CAPÍTULO 52 LAS RATAS

 

 

–Le juro que no es cierto, señorita, dígaselo usted. Dígales que en todo el tiempo que llevo trabajando aquí, jamás le ha faltado nada a nadie. Esa moneda es mía, la he llevado encima desde que salí de Sevilla. ¡Por favor, señores, se lo suplico, deben creerme!

Habían llegado como ladrones en la noche. Trinidad, al acudir a abrir, pensó que tal vez se tratase de un cliente tardío de la señorita Elisa. Pero eran más de las dos de la madrugada. ¿Quién podía llamar a esas horas y con tanta insistencia? Cuando les franqueó la entrada, aquellos hombres ni siquiera la dejaron hablar. La apartaron de un manotazo exigiendo que los llevara de inmediato hasta su habitación. Eran tales las voces que la señorita acudió alarmada.

—¿Se puede saber qué pasa? —había preguntado mientras se envolvía en una de sus batas favoritas.

—Ah, es usted —dijo aquel hombre, al que sin duda le habían llegado campanas de la fama cada vez más legendaria de la daifa filipina y se descubrió ante ella—. Esta negra ladrona, han presentado denuncia contra ella.

De nada sirvió que la señorita amenazara con llamar «a ustedes ni se imaginan quién» por entrar de aquel modo en sus habitaciones. El mismo hombre de antes, que parecía el jefe, dijo que sólo cumplía órdenes y las suyas debían de venir de muy arriba porque de nada sirvieron protestas ni amenazas, y acabaron registrando la habitación de Trinidad de punta a cabo. Sin miramientos destriparon el colchón, buscaron hasta en los bajos de las cortinas y, por supuesto, revolvieron gavetas y estantes sin encontrar nada que pudiera ser de su interés. Se marchaban ya cuando uno de ellos reparó en aquel escapulario que llevaba siempre con ella y que sobresalía de su camisa de noche.

—¿Y esto? —preguntó, arrancándoselo de un tirón.

—Es sólo el recuerdo de alguien muy querido —comenzó Trinidad, pero el tipo había descubierto ya la moneda de plata regalo de Caragatos.

—¡Aquí está! Ya nos lo dijo la señora.

—¿Se puede saber de quién habla? —preguntó Elisa.

—De Greta von Holborn nada menos. A esta negra amiga de lo ajeno no se le ocurrió mejor chispa que entrar en su establecimiento, entretener con simplezas a su marido y robarse lo menos diez escudos que había sobre el mostrador.

Trinidad estaba tan estupefacta que no acertaba a decir palabra. Fue la señorita la que retrucó sarcástica:

—¿La Holborn vieja mentirosa y su caro esposo? Menudo par.

Trinidad oía la conversación como si le llegase entre las brumas de un sueño.

—No me creo ni una palabra. Conozco a esa víbora, no sé qué se trae entre manos, es de las que no da puntada sin hilo. ¿Pensará acaso que puede desprestigiarme con semejante patraña?

—Me temo, señora, que ahora vamos a tener que registrar también sus habitaciones. Son órdenes, y le aseguro que de muy arriba. —La bata de la señorita se abrió entonces desvelando sus misterios pero no parecieron interesar demasiado a aquel sabueso—. Apártese, déjenos hacer nuestro trabajo.

 

* * *

 

«Dos pájaros de un tiro», se dice Greta von Holborn mientras apura una deliciosa taza de lapsang souchong con diez gotitas de anís. Desde sus lejanos tiempos como meretriz de los puertos, siempre había sido fiel a ciertos rituales. Y uno de ellos era desayunar entregada a la lectura. Lentamente, paladeando tanto el alimento del cuerpo como el del espíritu. En sus comienzos, lo que leía eran los clasificados en los que se daba noticia de la llegada de naves y se reseñaba qué tipo de pasaje (léase clientes) venía a bordo: comerciantes, pescadores, soldados, expresidiarios… Ahora, en cambio, le interesaban más otras secciones de los diarios, como la de sucesos, por ejemplo. Una de las noticias pareció complacerla especialmente:

 

En el día de ayer las autoridades rindieron un gran servicio a la integridad moral de nuestra comunidad desarticulando una infame red de prostitución y proxenetismo. Además de vender su cuerpo, Elisa de la Cruz Malacang, de cincuenta y seis años de edad y natural de Filipinas, se dedicaba a adiestrar a otras mujeres, niñas en su mayoría, en el oficio más antiguo del mundo. En la redada se incautaron decenas de artilugios propios de su repugnante oficio, así como una sustanciosa cantidad de dinero, fruto de tan floreciente negocio. También ha sido detenida una negra que se hacía llamar por el falso nombre de Anahí. En la habitación de la susodicha se encontró, además, el producto de varios hurtos. Ambas están ya bajo llave y serán trasladadas en breve a la prisión estatal.

 

—Dos pájaras de una sola pedrada —vuelve a repetir con satisfacción Greta von Holborn al tiempo que añade unas gotitas más de anís a su cocción. Hacía lo menos veinte años que deseaba aplastar a aquella tonta mariposa oriental, desde que ambas se iniciaron en el negocio del amor—. Va por ti, querida —dice, alzando su taza de té chino—. Por los clientes que me robaste; por aquella vez que me dieron las fiebres tercianas y aprovechaste para que nuestra casera me echara a la calle; por tus trampas, por tus embustes, por todas tus traiciones con cara siempre de no haber roto un plato. Pero, sobre todo, va por tus muchas noches con mi marido. ¿De verdad creías —continúa diciendo Greta von Holborn como si, en vez de tener ante ella su hermosa y carísima tetera de plata portuguesa tuviera a su antigua rival—… de verdad pensabas, querida, que no sabía que él te visitaba? ¿Que ignoraba cómo jugabais juntos a marineritos, a las casitas, a las muñecas y a otros pasatiempos de tu amplio repertorio que él pagaba con mi dinero? La venganza sabe mejor fría —se dice ahora en voz alta—. Pero tampoco está mal en caliente. —Y aquí vuelve a bajar la voz, no sea que Juan se haya despertado temprano esta mañana y sorprenda su soliloquio—. Calentita, como en el caso de la furcia negra. Aquí te pillo, aquí te remato, hay malas hierbas tan peligrosas que es preferible arrancarlas antes de que crezcan —agrega, recordando la cara de arrobo con la que Juan miraba a aquella maldita mulata cuando los sorprendió en la tienda—. O poco conozco yo a los hombres —se dice— o ahora mismo estará cavilando cómo ingeniárselas para verse de nuevo con ella. Busca todo lo que quieras, querido —añade, dirigiéndose de nuevo a su tetera pero esta vez no como si fuese la señorita Elisa, sino como si se hubiese convertido en su guapísimo marido—. Pregunta por ella dónde y cuánto quieras, difícilmente la vas a encontrar. —¿Debía enseñarle el suelto del periódico con la noticia de la detención de ambas? ¿O tal vez era mejor dejar que creyese que la negra había elegido no volverlo a ver? Greta von Holborn cavila un poco, incluso consulta el asunto con la jarrita de leche que le devuelve su propia imagen invertida e inflada pero muy risueña decidiendo que era preferible lo primero. «Querido —piensa decirle en cuanto asome por esa puerta medio dormido y encantadoramente despeinado como cada mañana—. Mira lo que acabo de leer en el periódico. La señorita Elisa y esa esclava suya, sí, mi amor, la misma que vino el otro día por nuestro establecimiento, fíjate tú qué increíble casualidad, acaban de dar con sus huesos en la cárcel. Además de putas, resulta que también eran ladronas, qué te parece. Se las llevan al Paraíso de las Ratas. ¿No es así como llaman a la prisión estatal? Dicen que pocos son los que salen vivos de ahí y cuando lo hacen nadie los reconoce. Qué pena, dos caras tan lindas como las suyas, ¿verdad, mi vida?». Y poco y nada conoce ella a los hombres o Juan, al saberlo, se sentirá aliviado e incluso agradecido. Con lo que a él le gusta la buena vida, la ropa cara, la billetera fácil. ¿Iba a hacer peligrar todo lo que había conseguido por un tonto amor de juventud, con una negra, además? Ay, los hombres, suspira Greta von Holborn, son igualitos que pichones, hay que darles la comida masticada para que no se atraganten.

—Buenos días, corazón mío, ¿has dormido bien? —sonríe al ver la cara de su marido que asoma ahora mismo por la puerta bostezando y, en efecto, encantadoramente despeinado—. ¿Te sirvo tu café? Aquí lo tengo preparado para que no se te enfríe, también la prensa, que sé que te gusta. ¿Quieres también una tartaleta de manzana? Están deliciosas.

TERCERA PARTE