CAPÍTULO 58 EXPULSADA DEL PARAÍSO

 

 

No importa, no importa, no me importa…

Tantas veces ha repetido Anita esas palabras en los últimos meses que casi se le antojan una extraña plegaria. Es la pura verdad, no importa nada. ¿Qué más da que la llegada al Coto de quien ella siempre ha llamado con devoción «la señora» haya destrozado sus más viejos sueños? ¿Qué más da también que no haya venido sola sino en compañía de esa mocosa, de esa usurpadora negrita estúpida que, según dicen, es su hija? No, nada importa. Como también da igual que la señora la trate como hace un momento: «Anda, niña, tráenos una limonada». ¿No es así como hablan los amos a los criados? ¿Y qué es ella si no? Sólo la hija de Joseph y de Elizabetha Geldorph, a los que todos llaman el Pepe y la Lisi porque, según les han dicho mil veces desde que llegaron a España cuando ella tenía apenas tres años, deben olvidar para siempre su idioma y sus nombres. Ahora los Geldorph, convertidos en los Geldó, no son más que unos raros. Unos campesinos trasterrados de Flandes a La Carlota y de La Carlota aquí, al Coto, para hacer lo único que saben. Trabajar, bregar, afanarse de sol a sol. Dejarse la piel y la juventud, también la belleza de Lisi, que era mucha, pero total, de qué le ha servido. La suya, la de Anita, en cambio sí había sido útil, al menos al principio. «¿De dónde sale este ángel?». Ésas habían sido las palabras de Cayetana la primera vez que la vio. Fue unos nueve años atrás cuando vino con su marido a conocer Doñana. Durante las dos semanas que pasaron en la propiedad la había convertido en su juguete preferido. «Vamos, Lisi, no te la lleves todavía, me la quedo un ratito más, mira lo que le hemos puesto. ¿Parece o no una princesita con este vestido que le ha hecho Rafaela con una de mis enaguas? Qué rizos tan rubios y espesos, qué ojos azules de porcelana. A partir de ahora no hace falta que te preocupes por su educación —había añadido para alegría de su madre—. Haré que reciba un dinero todos los meses. Aunque no vuelva por aquí, velaré siempre por mi angelito».

Pero había vuelto. Habría sido mucho mejor que no lo hiciera, que se quedase en Madrid, en Sevilla, o en cualquiera de sus innumerables palacios. A cientos de leguas de aquí para que ella, Anita, pudiera adorarla a distancia, soñar y fantasear con que volvía a ocuparse de ella como cuando tenía cuatro años. Había cumplido trece el pasado abril, pero recordaba y atesoraba cada uno de los minutos que habían vivido juntas. Sus paseos por las marismas montadas las dos en su caballo favorito; las historias que le leía junto al fuego o aquella inolvidable tarde que le enseñó a cazar tritones, también renacuajos. «Es lo que hacía yo cuando tenía tu edad, ¿sabes? Ven, vamos a meterlos en un frasco de vidrio con un poco de agua, ya verás lo rápido que crecen…». Dos semanas en el paraíso y nueve largos años para añorarlo, para desear que un día regresara, que volviera a llamarla mi ángel y tal vez, quién sabe, puesto que, según le había dicho su madre, no tenía hijos, se la llevara con ella a Madrid. ¿Por qué no? ¿Acaso no había dicho que parecía una princesita? Vestida y arreglada como las damas, seguro que pasaba por una de ellas.

Y ahora resultaba que todo era mentira. Mentira lo que le había prometido cuando se despidieron, que volvería por ella; mentira que la quería como tan alegremente le había repetido; mentira también y sobre todo que no tuviese hijos como erróneamente creía su madre. No sólo tenía una, sino que además era esa mocosa frágil, estúpida, atormentada por pesadillas a la que Dios sabe por qué llamaban Luz si es más oscura que las tinieblas. «Una negra», se dice. Hija, no de siervos como lo es ella, sino peor aún, de esclavos. Monilla, eso había que reconocérselo, pero ya se sabe, todos los cachorritos son encantadores y perfectamente adorables cuando son pequeños. El problema es que crecen. Demasiado bien lo sabía ella. ¿Qué había sido de aquella cara de ángel que un día cautivara a la señora? ¿En qué se habían convertido sus deliciosos hoyuelos, su piel de durazno, sus rizos del color del trigo? Anita se había hecho muchas veces la misma pregunta ante un pedacito de espejo que había logrado distraer una vez que se rompió una de las lunas que adornaban el más espacioso de los salones. Siete años de mala suerte traía su rotura, dicen, y debía de ser verdad, porque cada vez que se miraba en aquel cachito de azogue, le descorazonaba más lo que descubría. Primero fue su piel la que un mal día comenzó a cambiar. Se le llenó de granos, de rojeces, de puntos negros. Pasará, se dijo, son cosas de la edad. Pero lo que no tenía pinta de ser muy temporal era la transformación que se estaba produciendo en su nariz. Tan pequeña y respingada cuando la señora jugueteaba con ella y ahora gruesa y algo torcida como la de su padre. Y qué decir de los hoyuelos, un día desaparecieron sin dejar rastro. Igual que habían hecho las chiribitas de sus ojos. Es cierto que continuaban siendo azules como la porcelana, pero tenían un brillo raro y fijo, muy parecido a los de un ave. No importa, no importa, nada importa, volvió a repetirse Anita. Por fortuna, había algo que nadie podía arrebatarle y era su inteligencia. Es más, ésta parecía haberse afilado conforme se desdibujaba su belleza. Anita descubrió entonces que lo que antes conseguía con un simple aleteo de sus pestañas también podía conseguirse con labia. Una insinuación aquí, un comentario inocente allá, una o dos mentirijillas acullá… Y lo más curioso del caso es que nadie parecía percatarse. Quién sabe, tal vez le quedara aún un poco de aquel «ángel» que un día llevó dentro porque hasta ahora siempre se había salido con la suya haciendo creer a otros lo que ella quería que creyeran. Como con la negra esa. Anita, que en ese momento acaba de llegar a la cocina con la orden de la señora de que desea una limonada muy fría, decide entonces ofrecerse como voluntaria y prepararla ella misma. «Sí, niña, ocúpate tú, que pronto será hora de la cena y bastante liadas estamos aquí con la gallina en pepitoria. Anda, espabila. Ya sabes dónde está todo y no tardes. No hace falta que te diga lo poco que le gustan a la señora duquesa las criadas tardonas».

Y mientras corta limones y comienza a exprimirlos con saña Anita recuerda cierta conversación que tuvo con la mocosa la noche anterior. Se habían hecho tan amigas. No había más que verla para darse cuenta de que se trataba de una niña solitaria. Mucha clase de piano, muchos latines y lecciones de geografía y solfeo, pero nadie de su edad alrededor. Una flor de invernadero. Un pajarito que nunca ha salido de su jaula de oro. Así es como la había descrito la cocinera el otro día y tenía razón. No había más que verla. Lo que ella necesitaba era una amiga del alma, una compinche, alguien a quien confiarle lo que no podía contar a los mayores. Por eso, y porque a ganar su confianza y convertirse en su mejor oyente se había dedicado durante los primeros días, Anita sabía ahora todo sobre el cómo y el cuándo había llegado María Luz a la vida de la señora. Sabía también del incendio en el que murió Caramba y, por supuesto y sobre todo, conocía su deseo de encontrar algún día a su verdadera madre. En efecto, mientras engañaban a Rafaela fingiendo que dormían la siesta, Anita había escuchado los más recónditos secretos de su nueva amiga con su mejor cara de los-demás-no-te-comprenden-pero-yo-sí. Por eso, si los mayores hasta ahora habían intentado contrarrestar sus ansias insistiendo en que debía estar agradecida de tener una madre como Cayetana y olvidar a la otra, la mala que —supuestamente— la había abandonado al nacer, Anita se dedicó a darle al problema otro enfoque. Mentira. Todo lo que le habían contado hasta el momento era falso. Su verdadera madre no la había abandonado, sino que era una víctima igual que ella. Una pobre infeliz a la que le habían arrebatado su hija para venderla al mejor postor. ¿Y la culpable de todo es…?, enunció Anita antes de hacer una pausa imperceptible para que fuese la pequeña quien respondiese mentalmente a la pregunta. «Así es el mundo de los ricos —añadió luego con la triste sonrisa de quien sabe de qué está hablando—. ¿Qué somos para ellos? Un perrito, un tití, poco más que un guacamayo. No es culpa suya, ellos están acostumbrados desde siempre a comprar sus juguetes, los de cuerda, y también los de carne y hueso. Y los aman —le había dicho a María Luz mientras le acariciaba su largo y rizado pelo negro, imitando en todo las caricias que Cayetana solía prodigarle—. Claro que los quieren. ¿Cómo no los van a querer si son de su propiedad y son tan monos?».

Anita se entretuvo en relatar con detalle todo lo que la duquesa había hecho por ella cuando era pequeña, aún más pequeña que María Luz. Los regalos que le había prodigado, las mil y una atenciones, las muestras de cariño, los besos, las promesas.

—Son cosas de ricos, ellos no quieren dejar de amarte, por supuesto que no. La pena es que un día creces. Los juguetes no deberían crecer nunca, ¿comprendes, María Luz? Deberían quedarse chiquitos y adorables para siempre sin dar problemas ni causar embarazos.

—¿Qué problemas, qué embarazos? —había preguntado la niña y Anita le cogió cariñosamente las manos antes de responder:

—Eres aún tan pequeña —le dijo—. Te queda tanto por aprender. Pero seguro que hay detalles que ya empiezas a adivinar. Tu madre puede con mucho. Es de las personas con más poder de este país, así lo dice todo el mundo. Pero hay cosas que nadie puede evitar.

—¿Como qué? —había preguntado la pequeña.

—¿Por qué crees que no tienes amigas, María Luz? ¿Por qué crees que tu «madre» te lleva a muchos lugares pero siempre con adultos, jamás con niños? Porque los niños dicen lo que los mayores callan, comprendes. Lo que todo el mundo piensa al verte, que eres diferente, rara, que eres… —Anita había evitado deliberadamente la palabra «negra». Era mejor dejar que la pequeña rellenara sola los infamantes puntos suspensivos—. Hasta ahora —continuó tras una pausa— la señora ha logrado mantenerte alejada del mundo, protegida, a salvo. ¿Pero qué crees que pasará cuando crezcas, María Luz? ¿Cuando cumplas doce, trece años como yo? Fui como tú un día. Ella me adoraba, me llamaba «mi ángel». Era igual o más guapa, graciosa y talentosa que tú, y mírame ahora.

Anita en ese momento se había puesto de pie para que María Luz pudiera verla como realmente era. Como un pichón gris y despeluchado que ha crecido demasiado rápido, como un patito que jamás se transformaría en cisne, como un ángel caído y expulsado del paraíso.

—No dejes que te ocurra lo mismo que a mí —le suplicó con una angustia que parecía del todo genuina—. No dejes que te conviertan en un juguete viejo que, cuando nadie sabe qué hacer con él, acaba arrumbando en una buhardilla. No es culpa suya, ella te quiere, pero el mundo es así y tú eres una…

Tampoco esta vez había mencionado la infamante palabra. Ni falta que hacía, María Luz lloraba abrazada a su cuello con una amargura tan grande que Anita se dio cuenta de que lo único que había hecho era sembrar en terreno propicio y abonado de antemano.

—No llores, mi niña, todavía estás a tiempo de evitar pasar por el mismo sufrimiento que yo, es muy fácil, y sé cómo ayudarte.

Anita acaba de exprimir hasta desollar la docena de limones que había cortado previamente. El resto de recuerdos de la noche anterior eran más gratos, esperanzadores. Entre las confidencias que María Luz le había hecho desde que eran amigas estaba la visita que la señora y ella hicieron un día al campamento de morenos y cómo había visto frustrado su deseo de hacer averiguaciones sobre sus orígenes por la noticia de la muerte de su padre. Anita no pensaba que la madre verdadera de María Luz estuviera en ese campamento de morenos, sería demasiada casualidad. Pero decidió sembrar en su amiga aquella idea, abonarla despacito y con paciencia para que fuera creciendo. La niña le había dicho que el campamento de negros estaba a las afueras de Sevilla y Anita sabía que de allí al Coto había poco más de siete leguas en línea recta, seguro que a su nueva amiga le agradaría la noticia. Lo único que debía hacer era omitir que buena parte del camino eran marismas y terreno impracticable, pero bueno, de eso se daría cuenta ella cuando ya fuera demasiado tarde para desandarlo. Quién sabe, tal vez cayera en alguna poza de esas a las que su padre le decía que no se acercara jamás, eran tantas y tan traicioneras. Y luego estaba el río que tendría que vadear; el Quema venía muy crecido con las lluvias de primavera. También estaban las quebradas, las torrenteras. Eso por no hablar de los cochinos, las ratas, los linces, los gatos cimarrones y tantos otros peligros que quizá no lograse sortear una niña de nueve años. O tal vez sí. A lo mejor conseguía superarlos todos y llegar hasta su querido campamento de negros para quedarse allí, tan contenta con los de su raza, bailando y cantando salvajemente, como a ellos les gusta. En realidad, no le deseaba ningún mal. Lo único que quería era ser ella.

Lo que sí lamentaba, en cambio, era lo sola que se quedaría la señora sin su hija. Iba a necesitar mucha compañía, mucho consuelo. Tanto que a lo mejor se la llevaba con ella a Madrid. Sí, ¿por qué no? ¿No le había dicho tantas veces que era su ángel? Pues eso.