de La señorita malcriada, para ser exactos. Después, Cayetana se había desinteresado por completo del teatro. «Ligereza, tu nombre es mujer», cita Martínez a Shakespeare antes de decirse que bueno, que al menos lo ha convidado esa noche, lo que no deja de ser una buena señal. ¿Lo habrá hecho —se malicia el empresario—, precisamente, porque la mocosa ha empezado a hacer preguntas? «Imprudencia, tu nombre también es mujer», parafrasea ahora el empresario. ¿Qué tipo de rousseauniana modernez es esta de dar tantas explicaciones a los hijos, hablarles de igual a igual, dónde se ha visto semejante cosa? ¿Por qué en vez de tanto melindroso miramiento la duquesa no manda a su hija a dormir de un soplamocos, como haría cualquier buen cristiano?

—… Así que querías conocer al señor Martínez, tesoro, haberlo dicho, por supuesto que no estoy enfadada contigo, lo entiendo bien. Y tú, Martínez, cuéntale, dile lo que recuerdes de entonces, toda la verdad, nada de invenciones, mi niña anda desasosegada, y con pesadillas, me tiene preocupada.

El empresario le da vueltas al magín en busca de otra cita culta que resuma lo que piensa de la situación, pero no se le ocurre ninguna. De haberla tendría que rezar algo así como: «Los ricos son distintos de ti y de mí», pero nadie ha enunciado de momento tal pedazo de sabiduría. Por eso, lo único que se dice es: allá cada cual con sus cadaunadas. Si la duquesa quiere crear en su hija la inquietud de encontrar a su verdadera madre y meterse en quién sabe qué lío, es problema suyo.

—No es mucho lo que puedo decirle —comienza por tanto el empresario—. Como ya le conté a usía en su momento, la compra de la criatura fue una transacción perfectamente legal. Esta niña —dice posando cucufatamente la mano sobre la cabeza de Luz, que lo mira con atención— era propiedad de una rica viuda cubana, pero ha fallecido ya. —«Murió en el teatro por subirse al balcón de los envidiosos intentando emular a su merced», piensa por un momento añadir, pero se muerde la lengua. Mejor ahorrarse explicaciones, no sea que a la duquesa le dé mal fario recordar aquel malhadado «vuelo» sobre el escenario y, lagarto, lagarto, vuelva a condenarlo al olvido—. Una vez desaparecida la viuda, el rastro se pierde —dice Martínez midiendo sus palabras—. Tampoco sé qué fue de la madre de aquí la criatura. Se la regalé a la señora Amaranta, pero tengo entendido que huyó poco después de su palacio en Sevilla, usía puede confirmarlo con ella —explica Martínez, decidido a dar el asunto por concluido.

También Cayetana quiere dar por terminada la explicación.

—Vamos, mi sol, que vas a coger frío así descalza. Ya hablaremos de todo esto mañana. Da las buenas noches al señor Martínez.

 

* * *

 

—Buenas noches, Tana, siento llegar tarde, nos hemos entretenido más de la cuenta, me temo.

Los dos últimos invitados han sido recibidos con un general y súbito silencio. Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, está acostumbrado a que las conversaciones cesen cuando él entra en los salones, pero esta vez han quedado suspensos también otros sonidos. Como el frufrú de las faldas femeninas o el tintinear de las copas. Hasta el cascabeleo de joyas, dijes y medallas parece haber enmudecido. «¡Qué osadía!», se asombran unos, «¡Qué imprudencia! —cavilan otros—. ¿Cómo se ha atrevido a traerla aquí? Pero ¿de veras es ella?».

—Quiero que seas la primera en conocerla, Tana —le dice Manuel—. Te presento a Pepita Tudó.

De algo han de servir tantos años de entrenamiento mundano, tanta lisura en esquivar situaciones incómodas, tanta práctica en tragar sapos sociales. A cualquier otra anfitriona se le habría ajado sin remedio la sonrisa indesmayable. No a Cayetana, que encuentra hasta divertida la situación. Cuando invitó a Godoy, en ningún momento se le ocurrió que, en vez de presentarse con María Teresa de Borbón, su prometida, aparecería con su amante. Pero aquí está ahora, la dulce, la hermosa, la jovencísima criatura de la que todos hablan últimamente. Cayetana intenta buscar algún dato más allá de la evidente perfección de sus hechuras y de rasgos angulosos, en los que reinan una nariz con carácter y unos bien dibujados labios. Por eso, para calibrar bien al personaje, se dedica a observar otros detalles, como su pelo muy negro arreglado de modo provinciano pero favorecedor, también su vestido. Éste parece elegido personalmente por Godoy, porque, siguiendo la última y muy admirada moda por los caballeros en Francia, las gasas de la prenda están húmedas con objeto de que silueteen a la perfección hasta los promontorios más íntimos de la anatomía de la muchacha. Un gran lazo de color rosa le ciñe la cintura mientras que un bolero de alamares negros completa el atuendo. «Confiemos en que no le dé un catarrazo de antología», se dice Cayetana, sabedora de que las pulmonías arrecian entre las bellas de París desde que se ha impuesto tal extravagancia, lo que, unido al pésimo clima de la capital francesa, ha dado con más de una en el camposanto. Es sólo después de ponderar todo lo anterior cuando Cayetana vuelve al rostro de Pepita para ver qué descubre en sus ojos y la respuesta es nada. Y no porque sean inexpresivos, al contrario, sino porque la muchacha, a pesar de ser poco más que una niña, parece haberlos velado deliberadamente para que no trasluzcan el más mínimo pensamiento. Chica lista, piensa Tana, tan joven y ya tan taimada. ¿Qué opinará de ella la Parmesana? ¿La conocerá? Seguro que no, pero su escuadrón volante le habrá hecho sin duda una descripción detallada del personaje. A Cayetana no se le escapa que, si la reina llega a enterarse de esta fiesta de hoy (y se enterará, es sólo cuestión de tiempo), pensará que ha sido ella, Cayetana, quien ha invitado a la Tudó como desafío a su persona. ¿Qué nueva maldad planeará entonces?

Pepa Osuna se alarma. «Estas situaciones siempre se acaban yendo de las manos», susurra, pero Cayetana la tranquiliza:

—No ha sido idea mía convidarla y, si los espías de nuestra querida Parmesana son tan sagaces como ella presume, así se lo harán saber, estoy segura. Además, se me está ocurriendo, ahora mismo mientras hablo contigo, una sorpresa de fin de fiesta para esta noche que hará que sus informadores cuenten lo que aquí ha acontecido punto por punto y sin saltarse una coma. Ya verás qué idea acabo de tener, memorable, te lo aseguro.

—Cuidado, duquesa, hay mucho pavo engolado suelto esta noche.

Cuando Fancho la llama de ese modo es porque está disgustado. O alarmado, que es peor.

—No sé a qué te refieres, Fancho —replica, dándole un cómplice golpecito con su abanico muy cerca del corazón.

—Sí que lo sabéis y haríais bien en precaveros. No sólo son de temer los espías de la reina. ¿Qué creéis que contará ese plumilla, ese cagatintas al que imprudentemente habéis invitado? Es obvio que también él dirá que esta «presentación en sociedad» de la señorita Tudó está auspiciada por vos para molestar a su majestad. O lo que es peor aún, para entorpecer sus planes de casar a Godoy con María Teresa.

—¿Qué te apuestas a que no? ¿Un beso? —ríe, dejando al pobre don Fancho más preocupado de lo que estaba antes.

La música y el champagne empiezan ya a ablandar corazones. El aperitivo se sirve en una de las estancias más alejadas de la biblioteca y Cayetana decide desplegar una estrategia social infalible: hacer que sus invitados beban lo más posible antes de ofrecerles nada sólido. Contraviniendo todas las convenciones, ella misma va de grupo en grupo rellenando las copas.

—¿… Habéis oído hablar de monsieur Clicquot? Es un bodeguero francés de la región de Reims que, según dicen, casó hace unos años con una jovencita muy avispada. Es a ella a la que se le ha ocurrido la feliz idea de hacer este champagne rosado que aquí veis. ¿A que es una delicia…? Vamos, toma un poco más, Charito, y tú también, Hermógenes, que in vino veritas, «En el vino está la verdad», ¿no es eso lo que dice el latinajo? Pues a ver si te aplicas el cuento… Y tú, Martínez, alegra esa cara, que si te portas bien, a lo mejor vuelvo a interesarme por el teatro. ¿Dónde se han metido mis amigos Costillares y Pedro Romero? ¡Míralos, pero si están ahí pegando la hebra como si fueran amigos del alma! «El milagro del champagne rosé» voy a llamar a este portento. Chica lista madame Clicquot, llegará lejos, ¿no lo crees así, Manuel…? ¿Y tú qué dices, querida? —le sonríe Cayetana ahora a Pepita Tudó, que apenas ha despegado los labios, a pesar de haberle aceptado una tercera copa—. Es lógico que te sientas un poco cohibida entre tanta gente nueva, ven conmigo, es hora de pasar a cenar, y tengo para ti el compañero de mesa ideal.

Acabada la copa de bienvenida, la cena en el gran comedor de Buenavista transcurre sin incidentes. El mantel es rosa empolvado, los platos verdes de Limoges y un extravagante arreglo de flores silvestres adornado con velas reina en el centro de la mesa como preludio de lo que Cayetana tiene preparado en la biblioteca para después de la cena. Ha distribuido a sus invitados de modo que todos se sientan cómodos con sus vecinos. Ella tendrá a Manuel Godoy a su derecha y a Osuna a su izquierda. A Pepita la ha situado al lado de Goya.

—Para que habléis de un futuro retrato tuyo, querida —eso les ha dicho—. Un cuerpo tan bello merece no uno sino dos cuadros. —«Uno con la modelo vestida y otro idéntico con ella desnuda», le dice en secreto a Goya, que refunfuña porque jamás le ha gustado que le manden lo que ha de hacer.

A continuación de Fancho ha sentado a la Tirana y al lado de ésta a Hermógenes Pavía. Cuenta con que la belleza y bulla de Charito sirvan para desleír en lo posible la vitriólica disposición del plumilla. Con Amaranta contaba para hacer de cortafuegos entre los dos toreros, pero parece que madame Clicquot le ha hecho ya buena parte del trabajo, mírenlos ahí, siguen charlando de sus cosas. A la derecha de Costillares ha sentado a Pepa Osuna. ¿Será verdad esa hablilla que corre por la corte de que su muy sensata (y extraordinariamente discreta) amiga ha toreado al alimón en varias camas y con no pocos toreros? Cayetana piensa entonces en cierta conversación que ambas mantuvieron hace años en el Palacio Real. No recuerda el fraseo, pero sí la idea general de lo que le había dicho Pepa. Algo así como que, en cuestión de amantes y amoríos, era fundamental parafrasear aquel mandato bíblico que aconseja que la mano derecha no sepa lo que hace la izquierda… El último de sus invitados y el más taciturno es Manuel Martínez, pero Cayetana apenas le dedica un pensamiento.

La cena continúa con la complicidad del champagne rosé. Cayetana apenas necesita intervenir porque la conversación no decae en ningún momento. Tanto es así que incluso le da tiempo a observar otros detalles interesantes. Como el modo en que Goya mira a Pepita. —«Ay, este Fancho será sordo, pero desde luego el resto de sus sentidos, incluidos el del gusto y el tacto, le funcionan admirablemente». O cómo Pedro Romero intercambia con Amaranta lo que tiene toda la pinta de ser un billet doux o esquela galante. «Ahora ya sabemos dónde pondrá banderillas el de Ronda el próximo Domingo de Resurrección…». Y metidos en faena, tampoco pasan inadvertidos para Cayetana los golpecitos intencionados que el abanico de Pepa Osuna administra cada tanto en la mano y el antebrazo de Costillares. ¿Qué hubiera hecho su amiga si Godoy llega a presentarse sin previo aviso en su casa con su querida? La respuesta a esa pregunta es que tal situación es imposible que se produjera. Godoy jamás se habría atrevido a hacer tal cosa en otro lugar que no fuera en casa de Cayetana.

Mira ahora y de reojo el linfático y regordete perfil de Godoy. Qué poco queda del muchacho provinciano y algo azorado que tanto la había atraído años atrás. Si la cara es el espejo del alma, Godoy debería precaverse. Esas bolsas pronunciadas bajo los ojos, aquella carne aún sonrosada pero mórbida que ha conseguido sepultar, qué pena, uno de sus rasgos más encantadores, el delicioso hoyuelo de su mentón. Todos estos detalles hablan con demasiada elocuencia de vicios varios, de excesos, de grandes y pequeñas infamias. «El hombre más envidiado y odiado del reino no deja indiferente a nadie», piensa, viendo cómo los ojos de Godoy evitan los suyos al dirigirse a ella y cómo le tiembla imperceptible pero reiteradamente la mano izquierda. Aun así, a Cayetana le sorprende comprobar que siente afecto por él. Sí y siempre le tendrá ley, no sólo porque, detrás de la fea máscara de Príncipe de la Paz, asoma también el recuerdo del pequeño flirt que compartieron, sino por otro regalo muy preciado que, posiblemente, él jamás sospechará haberle hecho siquiera: permitirle descubrir cuánto amaba a José.

Cayetana deja entonces que la vista se le escape hacia dos cuadros de Goya que reinan en aquel comedor iluminado por mil bujías. A la derecha, su retrato vestida de blanco y con un brazo extendido que señala directamente hacia el segundo retrato. El de José, que sonríe apoyado en un piano mientras parece levantar la vista de la partitura de su amigo Haydn que lleva en la mano para mirar a todos los comensales allí reunidos. Sin que nadie se dé cuenta, Cayetana alza su copa hacia su marido y dice: «Mira lo que he preparado para nuestros invitados a continuación. Va por ti, José».