CAPÍTULO 45 EL CAMPAMENTO DE MORENOS

 

 

El resto del viaje transcurrió con menos sobresaltos. Después de hacer fonda en la siguiente casa de postas, se despidieron del coche con el que habían viajado en convoy. Allí se quedaron reponiendo fuerzas y relatando su ordalía doña Peñitas y don Dionisio, también don Emeterio. El señor Carrizosa, por su parte, decidió continuar a caballo el tramo de viaje que le separaba aún de sus posesiones en la provincia de Córdoba. «Adiós, señora —se despidió—. Ojalá nos hubiéramos conocido en circunstancias más felices». Cayetana lo vio partir con pena. «Todo un caballero», se dijo antes de volver a los traqueteos del camino. La que parecía haber cobrado vida después de atravesar Despeñaperros era Rafaela, como invariablemente le pasaba cada vez que viajaban al sur. La Beata era andaluza y bien que le gustaba hacer de ello bandera.

—Mira qué campos, qué cielos. ¿Has visto algo igual? —le decía a María Luz—, y espera que lleguemos a Sevilla, eso sí que tiene usía y enjundia. —Y a continuación se dedicaba a relatar a la niña todo tipo de sucedidos, anécdotas y leyendas del lugar. Historias de santos, de aparecidos, de pícaros y de marineros, de gitanos, de forasteros—. Que de todo y por su orden hay en esta bendita tierra mía, ya lo verás.

—¿También negros? —inquirió María Luz. Cayetana se puso en guardia, pero la Beata había tomado carrerilla con sus sucedidos y ya no había quien la parara.

—Claro que sí, mi niña. Hubo un tiempo en que en Sevilla había tantos morenos que la llamaban el damero de Europa. Ya no es así, pero sigue habiendo muchos.

—¿Y son todos esclavos?

—Esclavos y libres. Aparte de la Hermandad de Negros, a la que ya te llevaré algún día, existe otro lugar que te gustará más aún.

—Rafaela, por favor, no sigas por ese camino —dijo Cayetana, que opinaba que era preferible que la niña no pensara en esas cosas. Ahora era una Alba y debía sentirse orgullosa de serlo. Qué objeto tenía abundar en sus orígenes. Unos que, además, nadie conocía.

—Por favor, mamá, era sólo una bonita historia que estaba contando Rafaela para hacer más corto el camino…

—Di que sí, niña, que a nadie le ha hecho daño un poco de cháchara y tú, Tana, ¿qué quieres?, ¿que no le hable a la niña del campamento de morenos? ¡Pues bien que te gustaba a ti escaparte para jugar con ellos cuando eras niña! Ni una ni dos fueron las veces que tuve que ir a buscarte antes de que tu abuelo, que en paz descanse, se enterara de que estabas allá, bailando con ellos como alma que lleva el diablo.

—¡Rafaela, por favor!

Cayetana se enoja. Lo único que faltaba ahora era que la Beata le llenase a la niña la cabeza de pájaros hablando de lo que no debe. Y sin embargo, cómo olvidar aquellas escapadas suyas los veranos, cuando tenía más o menos la misma edad que María Luz. Su padre ya había muerto, su madre andaba en amores con el segundo de sus maridos y su abuelo, al verla tan sola, decidió llevársela a Sevilla. «Para que te enamores de Dueñas», le había dicho en alusión al palacio de los Alba en esa ciudad.

Tres meses, tres larguísimos y deliciosos meses habían pasado en aquel lugar. La soledad más acompañada que viviera nunca. Por las mañanas solía salir a pasear a caballo con su abuelo. Fue así como descubrió el campamento de morenos. «De cimarrones», puntualizó él. «¿Y qué es un cimarrón, abuelo?», le había preguntado sólo para descubrir que se llamaba así a los esclavos rebeldes, muchos de ellos fugitivos que llevaban una vida en libertad en campamentos secretos. «Es algo muy común en las Américas y llaman a esos lugares palenques o quilombos. Algunos de ellos son inmensos, hasta de quince mil negros he oído decir que hay uno en Brasil. Viven en comunidad, se ayudan, se apoyan, se defienden. A veces incluso toman las armas contra sus antiguos amos. Aquí en España no existen palenques, pero este campamento —le había explicado el anciano, señalando una fina columna de humo que asomaba por encima de la copa de los árboles— es el que más se le parece». El abuelo terminó su explicación diciendo que era mejor no acercarse. Que uno nunca sabía las intenciones de esa gente y que una niña como ella tenía que tener mucho cuidado de con quién hablaba. Pero ya era tarde. La imaginación de Cayetana se había puesto en marcha y en su cabeza se entreveraban todas las historias que Rafaela solía contarle por las noches sobre su tierra andaluza. Romanzas de gitanos, coplillas de moriscos, canciones de ladinos… ¿Cómo sería añadir a tan colorido repertorio música de negros y sus quilombos? No tardaría mucho en averiguarlo. Para hacerlo no tuvo más que esperar el momento propicio. Su abuelo solía ocuparse de ella bastante más que sus padres, pero también tenía sus obligaciones ineludibles. «Haz caso a Rafaela en todo lo que te diga y procura no estar demasiado rato al sol, no sea que te dé otra de tus jaquecas», le había dicho antes de explicarle que debía pasar el día fuera atendiendo unos asuntos. «Descuida, abuelo, me portaré muy bien y prometo que no saldré de casa sin sombrero». Al menos esta segunda parte de su promesa la había cumplido. Aprovechando la hora de la siesta, cuando el sol estaba en lo más alto y cantaban locas las cigarras, se deslizó hasta las cuadras. Bendita hora en la que todos aprovechan para echar una cabezadita. Ni los mozos de cuadra, ni el encargado, ni mucho menos Rafaela, nadie se enteraría de su marcha. Fue más tarde, casi hacia las seis, cuando descubrieron que faltaba, pero, para entonces, Cayetana ya sabía cómo bailaban los negros. Se había acercado al campamento con todas las precauciones, a peón, llevando a su caballo de las bridas. También allí se dormía la siesta. Y también allí los niños traviesos aprovechaban para hacer de las suyas. Cómo no recordar ahora, camino nuevamente de Sevilla después de tantos años, su encuentro con aquel muchacho. Manuel lo habían bautizado, pero él prefería que lo llamaran N’huongo, su nombre allá en África. Fue él quien le contó cómo lo habían cazado los traficantes igual que a los muchos miles de cautivos que cada mes salían del continente negro para viajar a América. El modo en que había llegado a Cuba, la forma en que lo vendieron al dueño de un ingenio azucarero y cómo había logrado, con apenas doce años, huir y unirse a otros cimarrones en la sierra. Trece años tenía cuando Cayetana lo conoció, pero como él mismo decía, para entonces N’huongo había quemado ya seis vidas. La primera en África, la segunda sobreviviendo a la travesía, la número tres en la zafra, la cuatro en la sierra…

—¿Y las dos que te quedan, N’huongo? —le había preguntado ella con ojos grandes y redondos.

—La quinta es ésta —respondió él mostrándole su pie derecho, al que le faltaban los cinco dedos—. El precio a pagar si eres tan bobo que te dejas agarrar —explicó—. Y suerte que tuve, porque lo normal es que te lo macheteen por el tobillo. Debí de darle pena al alguacil y sólo me dejó cojo para siempre —continuó—. Pero ya ves, acá me tienes, al otro lado del mar, rengo pero vivo.

—¿Tu sexta vida, entonces? —había querido saber Cayetana, y él se encogió de hombros.

—Sí, me queda sólo una, pero pienso estirarla más que la de un gato.

Le contó entonces cómo, al llegar a la Península escondido en la bodega de un barco, había tenido la fortuna de unirse a aquel campamento de negros. Se ayudaban entre sí y la mayoría sobrevivía trabajando como temporeros, también tenían unas cuantas gallinas y plantaban verduras, lo suficiente para engañar al hambre.

—Lo peor son las riadas —explicó, señalando las tres hileras de tiendas de lona en las que consistía su particular quilombo—. Si se anega esta tierra, no tenemos adónde ir, nos echan a patadas de todos lados. Por eso seguimos volviendo aquí, ni los mosquitos ni las fiebres pueden con nosotros. Al menos con alguno de nosotros —añadió, señalando una docena de toscas cruces adornadas con no menos toscos collares de piedras y caracoles—. Y hasta que llegue ese momento —rio—, cantamos y bailamos, recordamos. ¿Quieres aprender cómo se sueña en yoruba?

Cayetana se asombra al pensar cuántos años hacía que había borrado de sus recuerdos aquella lejana hora de la siesta. También el momento en el que N’huongo la había tomado de la mano para enseñarle unos extraños pasos de baile. Qué ásperos aquellos dedos y qué bello y fuerte aquel cuerpo negro como el ébano y cimbreante como una vara de avellano. Cayetana había observado fascinada cómo sus músculos perfectos se contraían o estiraban bajo su piel lustrosa y oscura. Incluso olvidaba que era rengo cuando lo veía moverse como un animal salvaje taimado, lento, insinuante.

Cayetana mira ahora a su hija. Tal vez aquel ya muy lejano día y sin sospecharlo siquiera había empezado a quererla. «Sólo se ama lo que se ha amado antes —eso solía decir su abuelo—. Por eso la gente se siente atraída por aquellos que les recuerdan a algo o a alguien por quien ya han sentido afecto, ¿comprendes? Es el modo que tiene Dios de ordenar este desordenado mundo».

La escapada acabó como tenía que acabar, con tremenda regañina por parte de su abuelo y la prohibición de acercarse al campamento de morenos. ¿Qué habría sido de ellos? Habían pasado tantos años, más de veinte. ¿Y N’huongo? ¿A qué habría dedicado su última vida de gato?