CAPÍTULO 53 TESTAMENTO

 

 

Tras la muerte y entierro de José, Cayetana y María Luz regresaron a Madrid. Debían someterse al interminable protocolo de pésames, rosarios, misas y homenajes que eran costumbre. Pero Cayetana no se conformó con honrar a su marido del modo convencional. Quería recordarlo también como a él más le habría gustado, transformando su memoria en música. Mandó por tanto componer un canto fúnebre y eligió llamarlo La compasión por ser, dijo, la virtud que mejor lo definía. Confeccionó con esta y otras elegías un librillo que llevaría en su portada un retrato de Goya y lo hizo repartir entre sus amistades y todos los que venían a presentar sus respetos. Hecho esto, decidió desaparecer. Durante más de un año, nada se supo de su paradero. Había quien opinaba que se había ido con su hija a París, otros decían que a Santiago de Compostela a pedir la protección del santo. Pocos sabían que madre e hija habían desafiado por segunda vez los peligros de cruzar Despeñaperros para refugiarse en un antiguo castillo medieval, vieja morada de la familia de José en Sanlúcar de Barrameda. De por esas fechas data el famoso testamento de la duquesa de Alba escrito de su puño y letra. Tan honda huella había dejado en su ánimo la muerte de José que temía que «la vieja de la guadaña», así le gustaba llamarla, volviera por ella un día no muy lejano. Los bienes vinculados al mayorazgo y, por supuesto, todos los títulos de la casa de Alba habían de pasar inevitablemente a la persona con mejor derecho, el hijo de una prima suya de nombre Carlos Fitz-James Stuart. Pero el resto de sus bienes libres decidió repartirlos con prodigalidad entre las personas que la habían acompañado a lo largo de su vida. Sus secretarios, sus contadores, su confesor, su médico personal, también Rafaela, así como otros fieles a los que consideraba parte de la familia. Llegado el momento de escribir el nombre de María Luz, titubeó. Sabía que la ley y las convenciones no le permitían tratarla como lo que era para ella, una hija a todos los efectos. Por eso escogió dejarle una renta vitalicia y otra de similar cuantía «para la persona que se ocupa de ella», escribió sin especificar un nombre. Lo más lógico era que aquella persona fuera quien siempre había estado a su lado, pero Rafaela tenía ya demasiados años y no menos achaques. «Mejor dejar un espacio en blanco y rellenarlo más adelante», se dijo antes de continuar con otras mandas. Eran muchas las personas a las que deseaba beneficiar, hasta un número de veintiocho. Cuando estaba llegando al final, hizo otra pausa antes de escribir un apellido que le era muy querido. El viejo cascarrabias le llevaba casi veinte años, pero Goya se merecía estar entre sus bienqueridos, de modo que optó por beneficiar a su familia en la persona del menor de sus hijos legándole diez reales diarios de por vida.

Fue entonces, cuando además se cumplía el primer aniversario de la muerte de José, que decidió enviar unas líneas a don Fancho. Acababa de trasladarse a otra de las casas palacio de la familia de su marido, el Coto de Doñana, así llamado en honor a una de sus dueñas, Ana de Silva y Mendoza, hija de la famosa princesa de Éboli. La carta decía lo siguiente:

 

Querido Fancho:

Me encuentro en un enclave que tienes que conocer. Se trata de una propiedad que se eleva entre marismas, dunas y pinares por los que sobrevuelan las aves más hermosas y coloridas que jamás hayas visto. No muy lejos de aquí hay una ermita dedicada a la Virgen del Rocío y allí acude cada año en romería un gentío que canta y baila en su honor tanto de día como de noche. Sé que andas por Cádiz desde hace meses ocupado en algún encargo. ¿No te gustaría dar un rodeo y ver a una vieja amiga? Aquí te esperaremos María Luz y yo. Deberías ver qué grande y hermosa está. Los primeros meses después de la muerte de José, le volvieron las pesadillas y esas urgencias de encontrar sus orígenes que tanto me inquietan. Sin embargo ahora, será por la belleza del lugar, será porque la Virgen del Rocío es muy milagrera, está harto más sosegada. ¡Deberías ver cómo dibuja! Ella y Anita, la hija de uno de los jardineros, que es tres o cuatro años mayor que ella y le hace mucha compañía, pasan horas mezclando colores y delante de un caballete. Te vas a quedar asombrado de su talento.

Ven pronto, no me hagas esperar.

 

Llegó con la primavera y refunfuñando. Decía que los árboles de aquellos parajes lo hacían estornudar sin tasa y que el lagrimeo emborronaba sus bosquejos.

—… No vayáis a creer que porque haya accedido a vuestros deseos pienso dedicarme a la holganza. Si estoy aquí es porque me interesa realizar ciertos dibujos.

—Hay que ver lo que te gusta regañar, Fancho. ¿Qué te parece tu acomodo? Te he asignado la habitación más soleada y con mejor vista, justo al lado de la de María Luz. Ven acá, tesoro, dale un beso a este grandísimo gruñón.

—Hola, Fancho —lo saluda la niña, poniéndose de puntillas para darle un beso—. Dime, ¿cómo sale mejor el color ocre? ¿Con amarillo de cadmio como base y algo de rojo y azul francés de ultramar?

—Qué guapa estás, déjame que te vea —reconoce el maestro, haciéndola volverse sobre sí misma para admirar cuánto ha crecido. No muy lejos de allí otra niña los observa. Rubia, de unos trece o catorce años, no del todo fea pero con unos fríos ojos azules (se percata Goya), que ella intenta mantener bajos, tal vez porque así se lo han ordenado. El maestro se pregunta quién puede ser, pero de inmediato se vuelve hacia la hija de Cayetana. Salvo por el color de la piel, la niña parece una copia en miniatura de su madre. El mismo pelo largo rizado y rebelde hasta la cintura recogido con una cinta de colores, el mismo cuello erguido y orgulloso. Y luego están sus hechuras, tan bien formada para su edad, con miembros largos, elegantes—. Como una garza —es su comentario—, una garza un poco desastrada —corrige al ver la cara y los dedos de la niña manchados de pintura—. No olvides nunca que algunos óleos son venenosos, tienes que darle al jabón y al estropajo cada vez que termines de pintar.

—Es que ya hemos terminado por hoy. ¿Conoces a mi nueva amiga? Tiene la suerte de vivir aquí todo el año, se llama Anita.

—¿Recuerdas que te hablé de ella en mi carta? No se despegan ni a sol ni a sombra. Saluda al señor Goya, Anita.

La niña hace una pequeña reverencia y Fancho no puede por menos que reparar lo curiosa que es la escena. El mundo al revés, piensa. De no ser por la vestimenta, aquella niña de piel tan blanca y de inquietantes ojos celestes parecería la hija de la duquesa de Alba en lugar de María Luz.

—Es que sus padres son de La Carlota —puntualiza Tana y Goya asiente sin que haga falta más comentario. Todo el mundo sabía por aquel entonces la particular historia de ese enclave cordobés. Cuando treinta y tantos años atrás, y para colonizar la despoblada zona del valle del Guadalquivir, Carlos III hizo traer cerca de seis mil colonos católicos alemanes y flamencos, cerca de dos millares se instalaron en La Carlota. «El día y la noche, la luz y las tinieblas», piensa don Fancho viendo a las dos niñas reír juntas, pero no le da tiempo a más reflexiones. María Luz acaba de cogerse de su mano y tirar de él.

—Ven, Fancho, quiero enseñarte algo, ya verás todo lo que hemos trabajado Anita y yo.

Goya protesta. Ya habrá tiempo más tarde. Acaba de llegar y su mayor deseo es tumbarse, descansar de los traqueteos y calores del camino.

—Espera, muchacha, deja al menos que me quite esta levita llena de polvo —dice, pero también en la impaciencia se parecen madre e hija y, sin darle más tregua que unos segundos para sacudir el sombrero, ya están los cuatro camino de la sala de pintura.

Lo primero que nota al entrar en el taller que Cayetana ha improvisado para María Luz y su nueva amiga en el palacio del Rocío es, precisamente, la luz. El sol irrumpe por varias ventanas y desde ellas muy abiertas puede verse el coto en toda su extensión. Qué extraordinario paraje, qué marea de colores forman los mil y un tonos de verde de las hojas, los amarillos y blancos de las retamas, las lilas de las lavandas, los ocres de las marismas. Los ojos del maestro calibran y tasan ya cómo piensa atrapar tan colorido movimiento, tanta belleza. Hasta un principiante tendría pocas dificultades en sacarle partido a un paisaje así. Goya aspira la brisa que entra por los ventanales y que le trae aromas de hierba, agua y sal. También se pinta con el sentido del olfato y él necesita empaparse de todos sus perfumes. Mira ahora el cielo. Si es cierto lo que dicen de aquellos parajes, la primavera los teñirá muy pronto de fuego con el retorno de los flamencos, y de blanco con las alas de las garcetas, también de azul con el plumaje de los patos. ¿Qué más se puede pedir que estar en el paraíso y con la mujer que uno ama? Piensa y luego se reprocha: «Te estás haciendo viejo, Paco, que blandenguerías dices, que más pareces Luciano Comella o cualquiera de esos vates pisaverdes que tanto abundan en la escena patria, declamando floridas y almibaradas tontunas amorosas. ¿Qué diría tu buena Josefa si estuviera aquí? Algo así como: “Ay, Paco mío, cuándo aprenderás que mirar tan alto sólo produce mareos y dolores de cabeza”. Más razón que un santo —se dice, dedicando un agradecido recuerdo a su esposa mientras descarta tan fútiles sentimientos—. Tú déjate fascinar sólo por el color de los meandros y de los pastizales, el resto no son más que ilusas chocheras de viejo».

—¿… Me oyes, Fancho? Que llevo un buen rato hablándote y, más que duro de oído, lo pareces de entendederas.

—Perdonad, señora, me he dejado llevar por la belleza del paisaje. ¿Qué me decíais?

Cayetana señala los trabajos de la niña.

—De las niñas —puntualiza, posando una enjoyada mano sobre la cabeza de Anita, enredando un dedo en su pelo lacio, acariciándola con afecto—. Que tú por ser la mayor eres la que más sabe de pintura, ¿verdad, querida?

La niña la mira con una mezcla de adoración y recelo a partes iguales.

—Sí, señora duquesa, ya le expliqué a María Luz cómo mezclar colores. Yo nunca he tenido estos tan buenos —dice, señalando la magnífica caja de óleos con que Cayetana ha obsequiado a su hija—. Pero mi padre me ha enseñado a colorear con arcillas.

Goya, que está deseando ir a descansar un rato, pide ver las obras y Anita apunta hacia una decena de telas y dibujos que esperan sobre la mesa de trabajo. Hay allí paisajes, óleos de pájaros, otros de árboles, también un bosquejo de la fachada del palacio a carboncillo. Más que buenos o malos, son perfectamente convencionales y previsibles. Algunas líneas muestran una cierta destreza sin cultivar y los colores revelan su preferencia por los tonos brillantes y osados, pero nada fuera de lo común. Goya, con las manos a la espalda, pasa revista a los cuadros y va haciendo comentarios vagamente elogiosos de cada uno. No es cuestión de ser demasiado baturro, se dice, la franqueza y la buena educación rara vez caminan de la mano… «Muy bonita esta ave, ¿qué es?, ¿un cormorán…? A ver qué tenemos aquí, vaya, no están mal estos pastizales que habéis pintado, muchachas… ¿Y esto?». Goya se ha quedado en silencio. El último de los cuadros es distinto a los demás. Se trata de un torbellino de colores. En principio, parecen sólo brochazos dados al azar. Sin embargo, el ojo de don Fancho alcanza a ver más allá de aquellos trazos inconexos, de esa explosión informe de color y lo que ve lo llena de perplejidad. Se adivina un revuelo de faldas, un revoltijo de piernas y brazos, blancos unos, otros muy negros, entrelazados, mientras un par de ojos severos lo observan todo desde la sombra.

—¿Quién ha pintado esta tela? ¿Has sido tú? —pregunta, dirigiéndose a la mayor de las niñas.

Anita se encoge de hombros con una media sonrisa.

—No, señor, yo le enseñé a pintar los otros, los bonitos, ése lo ha hecho sola la María Luz.

—¿Qué es esto, muchacha?

—Lo mismo le he dicho yo —interviene Cayetana—. Parece que se le han emborronado un poco los colores. ¿Verdad, tesoro? Como aún no sabe cuánto tiempo hay que esperar antes de añadir una capa de pintura sobre otra… Pero descuida, ahora que está aquí Fancho, él te enseñará.

—¿Qué querías retratar, María Luz?

—Nada, es sólo algo que se me ocurrió por la noche.

—¿Un sueño, tal vez?

María Luz mira a su madre y luego a Goya.

—No sé, puede ser.

Goya intenta descifrar qué esconden esos inocentes ojos verdes que lo miran sin pestañear. «Los sueños de la razón producen monstruos». Precisamente con este título pensaba encabezar una serie de dibujos que tenía entre manos. La frase se le había ocurrido leyendo a su autor favorito, Francisco de Quevedo. Según decía, cuando la razón dormita despiertan los miedos, los espectros y los seres imposibles. ¿Qué extraños fantasmas tenía aquella niña? A partir de ahora intentaría descubrirlos.

—Fancho, ¿Fancho? ¿Será posible? Otra vez se te ha ido al cielo el santo. Venga, se acabó el arte por el momento. Lavaos las manos María Luz y tú. Son más de las tres de la tarde y mis pintores favoritos deben pasar a la mesa. Y tú, Anita, recoge un poco todo esto y luego bajas a la cocina a que te den algo de comer, anda, corre. Qué buena pareja hacen estas dos niñas, ¿verdad, Fancho? Se han hecho tan amigas, ni te imaginas cuánto.