CAPÍTULO 54 CAMINO DEL PURGATORIO

 

 

Más de un año, trece meses, trescientos noventa largos días fue el tiempo que pasó en el infierno. Trinidad mira ahora la ciudad de Cádiz mientras que La Epifanía, la nave que la trae de nuevo a España, cabecea rumbo a puerto. Un mal sueño le parece todo lo vivido y, sin embargo, tozudos y chivatos ahí están, grabados en su piel, golpes, cortes, llagas, mordiscos y cicatrices testigos de su ordalía. Cada uno relata un pedazo de su historia. ¿Por dónde empezar a contarla? Tal vez por los golpes. Como los que le propinaron nada más llegar al Paraíso de las Ratas, la prisión de Funchal. «Vamos, negra, lo único que consigues con tanta tozudez es empeorar tu situación. Dinos dónde escondiste el resto del botín. La señora Von Holborn ha denunciado que le faltan otras trece monedas de plata iguales a la que encontramos en tu escapulario, y la señora Von Holborn es una ciudadana honorable…».

A medida que la golpeaban comprendió en toda su extensión en qué había consistido la celada. Nada más fácil para una «ciudadana honorable» y dueña de una casa de cambios que acusarla de robo. A saber también qué viejas cuentas tenía ella pendientes con la señorita Elisa, porque, desde el calabozo donde la encerraron, a lo lejos, podía oír a su antigua ama. Sus gritos eran aún más lastimeros que los de ella.

Aquel primer interrogatorio fue sólo el preludio de todo lo que vendría a continuación. Las llagas de sus tobillos, por ejemplo, hablaban de días y días desnuda y encadenada a un muro que rezumaba humedad y pestilencia a partes iguales. Con chinches y cucarachas por compañía, intentaron doblegarla para que confesara. Y al final lo hizo. Tenía tanta hambre que se las comía a puñados, hubiera confesado hasta la muerte de Jesucristo con tal de salir de aquel agujero. Las cicatrices de su espalda, por su parte, contaban otra estación de su vía crucis. El misterio doloroso de su reencuentro con la señorita Elisa. Sucedió a los ocho meses de estar en la cárcel de Funchal. Una gran inundación en las mazmorras del lado sur hizo que trasladaran a las reclusas de esa zona hasta la suya por unos días y la vio desfilar junto a otras compañeras de infortunio ante los barrotes de su celda. La eterna adolescente con cara de niña mala se había convertido en un triste polluelo envejecido y encorvado de patitas de pollo y cabeza despeluchada. Trinidad tuvo la impresión de que ni siquiera la había reconocido. En sus afiebrados ojos no había más que una sorprendida pregunta: «¿Por qué?». O mejor aún, «¿Cómo? Cómo ha podido pasarme esto a mí». Trinidad sabía perfectamente qué o quién había propiciado que acabaran las dos allí, pero contaba con una ventaja frente a su antigua ama. A diferencia de la señorita, que tantas veces se había vanagloriado de tener mil amores y no amar a ninguno, ella tenía una única pero poderosa razón para resistir, encontrar a Marina, y esa esperanza la mantuvo con vida. Poco después llegaron los calores y con ellos las fiebres que liberaron de aquel infierno a más de la mitad de las reclusas. A las que no cayeron enfermas las obligaban a cavar tumbas en medio del patio al rayo del sol. Fue así como Trinidad descubrió entre aquel montón de cuerpos que esperaban sepultura el cadáver de la señorita Elisa. Qué orgullosa se elevaba aún entre la carne tumefacta aquella legendaria naricilla que un día enloqueciera a los hombres. ¿Ninguno de ellos había intentado rescatarla? Era sin duda extraño, pero a saber. Cuando uno pisa la cárcel, hasta los más rendidos admiradores desaparecen como por ensalmo. «Para Elisa —murmuró Trinidad al tiempo que echaba sobre el que iba a ser el último lecho de aquella gran daifa, un par de florecillas azules que crecían entre las piedras del patio—. Todo para Elisa».

 

* * *

 

Más de un año tuvo que transcurrir para que acabara la pesadilla. Las cicatrices de su cuerpo hablaban de llagas producidas por los grilletes; de latigazos administrados con ánimo de castigar hasta la más ínfima de las faltas; y hablaban también de mordiscos de rata y de cómo ellas y los ratones se cebaron de tal modo con sus pies que llegó a perder dos de sus dedos.

Trinidad mira ahora la estela que deja a su paso la nave que la lleva de nuevo a la Península. En un par de horas arribarán a Cádiz y la misma esperanza que la mantuvo viva durante tantos meses de cautiverio ilumina también sus ojos. Hacía tiempo que había perdido la tarjeta de visita que le entregó el hombre al que conoció a bordo de la nave que la llevara a Madeira y que tan amable parecía al menos, pero recuerda bien qué había impreso en ella. «Hugo de Santillán. Abogado de pobres». Sí, así rezaba y su objetivo ahora era buscarlo y solicitar sus servicios. ¿Qué le pediría él a cambio? Daba igual. Hacía tiempo que Trinidad había perdido todo escrúpulo a la hora de pagar ciertos precios. Las cicatrices de su cuerpo hablaban también de aquellos peajes. De violaciones y vejaciones por parte de los carceleros que ella había aprendido a soportar sin un quejido porque pronto descubrió que excitaban aún más a aquellos hombres. Y sin embargo, hay un estupro que (casi) le trae buenos recuerdos. Bajo el grasiento peso de Manuel, uno de sus «clientes» más asiduos, se encontraba cuando, entre los crujidos y el chirriar de los hierros del camastro, comenzó a filtrarse un sonido ajeno, el tañido de una campana. A ésta se unió segundos después otra y luego una tercera y, para cuando aquel tipo comenzaba a subirse los calzones que con las prisas de sus ardores había dejado alrededor de las rodillas, lo que se oía era ya era un clamor. «¿Se puede saber qué carajo ocurre?». La respuesta no tardarían en conocerla. Un nacimiento, una bendición. A cientos de millas de Funchal, en Lisboa, la reina de Portugal había dado a luz por fin, después de varias niñas y partos frustrados, al tan ansiado varón. Tendrían que pasar aún un par de meses de sinsabores y penurias para que Trinidad bendijera también su llegada al mundo. Un perdón, un indulto general, he aquí el regalo que, sin saberlo, le había hecho aquel pequeño infante. Como siempre que pensaba en él, Trinidad le dedicó una oración. La criatura apenas vivió seis meses, se lo llevaron unas fiebres, pero para entonces ella ya había recuperado la libertad. Estaba flaca como una raspa, y con el cuerpo —y más aún el alma— lleno de mataduras y cicatrices, pero poco importaba ya. Era libre.

Cuando volvió a ver el sol después de meses de cautiverio, su luz le pareció tan mareante y cegadora que tuvo que apoyarse contra una pared. A sus pies se extendía Funchal y Trinidad se detuvo a admirar la ciudad, exactamente igual que había hecho, muchos meses atrás, a su llegada a la isla. Sólo que ahora ya no se preguntaba bajo qué techo o ante qué palmera o buganvilla pasearía Juan, porque ese nombre no significaba ya nada para ella. Le sorprendió comprobar que ni siquiera le dolía pronunciar aquellas cuatro letras que durante tanto tiempo fueron sinónimo de felicidad, futuro y familia. Era como si hubiese muerto. No, era como si no hubiera existido nunca, porque en efecto tal era el caso. El Juan que ella amó había resultado ser un espejismo, una mentira.

Aún queda en su cuerpo una cicatriz que no ha contado su historia. Es la más pequeña de todas, tanto que apenas abulta más que una lenteja. Trinidad no conocía hasta ese momento el significado de la palabra «vacuna», pero ahora le está muy agradecida, casi tanto como al pequeño infante portugués. Si al malogrado niño le debía la libertad, su vuelta a España tiene mucho que agradecer a una campaña de vacunación. Sucedió que, una vez libre, Trinidad había decidido volver por aquel hangar del puerto en el que conociera a la señorita Elisa. Se decía que tal vez podría tener la misma suerte de entonces y alguien la contratase para no importa qué trabajo. Cualquiera que le permitiese comprar un día un pasaje hacia la Península. Sin embargo, las autoridades, alarmadas por una incipiente epidemia de viruela, habían decidido que aquella concentración de menesterosos era un foco de enfermedades contra el que había que tomar medidas. El muy ilustrado gobernador de Funchal ordenó por tanto una campaña de vacunación a la que habían de someterse forzosamente todos esos desarrapados sin hogar y, al frente de tal campaña, había puesto a uno de sus hombres de más confianza.

«¡El holandés errante!», se dijo Trinidad al reconocer a uno de los clientes de la señorita. Trinidad desconocía su nombre, siempre le había llamado del mismo modo en que Elisa solía referirse él, y allí estaba ahora, en el arranque de la cola que les habían obligado a guardar, hablando con los médicos, con los pacientes, un hombre eficaz y con autoridad, muy diferente al sometido amante que ella recordaba escondido tras las cortinas espiando a la señorita mientras se bañaba y gimiendo de placer. A medida que avanza la fila, Trinidad trata de decidir cómo actuar. ¿Servirá de algo darse a conocer? ¿O era preferible girar la cabeza y esquivar su mirada? Quizá no le agradase, sino todo lo contrario, reencontrar un testigo de sus… flaquezas, digamos.

—¿Anahí? ¡Por Júpiter, que no puedo creer tanta fortuna! ¿De veras eres tú, muchacha? —Para su sorpresa él la reconoció y desde luego parecía celebrar la coincidencia—. Ven, acércate, no tengas miedo, tú debes de saber dónde está Elisa, dime. ¿Por qué se fue, por qué desapareció sin dejar siquiera una dirección?

Aquel hombre contó entonces cómo, al volver por el hotel como era su periódica costumbre, se había encontrado con la noticia de su inopinada marcha. Por única explicación el conserje le mostró una nota de la señorita escrita supuestamente de su puño y letra en la que explicaba «a mis muy queridos amigos, que he decidido volver a Filipinas donde acaba de morir mi tía Loreto Malacang dejándome una gran fortuna. En breve os remitiré mi nueva dirección por si alguno desea visitarme en la casa-palacio en la que ahora vivo».

A Trinidad no le costó imaginar, tras aquellas fantasiosas líneas, la larga mano de Greta von Holborn. Ahora comprendía por qué ninguno de los clientes de la señorita se había interesado o movido hilos para sacarla de la cárcel, y se dijo con tristeza que posiblemente tal abandono, que su antigua ama nunca llegó a entender, fuera la causa de que no luchara por salir adelante, por sobrevivir. Así se lo contó al holandés errante, que resultó no ser holandés, sino flamenco de Amberes y llamarse Hans.

Después de que le revelara cómo y en qué circunstancias murió la señorita Elisa, Hans se había sumido en un adolorido silencio. A ella para entonces le llegó el turno de que le pusieran la vacuna y se alejaba ya sin decir nada cuando él la mandó llamar. Quince días más tarde, embarcaban juntos en La Epifanía rumbo a Cádiz. Si Trinidad creyera aún en los orishás y la fuerza de sus presagios, si aún fuese devota de misas y de oraciones, tal vez habría reparado en la similitud entre el nombre de aquella nave y su situación actual. Porque como una epifanía o inesperada revelación podía considerarse todo lo sucedido en las últimas semanas. «¿Te gustaría trabajar para mí?», le había preguntado Hans, y ella aceptó sin preguntar en qué consistirían sus obligaciones. Pronto iba a descubrir que su primer cometido sería levantar la casa de su nuevo amo y empacar para un viaje. «A Nápoles —anunció el holandés, o mejor dicho flamenco, errante—. A la antigua villa de Pompeya. El gobernador me ha pedido que le acompañe en una expedición que está organizando. Supongo que el nombre que acabo de mencionar no te dice nada. Pero, para que lo sepas, Anahí, eres muy afortunada. Esta villa ha dormido durante siglos sepultada por la lava de un volcán y sólo hace unos años la descubrieron. Espero —terminó diciendo— que sepas apreciar lo que significa un viaje de estas características, muchacha, media Europa está fascinada por tan increíble hallazgo».

A Trinidad lo único que le interesaba de expedición tan extraordinaria era la primera de sus escalas. Sabía que cualquier barco que quisiera adentrarse en el Mediterráneo debía recalar antes en Cádiz para avituallarse.

 

* * *

 

Con el puerto ya a tiro de piedra, Trinidad dedica ahora un recuerdo agradecido a su nuevo amo. Al embarcar juntos, resignada estaba ya a tener que soportar una experiencia similar a la vivida en la travesía anterior con don Justo Santolín, pero sus temores resultaron (casi) infundados. Es cierto que más de una vez Hans la había llamado a su cabina en mitad de la noche para que le vaciara el orinal, pero parecía contentarse con mirarla y espiar cómo se trasparentaba, a la luz de las velas, su cuerpo bajo el largo camisón blanco. Hubo, sin embargo, después de varias noches, una petición adicional. Al llegar al camarote, se había encontrado con una vieja y enorme tina de baño de latón en medio de la estancia. «¡Desnúdate!», le ordenó, y ella ni se molestó en rechistar. ¿De qué habría servido? En la cárcel aprendió que era preferible no decir nada, apretar los dientes y no dar a los abusadores el placer añadido de sentirse justificados al sofocar, con babosos besos, sus gritos de asco o miedo. El camisón al caer dejó al descubierto su cuerpo cruzado de cicatrices y la mirada de Hans recorrió con fascinación aquel tortuoso y lacerado mapa antes de ordenarle que se metiera en el agua. Era tibia y con un leve aroma a salvia, y Trinidad cerró los ojos intentando captar al menos aquella ínfima sensación placentera. Hans se desnudó a su vez y ella imaginaba que muy pronto aquel cuerpo grande, tosco y encendido intentaría unirse al suyo dentro del agua. Pero en vez de meterse en la tina, el hombre se arrodilló mientras comenzaba a tararear suavemente. Era la misma infantil nana con la que la señorita Elisa acunaba a sus clientes.

Despacio, con tiento, casi con devoción, el hombre empezó a bañarla. Con la ayuda de una escudilla de plata, primero derramó sobre su piel un aceite perfumado y lo hizo con tanta delicadeza que Trinidad no pudo por menos que sentirse desconcertada. A continuación se esmeró en deslizar sobre su espalda y más tarde su pecho, una esponja redonda, grande, suave, procurando siempre evitar la piel herida. No la tocó ni la besó en ningún momento, pero ella podía sentir el calor húmedo y pegajoso de sus labios a pocas pulgadas de su oído mientras canturreaba su canción de cuna. Trinidad no sabe cuánto pudo durar aquello, sólo que, poco a poco, el susurro de la nana fue creciendo en intensidad volviéndose más jadeante, más ronco y apremiante hasta culminar, al cabo de un tiempo que se le antojó una eternidad, en una especie de brutal mugido que hizo que el corpachón de aquel tipo inmenso se estremeciera de arriba abajo antes de ovillarse y quedar palpitante en el suelo. Trinidad decidió aprovechar su desmadejamiento para salir del agua y, a falta de toalla, intentar secarse con su tosco camisón. Tiritaba aún medio desnuda cuando él se le acercó por detrás y, tras hacerla girar para que quedaran cuerpo a cuerpo y piel con piel, besó con labios afiebrados sus manos mientras deslizaba entre sus dedos una moneda de plata diciendo: «Para Elisa, todo para Elisa».

Después de aquello nunca más volvió a convocarla a medianoche. Ella dormía temiendo el momento en que repiqueteara la campanilla reclamando sus «servicios», pero jamás lo hizo. Habían avistado ya las costas de Huelva y el resto del viaje transcurrió sin incidentes, pero a Trinidad la aliviaba pensar que muy pronto el holandés errante seguiría su camino y ella el suyo. Había decidido dejarle una nota de despedida. No en los mentirosos términos de la carta de adiós que Greta von Holborn pergeñó haciéndose pasar por la señorita Elisa, sino contándole la verdad: que había aceptado aquel empleo porque su único deseo era encontrar a su hija y que le agradecía la oportunidad que le había dado de volver a la Península y reanudar su búsqueda.

Trinidad recuerda todo esto así como el modo en que minutos antes había dejado la nota en un lugar bien visible sobre su camastro para que la descubrieran una vez que hubiese desembarcado. A su alrededor, marineros de La Epifanía se afanan sobre cubierta preparando el atraque. «¡Aparta, muchacha!», le conmina uno que, junto a otros tres, cobra estacha con ayuda de un cabrestante. Ha llegado a Cádiz, es primavera y, como siempre ha hecho al enfrentarse a una ciudad nueva y desconocida, Trinidad deja que sus ojos se deslicen sobre el paisaje, admirando, en este caso, la altura de sus torres de vigía, la bulla de su puerto, la explosión multicolor de los barrios que lo rodean. ¿Por dónde comenzará sus pesquisas? El primer misterio —gozoso, glorioso o, no lo quiera Dios, doloroso— de este nuevo rosario de experiencias empieza por un nombre y un título. Hugo de Santillán, abogado de pobres.