CAPÍTULO 43 MALAS NOTICIAS

 

 

Palacio de las Dueñas

Sevilla

 

 

Excelentísima señora duquesa de Alba

Palacio de Buenavista, Madrid

15 de mayo de 1796

 

 

Señora:

Es mi penoso deber advertirle que el señor duque se encuentra mal de salud. Hace semanas que le ruego sea él quien escriba a usía para comunicárselo; sin embargo, ora con una excusa, ora con destemplanza e impaciencia impropias de su carácter, pospone hacerlo. Tengo para mí que no quiere preocupar a su merced, pero yo, como secretario suyo que soy, nunca me perdonaría que ocurriera, Dios no lo permita, alguna fatalidad sin que usía esté enterada. Como bien sabe, llegamos a este palacio de las Dueñas hace unos meses y la pertinaz carraspera que lo aqueja de tiempo atrás pareció desaparecer, al menos en los primeros meses aquí en Sevilla. Me alegra decirle a su merced que durante un tiempo pudimos dedicarnos a dos de sus pasatiempos más queridos, la equitación y las excursiones botánicas, aprovechando la primavera para recolectar especies muy interesantes que luego clasificaríamos convenientemente. Por desgracia, en una de estas excursiones debió de tomar frío, y lo que empezó siendo un simple catarro ha adquirido proporciones que me alarman. He aquí la razón por la que, contraviniendo todas las órdenes de mi señor, me he permitido escribir para que su merced, enterada, haga lo que estime más oportuno.

Queda a sus pies su humilde servidor que lo es,

Berganza

 

La carta duerme ahora en una de las faltriqueras de su vestido de viaje. Y lo hace junto a otras de José tan deliciosas como intrascendentes en las que él se dedicaba a comentar naderías de la vida social sevillana o a requerir noticias de la corte. Que si menudeaban aún las intrigas contra Godoy; que si para cuándo su boda con la prima del rey para convertirse, según los deseos de la Parmesana, en miembro de la familia real; que si se había enterado la reina de la fiesta que Cayetana dio en Buenavista tras el incendio y de cómo su protegido se había presentado con Pepita Tudó…

Qué banal, qué perfectamente irrelevante parecía ahora todo aquello. ¿Por qué José le había ocultado su enfermedad? Berganza jamás se habría atrevido a escribir contraviniendo sus órdenes a menos que la situación fuera realmente seria.

Cayetana vuelve la cabeza hacia la ventanilla del carruaje y deja que la vista se le pierda entre un paisaje que anuncia ya la proximidad de Despeñaperros. No quiere que su hija la vea llorar. Por suerte, María Luz parece haberse quedado dormida. Llevan dos días viajando, salieron de Madrid nada más recibir la carta. Ella, Rafaela y María Luz. Desde el incendio, la niña había cambiado mucho y no quería dejarla sola. Es cierto que ya no se despertaba llorando ni corría a refugiarse a la cama de la madre huyendo de sus pesadillas, pero se había vuelto arisca, retraída. Pasaba las horas muertas enfrascada en un libro o tocando el piano. Uno de los lacayos, un antiguo esclavo cubano, le había enseñado una canción en un idioma ininteligible que le gustaba cantar con frecuencia, decía que era una nana de negros. También le había dado por visitar la biblioteca. Entre los libros que sobrevivieron al incendio, había uno de etnología con bellas y grandes ilustraciones. Un día Cayetana se la encontró perdida en la contemplación de sus láminas. «¿Qué estás mirando, tesoro?», y ella por toda respuesta le alcanzó el volumen. Se trataba de uno de esos diagramas con distintas y detalladas ilustraciones que llaman «Pintura de castas». Cayetana las conocía, se hablaba mucho de ellas en los ambientes ilustrados. Mostraban las diversas mezclas de razas que se podían producir y reseñaba sus nombres añadiendo el correspondiente dibujo con las características físicas de cada uno:

 

Del cruce de español con india, nacen hijos mestizos.

De español y mestiza, castizos.

De español y negra, mulatos.

De español y morisca, albinos.

De indio con negra, zambo.

De chino con india, lobo…

 

También ella se había entretenido en descifrar cuál de estas denominaciones encajaba mejor con el aspecto de su hija y decidió que debía pertenecer a lo que llamaban tercerones o cuarterones, es decir, personas que tienen un tercio o un cuarto de sangre negra por tres de sangre blanca. Así, al menos, parecían atestiguarlo el color trigueño de su piel y sus increíbles ojos verdes.

Cayetana deja ahora que los suyos escapen de nuevo por la ventana. El viaje hasta el momento había transcurrido sin incidentes, pero dicen que viajar a Andalucía por esas fechas es especialmente peligroso. El comienzo del buen tiempo echaba al monte a muchos bandoleros oportunistas. Los que vivían todo el año en aquellos andurriales habían perfeccionado tanto su particular modo de vida que eran menos de temer. Ni que decir tiene que cometían los mismos robos que los oportunistas, eran expertos en emboscadas y maestros en encontrar hasta el último maravedí que los viajeros escondieran entre sus ropas o en el relleno de los asientos del carruaje, pero recurrían con menos prodigalidad a la sacabuche o charrasca. Así llamaban ellos a las navajas que, junto con los trabucos, eran sus herramientas de trabajo. Antes de salir de viaje, Cayetana se había dejado aconsejar por la Tirana. Charito y la compañía del maestro Martínez estaban un mes sí y otro también hollando los polvorientos caminos para llevar a distintas ciudades sus actuaciones, lo que la había convertido en una experta en el arte de viajar. «Uno que conviene cultivar con esmero si no quieres acabar criando malvas o, peor aún, chumberas en cualquier zanja. Hazme caso, Tanita, que a mí me han respetao siempre las sacabuches y hasta los trabucos y te voy a confiar ahora cuál es el truco».

Charito era la que le había explicado aquello de los bandoleros oportunistas y los fetén. Los oportunistas eran honrados campesinos a los que una sequía o una mala cosecha echaba temporalmente a los caminos. «Sólo para redondear un poco sus magros ingresos, comprendes, unas monedas acá, un anillo de ónix acullá. O lo que pillen, que no es mucho, porque la mayoría tiembla más que sus víctimas mientras las despluma. Pero por eso mismo son peligrosos. A veces por puro miedo le pegan a una un navajazo. Si os detiene un grupo de ellos, lo mejor es no hacer nada que pueda asustarlos porque eso los vuelve imprevisibles. Nada que ver con los bandoleros fetén —continuó diciendo la Tirana con una sonrisa soñadora que hacía barruntar que sentía por aquellos bandidos algo parecido a una romántica admiración—. Los hay de tó pelaje, tú me comprendes, algunos son antiguos soldados a los que la patria ha descartao por una razón u otra. Son muchos los que, después de una vida ruda y llena de vicisitudes por esos mundos de Dios, vuelven derrotados y no se acostumbran a la miseria y la rutina de una vida de jornalero. Otros son simples campesinos a los que el hambre y la injusticia ha echado al monte y, una vez allí, se vuelven sanguinarios. No faltan tampoco los que lo hacen por escapar, con razón o no, de la justicia. Gentes que antes han sido carpinteros, albañiles, y hasta un antiguo alguacil he conocido yo. Eso por no mencionar gente más elustrada —pronunció Charito—, bachilleres, sacamuelas, barberos, incluso curas. Por fin están las más fieras de todas —continuó explicando la Tirana—, las reinas de los peñascos y los desfiladeros, las Viudas Negras». «¿Las Viudas Negras?», había preguntado Cayetana muy interesada, y la Tirana reanudó su explicación: «Un nombre curioso teniendo en cuenta que a su jefa la llevó al monte toda la mala suerte del mundo. Por lo visto la acusaron de matar a su propia madre, a la que encontraron en la cama cosida a cuchilladas. De nada sirvió que la niña tuviera entonces apenas doce años y que su padre apareciera ahorcado en un algarrobo próximo. Menos aún que ella dijera que, la víspera, su tío paterno había entrado en la casa e intentado abusar de ella y que su madre lo había sorprendido. Aquel hombre era el cacique del pueblo y por tanto intocable, mejor que la niña se pudriera en la cárcel. Así hubiera sido si no llega a escapar campo a través durante el traslado. Dicen que estuvo viviendo sola por aquellos pagos alimentándose de raíces y de ratones hasta que pudo arreglar cuentas con su tío. Un día también él apareció cosido a cuchilladas. Después, volvió al monte y, con los años, otras mujeres se le fueron uniendo y seguro que cada una tenía su buena razón para convertirse en una Viuda Negra. Si los hombres son víctimas de injusticias y atropellos, imagínate los que tienen que soportar las de nuestro sexo. Mujeres maltratadas por sus maridos, otras acusadas falsamente de vete a saber qué ofensas, gitanas, hasta esclavas cimarronas me han dicho que hay entre sus huestes y son todas mañosas manejando la sacabuche».

María Luz, que estaba presente durante toda esta disertación, miraba a la Tirana con enormes ojos y ésta terminó su charla sobre los peligros del camino explicando que era prácticamente imposible conjurarlos todos, pero sí había en cambio un par de ardides útiles para correr menos riesgo de ser desplumada. «El primero y más importante —le dijo a Cayetana—, es prescindir de tu bonita berlina con escudo ducal pintado en la puerta. Un coche que pase inadvertido es siempre más seguro. Luego, es recomendable que, la misma mañana del viaje muy temprano, tu cochero se acerque a la Puerta del Sol. Allí se reúnen muchos coches de punto a la espera de viajeros. Que averigüe cuáles van en dirección a Andalucía y que se una a ellos para viajar en convoy. Ni la mismísima Viuda Negra y sus forajidas se suelen atrever a atacar a dos o tres coches que van en caravana. Y por último, dos precauciones más. Que vuestro vestuario sea lo más sobrio posible y, acompañándolo, alguna que otra joyita sin importancia. Un par de sortijas que ya no uses, una pulserita de plata…».

Cayetana había tomado buena nota de todas las indicaciones de la Tirana. Ni coche ducal; ni más sirvientes que el cochero y un mozo; ni ropa que pudiera llamar la atención y, como todo adorno, un broche anticuado y una cadena de plata. Prescindió hasta de su alianza de casada. Era una simple banda de oro sin más valor que el sentimental, pero precisamente por eso no quería que acabara en manos de la Viuda Negra o de cualquier bandolero, por muy comprensibles que fueran sus razones para haberse convertido en forajidos. Cayetana echa un vistazo a su sencillo vestido de viaje. «Parezco una institutriz», sonríe divertida, y la situación le recuerda a cuando se escapaba de Buenavista con una de sus doncellas vestidas de manolas para ir a la verbena. Qué tiempos aquellos y cuántas cosas han pasado desde entonces. Cayetana mira ahora a Rafaela la Beata y a María Luz, las dos ahora dormidas. La primera había porfiado mucho en que no trajera a la niña. Que para qué exponerla a un viaje tan largo y azaroso, que si estaba mejor en Buenavista con sus maestros de música y de francés. Cayetana había despejado todos sus reparos con un vaivén de la mano. Su intención era quedarse en Sevilla el tiempo que fuera necesario para que José se repusiera del todo. Dos meses, tres, cuatro incluso, y los niños tienen que estar con sus padres. Más aún en el caso de María Luz. Una niña tan adulta para su edad, tan sensible también. Menos mal que ahora iba a poder contar con José y su buen sentido a la hora de tomar decisiones.

El coche en el que viajan ralentiza la marcha. Se nota que empiezan ya a subir Sierra Morena y los rayos del sol descubren el paisaje en todo su esplendor. Cayetana se entretiene en ver las caprichosas formas de sus picos. El órgano de una iglesia, así se le antoja que son aquellos peñascos altos y estrechos en los que apenas crecen algunos árboles que, desafiando a la gravedad, parecen colgar sobre el camino estrecho y lleno de baches por el que transitan. Cantan las chicharras y el polvo, aún con la ventana cerrada, se pega a la garganta. Ahora van casi a paso de hombre. Se pueden oír los jadeos de los caballos y Cayetana imagina sus bocas llenas de espuma y sus grupas bañadas en sudor. ¿No ha dicho el cochero hace un rato que había una casa de postas justo al pie del desfiladero de Despeñaperros? Ojalá no esté lejos, llevan traqueteando desde el amanecer y buena falta hace un alto para cambiar de caballos y reponer fuerzas antes de acometer la peor parte del trayecto. El Salto del Fraile. Cayetana recuerda ese nombre de sus viajes a Sevilla en compañía de su abuelo, también las maravillosas leyendas y aterradoras historias con las que solía amenizar el viaje.

Por fin se detienen. También lo hace otro coche que viaja en convoy con ellos. Apenas han tenido contacto con sus ocupantes hasta el momento. La primera parada para dormir la habían hecho a la una de la madrugada, hora poco propicia para la charla y menos aún para la confraternización. Ahora, en cambio, Cayetana tiene tiempo de fijarse en sus compañeros de viaje. Son cuatro personas, aparte del cochero y el mozo. Dos de los caballeros parecen comerciantes más o menos acomodados. Ni siquiera han dado los buenos días o llevado la mano al sombrero a modo de saludo al coincidir con ella en la puerta de la fonda. Cayetana no está acostumbrada a la indiferencia. Hasta cuando pasea por la calle la gente la requiebra, incluso hay quien suelta un viva la duquesa de Alba. «Y cómo quieres que te reconozcan si pareces una maestra de escuela», sonríe. María Luz llama mucho más la atención que ella. Cayetana al principio piensa que es por su color, pero luego se da cuenta de que es por su belleza. Con ocho años aparenta lo menos dos más y los caballeros del primer coche siguen instintivamente todos sus movimientos. El modo en que se echa hacia atrás su largo pelo negro para combatir el calor, o el gusto con que bebe agua de una fuente próxima, lo que hace que Rafaela la regañe mientras ella ríe. Los otros dos ocupantes del coche son un cura y una mujer de unos cincuenta años y aires de señora. El más robusto de los caballeros con una buena panza atravesada por una leontina de plata le ofrece su brazo para bajar del pescante. Por el aire ausente con el que la dama lo acepta da la impresión de que sea su marido. «Dionisio, que te olvidas de don Emeterio», le dice ella desabridamente mientras el hombre rodea el coche para ayudar a apearse al sacerdote, que se une a la dama para entrar en la fonda no sin antes haberse sacudido el polvo del camino. «Vaya ordalía de viaje, doña Peñitas, tengo molidos todos los huesos. ¿Y usted?».

Cayetana le ha hecho señales a Rafaela para que acompañe a la niña al interior, donde el ambiente es oscuro, huele a fritanga y a humanidad. Un mozo va y viene sirviendo a la concurrencia, que, antes de que entraran, se reducía a dos viajeros, que ahora se vuelven para mirar con curiosidad a los recién llegados. Uno es alto y tan delgado que parece fuera a troncharse en cualquier momento. Viste de negro como un bachiller o como un seminarista, pero parece mayor para ser una cosa u otra. Su acompañante no se ha quitado el sombrero, a pesar de que están en el interior, por lo que es imposible distinguir sus rasgos. Casi tan alto como el primero, y muy bien plantado, viste casaca verde de fieltro con una banda negra en el antebrazo derecho indicando luto. El rasgo más destacado de su persona son unas hermosas botas oscuras en las que brilla un par de espuelas de plata. Por lo demás, están tan cubiertos de polvo uno y otro que es obvio que no viajan en coche sino a uña de caballo. «Buenos días a la concurrencia», saluda Cayetana, ocupando junto a María Luz y Rafaela la mesa próxima a la de los jinetes, que apenas le devuelven una mínima inclinación de cabeza mientras se afanan en dar cuenta de su tentempié: dos vasos de vino tan oscuro que parece negro, pan, cortezas de cerdo y algo de tasajo. Cayetana pide lo mismo para ellas, más vale lo malo conocido, y también agua para la niña. Ni María Luz ni Rafaela tienen apetito, Cayetana sí. Mientras da cuenta del tasajo y de las cortezas, se dedica a observar al resto de los viajeros. Siempre le ha gustado hacer cábalas sobre quiénes son las personas que la rodean y tratar de averiguar qué están pensando. Repara divertida en cómo la mira la dama que viaja con su marido en compañía del cura. Éste y la señora parlamentan por lo bajini. ¿Qué se estarán diciendo? Es evidente que la miran con el aire perdonavidas de quien se cree de una clase superior. Tanto que decide escandalizarlos un poco.

—¿Pero qué haces, Tana? —La que se ha escandalizado y mucho ha sido Rafaela la Beata. ¿Pues no le ha dado a su señora por hacer barquitos en el vino con el pan y luego sorber ruidosamente como hacen los campesinos? ¡Y después de hacerlo, va y se seca los labios con la manga de su vestido!—. Jesús, María y José, ¿se puede saber qué mosca te ha picado?

—Calla, Rafaela, que le estoy dando clase de modales a esa señoronga y a su confesor. Y tú tesoro —añade, mirando a María Luz—. Es bueno que aprendas desde niña que las reglas están hechas para romperlas de vez en cuando.

El cura y la doña comentan, el marido y el otro comerciante miran también, pero se interesan más por la niña que por los modales de su acompañante. En cuanto a los otros dos presentes, el de aspecto de seminarista tampoco parece interesarse mucho por asuntos de urbanidad, pero no así su acompañante, que acaba de echar hacia atrás el sombrero descubriendo unos increíbles ojos azules. A Rafaela están a punto de darle los vapores. «Tana, por favor, dónde se ha visto, recuerda lo que decía tu abuelo, una dama es una dama en toda circunstancia…».

—Señores, es la hora. Tenemos que partir antes de que apriete más el calor.

El cochero acaba de asomar por la puerta de la fonda invitando a salir cuanto antes. El comerciante de la leontina de plata es el primero en ponerse en marcha y le siguen los otros ocupantes de su coche. El segundo caballero, el cura y por fin la dama, que aprovecha al pasar para informar a Cayetana mediante una elocuente mirada de lo que opina de ella y de sus modales. María Luz ríe y la madre se alegra de compartir con ella esta pequeña travesura, es una niña demasiado seria. «Ve con Rafaela, tesoro», le dice mientras se ocupa de pagar al posadero.

Poco después ya están de nuevo en ruta. Las espera una larga escalada hasta coronar el paso del desfiladero y una no menos larga bajada al otro lado del puerto, pero Cayetana está de buen humor. Aparte de haber hecho reír a la niña, el sucedido le ha servido al menos para olvidar durante un rato sus preocupaciones. «Querida, eres incorregible», se imagina a José diciéndole cuando le cuente la anécdota. Dos días más y estarán juntos, ya falta menos.