CAPÍTULO 41 PRIMERAS PESQUISAS

 

 

La señorita debía de tener un amplio catálogo de juegos y malabarismos eróticos, a juzgar por los objetos de los que elegía acompañarse según quien fuera su cliente. Aparte de la bañera de bronce que tenía muchos adeptos, Trinidad pudo constatar la presencia de los siguientes utensilios que ella debía situar en la habitación de la dama antes de que entrara el cliente: un balancín con forma de caballito, un diábolo adornado con un bonito cordón verde, una palmeta de las que se usan para sacudir alfombras y esteras; plumeros, guantes de cabritilla; redomas, cintas de varios largos y gruesos y hasta un gorrito de grumete que, invariablemente, quedaba hecho un guiñapo tras las sesiones amatorias y que Trinidad no tenía la menor idea de cómo ni para qué se utilizaba. Eso por no hablar del famoso cofre color lacre que permanecía siempre cerrado en una esquina de la estancia y que Trinidad no estaba autorizada a tocar. «Ni para sacarle el polvo, querida, una artista debe ocuparse personalmente de sus útiles de trabajo, tú a tus quehaceres y yo a los míos».

El negocio iba viento en popa. Cada vez eran más los ramos de flores que se agolpaban en la terraza y más variopintos los caballeros que llegaban a continuación: un médico belga, un tahúr sueco, un tipo con toda la pinta de ser un gran caballero que viajaba de incógnito y hasta un joven que no parecía tener muchos caudales pero muy agradable. Las bolsas de dinero que entregaban parecían cada vez más abultadas, algunos clientes repetían al cabo de un par de días y todos sin excepción salían del cuarto de la bella con el aspecto azorado de quien ha asistido a un portentoso milagro. Por eso, Trinidad no comprendió por qué al cabo de unas semanas la señorita declaró que debían «cambiar de aires».

—¿Cómo así? —preguntó Trinidad contrariada. Ahora que empezaba a conocer la ciudad utilizaba las salidas vespertinas con la señorita para hacer sus averiguaciones. Incluso se había enterado de que entre Funchal y el pueblo de Boaventura que Hugo de Santillán le había señalado en el mapa, había una diligencia que recorría la ruta dos veces por semana. De hecho, tenía pensado pedir a la señorita que le diera un par de días libres para acercarse hasta allí. Le habían dicho que era un enclave muy pequeño, por lo que se imaginaba que no tendría mayor dificultad en encontrar allí el rastro de Juan. Además, ¿a qué se refería la señorita con eso de «cambiar de aires»? ¿No les estaba yendo estupendamente en Funchal?

—«Una piedra rodante no coge musgo» —fue su explicación antes de añadir que se aburría, que como artista que era requería permanentemente nuevo público para no caer en la rutina, por lo que tenía pensado mudarse al otro lado de la isla. «O directamente irnos a las Américas, Madeira es demasiado pequeña para mí».

Trinidad se dio cuenta de que debía darse prisa. Si quería ir hasta Boaventura, era menester no demorar la partida. Habló con la señorita. Al principio, no estuvo muy receptiva. «Hay mucho trabajo y la clientela no espera», dijo. Pero por fin, después de no poco tira y afloja, logró convencerla. Necesitaba sólo un par de días, el tiempo suficiente para ir hasta Boaventura. Después, tenía pensado volver y trabajar para ella hasta que contratara una nueva Anahí.

—Muy segura estás de encontrar allí a tu hombre —le había dicho la señorita mientras trajinaba ginebra. Su papel de eterna adolescente tenía sus incómodos peajes. Los que peor llevaba eran no poder fumar y tener que tomarse todos aquellos aborrecibles batidos de vainilla. Por eso, cuando estaban a solas, bien que se desquitaba fumando como una chimenea y bebiendo como un ballenero—. No seré yo quien te desilusione —añadió, encendiendo uno de los cigarros con boquilla que guardaba para solazarse en las pausas entre clientes—. Pronto será Viernes de Dolores, el negocio mengua mucho por esas fechas, de modo que puedes marcharte ya, pero te quiero aquí de vuelta el Domingo de Resurrección a primera hora, que, después de tanto ayuno y abstinencia, hay que ver cómo se redoblan los ardores.

Trinidad, al oír aquello, se sintió tan agradecida que tuvo el impulso de coger aquella cara de niña buena de su ama y darle un par de besos. Pero la señorita se echó hacia atrás a tiempo mientras la ahumaba con una bocanada de su elegante cigarro. «Anda, anda, menos arrumacos», rezongó. Ella nunca había sido partidaria de las muestras de afecto, le parecían una redundancia en un negocio como el suyo.

 

* * *

 

Con el sueldo del mes en el bolsillo y en el escapulario que siempre llevaba al cuello la moneda de plata regalo de Caragatos, Trinidad se sentía rica por primera vez en su vida. Le habían dado una semana, siete largos días para un viaje de apenas diez leguas.

Dejó el hotel muy temprano después de regar los arreglos florales que había en el balcón. Sólo dos de ellos eran nuevos. Tenía razón la señorita. La semana de pasión hacía menguar otras pasiones menos sacrosantas. A pesar de la hora, hacía mucho calor y decidió ir por la sombra. Distraída iba pensando en no llegar tarde a la diligencia cuando se le acercó una mujer. Ya se había fijado en ella en ocasiones anteriores. Tenía por costumbre apostarse en unos soportales próximos ofreciendo a los viandantes ramitas de romero. «Para las enfermedades, para el buen olor, para espantar espíritus», era su habitual letanía. Una que Trinidad había oído en otras muchas calles, de La Habana, de Sevilla, de Madrid también. La fetidez que subía de los desagües atorados de desperdicios y las aguas mugrientas que, sin más que un ritual y siempre tardío «agua va», echaban los vecinos por las ventanas hacía muy necesaria su mercancía. Muchas eran las damas que compraban un buen manojo para abanicarse con él y hacer más llevaderos sus paseos. Trinidad, con dinero propio por primera vez, decidió darse ese lujo. «Un ramillete, si me hace la merced», dijo buscando en su faltriquera unas monedas. Iba a dárselas a la mujer cuando ella la retuvo cogiéndola por la muñeca.

—¡Una moneda más, morena, y te digo la buenaventura!

—Gracias, no hace falta —se alarmó, porque sus manos eran fuertes y sus dedos demasiado largos.

—Un cobre más y sabrás el futuro, niña, déjame tu mano…

—¡Déjeme, llevo prisa! —se zafó Trinidad y ya se alejaba sin mirar atrás. Aun así, la alcanzó la voz de aquella mujer que le gritaba:

—La buenaventura no se desprecia, trae mala suerte…

No fue hasta encontrarse dentro de la diligencia y después de palpar y comprobar que no le había sustraído nada cuando respiró tranquila. Y al hacerlo, rio incluso, porque, salvo aquel incidente irrelevante, todo lo demás era perfecto. El coche, que resultó cómodo y espacioso, salió puntual y, además, iba semivacío. Junto a ella viajaba sólo una pareja mayor que no tardó en quedarse dormida, lo que le permitía disfrutar del paisaje. Aquella isla, a pesar de ser tan escarpada, se parecía no poco a Cuba. Los mismos platanales, las mismas orgullosas palmeras, incluso la gente que se veía en los campos y en los caminos le recordaba los guajiros de allá en Matanzas. Caviló entonces pensando en cómo habría sido la vida de Juan durante todos esos años. Seguramente no le habría costado mucho acostumbrarse a vivir en una tierra tan similar a la suya. ¿A qué se dedicaría ahora? Parecía una isla fértil y agradecida, producía vinos, banano, también caña de azúcar como la que la familia de Juan cultivaba en Cuba. Lo más probable era que tuviese ahora una pequeña plantación. Y quien dice pequeña dice grande; conociéndolo, seguro que había prosperado mucho. Se lo imaginó entonces sentado en aquella veranda que, tantas veces y para mal, había aparecido en sus sueños. Solo que ahora, en vez de ser una pesadilla, era una escena idílica. Allí estaban los dos, charlando en sus mecedoras y un poco más acá Celeste, que rezongaba a Marina por quién sabe qué nadería. ¿Y quién se acerca ahora? Pero si eran Caragatos y Luisita, que habían venido a visitarlos… A Trinidad nunca le habían gustado los castillos en el aire, pero aquello parecía tan real, tan verosímil, apenas unas leguas más y llegarían a Boaventura.

El enclave resultó ser aún más bello de lo que imaginaba. Situado en un valle con altas montañas a cada lado, era como si un enorme y prehistórico río de lava se hubiera secado dejando en su lecho una tierra generosa en la que crecían palmas, orquídeas y buganvillas revueltas y en alegre confusión. Y entre ellas, asomando sus tejados rojos, se levantaba medio centenar de casas blancas, todas de una planta, todas amplias y espaciosas. El paisaje no recordaba ya a Cuba, es cierto, y el aire era más frío allá arriba, pero los lugareños tenían sin embargo ese mismo aspecto de guajiros que tanto la había hecho soñar durante el trayecto.

—Perdone —le dijo entonces a la primera persona que se cruzó en su camino nada más bajarse de la diligencia—, ¿conoce usted a don Juan García?

Su interlocutor resultó ser un muchacho de unos veintipocos años que llevaba una burra del ronzal. Le costó hacerse entender en el escaso portugués que había aprendido a chapurrear desde que trabajaba para la señorita Elisa, pero al fin el chico le señaló la única iglesia del lugar. Cómo no se le había ocurrido antes, una iglesia es siempre el lugar ideal para hacer averiguaciones, sobre todo en un pueblo pequeño como aquél. No sólo se reunirían ahí los domingos buena parte de sus habitantes, sino también y con seguridad se guardaban los registros de nacimientos, bodas y, Dios no quisiera, defunciones. Hacia allí dirigió sus pasos. Se trataba de un edificio modesto, encalado en blanco con una simple cruz de madera en el frontispicio y se levantaba en un pequeño promontorio no muy lejos de donde la había dejado la diligencia.

—¿Juan García? —repitió el cura del lugar, un fraile al que Trinidad encontró en la sacristía—. Sí, creo que ya sé a quién te refieres, a João, y sí, es buen feligrés de esta casa. ¿Se puede saber quién lo busca? —añadió luego con cierta reserva—. No vienen muchos forasteros por estas tierras.

El cura resultó ser un aragonés que se había establecido en aquellos valles treinta años atrás. Y tan encantado estaba de tener a alguien con quien conversar en su idioma que la puso en antecedentes de toda la historia del lugar. Le habló de cómo Boaventura había sido un sitio más próspero del que ahora era y de cómo quedó rezagado y casi en el olvido después de que lo arrasara un huracán dos lustros atrás. Le habló también de sus gentes, de cómo él lo sabía todo de ellas.

—Entonces tal vez pueda darme alguna noticia de Juan —solicitó Trinidad, contenta de poder averiguar algo de su llegada a Madeira y de cómo había logrado abrirse camino.

—Es el hombre más próspero del lugar —explicó el cura—. Cómo llegó no lo sé, tampoco recuerdo muy bien cuándo, pero sí puedo decirte que tengas cuidado. No sé qué antiguas cuitas esconde, pero no se da con nadie. Vive solo en esa gran casa que hay al final del pueblo, la reconocerás fácilmente, pues tiene la única parra virgen del lugar.

Se le aceleró el corazón al oír aquello. También había una parra virgen en su vieja casa allá en Matanzas, qué propio de Juan haber plantado una en recuerdo de aquélla. Le dio las gracias al sacerdote y se despidió. No quería perder ni un minuto en reunirse con él. Bueno, un minuto sí, el tiempo suficiente para, ahora que no la veía el páter, asomarse a la pila de agua bendita y buscar en ella su reflejo. Quería estar guapa para él. Habían pasado muchos años. Ya no era la adolescente de grandes ojos confiados que él había conocido. El tiempo y sus afanes habían comenzado a tejer finas líneas alrededor de ellos, pero le agradó comprobar que el brillo de sus pupilas en nada desmerecía al de entonces. ¿Qué más podía hacer por mejorar su aspecto? Fuera, en la puerta de la iglesia, vio un rosal cuajado de flores. Sonriendo, eligió entre todas la más blanca y la prendió en su pelo tal como acostumbraba a hacer allá en Cuba a la hora de la siesta, antes de sus escapadas para verse a solas y demorarse en besos con sabor a ron. Hecho esto miró hacia arriba. Hacia la tosca cruz de madera que había en la fachada y se persignó. Cuando se reuniera con Juan —se prometió—, volvería a la iglesia a agradecer al Cristo su buena suerte. También dedicó un recuerdo a los orishás, sus caminos torcidos por fin empezaban a enderezarse.

 

* * *

 

—… No, usted no me comprende, es con Juan García con quien quiero hablar.

—Y yo te repito, negra, que João García soy yo, en qué idioma quieres que te lo diga, porque ya he probado en portugués y español.

Un perro, un dogo alemán, la mira con no buenas intenciones y el hombre que acaba de dirigirse a ella después de que un criado le franqueara la entrada tiene un acento áspero que no se parece en nada a la forma de hablar de Juan. Es tanta la diferencia entre lo que esperaba ver y lo que ha encontrado que Trinidad mira asombrada. Ni aunque hubieran pasado treinta años podría Juan haberse convertido en la persona que tiene delante. Uno tiene los ojos claros, el otro negros. Si Juan era trigueño, éste es cetrino, uno de risa fácil mientras que el otro…

—¿Por qué has dejado entrar a esta mujer, Rosendo? ¿No he dicho mil veces que no quiero visitas?

—Es culpa mía, señor —ataja Trinidad—. Le expliqué que nos conocíamos de antiguo, pero debe de haber alguna confusión, no es usted la persona que esperaba.

—Ignoro a quién esperabas, pero ya sabes dónde está la puerta. Ni siquiera sé cómo te atreves a llamar, las negras como tú pasan por la de servicio, suerte tienes de que no te eche a patadas —añade el hombre antes de desaparecer seguido del perrazo.

—Por favor, señor, sólo una pregunta, vengo de tan lejos…

Las lágrimas corren por sus mejillas y qué absurda se siente con esa flor en el pelo como una novia abandonada. Al menos logra intercambiar algunas palabras con el criado, pero no es mucho lo que consigue averiguar: sí, trabaja para él desde hace más de veinte años y sí, en efecto, se llama del mismo modo que la persona que ella busca. Pero no, nunca ha oído de nadie con ese o cualquier otro nombre del que se diga que sobrevivió a una tormenta en altamar. Sí, Boaventura es una comunidad muy pequeña, de modo que una historia como ésa sería conocida por todos. Y no, no hay nada más que pueda hacer por ella salvo ofrecerle algo fresco para paliar el calor y el cansancio…

Trinidad se lo agradece, pero prefiere alejarse cuanto antes. Necesita estar sola, pensar. A medida que deja atrás aquella casa, recuerda a Caragatos. Cuánta razón tenía al burlarse de sus orishás. Tonta, más que tonta. ¿Acaso no sabía de sobra lo mucho que les gustaba jugar con sus profecías? ¿Por qué les había hecho caso? Tanto adoraba el sonido de aquellas dos palabras, Juan García, que nunca se le ocurrió pensar en lo vulgar que era como nombre. ¿Cuántos Juanes, Joanes o Joãos García habría en este mundo? Trinidad se arranca la rosa que con tanta devoción había entreverado con su pelo. Otra trampa del destino, otra jugarreta de los orishás. Ya nunca más se fiará de ellos.