CAPÍTULO 44 EL PALAFRENERO Y LA REINA DE SABA

 

 

Quintín Vargas trabaja para la casa de Alba desde hace dos años. Todo un golpe de suerte, porque los criados de la familia son una aristocracia en sí mismos. Los puestos pasan de padres a hijos y el neófito conoce (casi) desde la cuna cada una de las costumbres, todas las particularidades y excentricidades de los señores. No hace falta que nadie les indique a qué temperatura prefiere el señor duque el baño o la cantidad de canela que debe llevar el chocolate de la duquesa, menos aún el color de sus flores preferidas. El saber se transmite por ósmosis y todo funciona desde tiempos inmemorables por los bien engrasados raíles de una armonía perfecta. Quintín en cambio es un selenita. Nadie recuerda quién fue el primero en acuñar el término, debió de ser hace muchísimos años, pero a los que no pertenecen a tan vieja estirpe se los llama así. Quintín debe su condición de selenita a Irene, una de las doncellas preferidas de la duquesa. Es Irene la que se encarga de despertarla cada mañana, la que le sirve el desayuno y prepara el baño. Incluso se ocupa de peinarla cuando monsieur Gaston no está disponible. Por eso, no le había costado mucho convencer al ama de que contratase a su novio y ahora marido. «Un muchacho excelente, señora duquesa, lo mismo sirve para fregar cazos que para lustrar la plata o trabajar en las cuadras, el más dispuesto que usía puede imaginar».

Y tanta habilidad había demostrado que, después de pasar por cocinas y por labores de jardinería, Quintín entró como mozo en las cuadras de Buenavista recogiendo estiércol. Y de ahí a la gloria, puesto que al poco sustituyó a uno de los palafreneros que había caído enfermo, por lo que ahí estaba ahora, sentado en el pescante del coche que llevaba a la duquesa y su hija a Sevilla asombrándose del extraordinario paisaje de Sierra Morena.

El camino comenzaba a empinarse peligrosamente y cada tanto le tocaba saltar a tierra y guiar del ronzal a los caballos para que no se espantaran al ver cómo se abrían, a pocas varas de sus patas, esas gargantas terribles por las que discurre tan hermoso como traicionero un río. «Templad, bonitos, que Quintín está aquí, no temáis, ya falta menos, en una miaja coronamos y, a partir de ahí, coser y cantar, que es todo cuesta abajo…».

La vida era agradable y faltaba tan poco para dejar atrás Despeñaperros que Quintín ni siquiera se alarmó al oír aquel seco chasquido. Fue sólo cuando oyó jurar al cochero —«Carajo, no es posible, qué mala sombra»— cuando se dio cuenta de que algo iba muy mal.

—¿Es que no lo ves, majadero? Un eje, un maldito eje partido, esto nos pasa por viajar en estas antiguallas en vez de en uno de los muchos coches de la casa. Y, mal rayo me lleve, ¿dónde van esos desalmados del otro coche? ¿Que no han visto que nos hemos parado? ¿Para qué coño viajamos en convoy si no se detienen cuando hay una avería?

Un par de minutos más tarde, Cayetana, María Luz y Rafaela saltaban a tierra mirándose desconcertadas. Quintín por su parte había salido corriendo detrás del otro coche y, como era mozo ágil, logró alcanzarlo. Costumbre era que los carruajes que decidían viajar juntos se auxiliaran mutuamente, pero no todo el mundo tenía alma samaritana.

—Dónde va usted, caballero, vuelva aquí. ¿Pero tú has visto, Dionisio? —protestaba doña Peñitas, asomando la cabeza por la ventana al ver que el viajero con el que compartían carruaje acababa de apearse para parlamentar con su cochero—. No estará pensando en serio que nos detengamos en estos andurriales, ¿verdad? No te quedes ahí como un pasmarote, hombre de Dios, dile que vuelva ahora mismo, ¡qué nos va a nosotros lo que le pase a esa gente!

—Señor Carrizosa —ensayó tímidamente el tal Dionisio—. Vuelva usted, se lo ruego.

Pero el caballero en cuestión no pareció oírle. Hablaba con el cochero para informarse de qué había pasado.

—Una avería muy común, señor. Por fortuna, los coches como ése llevan una pieza de repuesto —explicó aquel hombre—. En caso de que se haya dañado se cambia, o si no, se hace una faena de aliño al eje para que aguante hasta llegar a la próxima fonda. Está sólo a unas leguas, pero el camino es escarpado y en cualquier momento puede volver a romperse. Usía decide si esperamos a que la reparen o no, nada nos impide seguir nuestro camino.

—Sólo la decencia —apostilló Carrizosa, mirando con intención a don Dionisio, que se vio obligado a asentir.

—Pero ¿ha visto su paternidad tamaño dislate? —porfiaba doña Peñitas, tratando de ganar para su causa al cura con el que compartían viaje—. Dígale usted, don Emeterio, recuérdele a este caballero que la caridad bien entendida empieza por uno mismo y que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.

Al sacerdote parecían acuitarle asuntos menos morales y más terrenales, como los bandidos por ejemplo.

—Lo que usted dice no puede ser más loable, señor Carrizosa, pero conviene no olvidar qué terreno hostil pisamos. Por el bien de los ocupantes del otro carruaje deberíamos llegar hasta la próxima casa de postas y pedir ayuda por ellos. ¿Qué ganamos exponiéndonos todos a que nos sorprendan unos forajidos desalmados?

—Ganar ganamos poco —ironizó Carrizosa—, pero yo no soy de los que abandonan a unas damas en territorio hostil.

—Según me acaba de decir el cochero, llevará cerca de dos horas reparar una avería de estas características —argumentó don Dionisio, al que su mujer no dejaba de asaetear con codazos furibundos.

—Gracias, señores —intervino en ese momento Cayetana, que acababa de unirse al grupo—. No esperaba menos de ustedes —añadió, dirigiéndose especialmente a Carrizosa—. Mi cochero es de la misma opinión que el suyo, sólo que más optimista. Según él, en una hora podremos estar de nuevo en marcha.

—Así que «su» cochero —retrucó la dama irónicamente—. No me diga, ni que fuera de su propiedad. «Mi» cochero, en cambio, señora mía, no es optimista ni pesimista, sino, simplemente, una persona seria y bien informada. Si él calcula que son dos horas, yo no tengo por qué pensar otra cosa. ¿Y tú a qué esperas para decir algo, Dionisio? No te quedes ahí como un pasmarote, sabes que tengo razón.

Lamentablemente para ella, ya nadie la escuchaba. Ni los cocheros que junto a Quintín y el otro mozo habían empezado a sacar las herramientas para reparar el eje, ni el señor Carrizosa, que se había despojado de su casaca para ayudar en la faena y al que don Dionisio decidió imitar. Ni siquiera con don Emeterio pudo contar. El buen cura, al ver que no conseguía convencer a su grey de las innegables virtudes del egoísmo bien entendido, acababa de buscar amparo de la cruel solana bajo el único y raquítico árbol que había en los alrededores.

—Hágame un hueco, páter, a ver si no se nos cocina la sesera con esta calorina —se refugió también la dama, que no estaba dispuesta a pasar el rato que durase aquel enojoso asunto confraternizando con damas de tan baja estofa como las que viajaban en el otro carruaje.

El sol era de justicia y el trabajo iba lento. En media hora apenas habían logrado quitar la rueda y poner una cuña que afianzase el eje partido. Cayetana decidió entonces sentarse en otra roca no muy lejos del cura y la beata, tratando a su vez de buscar una sombra inexistente. Rafaela también encontró acomodo un poco más allá mientras que María Luz se entretenía persiguiendo lagartijas y salamandras entre las piedras. Fue al levantar la vista para descubrir dónde se había metido una que zigzagueaba entre las grietas de una de las paredes de piedra cuando alcanzó a ver al primero de los jinetes.

—Mira, mamá, parece que vienen hacia aquí.

—¿Quiénes, tesoro? —preguntó Cayetana, siguiendo la dirección que señalaba la niña, y fue verlos y ponerse de inmediato en pie como impelida por un resorte.

—Vuelve aquí, Luz, ¡corre!

Uno de los cocheros, que acababa de verlos también, dio la voz de alarma.

—Carajo, procuremos mantenernos juntos, es todo lo que podemos hacer ya.

Eran una media docena y venían unos por la derecha del camino y otros por la izquierda para que no hubiera escapatoria posible. El más adelantado vestía de oscuro, según pudieron observar los viajeros, con chambergo del mismo color; sus acompañantes, en cambio, iban ataviados tal como se espera de unos bandoleros. Calzón a la rodilla y faja roja, casaca corta y parda y en la cabeza un sombrero en forma de cono bastante ridículo que, con el trote de los caballos, parecía bailar sobre los curtidos rasgos de aquellos forajidos. Si algo de cómico tenía su aspecto, todo se conjuraba con la presencia de los trabucos que portaban, eso por no mencionar la faca que a varios de ellos les asomaba a un lado de la montura.

Carrizosa, nada más verlos, echó a correr hacia el coche en busca de algo, un arma tal vez, pero le sirvió de bien poco.

—Quédate donde estás —lo tuteó el del chambergo—. Otro paso y masticarás más polvo que una lagartija.

—Dios mío, lo sabía, qué te dije, Dionisio. ¡Quién tiene razón ahora! —Doña Peñitas no sabía si buscar la protección de su marido o mejor la del páter—. ¡Dionisio, haz algo! No, mejor usted, don Emeterio. Pero por qué no dice nada, hombre de Dios, a usted lo han de respetar, imponga su autoridad, vaya sangre de horchata la suya. ¡Hombres!

Cayetana, que pensaba que era mejor no decir nada que pudiese irritar a aquellos individuos, abrazó a su hija mientras observaba sus evoluciones. Habían hecho un círculo con sus caballerías rodeándolos.

—Si nadie intenta hacerse el héroe, a lo mejor podemos encontrarnos otro día tomando vinos en la misma fonda —rio el del chambergo.

Desde que lo vio, supo que le resultaba familiar, pero ahora ya no le cabía la menor duda. Era el tipo con aspecto de seminarista o de bachiller con el que habían coincidido en la casa de postas mientras cambiaban de cabalgadura. Tal vez fuera una estrategia habitual. Estudiar a sus víctimas con detalle antes de desplumarlas. ¿Tendría él algo que ver también con la rotura del eje? Entraba dentro de lo posible, aunque el mejor aliado de aquellos forajidos era el pésimo estado de los caminos. Sea como fuere, se dijo Cayetana, lo más probable era que supieran ya qué botín podían conseguir y sus probables escondrijos.

—Todos contra las rocas y de cara a ellas. Los iremos llamando uno a uno y les vuelvo a recomendar lo dicho antes. Cuantos menos héroes, menos merienda para los buitres, ¿está claro?

Mientras el tipo del chambergo vigilaba a los viajeros, la tropa se encargaba de examinar el interior de los coches. Ni Cayetana ni los demás podían ver qué hacían porque estaban de espaldas, pero, por la dirección de la que venían los comentarios y las risotadas era fácil deducir que habían empezado el pillaje por el coche de Carrizosa y sus compañeros de viaje.

—Musho rosario y musha zarandaja, a ver qué más hay por aquí… ¡Ole el páter! A sabé si se ha dedicao a saquear su sacristía o si se muda de parroquia, pero mira esto y esto… Trae p’acá, que hasta licores lleva su paternidad. ¿O será éste el equipaje de la beata? No, no, debe de ser el de su santo marío, bonita escribanía con cachitos de nácar… tampoco está mal este sable, será del gachó con pinta de caballero de posibles al que tuve que parar los pies porque empeñao estaba en convertirse en alimento de las carroñeras.

Después hicieron otro tanto con el coche en el que viajaba Cayetana con comentarios similares aunque bastante menos entusiastas por lo que allí encontraron. El sol estaba en lo más alto y los viajeros, aún de cara a las rocas recalentadas y reverberantes, sudaban tanto de calor y de miedo que Cayetana temía que en cualquier momento alguno fuera a desmayarse. Cuando por fin les permitieron mirar de nuevo en la dirección de los carruajes, el panorama era desolador. Habían tirado por tierra todo lo que no tuviera valor. Libros, trapos, zapatos y multitud de papeles y documentos volaban por ahí o arremolinándose entre las rocas y espantando a las lagartijas. Hasta los asientos del carruaje habían rajado de arriba abajo en busca de joyas o monedas.

—¿Ven cómo se hace un trabajo aseado? —preguntó el tipo del chambergo.

Su forma de expresarse, muy distinta a la del resto de los hombres, y su aspecto hacían cavilar a Cayetana. A qué se dedicaría antes de convertirse en lo que ahora era. ¿Sería un maestro, un picapleitos tal vez al que un revés de la fortuna echó al monte? Sus modales y sobre todo su método de trabajo así parecían sugerirlo.

—Bueno, señores, ahora llega la parte más interesante de nuestra transacción de negocios —dijo aquel tipo—. Desde ya les aviso que las donaciones voluntarias son las que más me gustan. Todo lo que me entreguen de buen grado será bienvenido, lo que yo encuentre por mis propios medios incluso me gustará más. El tesoro escondido siempre ha sido mi juego favorito y desde ya les digo que se me da de guinda. Conozco todos los escondrijos: los corsés de señora con billetes en vez de ballenas, las enaguas cuajadas de alhajas, también los calzones y prendas interiores convertidos en monederos y billeteras. Como no tengo remilgos, tampoco me importa hurgar en otros santuarios más… íntimos. Y desde ya les aviso que, como antes que cocinero fui fraile, o mejor dicho, antes que amigo de lo ajeno, matasanos, a lo mejor se me va la mano por pura deformación profesional.

A doña Peñitas un color se le iba y otro se le venía al oír aquellas explicaciones. A Quintín, que estaba junto a ella, le pareció que juntaba mucho las piernas como si alguna de las especificaciones del tipo del chambergo hubiera hecho diana en su ánimo o en su anatomía.

—A ver, muchacho, vamos a empezar por ti para que los demás vean de lo que hablo y vayan poniendo sus barbas a remojo. Quítate toda la ropa.

Quintín empezó a obedecer. Tenía la camisa tan empapada en sudor que le costó desprenderse de ella. Hizo otro tanto con las botas y cuando iba a comenzar a desabrocharse los calzones, una mano le detuvo.

—Espere. —Era el señor Carrizosa, que se dirigía al hombre del chambergo—. No hace falta someter a nadie a más humillaciones —dijo—. Creo que todos hemos entendido perfectamente sus intenciones. Permítame que me adelante.

Entonces Carrizosa comenzó a desprenderse de los objetos de valor que llevaba encima. De la leontina de la que colgaba un hermoso reloj, de su chaleco en el que brillaban unos botones de perlas y luego, muy despacio, depositó a los pies de aquel individuo dos faltriqueras de buen tamaño que extrajo de un bolsillo interior de su levita. Ésta estaba tan húmeda de sudor que el polvo del camino se adhería a ella cubriéndola de arenosa pátina. Por fin se quitó también las botas dejando que uno de aquellos tipos comprobara que no había nada en su interior.

—Les recomiendo que hagan otro tanto —les dijo a sus compañeros de viaje—. Como bien dice este caballero —añadió, mirando a su asaltante y en sus palabras no parecía haber la menor traza de ironía—, no queremos héroes muertos.

El marido de doña Peñitas no se lo pensó dos veces. Comenzó a despojarse de todo, incluso de cierta bolsa de color pardo que arrancó un ahogado suspiro de los labios de su mujer. «¡Cobarde!», le siseó, lo que no fue óbice para que el hombre se desprendiera también del reloj, de un alfiler de corbata así como de un grueso anillo que adornaba su meñique. El sacerdote se lo pensó un poco más. Dudaba hasta que uno de aquellos tipos hizo que su faca le paseara por el pecho hasta detenerse en la pesada cadena de oro de la que colgaba su crucifijo. Después de entregarle bastantes más joyas de las que podía esperarse de su condición de pastor de almas, titubeó, pero al fin optó por levantarse el manteo de la sotana. Alrededor de una de sus pantorrillas, atada con tiras de cuero, llevaba una faltriquera larga y estrecha cuyo contenido no quiso revelar a los presentes, sino que la entregó directamente al del chambergo.

—Señora —le dijo en ese momento Quintín a Cayetana, aprovechando que todos los ojos estaban puestos en el cura—. Si tiene algo de especial valor que quiera que yo guarde, ahora es el momento, nadie espera encontrar nada en los bolsillos de un mozo de cuadra.

—Eres un buen chico, Quintín —le respondió ella agradecida—. Descuida, todo lo que llevo encima está pensado para que les contente a ellos y no me preocupe a mí, pero no olvidaré tu gesto.

—Haría cualquier cosa por usía, puede estar segura.

Cuando le llegó el turno de entregar sus pertenencias, ni el del chambergo ni sus acólitos parecían prestar especial atención. ¿Qué podía llevar encima aquella mujer aburridamente vestida de gris con un medallón de plata al cuello y unos zarcillos que no los querría ni una posadera? Tampoco parecía de interés el sobrio aliño indumentario de su acompañante, esa vieja con aspecto de viuda pobre. ¿Qué serían aquellas dos damas? Posiblemente maestras o, mejor aún, empleadas de un hospicio de esos a los que van a parar los hijos del amor de todo pelaje, como la negrita que las acompañaba. Hermosa niña. Desafiantes sus ojos verdes y el modo en que los miraba, pero el jefe les tenía prohibido interesarse más de lo debido por los «clientes». «Donde se come no se caga», era su elocuente expresión al respecto.

—Venga, tú —concluyó uno de aquellos hombres, volviéndose hacia Cayetana—, acaba de una vez con tus baratijas, que aún nos falta el plato principal.

El plato principal, es decir, doña Peñitas, no estaba dispuesta a dejarse comer tan fácilmente. Que el señor Carrizosa fuera un majadero lleno de buenas intenciones, su marido un pelele sin carácter y don Emeterio un cobarde pusilánime no significaba que ella fuera ninguna de las tres cosas. Antes de salir de Madrid, también había preparado aquel viaje cuidando los detalles con respecto a posibles robos tal como había hecho la duquesa de Alba. Le había preguntado a cierto vecino suyo, que poco tiempo ha había realizado un viaje a provincias, cuáles eran los lugares más seguros para esconder objetos de valor. «Todas las rendijas del coche —le había indicado aquella excelente persona—. Debajo de los asientos, dentro de algún cojín o como relleno de una almohada que lleve usted consigo». A juzgar por el estado en que había quedado el coche de punto después de la inspección de aquellos desalmados, mucho se temía doña Peñitas que hubieran descubierto casi todos los tesoros con los que viajaba. Daba por perdidas también las joyas que llevaba encima. Una dama que se precie no puede viajar más pelada que la cabeza de un fraile, de modo que iba adornada de varias hermosas piezas que yacían ahora mismo a los pies del fulano del chambergo, donde ella las había arrojado después de dedicarle unos epítetos que habían hecho sonrojar, y con razón, a don Emeterio. Pero lo que no estaba dispuesta a entregar de ningún modo era la joya que ahora apretaba entre sus dedos. Una sortija de rubíes, nada menos, una joya digna de una duquesa. Nada más verla en el Monte de Piedad del padre Piquer supo que tenía que ser suya. Años había estado ahorrando, sisando un poco de aquí y un mucho de allá, aguando la sopa y haciendo pasar a su Dionisio más de un gato por liebre para hacerse con ella. Nadie se la iba a arrebatar, no señor. Bastaba con poner en marcha un pequeño ardid. Uno que también le había revelado aquel vecino suyo tan viajero. Que sus anteriores consejos resultaran un fiasco no quería decir que también éste lo fuese. En realidad, era sólo cuestión de arrojo. No tenía más que desviar la atención de aquellos miserables durante un par de minutos. El tiempo suficiente para que ella pudiese tirar el anillo al suelo y luego pisarlo de modo que se hundiera en la tierra. El terreno era polvoriento y pedregoso así que nada más fácil que disimularlo bien entre los cantos. ¿Qué podía hacer para lograr que miraran hacia otro lado? Debía inventarse algo cuanto antes. ¡Ah! Ya sé, esto por ejemplo:

—¡Cuidado, mirad qué hace esa negra! Ha cogido la leontina de mi marido del suelo. ¡La he visto, la he visto! Hay más ladrones de los que parece por estos andurriales…

Uno de los bandoleros se volvió hacia María Luz, rápido como un rayo, haciendo brillar su faca.

—¿Dónde la has puesto, negra? Dámela.

María Luz lo miró aterrada, el hombre la agarró por el cuello y el acero de su faca pasó a escasas pulgadas de su cara.

—¡Mamá, ayúdame!

Cayetana se abalanzó sobre el tipo, pero él la apartó de un manotazo.

Quintín corrió en su ayuda.

—¡No se atreva a tocar a esa niña y a la señora aún menos, es la duquesa de Alba!

Cayetana se quedó rígida. Lo único que faltaba ahora era que aquellos individuos descubrieran quién era y la desnudasen de arriba abajo en busca de más joyas. O peor aún, que intentaran retenerla para pedir un rescate. Quintín, lleno de buenas intenciones, acababa de cometer una imprudencia en la que un criado menos novato jamás habría incurrido.

—¡Si ella es la duquesa de Alba, yo soy la reina de Saba! —gritó doña Peñitas, que ya había enterrado su rubí y a la que le vino de perlas sumar más confusión a la escena. Lamentablemente para ella, tampoco el segundo ardid de su vecino viajero pareció tener el éxito deseado. El hombre que zarandeaba a María Luz y que acababa de descubrir que no faltaba leontina alguna en el botín que habían logrado juntar se deshizo de la niña dándole un empujón, con tal fortuna que fue a caer a los pies de doña Peñitas levantando la polvareda suficiente para que emergiese de su escondite el anillo de rubíes.

—Miren lo que tenemos aquí. Como chucho rastreador no tiene igual esta negrita. Venga, resalada, pásame esa prenda, que de buena te has librado, te lo aseguro.

Ni una lágrima soltó María Luz, miraba a aquellos hombres con ojos tan secos como fascinados.

—¿Estás bien? —le preguntó el hombre del chambergo mostrando bastante más humanidad de la que se podía esperar de alguien como él.

—Sí, señor, gracias, señor —contestó ella, con una serenidad que sorprendió a su madre. «Qué extraña niña, ojalá todo esto no se traduzca en nuevas pesadillas».

Sin embargo, Cayetana tenía problemas más cercanos a los que atender. El retruque de doña Peñitas había salvado la situación, pero el tipo del chambergo la seguía mirando como si hubiera en ella algo que no le acababa de encajar.

—¿Cómo dice usted que se llama? —inquiere.

—Teresa Álvarez —replicó sin mentir. A fin de cuentas, ésos eran sus dos primeros nombres.

—No sé qué relación tiene con esta niña, pero es alguien especial —le dijo, como si supiera bien de lo que hablaba—. Y ahora basta de cháchara —añadió, cambiando de registro y adoptando el tono entre cínico y amenazador con el que antes se había dirigido a todos ellos—. Gracias por su generosidad, ha sido muy grato hacer negocios con ustedes. Si no nos volvemos a ver, larga vida y, si nuestros caminos se cruzan otra vez, quizá podamos compartir una jarra de vino y recordar que un día les desplumó el doctor García Verdugo. —Rio, haciendo una pequeña reverencia—. Adiós, reina de Saba —remató, con un guiño de sus increíbles ojos azules a Cayetana antes de montar en su caballo y desaparecer junto a sus acólitos—. Yo tampoco podré olvidarla.