CAPÍTULO 38 UN CLAVO QUITA OTRO CLAVO

 

 

Apunta ya el alba cuando Hermógenes Pavía mordisquea por enésima vez su pluma de ganso en busca de inspiración. Maldita madame Clicquot, maldito champagne rosado y gabacho. ¿Qué funesto efluvio produce tal caldo sobre su otrora preclaro magín? ¿Desde cuándo se le resiste tanto escribir una de sus crónicas para El Impertinente?

Hace un frío que pela en el altillo que le sirve de hogar, cucarachas campan por sus respetos y un ¡clac! más un chillido indican que una rata acaba de caer en la trampa con queso rancio que acostumbra a colocar cerca de su cama para combatir el asedio de tan inmundas criaturas. Aun así, ni el frío ni las cucarachas ni menos aún los roedores han entorpecido jamás su labor de escriba. Al contrario, vivir en ambiente tan austero, por no decir miserable, agudiza su ingenio. Él no es como otros cagatintas. Él no se vende, él es incorruptible. Tanto o más que el gran Robespierre, su ídolo y modelo, a quien la diosa Razón tenga en su seno. Mientras fue el hombre más poderoso y temido de Francia y hasta el último de sus días vivió aquel prohombre en el cuartucho de una pensión bajo el escrutinio de sus caseros que lo vigilaban como a su dios y figura sagrada. ¿Y cuál había sido el único adorno, la sola fruslería, que se permitió en tan humilde habitáculo mientras se dedicaba a dictar sentencias de muerte a troche y moche (todas muy merecidas, huelga decir)? La presencia sobre las húmedas paredes de media docena de retratos de su persona en distintas poses y actitudes. Robespierre hablando en la Asamblea Nacional; Robespierre firmando la sentencia de muerte de Luis Capeto; Robespierre enardeciendo a las masas… ¿Adoración desmesurada de sí mismo, quizá? ¡No y mil veces no! Lo hacía con objeto de multiplicar su mirada crítica, tenaz, sagaz. La misma, o al menos similar, a la que lo observa a él en ese instante desde los muros de su monacal cuartucho. Porque también Hermógenes Pavía se había hecho inmortalizar por diversos pintores y artistas de renombre en media docena de retratos (¿qué mejor uso dar si no a las dádivas interesadas y corruptas que le llovían casi a diario?). Por eso ahora lo contemplaban asombrados —y también preocupados— esos ojillos avizores con los que la naturaleza lo había dotado, inmortalizados en un óleo de Bayeu; los mismos un poco más taimados desde un carboncillo de Folch de Cardona y hasta desde un apunte a mano alzada del mismísimo Goya, que es, entre todos los retratos que lo escrutan, el que presenta mayor severidad y circunspección como queriendo decir: «¿Pero qué demóstenes te pasa, Hermógenes Pavía? Vamos, deja de mordisquear la pluma y termina tu crónica de una vez».

El arranque había ido bien. No tuvo mayor dificultad en relatar para sus lectores la llegada al palacio de Buenavista y sus primeras impresiones del lugar. También le había quedado de guinda su relato del agasajo inicial con la duquesa ocupándose de rellenar personal y reiteradamente las copas de sus invitados (como si fuera una fámula de cantina, una alegre tonelera, vaya desfachatez, había sido su comentario). Asimismo, su pluma había corrido veloz sobre el papel mientras refería diversas incidencias de la cena, como, por ejemplo, las miradas lúbricas que había logrado interceptar entre el maestro Costillares y la de Osuna. O cierto retazo de conversación oído al vuelo entre Goya y Pepita Tudó («… Manuel tiene mucho empeño en que me retrate usted sin ropa —le había dicho la mantenida de Godoy al maestro de Fuendetodos—, pero a mí me azara no sabe usted hasta qué extremo…». A lo que Goya —siempre según el finísimo oído de don Hermógenes— había respondido: «Descuide usted, señorita, yo apenas reparo si la modelo va vestida o desnuda; cuando uno pinta, lo mismo da tener delante un culo que un jarrón chino, se lo aseguro».

Mención aparte merecía la lectura que el plumilla había hecho de las actitudes del Príncipe de la Paz y Cayetana mientras departían. Para hacer honor a la verdad, habría que decir que lo único que detectó fue la pequeña complicidad de dos que han compartido intimidades y luego elegido recordarse con cariño. ¿Pero quién quiere oír tan tediosa verdad? Si la realidad no se ajusta a mis deseos, peor para la realidad, he aquí el primer mandamiento de la ley de Hermógenes Pavía, de modo que, al transcribir la escena para sus lectores, se entretuvo en salpimentar y emperejilar bien la situación. ¡Qué veloz corría su pluma! Cuán lábil se deslizaba sobre el papel inventando miradas pícaras, carcajadas cómplices y golpecitos afectuosos con el abanico. Y sobre todo, qué verosímil y real como la vida misma le había quedado un párrafo en el que narraba cómo él, dejando caer su servilleta de fino hilo, había aprovechado para agacharse y observar bajo la mesa cómo supuestamente la mano de Godoy incursionaba falda arriba por la anatomía de la duquesa buscando el secreto e íntimo santuario mientras que, de cintura para arriba, ambos fingían charlar muy aburridamente con el otro comensal que le había tocado como vecino. «Cuerpo de pasión y cara de martirio», fue la frase con la que don Hermógenes acababa la descripción de la supuesta y falsa escena.

A partir de ese momento, sin embargo, su hermosa pluma de ganso con punta de oro —regalo interesado de otro mindundi que pretendía comprar sus favores, vana pretensión— se había detenido para siempre. ¿Por qué le costaba tanto continuar? Es cierto que el champagne rosado se le había convertido en mortal jaqueca, pero aquello no justificaba tan extraña parálisis. «Vamos, Hermógenes, estrújate las meninges, te queda aún por relatar la parte más interesante de la velada. Maldita resaca, maldita migraña, maldito clavo taladrándome las entendederas».

Lo peor del asunto es que resulta absolutamente perentorio que acabe de escribir su crónica antes de que nazca el día. Mañana sin falta tiene que estar en manos de sus lectores. Si no, corre el riesgo de que otro se le adelante y salga con la primicia. «Templa, Hermógenes. ¿Quién podría hacerlo si apenas éramos un ramillete de invitados los allí presentes y yo el único hombre de letras?», se pregunta el escribidor y él mismo se responde: «Esa rata de Martínez, tontolaba, ¿quién si no?». Hace un par de semanas que Hermógenes Pavía se barrunta que un sucio pasquín que causa furor de un tiempo a esta parte entre los lectores ávidos de noticias sobre la vida ajena, y que le está mojando peligrosamente la oreja a El impertinente, es obra de ese malaje. ¿No tendrá bastante con producir abominables obras de teatro que tiene que intentar robarle el pan a quien se lo gana honradamente? ¿Tan necesitado de cuartos está ese raspamonedas que ha de meterse a juntapalabras y cagatintas? El Clarividente, así se llama aquel detritus de chismes de alcoba, de aristocráticos escándalos y comidillas infames. Y lo triste —y lamentablemente cierto— es que está siempre muy bien informado, por eso no puede permitir que le gane la mano esta vez. «El que da primero da dos veces, Hermógenes Pavía, así que átate los machos, disipa ahora mismo esa jaqueca», se ordena recordando con muy poco cariño a madame Clicquot, a la que rencorosamente desea que se rompa la crisma. O no, mejor aún, que se quede viuda a la mayor brevedad para que, sin el amparo de un hombre, se arruinen ella y su malhadada bodega de champagne rosado. ¿Porque quién compraría unos caldos que se llamen Veuve Clicquot? Nadie.

El escribidor moja la pluma en el tintero y la escurre con parsimonia contra los bordes. Habitualmente, el gesto tiene la taumatúrgica virtud de convocar a las musas. Pero éstas deben de andar de fiestas bacantes porque su cabeza sigue tan espesa y algodonosa como antes.

Está bien. Hermógenes Pavía no desea recurrir a medidas drásticas, pero se ve que no va a tener más remedio. El escribidor se pone de pie y, diciéndose a la guerra como a la guerra y un clavo saca otro clavo, se dirige a un viejo aparador, uno de los pocos muebles que hay en la casa. Abre sus dos puertas y se enfrenta a lo que hay en su interior, tres o cuatro platos desportillados y otros tantos maltrechos tazones. Con cuidado los deja en el suelo. Presiona entonces un escondido botón que hay a su derecha y de inmediato se desliza lateralmente el fondo del mueble descubriendo una cámara secreta. Pagarés, papel moneda y todo un tesoro de Alí Babá en monedas de oro, plata, así como una buena colección de joyas y piedras preciosas lanzan sus coloridos destellos sobre la cara del plumilla. Él los ignora por completo. Quita, quita, le dice a un hermoso par de candelabros de oro regalo de una viuda rica en pago por no publicar cierta carta que relacionaba a su difunto marido con un monaguillo tierno como un querubín. Cuánto trasto inútil salmodia el incorruptible apartando todo aquello que él llama el precio de su discreción. Y por fin encuentra lo que andaba buscando. Alta, esbelta y hermosísima, he aquí su Hada Verde. Hermógenes Pavía la coge por el cuello y el líquido esmeralda de esa botella, que atesora sólo para las peores emergencias, reluce ante sus ojos. El plumilla se pregunta entonces si su alma gemela, Maximilien de Robespierre, conocería también las bondades de la absenta. Seguro que sí, al fin y al cabo, la receta de su inventor, Pierre Ordinaire, a quien artistas e intelectuales deberían erigir monumento, es de 1792, un par de años antes de que él muriera. Fue un bodeguero vasco, al que Hermógenes hizo la merced de enterrar cierto documento que lo vinculaba con la conjura de Malaspina, quien se la regaló. Junto con otros obsequios de más valor, como un anillo de rubíes que hay por ahí o aquel reloj con leontina de oro. «Pero qué son esas baratijas comparadas contigo —le dice el escribidor a su botella—. Ellos, vil metal, tú, mi salvación».

Hermógenes Pavía llena un buen vaso del viscoso líquido. Sabe que es perentorio no sobrepasar la dosis. Una vez se le fue la mano y estuvo viendo ratas azules con lunares y camellos voladores durante días. Así, muy bien, ni una gota más, el Hada Verde es generosa y a la vez temible. Ya nota cómo se desliza gaznate abajo, qué suave, qué cálida, qué misericordiosa. Ahora lo único que tiene que hacer es volver a su mesa de trabajo, mojar nuevamente la pluma en el tintero y esperar a las musas. ¡Oh, sí! Aquí vienen todas ellas y en tropel, tranquilas, bonitas, no os amontonéis, hay lugar para todas, vamos, vamos, un poco de orden, y Hermógenes Pavía posa la punta de su pluma sobre el papel y observa cómo ésta empieza a escribir, igual que si tuviera vida propia.

CAPÍTULO 39

 

… Según ha podido saber este Impertinente de fuentes muy bien informadas, una vez acabada la cena, llegó el mejor momento de la noche. ¿Creerán ustedes si les digo que la fiesta más elegante que se ha dado en Madrid en los últimos meses continuó entre las cenizas y los restos de un incendio? El nombre de Su Majestad la reina y su más que posible vinculación con el luctuoso hecho estaba en labios de todos, pero, por supuesto, no asomó en ninguno de ellos. Al menos de momento. La duquesa invitó a sus huéspedes a visitar la biblioteca. «O lo que queda de ella», dijo con una sarcástica carcajada mientras les abría las puertas. Tenga el sagaz lector a partir de este momento la gentileza de usar sus muchas dotes de imaginación para dar forma a la siguiente estampa. Dicen quienes la conocieron en todo su esplendor que la biblioteca del palacio de Buenavista era una de las más notables de Europa. No sólo por el número de volúmenes únicos, pergaminos, mapas y documentos valiosísimos que atesoraba, sino por las exóticas maderas de sus paredes y librerías, en las que convivían el ébano con el amaranto, el cedro con la caoba o el cerezo con el palo de rosa taraceados todos en feliz armonía. De tanta belleza sólo quedan ahora las quemadas estanterías que se alzan como retorcidos esqueletos fantasmagóricos. También una escalerilla de mano y tres sillas chamuscadas que recuerdan mucho a esos infelices habitantes de Pompeya sorprendidos por la lava en sus tareas cotidianas que acaban de descubrir hace unos años a las faldas del Vesubio. Sobre este panorama desolador, que espero mis sagaces lectores hayan recreado en sus siempre imaginativas mentes, la duquesa de Alba había preparado para sus invitados una sorpresa.

—¿Qué os parece mi jardín? —dijo a sus azorados huéspedes—. Seguro que la Parmesana, que es tan ignorante, no sabe que la ceniza es el mejor abono para las plantas exóticas. Mirad si no en qué se ha convertido nuestra devastada biblioteca. Donde antes había manuscritos de Pico della Mirandola ahora brotan liliums, orquídeas y hasta nardos; allí donde guardábamos las cartas de mi antepasado el conde-duque de Olivares, reinan las hortensias y los crisantemos. ¿Y qué os parecen estos nenúfares que sustituyen a tantos mapas y cartas marinas? Mirad también qué hermosas rosas púrpura han brotado espontáneamente entre las carpetas que antes atesoraban unos dibujos de Leonardo da Vinci; nadie puede decir que lo actual no es tanto o más bello que lo que antes había.

En efecto, el espectáculo era extraordinario. Los informantes de este Impertinente hablan y no paran de cómo aquellos oscuros esqueletos que en su día fueron estantes repletos de joyas bibliográficas atesoran ahora flores y enredaderas, entre las que asoman, por lo visto, bayas silvestres, setas multicolores y hasta mariposas que agitaban sus alas sobre tan colorido tapiz. El cuadro se completaba con dos pavos reales que deambulaban por aquel nunca visto vergel con aire majestuoso con sus colas desplegadas para delicia de los presentes.

El que más asombrado estaba con tal puesta en escena era sin duda Goya, que iba y venía observándolo todo. «Buen golpe de efecto —se le oyó decir en un aparte a la duquesa—. ¿Cuánto os ha costado este jardín de las delicias? Seguro que algún alma caritativa se ocupará en breve de hacerle un pormenorizado informe a nuestra señora la Reina contando en qué habéis convertido su… su pequeña llamada de atención, digamos. Noticias de este bosque encantado correrán mañana por todos los mentideros». «Aún no has visto nada, Fancho —fue la respuesta de la dama—. Espera, porque aún falta la traca final, ya sabes cuánto me gustan las fallas».

Nunca más certera la metáfora valenciana, porque ¿qué cree el sagaz lector que hizo la de Alba a continuación? Cuando ya todos habían admirado a placer tan particular decorado y algunos hablaban de poner fin a la velada, la dama se dirigió al otro extremo de la biblioteca, a la parte menos afectada por el fuego. Este Impertinente pide disculpas por no haber mencionado con antelación que la zona norte de la estancia había quedado casi incólume. Tanto es así, que incluso sobrevivía indemne la cortina de una de las ventanas. Fue hacia ese lugar donde la de Alba se dirigió, no sin antes convocar en torno a ella al resto de la concurrencia. «Un momento —dijo—, antes de que os marchéis, quiero que seáis testigos de un pequeño servicio que voy a rendir a Su Majestad la Reina».

«Tana, querida —fue el comentario de la siempre sensata duquesa de Osuna—. Es ya muy tarde, mejor dejamos el fin de fiesta que anuncias para mejor ocasión». «De ninguna manera», le respondió su amiga, justo antes de embarcarse en el siguiente parlamento que este Impertinente está en condición de relatar casi verbatim:

«Majestad —comenzó diciendo como si se dirigiera directamente a la Reina—, dada la más que probada diligencia de vuestros espías e informantes, mañana, o todo lo más pasado, os llegarán noticias de la cena celebrada esta noche aquí. Os contarán qué comimos, qué bebimos, os harán una somera descripción del aspecto de los salones, en especial de esta biblioteca que habéis tenido a bien distinguir con vuestro afecto tan caluroso —añadió, enfatizando cómicamente esta última palabra—. Como es lógico, también os darán a conocer la lista de invitados, lo que hará que al leerla se os atragante el mañanero chocolate a la taza con el que en vano intentáis endulzaros. ¡La de Alba de nuevo haciendo de las suyas!, exclamaréis sin duda al ver que junto al nombre del Príncipe de la Paz no figura el de la mujer que para él habéis elegido, sino otro muy distinto. ¡Cómo se atreve a invitar a esa mujer!, diréis al saber de la presencia (muy agradable, dicho sea de paso) de Pepita Tudó. Bien, señora, como nada que yo haga o diga, ni tampoco nada que digan o hagan vuestros espías, logrará convenceros de que esta invitación no fue premeditada, me he permitido adelantarme a vuestros afanes con respecto a mi persona».

En este momento, la dama en cuestión, y para asombro de todos los presentes, tomó uno de los muchos y bellos candelabros que por ahí había y, con él en la mano, acercó la llama de sus bujías a la tela de la antes mencionada cortina, que comenzó a arder como lo que era, la más fina e inflamable de las sedas.

«¡Qué hacéis!», fue el grito unánime de todas las gargantas.

«¿No lo veis? Ahorrarle trabajo a la Parmesana —retrucó la anfitriona antes de añadir—: Así no hará falta que me mande a esos chapuceros pirómanos suyos». Reía viendo cómo se consumía retorciéndose hasta desaparecer el único elemento sobreviviente del incendio anterior.

Este Impertinente se hace cruces al relatar a sus lectores tal desatino. Extravagancia, frivolidad y esperpento. ¿Es esto lo que llamamos aristocracia? Sócrates, Platón y Aristóteles se volverían a morir, pero de cólico miserere, si llegan a enterarse de que lo que comúnmente se llama un aristócrata, es decir, alguien perteneciente al grupo de personas que destacan entre otros por su excelencia (¿acaso no es ésa la etimología de vocablo tan mancillado?), sirve ahora para denominar a individuas que se permiten conducta semej…

 

Hasta aquí llegó la filípica de Hermógenes Pavía. Pasado el primer y espectacular efecto del Hada Verde, como muñeco al que se le acaba la cuerda, el plumilla quedó dormido como un pedrusco sobre los folios que estaba escribiendo. Peor aún, su cabeza, antes de posarse, tuvo la mala fortuna de caer sobre el tintero derramando sobre el texto su contenido. Una mancha negra y casi tan viscosa como la absenta se extendió rápidamente sobre el papel mientras que los pocos pelos de Hermógenes Pavía se ocupaban de emborronarlo aún más. Como si Sócrates, Platón y otros moradores del Parnaso tuvieran un raro sentido del humor, sólo una palabra sobrevivió al desastre, la misma que el plumilla estaba glosando cuando cayó en brazos de Morfeo: «Aristocracia».