CAPÍTULO 40 PARA ELISA

 

 

Trinidad aún se pregunta cómo ha podido tener tanta suerte. Un día después de desembarcar de La Deleitosa duerme en sábanas de lino con un bonito camisón de encajes y arrullada por los grillos de los jardines del Gran Hotel Belmond. Si aquel ya lejano día en que consultó a los orishás junto a Celeste y el Gran Damián éstos le hubieran profetizado que la primera noche en Funchal la pasaría de este modo, mucho se habría maliciado sobre la razón de tanto lujo. Un hombre, un amante, un amo, ésa le hubiera parecido la única explicación plausible. Un engaño más de los orishás. Sin embargo, y esta vez para bien, nada más lejos de la verdadera explicación. Si Trinidad duerme entre linos y puntillas es porque ha encontrado trabajo y muy ventajoso además. «Psss, sí, tú, morena, a ti te hablo, ven, acércate, no temas». Con estas palabras había entrado en su vida la señorita Elisa de la Cruz Malacang, natural de las islas Filipinas, de profesión sus labores (y qué interesantes labores), con cuerpo de niña pero ojos de raposa.

El desembarco de La Deleitosa había sido tan caótico como lo eran todos entonces. El puerto bullía de gente que aguardaba la llegada de las naves para ofrecer a los pasajeros sus servicios, maleteros, mozos de cuerda, vendedores de baratijas, conductores de carruajes, dueños de pensiones y fondas, también de trapicheros dispuestos a comprar a la tripulación y a la marinería los objetos que traían de la Península. Había luego los que esperaban mercancías, paquetes, encomiendas, cartas, y todos gritaban propiciando un ambiente bullanguero y anárquico perfecto para los intereses de Trinidad. Conocedora de cómo eran estos momentos de confusión en otros puertos, se propuso no perder ni un minuto en escapar de los señores de Santolín. Si se escabullía pronto, doña Tecla pensaría que estaba aún en la nave con don Justo, don Justo que estaba ya en tierra con doña Tecla o corriendo detrás de Colibrí y, para cuando quisieran darse cuenta, ella, sin más equipaje que cuatro trapos metidos en un hatillo, habría desaparecido engullida por aquella pleamar de gente que se movía y fluctuaba alrededor del barco. Lo último que vio antes de echar a correr fue a don Justo que la miraba desde cubierta. Ni una voz, ni un grito de alarma dio, sólo un suspiro —¿de alivio, quizás?— al ver cómo se alejaba entre el hervidero humano la causa de sus tormentos. Aun así, continuó corriendo con todas sus fuerzas. Necesitaba llegar lejos, fuera, más allá del muelle, y no se detuvo hasta alcanzar media docena de galpones que se levantaban en las postrimerías del puerto. Únicamente entonces se permitió parar a recuperar el aliento. Hacía mucho calor, las faldas se le pegaban a las piernas impidiéndole continuar, y entonces reparó en él. Se trataba de un muchacho de unos once o doce años. Vestía al modo del lugar. Bombachos blancos más bien cortos, camisa del mismo color con faja escarlata y en la cabeza un extraño bonete en forma de embudo. «Shelter, miss?», preguntó y, al ver que no hablaba inglés, que era la lengua que más sonaba en aquel puerto, probó con el portuñol: «¿Precisa refugio, senhorita?».

Trinidad asintió con la cabeza y pocos minutos más tarde entraba en un mundo nuevo. En el de los parias de puerto, aquellos que se arraciman alrededor de los muelles esperando embarcar hacia las Américas. Y los había de todos los colores. Blancos, negros, rubios, pelirrojos, también chinos u orientales, que fue junto a quienes decidió acomodarse porque le parecieron los menos amenazantes. Tomó asiento tratando de poner en claro sus ideas y en esas estaba cuando se le acercó una dama que apenas levantaba unos cuantos palmos del suelo, tan bajita y menuda que Trinidad pensó que era una niña maquillada y vestida para aparentar mayor. Una voz profunda y unos ojos filipinos y sabios desdecían, sin embargo, tal eventualidad.

—¿Buscas trabajo, muchacha? —preguntó mientras hacía girar sobre su hombro una sombrillita de encaje tan pequeña como su persona.

Trinidad tardó en contestarle, imaginó que no se dirigía a ella, sino a otras personas que tenía alrededor.

—No, no, es a ti, morena —insistió la recién llegada, con un acento oriental que no sólo convertía todas las efes en pés y las erres en eles, sino que hacía que concluyan no pocas palabras en «ng»—: Sí, tú, muchachang, ponte de pie, necesito velteng —dijo, con el tono de quien está acostumbrada a que la obedezcan sin rechistar.

Trinidad imaginó que aquel galpón de puerto posiblemente fuera un lugar al que acudían patronos en busca de mano de obra barata y desesperada para los trabajos duros y mal pagados. Mineros, buceadores, poceros y también —o tal vez habría que decir sobre todo— esclavos sexuales, calientacamas, putas… De hecho, cuando después de intercambiar un par de palabras con la señorita, ésta la conminó a que la siguiera, se imaginó que tal iba a ser su destino y resignada estaba ya a pagar el precio. Pero no. Los orishás, que tantas veces se habían hecho los sordos cuando los invocaba, debían de estar de excelente humor aquella mañana, a juzgar por la propuesta que le iba a hacer la dama en cuestión. Pero antes de explicitar nada, caminaron un buen trecho sin apenas cruzar palabra. La señorita Elisa bajo su bonita sombrilla de encaje, ella recibiendo los rayos del sol de Funchal que poco tenían que envidiar a los de su tierra cubana. «Vamos, morena, que casi hemos llegado. Aquí es donde me alojo. ¿Qué te parece el Gran Hotel Belmond?».

¿Y qué habría de parecerle aquel edificio alto y blanco, con su veranda de madera al estilo colonial inglés y sus muros recubiertos de flores trepadoras? Un sueño, después de pensar que pasaría sus noches en la calle y mendigando. Si la señorita Elisa era una madama como imaginaba, debía de serlo de postín, se dijo mientras la seguía, siempre a dos pasos de distancia, primero al entrar en el hotel (asegurándose de que nadie las viera) y luego al dirigirse a las habitaciones. No fue hasta que estuvieron dentro y con la puerta bien cerrada cuando comenzó a desgranar los planes que tenía para ella y lo hizo en estos términos:

—¿Has visto que he esperado a que no hubiera moros en la costa para que entraras? —preguntó con su particular acento.

—Sí, señora, lo he visto.

—Pues ya no lo verás.

—¿Cómo dice, su merced?

—Que ya no lo verás más —repitió ella—, porque después de que te equipe adecuadamente, sólo nos moveremos por los salones más distinguidos.

—Nos moveremos…

—Cada una en su papel, naturalmente. ¿Cómo te llamas?

—Trinidad, señora.

—Pues a partir de ahora te llamas Anahí.

—¿Anahí?

—Es un nombre que me ha traído suerte y no pienso cambiarlo sólo porque haya tenido una pequeña crisis laboral, digamos.

La señorita Elisa explicó a continuación que, desde que estaba en este negocio, todas sus ayudantas eran conocidas por ese nombre.

—Mis clientes detestan los cambios. O mejor dicho, sólo les gustan en una esfera muy específica de nuestra relación profesional —añadió, señalando con un vaivén de una mano lindamente manicurada un cofre color lacre que había cerca de la ventana.

—¿Me podría explicar usía qué es lo que espera de mí? —se atrevió Trinidad a preguntar.

—¿Tú sabes lo que es un marco?

—¿Como lo que tienen los retratos y cuadros de postín? —aventuró, pensando que acababa de decir una tontería.

—Chica lista, exactamente eso —apostilló la señorita Elisa, estudiándola con sus ojos de almendra como si quisiera penetrar en sus más recónditos pensamientos—. Toda pintura requiere un marco. Si es de escasa calidad, le da prestancia, pero si es buena, directamente la convierte en obra de arte. ¿Comprendes ahora?

—No demasiado. ¿Qué es lo que tengo que hacer?

—Nada y todo. Nada porque el trabajo lo hago yo y todo porque tendrás que estar siempre conmigo. Eso es lo que hace un buen marco. Lo malo es que algunos de ellos (algunas, debería decir) con el tiempo se creen que, en vez de un simple trozo de madera, son la obra de arte que recuadran y entonces la cagan. —La cagang había pronunciado muy poco primorosamente la señorita Elisa antes de achinar los ojos y continuar—: Es lo que pasó con mi anterior Anahí y también con la anterior a ella. Todas acaban cometiendo el mismo error, sobre todo cuando empiezan a familiarizarse con el contenido de éste —añadió, señalando una vez más en dirección al cofre rojo—. Por eso necesito que respondas a unas cuantas y simples preguntas antes de saber si me sirves o no como Anahí. ¿Hay un hombre en tu vida?

—Lo hubo, pero ya no lo hay.

—¿Te dejó él, lo dejaste tú, murió acaso?

Trinidad no sabía cuál era la respuesta que preferiría recibir la señorita, pero pensó que era mejor decir la verdad aun a riesgo de perder el empleo. Por eso le contó todo lo que había que saber sobre Juan y la razón que la había llevado hasta Madeira.

—¡Perfecto! —dictaminó la diminuta dama encendiendo un largo y finísimo cigarro con boquilla dorada—. La situación ideal para mí. En busca de un hombre al que no ves desde hace años, enamorada de un recuerdo, de una quimera imposible, inmejorable situación personal.

—¿Piensa usía que no lo voy a encontrar?

La señorita se encogió de hombros.

—No. O tal vez sí, pero cuando lo encuentres descubrirás que no es lo que buscas, nunca lo es —añadió con sabiduría milenaria—. En cualquier caso, me gusta que no me hayas mentido, eso ya dice mucho en tu favor. ¿Estás preparada para convertirte en la perfecta Anahí?

Acto seguido, la señorita había abierto un gran armario de dos cuerpos. Del lado izquierdo, colgaban prendas de su pequeño tamaño, del otro, varias que Trinidad pronto comprobaría que le quedaban como un guante.

—Es una precaución mínima —explicó mientras se subía a una escalerita para alcanzar la primera prenda del lado derecho—. Elijo a mis Anahís todas de la misma talla y altura, se ahorra una muchos cuartos en vestuario. Pruébate esto y esto y esto también…

Minutos más tarde aparecía en el espejo, y ante los asombrados ojos de Trinidad, su nuevo uniforme de trabajo. Le agradó ver que su aspecto se parecía mucho al que llevaba en Cuba para las ocasiones. Falda blanca y amplia de batista, corpiño ceñido y, debajo de él, una bonita blusa criolla que le dejaba los hombros al aire. Completaba el atuendo un turbante de colores y unos zapatos escarlata bastante incongruentes con el resto de las prendas.

—Distintivo de la casa, querida, mis clientes son muy particulares cuando se trata de un lindo pie.

Trinidad tardaría aún un poco más en entender en qué consistía su nuevo trabajo y cuál era exactamente el oficio de la señorita Elisa.

Al menos durante un par de días, ésta se había dedicado a lo que ella llamaba «sembrar y esperar» y que se traducía, simplemente, en salir a pasear juntas por la ciudad. A la caída de la tarde, aquella eterna adolescente se ponía uno de sus lindos vestidos de colegiala en día de fiesta, se maquillaba del modo más discreto pero original y luego, protegida por su sombrilla —y siempre con Trinidad dos pasos detrás de ella—, recorría las calles principales de Funchal haciendo como que se interesaba muchísimo por los escaparates de los comercios, sobre todo de las joyerías. Por las noches, la función de Trinidad consistía en bajar a la terraza del hotel con ella. La señorita se sentaba en la mesa más visible desde la calle y ahí pasaba horas degustando un enorme batido de vainilla con aire entre perverso e inocente, como si aguardase la llegada de alguien muy especial. De Trinidad se esperaba que se ocupase de pequeñas pero constantes encomiendas que debía realizar al vuelo y coronar siempre con una reverencia (ni muy rápida ni muy lenta, ni muy profunda ni tampoco trivial, ésas eran las instrucciones), mientras que las peticiones variaban entre: «Tráeme un pañuelo», «Pídeme unos picatostes», «Avisa al camarero» o «Mira si ha llegado alguna carta para mí…». Ni en sus paseos por la ciudad ni tampoco durante sus refrigerios en la terraza se les acercó nadie jamás, pero Trinidad pronto iba a comprender qué significaba aquello de «sembrar». Al tercer día empezaron a aparecer los primeros ramos de flores que la diminuta dama iba colocando en riguroso orden de llegada fuera, en el balcón. «Está al caer “rosas rojas con acompañamiento de claveles”», anunciaba de pronto y eso quería decir que había que traer de la terraza el ramo en cuestión porque pronto aparecería por la puerta su remitente. «Rosas rojas con acompañamiento de claveles» resultó ser un caballero inglés de unos cincuenta años que sudaba mucho, por lo que los largos pelos que artísticamente entretejía sobre su calva a modo de ensaimada lucían lánguidos y mustios cuando Trinidad le abrió la puerta.

—Good evening, Anahí —saludó, alargándole su bastón y también el sombrero que llevaba en la mano. A continuación, le hizo entrega además de un sobre con sólo dos palabras: «Para Elisa».

Trinidad tenía instrucciones de no franquear la entrada a nadie a menos que le dieran tal contraseña. Sólo después de oír «Para Elisa», debía hacer una pequeña reverencia (de idénticas características a las de la terraza), preguntar al caballero si sus preferencias incluían o no «el cofre» y, con esta información, ir a la habitación de al lado. Allí, vestidita como para jugar al aro o salir de paseo, pero entregada a alguna infantil tarea, repasar las tablas de multiplicar, por ejemplo, o dibujar aplicadamente algo con compás y cartabón, aguardaba la señorita. A veces no había ningún otro elemento digno de mención en su puesta en escena. Otras, en cambio, añadía al decorado una pequeña y hermosa tina de baño en bronce que se hacía traer previamente por los empleados del hotel. «Gracias, Anahí, haz pasar al caballero y luego cierra la puerta». «Bien cerrada», solía precisar, lo que hacía que Trinidad sintiera cada vez más curiosidad por saber qué pasaba allá adentro. Por fin se decidió a hacer algunas indiscretas indagaciones. Fue el día en que un enorme ramo de orquídeas rodeadas de alhelíes anticipó la presencia de un holandés rubio como la cerveza y grande como un armario que se quedó clavado en la puerta mientras miraba alternativamente a la bañera y luego a la señorita, que, con un gracioso vestido azul con cuello de marinerito y sin reparar en su presencia, leía un cuento de hadas. El ojo de la cerradura era lo suficientemente chivato como para que Trinidad se hiciera una idea de en qué consistían las actividades de su nueva ama. «¡Desnúdate! —oyó que ordenaba la bella a su visitante—. ¡No aquí, allá, en tu sitio, detrás de la cortina de la ventana!». Aquel hombretón obedecía como un perrito. «¿Estás listo?», preguntó, y cuando él, con una voz que más parecía un jadeo respondió que sí, la señorita Elisa cerró su libro y se puso a recoger todos los útiles escolares que había diseminados por ahí y que eran muchos. Iba y venía por el dormitorio tarareando una infantil canción. Guardó primero el compás y los cartabones y lo hizo en uno de los cajones inferiores del armario, lo que, al agacharse, dejó ver por detrás unos deliciosos pololos con puntillas. Hizo otro tanto con el cuaderno de dibujo y las acuarelas, sólo que esta vez hubo de subirse a una escalerita para depositarlos en un estante muy elevado. «¡Qué calor!», suspiró terminada la faena sentándose en una silla próxima con las piernas abiertas, mientras se abanicaba. Para entonces la cortina rilaba visiblemente, pero la señorita Elisa parecía haber olvidado la presencia del holandés enorme. Poco a poco empezó a desnudarse. De pie ante el espejo se quitó primero el blusón de marinerita. Procedió luego a despojarse de una camisa interior muy linda con lazos celestes que pronto dejó al descubierto su torso de ninfa en el que reinaba un pecho infantil e insolentemente inhiesto que apuntaba a la temblona cortina rozándola suavemente. Fue sólo un segundo, porque enseguida la señorita se alejó de allí. Siempre tarareando la misma nana, procedió a deshacerse de la falda. Aquí estaban ahora sus lindos pololos en todo su esplendor así como un par de medias de seda. Trinidad quería dejar de mirar, incluso se separó del ojo de la cerradura, pero aquella inocente canción que subía de volumen la hizo regresar a la bocallave. Ahora, por toda vestimenta, la señorita Elisa llevaba un par de zapatitos rojos que comenzó a desabrochar de espaldas a la cortina pecadora. Una vez desnuda, se metió en el agua. Seguía tarareando su canción mientras se aseaba con movimientos largos, suaves pero a la vez minuciosos que no descuidaban ningún íntimo escondrijo. No hubo reacción detrás de la cortina. Ni cuando se enjabonó haciendo asomar de las aguas un diminuto y delicioso pie, tampoco cuando hizo otro tanto con su virginal pubis o cuando se puso de pie para enjuagarse entera con la ayuda de una concha de nácar, tan pequeña, que tardó un buen rato en terminar su higiénica encomienda. Ni siquiera cuando la señorita Elisa pasó, primero a secarse y luego a envolver su cuerpo en una nube de talco que llenó el aire de un delicioso aroma a lavanda; la cortina apenas se agitó al elevarse tras ella un chillidito agudo y desesperado.

Trinidad se alejó de la cerradura. Había visto lo suficiente. Avergonzada, decidió volver a sus quehaceres. Por lo menos media docena de arreglos florales en el balcón que esperaban turno para ser regados, ropa que recoger, cintas que planchar. Lo que pasara al otro lado de aquella puerta no era de su incumbencia y, sin embargo, cuando minutos más tarde ésta se abrió para dar paso a aquel hombre inmenso, no pudo resistir la tentación de mirarlo con mal disimulado interés.

—Para Elisa —le dijo el holandés errante, caminando con las piernas muy abiertas mientras le entregaba una húmeda y tintineante bolsa repleta de monedas—. Todo para Elisa.