CAPÍTULO 48 GRETA VON HOLBORN

 

 

Cuando Greta von Holborn llegó a Madeira allá por los años setenta, la isla acababa de ser barrida por un feroz tornado. «Mejor así —se dijo, mirando el panorama de desolación—, de este modo las dos empezaremos de cero». Greta von Holborn no se llamaba así entonces. El «Greta» era Margareta, el «Holborn» era sólo Holt y el «von» lo adquirió del mismo modo que había adquirido sus exquisitos modales, su aire distinguido y su aristocrático acento, mirando mucho y aprendiendo rápido. Por eso ahora, casi treinta años más tarde, nadie diría que Greta y Margareta eran la misma persona. Ni siquiera aquellos que la habían visto evolucionar de gusano a crisálida y de crisálida a mariposa. Una mariposa un tanto particular, habría que decir, porque ni sus alas eran etéreas ni sus colores brillantes. Ni siquiera en la época en que aún se hacía llamar Margareta fue guapa, y mucho menos lo era ahora, como bien pudo constatar Trinidad al verla el día en que fue testigo de su encuentro con Juan: él a pie, camino de los brazos de la señorita Elisa, ella pasando en su carruaje casualmente por ahí. Sólo que «casualmente» es un adverbio que no encaja demasiado con su persona. Desde sus lejanos tiempos como Margareta Holt, Greta había hecho suyo un lema que cumplía a rajatabla: si quieres triunfar, huye de improvisar. Ni cuando ganó sus primeros cuartos vendiendo su cuerpo a marineros recién llegados a tierra tan ayunos de carne que les daba igual lomo que babilla. Ni cuando con sus primeros ahorros consiguió montar una cantina en la que deleitaba a la clientela con deliciosos pasteles más de gato —o rata— que de liebre. Ni mucho menos ahora, que se había convertido en prestamista y dueña de la mejor casa de empeños de Funchal, nunca, jamás de los jamases, había dejado nada al albur. En realidad, el único encuentro realmente azaroso lo había tenido hace años y fue cuando Juan García llegó a su casa de empeño tratando de vender los dos objetos de valor que sobrevivieron con él al naufragio, una alianza de matrimonio y otro anillo de oro con el escudo familiar. Le había parecido tan guapo y a la vez tan desamparado, con tanta hambre y a la vez con tanto orgullo, que Greta enseguida hizo sus cálculos. A ella, que por cabeza tenía un ábaco o una tabla de logaritmos, poco le costó calibrar, tasar y clasificar a la persona que tenía delante. Un caballero (eso, aun en andrajos, saltaba a la vista); bastante joven (quince o veinte años menos que ella), eso tampoco había que ser Pitágoras para calcularlo; mucha hambre y pocas posibilidades de satisfacerla, al menos a corto plazo. Y por fin, existía en la ecuación que estaba despejando un elemento que sólo una mente prístina y aritmética como la de Greta von Holborn podía descubrir, uno común a muchos hombres que han nacido ricos: una cierta liviandad, así como un tendencia a esperar que la vida fuera la que resolviera los problemas por él.

—¿Cuánto quiere por esta joya? —le había preguntado saltándose su habitual código de conducta que aconsejaba escrutar a los clientes con el frío ojo de un ave de rapiña—. Es muy hermosa —añadió, haciendo girar entre sus regordetas falanges cuajadas de sortijas el anillo familiar de los García, que, a todo andar y siendo muy generosos, podía valer tres monedas de plata—. Le doy seis y no se hable más —ofreció, viendo cómo se dilataban maravillados aquellos ojos verdes—. Me gusta hacer negocios con todo un caballero —continuó, dando a entender que sabía ver más allá de su actual y depauperado aspecto.

Juan, que había llegado a aquellas costas tres días atrás y pernoctaba en los soportales de una iglesia sin haber podido llevarse a la boca más que un chusco de pan y unas coles medio podridas, vio abrirse el cielo, o al menos el purgatorio. Con seis monedas de plata bien podía pagarse un par de noches en alguna fonda, darse un buen baño y aspirar a una comida caliente e incluso a una camisa limpia. Después, Dios proveería. Pero Dios debía de estar proveyendo desde ya a juzgar por lo que a continuación dijo aquella vieja.

—¿Sabes de cuentas? —preguntó, tuteándolo con familiaridad—. ¿Se te dan bien los números?

Antes de pasar a mejor vida, el padre de Juan se había ocupado de que recibiera la educación adecuada para llevar sus asuntos. Pero vino primero la ruina familiar y luego su matrimonio con Lucila Manzanedo para subsanarla y con ella llegaron también a la plantación los administradores de su suegro. Una situación desairada, pero según y cómo también cómoda que le permitía desentenderse de cuestiones tan latosas como ingratas sin dejar de llevar la vida de un gran señor. Evidentemente, ninguno de estos detalles eran de la incumbencia de la dama de dedos regordetes, así que le dijo sin mentir:

—Mi familia tiene una plantación allá en Cuba, una de las más antiguas, y de un tiempo a esta parte, también de las más prósperas del lugar.

—Justo la persona que yo necesito, entonces. ¿Cómo te llamas, muchacho? ¿Te gustaría ser mi intendente?

 

* * *

 

Nada de esto sabía Trinidad cuando decidió dedicarse a curiosear en la vida de Juan. Aún ignoraba cómo proceder. Lo único que había conseguido averiguar en la primera tarde cuando lo siguió a prudencial distancia, fue adónde se dirigía, un discreto edificio de una planta sito en la zona más cara y antigua de Funchal. En la puerta y escrito en letras rojas había un no menos discreto cartel con esta inscripción: «Greta von Holborn: préstamos, trueques y empeños».

—¿Greta von Holborn? —retrucó la señorita esa misma noche cuando ya de vuelta en el hotel le preguntó si la conocía—. Ni se te ocurra acercarte a esa tarántula. ¿Por qué te interesas por ella?

Trinidad no tenía la menor intención de desvelar sus verdaderas razones. Lo último que la señorita Elisa hubiera tolerado es que le hicieran preguntas sobre sus clientes, pero se le ocurrió que sí podría proporcionarle algún dato útil sobre la dama del carruaje. A fin de cuentas, daba la impresión de ser un personaje conocido de la ciudad, alguien que despertaba curiosidad.

—No me intereso por ella, sino por su negocio —mintió con cautela—. Sólo tengo un objeto de valor —continuó, pensando en el regalo de Caragatos—: una moneda de plata y a veces me he preguntado cuánto puede valer.

—Mucho más de lo que te ofrezca Margareta por ella —replicó la señorita mientras trajinaba ginebra en un elegante vaso veneciano como solaz de una larga y agotadora jornada de trabajo. A continuación, le relató a Trinidad lo que sabía de la vida de la Von Holborn y cómo se había convertido de gusano en carísimo lepidóptero—… Total y para abreviar: más taimada que una raposa y más fea que un bagre —ése fue su veredicto.

—No tanto —la contradijo Trinidad con toda la intención de tirarle de la lengua—. La he visto por la calle y parece una persona atractiva.

—Lo único atractivo que tiene es su limosnera.

—¿Su limosnera?

—Sí, querida, su bolsa, su billetera, ahí reside su encanto, y bien que le luce —continuó la señorita y Trinidad tuvo la impresión de que estaba a punto de hacerle una revelación sobre la vida personal de la señora Von Holborn. Sin embargo, una de las normas inquebrantables de la señorita era no hablar jamás de sus clientes, de modo que debió de cambiar de propósito sobre la marcha—: En cualquier caso, de lo que puedes estar segura es de que contigo no tendrá miramientos. Con todo, o mejor habría que decir, con casi todo el mundo es implacable. Una vez que te envuelve en su telaraña, no hay escapatoria.

Esta conversación dejó a Trinidad aún más preocupada de lo que ya estaba. ¿Qué extraño ascendente podía tener aquella mujer sobre Juan? ¿Por qué él se había mostrado sorprendido y a la vez en falta cuando se encontró con ella por la calle? ¿Qué los unía? ¿Le estaría haciendo chantaje de alguna manera?

Por unos días tuvo que olvidarse de sus excursiones indagatorias. Tocaba a su fin el curso formativo de las palomitas. Las novicias de tan particular fe estaban a punto de tomar el velo. O dicho de otro modo, se acercaba su examen final, el que les daría todas las bendiciones para empezar a volar solas en el mundo del placer.

—Vamos a ver, Anahí, ¿en qué musarañas andas pensando que no has cumplido mis instrucciones? ¿No te dije que hoy toca examen de cofre? ¿Dónde está?

El cofre color lacre dormía siempre en el mismo rincón, junto a la ventana, custodiando sus misterios y sólo la señorita se ocupaba de él. A ella no le estaba permitido tocarlo siquiera, y mejor así. Si alguna vez había sentido curiosidad por su contenido, desde que Juan lo había solicitado en su visita amatoria, prefería seguir en la ignorancia. ¿Qué más daba lo que pudiera contener? No era de su incumbencia. Ella no era una palomita ni nunca lo sería, se limitaba a cumplir con sus obligaciones de la mejor manera posible. Los misterios del amor mercenario no le interesaban en absoluto.

—No te estoy diciendo que lo abras, sino que lo traslades de sitio. Sígueme —le dijo la señorita, envolviéndose en su bata china—, vamos fatal de tiempo.

Lo primero que le sorprendió al cogerlo fue lo ligero que era. No sabía por qué, pero se lo imaginaba lleno de pesados artilugios, correas, cachivaches inverosímiles.

—En cinco minutos quiero esta sala preparada. Allí al fondo irán los chiches —así llamaba la señorita al balancín, los gorritos de marinero y todo el resto de juguetes sexuales que usaba habitualmente—, en el centro la tina de baño y a su derecha el baúl. Cuando termines de colocarlo todo, puedes ir a dar una vuelta. Ya sé que de un tiempo a esta parte te da por los largos paseos. Dos horas me llevará examinar el vuelo de estas palomitas, así que mientras tanto eres libre de seguir el rastro a tu Greta von Holborn.

No pasó inadvertida la fina ironía que escondían las palabras de la señorita. Trinidad tuvo, una vez más, la sensación de que leía en sus pensamientos como en un libro abierto. Pero esta vez la señorita se equivocaba, no tenía la menor intención de seguir espiando a Greta von Holborn, ya había logrado averiguar todo lo que le interesaba sobre su persona y, en concreto, un dato esencial: si esa dama era tal como se la había descrito, y todo apuntaba a que sí, la relación de Juan con ella debía de ser más impuesta que voluntaria. Una vieja deuda, quizá, algún tipo de chantaje, quién sabe. Trinidad había observado que todas las mañanas, hacia las nueve, Greta von Holborn dejaba el negocio en manos de Juan y tomaba su carruaje. Solía volver al cabo de hora y media con la cabeza llena de remozados tirabuzones y con las mejillas arreboladas por un sabio colorete que (casi) parecía natural. Tenía que aprovechar ese momento. Era la ocasión perfecta para propiciar un encuentro con Juan. Ya lo tenía todo pensado. Ella se vestiría con uno de los bonitos vestidos que le había regalado la señorita. Llevaría incluso guantes y un parasol como las damas. Se acercaría hasta «Greta von Holborn: préstamos, trueques y empeños», accionaría el llamador y el alegre campanilleo de la puerta anunciaría la llegada de una nueva clienta. «Buenos días», pensaba decirle aún de espaldas fingiendo que trasteaba con su parasol tratando de plegarlo. Buenos días, correspondería él, presumiblemente antes de sorprenderse y reconocerla. Con toda seguridad, tardaría unos segundos en reaccionar, asombrado, anonadado incluso, y ella, olvidando todo lo sucedido en estos tristes años —su desaparición en el mar, el modo en que sola tuvo que dar a luz a Marina, su venta como esclava y muchas otras peripecias hasta enterarse de que él vivía—, y olvidando incluso cómo lo había venido a buscar y el modo en que lo había encontrado minutos antes de que se entregara en brazos de la señorita Elisa, pensaba decirle: «Aquí estoy, mi amor. No digas nada, no quiero saber qué ha pasado, ni en quién te has convertido, echemos atrás el tiempo, volvamos a bordo del Santiago Apóstol, recomencemos de nuevo, como antes, como nunca».

—¿Anahí? ¿Me oyes?

La palomita debía de pensar que se ha quedado dormida porque la zarandea suavemente.

Trinidad abre los ojos sorprendida.

—No dormía, claro que no, sólo estaba pensando, perdona, ¿qué decías?

Tiene ante sí a una de las discípulas de su ama. Envuelta en una bata china blanca y con un dragón bordado a la espalda, parece la virginal réplica de la maestra. El mismo cuerpo exiguo, la misma boca sangrante y roja y ojos muy negros con enormes y falsas pestañas.

—Ya se han ido el resto de las niñas y la señorita se ha retirado a su habitación a descansar. Me ha dicho que te ayude a recoger las cosas del baúl.

—¿Estás segura de que te ha dicho eso? No le gusta que nadie lo toque.

Por toda respuesta la palomita señala la puerta abierta y al fondo el arcón.

Está bien, se dice Trinidad contrariada. Aún no entiende cómo ha podido quedarse dormida y desaprovechar una ocasión así. Ahora deberá esperar al próximo turno de palomitas para acercarse a la tienda en la que supone trabaja Juan y hacer realidad su sueño. Qué contrariedad, la próxima reunión de discípulas no será hasta dos días más tarde.

—Bueno —le dice a aquella niña—, acabemos de recoger esto cuanto antes, supongo que querrás volver a tu casa.

Van y vienen por ahí poniendo orden. Recogen todos los juguetes y chiches, se ocupan de vaciar y dejar reluciente la tina de baño y luego Trinidad se acerca al baúl. Ahora comprende por qué le había parecido tan ligero. Dentro de aquel arcón, sentada, ingrávida y desnuda hay una muñeca. Ella nunca ha visto un material de esas características. Es como una gran vejiga hinchable. Se atreve a tocarla y le espanta su tacto. Por un momento piensa que aquel engendro está hecho con piel humana como si un sádico se hubiera dedicado a desollar viva a una niña y rellenarla luego con aire. ¿Qué, qué es esto…? Comienza mirando a la palomita, pero la niña trastea con otros objetos del baúl con la más indiferente y ajena de las actitudes. Cintas, ligas, corsés, pelucas. La bata china se le ha abierto y por ella asoma el exiguo pecho de la adolescente que es y ríe. El pelo rubio y rizado de una de aquellas pelucas le hace cosquillas, pero Trinidad no puede separar los ojos de la muñeca hinchable. Repara ahora en otros detalles, su boca por ejemplo. Abierta y llena de dientes parece la de un ahogado, qué extraña incongruencia con aquellos labios tan rojos idénticos a los de la palomita. Por un momento siente la tentación de preguntarle a la niña para qué sirve aquel remedo, pero la respuesta está en el vello de su pubis, que oculta un orificio rojo; en la suave pelusa que cubre su vientre y trepa hasta el ombligo, en el tacto casi humano de la piel de sus nalgas.

—Mira —ríe ahora la palomita. La bata china ha caído dejándola desnuda, pero no es eso lo que llama la atención. Tampoco el brillo lúbrico que hay en sus ojos de niña ni la lengua muy roja con la que se humedece los labios mientras sonríe. De entre todos los accesorios que allí hay, ha elegido una peluca de pelo negro y ensortijado y se la pone a la muñeca—. ¿Ves? Mira qué fácil es convertirla en Trinidad —canturrea y a ella le parece estarse mirando en un grotesco y terrible espejo deformante. Es cierto. Su mismo corte, su mismo color, sus mismos rizos—. Y ahora la convierto en mí —continúa la palomita poniéndole a la muñeca una peluca de pelo oscuro y muy liso—. Marion, la llamamos, y es la puta perfecta —explica a continuación—. Cada hombre la viste y la peina como quiere y así se acuesta siempre con la mujer de sus sueños…

A Trinidad le gustaría huir, escapar, correr fuera, lejos, para no tener que oír nada más. Pero sigue ahí viendo cómo aquella muchacha, apenas una niña, le cuenta que los clientes se aterran la primera vez que ven a Marion, pero, una vez que se les explica cómo se juega con ella, piden siempre sus servicios. No hay nada como un sueño y cada hombre tiene un amor perdido. La mayoría de los clientes están casados o viven con mujeres a las que no desean ni quieren, por eso les gusta vestir y peinar a Marion a su gusto, convertirla en aquella que pudo ser y no fue.

La palomita continúa probándose las pelucas de Marion, fingiendo que se convierte en otras muchas mujeres, pero Trinidad ya no la ve a ella, sino a Juan. Juan entregándole el dinero «Para Elisa» sin mirarla siquiera y luego diciéndole «con baúl y todos sus juguetitos», antes de cerrar la puerta de la habitación de la señorita. Juan riendo con ella y con Marion, Juan saliendo de la habitación con los mismos ojos extraviados que todos los clientes de la señorita. ¿Habría vestido y acicalado a Marion para que se pareciera a ella, le habría puesto aquella peluca de pelo negro y ensortijado? O tal vez no. Quizá la hubiera vestido con otro traje y elegido otro color de pelo para soñar con alguien que no era ella. Una arcada encoge su cuerpo. Siente ganas de vomitar, de vaciar su estómago y con él su asco. Se siente sucia.

—¿Estás bien, Anahí?

Es la palomita, que acaba de recolocarse la bata china y dejar en el baúl la última de las pelucas.

—Ayúdame, niña.