CAPÍTULO 47 OTRO REENCUENTRO

 

 

–Para Elisa —dice el hombre sin mirarla siquiera mientras le entrega la consabida bolsa con los emolumentos de la señorita. Y luego añade, abriéndose paso—: Dígale que esta vez será con baúl rojo y todos sus juguetitos, preciso relajarme.

Trinidad se queda ahí, en la puerta, sin atreverse a mover un músculo. El contraluz de la tarde que, en el momento de franquearle la entrada, había iluminado el rostro del recién llegado sumiendo a la vez y misericordiosamente el suyo en sombras, no dejaba resquicio a la duda. Era él, es Juan. Puede oír ahora sus pasos recorrer impacientes la sala de espera, arriba y abajo.

—Mi querido —oye decir poco después a la señorita Elisa con la voz que reserva a los clientes habituales—. Pasa por aquí, qué alegría verte.

Tardará aún en reaccionar. Junto con el dinero, Juan le ha entregado también su sombrero y su bastón, aquel bastón rubio que tan despreocupadamente balanceaba camino del hotel cuando lo sorprendió la dama del carruaje. Trinidad mira ambos objetos intentando extraer de ellos algún retazo de información. Del bastón no logra obtener ningún dato útil, sólo que es caro y muy diferente de los que solía usar allá en Cuba. Los de entonces eran sencillos, rústicos, éste, a juzgar por el brillo de su madera y la elaborada filigrana de su mango de oro, parece la prenda de un dandi. El sombrero es mucho más chivato. Blanco y de finísima paja trenzada, huele a él. Cuántas escenas, cuántos recuerdos se le atropellan pidiendo paso evocados por aquel suave perfume que tan bien conoce. Desde los de su compartida infancia hasta los del mismo día en que el mar se lo llevó. Unos hablan de baños en el río desnudos, los dos riendo al descubrir cómo iban madurando sus cuerpos, de los primeros besos en lugares secretos y de los primeros naufragios en la piel del otro mientras cantaban las chicharras y Celeste rezongaba allá a lo lejos, llamándolos. «Vengan p’acá, niños malos, a ver qué hacen, no sea que se los robe Mandinga…». Muchos otros recuerdos se abren camino al conjuro de aquel aroma mezcla de lavanda y brea. Como las noches en que se escapaban, ella del gran dormitorio que compartía con otros muchos esclavos, él de la cama de ama Lucila, para amarse en los prados con la luna por testigo o cerca de las redomas de la destilería para que sus besos supieran a pecado y a ron. Y luego estaba el último de todos los recuerdos que escapaban de aquel sombrero como de la chistera de un mago. El momento a bordo del Santiago Apóstol, justo antes de la tormenta, cuando la abrazó por última vez prometiéndole que todo iba a ser distinto cuando llegaran a tierra, que el futuro no estaba escrito de antemano y que habría un día en que ama Lucila ya no se interpusiera entre los dos.

Trinidad deja sobre la mesa el sombrero de Juan. Lo que él dijo se había cumplido, pero de un modo tan engañoso como todas las profecías de los orishás. Era cierto que ama Lucila ya no estaba en sus vidas, pero cuántas cosas habían cambiado desde entonces. Trinidad mira ahora hacia la puerta de la habitación de la señorita. Por unos segundos siente la tentación de espiar qué está pasando ahí dentro. Escuchar detrás de la puerta como ha hecho en otras ocasiones, mirar por el ojo de la cerradura para desvelar las milenarias artes de la señorita Elisa y descubrir los secretos de su baúl rojo. Pero no, claro que no. No es un cliente anónimo quien está ahí dentro. Es él. Pero ¿lo es realmente? Tiene su mismo porte y su misma altura, sus mismos ojos verdes e incluso aquel olor a brea y lavanda que la ha hecho soñar recordando el pasado, pero no es la misma persona. Así lo atestiguan las finas líneas que se han entretejido alrededor de sus ojos volviéndolos desconfiados; también el rictus entre amargo y descreído que parece haberse apoderado de sus labios o el timbre de su voz, antes despreocupado y alegre, apremiante e imperativo ahora.

Una carcajada seca proveniente de la habitación de la señorita viene a reforzar sus temores. Ya no pueden demorarse. Más pronto que tarde esa puerta se abrirá y ella ya no tendrá el contraluz del ocaso para que la oculte. Se mirarán a la cara, él la reconocerá. ¿Qué pasará entonces? ¿Qué ha estado pasando durante estos años desde que desapareció? Por su aspecto y por sus pertenencias no es un hombre pobre, sino todo lo contrario. ¿Qué le impidió recuperar su vida de antes, ponerse en contacto con su mujer? ¿Y ella? ¿Y la hija que estaba en camino tampoco significaban nada, de veras nunca pensó en buscarlas? Y luego, a las preguntas sobre el pasado habría que añadir otras respecto al presente. ¿Quién es la dama del carruaje? Trinidad había tenido poco tiempo de fijarse en ella, pero hace ahora un esfuerzo por recordar cuantos más detalles mejor. Baja de estatura, regordeta con una cara agradable y voz algo chillona, ni española ni portuguesa, hablaba con un acento muy distinto, inglesa tal vez, alemana, quién sabe. ¿Qué otros datos destacables recordaba? El aspecto caro del coche en que paseaba y las joyas que lucía, un grueso medallón de oro al cuello y en las muñecas varios brazaletes del mismo metal hablaban por sí solos, pero el detalle más relevante de todos era su edad. ¿Cuántos años tendría? Cuarenta y muchos si uno es generoso, cincuenta y tantos para ser más realista. Podría ser su madre, se dice, parecía mucho mayor que ama Lucila, que le llevaba trece años cuando los casaron para unir el ilustre —y completamente arruinado— linaje de los García con la no tan ilustre y sí muy rica familia de los Manzanedo.

Trinidad vuelve a pensar en la dama y en la escena que presenció en la lejanía. Recuerda entonces el modo afectuoso y familiar en que se dirigía a él y la reacción de Juan. Le gustaría pensar que son viejos amigos, socios tal vez en algún negocio, pero el modo en que se vio sorprendido por ella y cómo trató de ocultarse al verla no dejan espacio a la duda.

Una segunda carcajada y una exclamación sorprendida. Trinidad sabe lo que significan ambas. Muchas cosas ha aprendido del sexo opuesto trabajando para la señorita y una de ellas es que suelen reaccionar de modo similar, los hombres son rutinarios hasta en los placeres. Ella ignora qué pasa al otro lado de la puerta, pero sí que estas dos expresiones son las que marcan el fin de las sesiones amorosas. En pocos minutos la puerta se abrirá y Juan asomará por ella con la misma cara entre extraviada e impía de todos los clientes de la señorita. Trinidad no quiere verlo así, tampoco exponerse a que él la reconozca, no ahora, no de esta manera. «Piensa, Trinidad, piensa», se dice, hasta que por fin decide lo que va a hacer. Sí, ésa es con toda seguridad la mejor opción. En vez de enfrentarse a Juan, va a espiar su vida. De algo le tenía que servir su recién descubierta vocación de mirar por el ojo de la cerradura. En el caso de Juan, tal vez no pueda hacerlo de modo literal como hizo, por ejemplo, con el holandés errante o el predicador escocés. Pero sí puede seguirlo cuando salga del hotel y descubrir a qué se dedica, dónde vive y también y sobre todo, con quién. Entonces, cuando sepa más sobre él, sus gustos, sus costumbres, podrá buscar el mejor momento para que se produzca el feliz encuentro.

Trinidad se dirige al armario en el que se guardan los efectos personales de los clientes. Saca de él el bastón de Juan y el sombrero. Por un momento siente la tentación de llevárselo a los labios, de besarlo, de sentir de nuevo aquel conocido perfume de brea y lavanda en el que tantas veces había naufragado. Pero no, mejor no, son ya demasiados naufragios. Ahora debe prepararlo todo. Dejar ambas prendas sobre la mesa del vestíbulo bien a la vista para que las encuentre su dueño y desaparecer. Nadie la echará en falta. La bolsa «Para Elisa» está ya entregada y —a la señorita le gusta relajarse entre un cliente y otro— el próximo no suele llegar hasta dentro de un hora. Tiempo suficiente para que ella haga sus primeras averiguaciones.

Minutos más tarde, un Juan García de muy buen humor sale del Hotel Belmond tarareando una canción. Nunca sospechará que lo sigue una sombra.