Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 4 страница

 

IV

En el comedor de los Winslow todo estaba dispuesto para el desayuno del joven Charles, que sin duda aún debía de holgazanear en la cama. Junto a uno de los ventanales había una mesa enorme donde los criados habían repartido una docena de platos con panecillos, galletas y mermeladas, y varias jarras llenas hasta el borde de zumo de pomelo y leche. La mayoría de todo aquello tendrían que tirarlo porque, aunque lo pareciera, no esperaban a un regimiento, sino solo a su primo, quien seguramente, dada su célebre inapetencia matinal, se limitaría a roer alguna pasta, ajeno al ostentoso despliegue de alimentos en su honor. A Andrew le extrañó su repentina preocupación ante aquel despilfarro de comida, pues llevaba años contemplando esas mesas atiborradas para nadie, tanto allí como en su propia casa, y comprendió que esa inusual reacción iba a ser la primera de las muchas similares que provocarían en él sus incursiones en Whitechapel, aquel estercolero habitado por gente capaz de matar por las migajas de la galleta que su primo mordisquearía sin ganas. ¿Despertaría todo eso su conciencia social, a la par que sus sentimientos? De lo último no le cabía la menor duda, pero en lo primero no tenía demasiada fe, ya que Andrew era de esa clase de individuos a los que el cuidado del jardín interior no dejaba demasiado tiempo para preocuparse de lo que pasaba en la calle. En su caso en particular, vivía entregado a la resolución del misterio de sí mismo, al estudio de su sensibilidad y sus reacciones, y se le iban los días intentando afinar el extravagante instrumento que era su espíritu hasta sentirse satisfecho con el sonido que producía. Se trataba de una tarea que a veces, debido a la continua y algo caprichosa remodelación de sus patrones mentales, se le antojaba tan imposible como ordenar en formación los peces del estanque, pero intuía que mientras no lograra realizarla no podría ocuparse de lo que sucedía en el mundo, que para él comenzaba donde terminaba su benigno y bien vigilado escenario cotidiano. De todos modos, se dijo, iba a resultarle interesante observar cómo, por pura proximidad, calarían en él preocupaciones hasta el momento inéditas. Tal vez, quién sabía, en su reacción ante dichas zozobras encontrara la solución al enigma que era Andrew Harrington.

Tomó una manzana del frutero y se sentó en una butaca a esperar una vez más a que su primo regresara al mundo de los vivos. La mordisqueaba sonriente, con las botas emporcadas de barro sobre un escabel, pensando en los besos de Marie Kelly, en la dulce y agotadora manera en que ambos se habían resarcido de tantos años de hambruna afectiva, cuando reparó en el periódico que había sobre la mesa. Se trataba de la edición matinal del Star, que anunciaba en grandes titulares el asesinato de Anne Chapman, una prostituta de Whitechapel. La noticia detallaba las brutales amputaciones a la que había sido sometida: aparte del útero, como ya le había informado Marie Kelly, le habían extraído también la vejiga y la vagina. Entre otros detalles, la noticia destacaba que le faltaban un par de anillos baratos en uno de los dedos. La policía no parecía disponer de ninguna pista clara sobre la identidad del asesino, aunque como resultado de los interrogatorios a las putas del East End había surgido el nombre de un sospechoso: un zapatero judío al que apodaban Delantal de Cuero, que acostumbraba a robarles el dinero a punta de navaja. La crónica venía acompañada de una tétrica ilustración en la que se veía a un policía iluminando con su linterna el cuerpo de una mujer, ensangrentado y tendido en la acera. Andrew sacudió la cabeza. Se había olvidado de que su paraíso estaba enclavado en el mismísimo infierno, y que la mujer a la que amaba era un ángel atrapado en una tierra de demonios. Leyó con atención las tres páginas que repasaban los crímenes cometidos hasta el momento en Whitechapel, sintiéndose ajeno a todo eso en aquel lujoso comedor, donde la sordidez y las aberraciones de las que era capaz el hombre se mantenían a raya junto con el polvo por el baldeo continuo de los criados. Había pensado en darle el suficiente dinero a Marie Kelly para que tranquilizara a la banda de chantajistas a la que ella responsabilizaba de los crímenes, pero las noticias no parecían ir por ese lado: de los cortes precisos que mostraban los cuerpos se deducía que el presunto asesino poseía conocimientos de cirugía, lo que incluía a la mayoría de quienes ejercían la profesión médica, pero la policía no descartaba tampoco a los peleteros, cocineros, barberos y en resumidas cuentas a todo aquel que estuviese familiarizado con los cuchillos. También se informaba de que la cara del asesino había sido vista en sueños por el vidente de la reina Victoria. Andrew suspiró. El vidente sabía más del asesino que él, que se lo había tropezado momentos antes de perpetrar el crimen.

—¿Desde cuándo te preocupa la marcha del Imperio, primo? —preguntó un risueño Charles a sus espaldas—. Ah, veo que lo que te interesa son las crónicas sensacionalitas.

—Buenos días, Charles —saludó Andrew, dejando el periódico sobre la mesa como si solo lo estuviese hojeando por aburrimiento.

—El seguimiento que le están dando a los asesinatos de esas pobres putas es increíble —comentó su primo tomando un racimo de lustrosas uvas del frutero y sentándose en la silla frente a él—. Aunque te confieso que yo también estoy intrigado ante la importancia que se le está concediendo a tan desagradable asunto: han encargado la investigación a Fred Abberline, el mejor sabueso de Scotland Yard. Está claro que a la Policía Metropolitana le queda grande el caso.

Andrew fingió asentir distraído, mirando por el ventanal cómo la brisa destejía una nube con forma de dirigible. No quería mostrarse demasiado interesado en el asunto para no llamar la atención de su primo, pero en el fondo ansiaba saber todo lo relacionado con aquellos crímenes, que parecían limitarse al barrio de su amada. ¿Qué cara pondría Charles si le dijese que la noche anterior había tropezado con aquel asesino despiadado en un oscuro callejón de Whitechapel? Lo triste era que, pese a ello, era incapaz de decir nada sobre él, salvo que se trataba de un individuo enorme que olía a demonios.

—De todos modos, a pesar de la intervención de Scotland Yard, por ahora solo hay sospechas, algunas bastante ridículas —continuó su primo, arrancando una uva del racimo y jugando con ella entre los dedos—. ¿Sabes que se sospecha de alguno de los indios del espectáculo de Buffalo Bill que vimos la semana pasada, e incluso del actor Richard Mansfield, que está representando en el Liceo El doctor Jekyll y Mr. Hyde? Una obra que te recomiendo, por cierto: la transformación que hace Mansfield en el escenario es verdaderamente escalofriante.

Andrew prometió que iría, arrojando el resto de su manzana sobre la mesa.

—En fin —pareció recapitular Charles con cierto cansancio para cerrar el asunto—, los pobres diablos de Whitechapel han formado bandas de vigilancia para patrullar las calles. Y es que Londres está creciendo tan rápidamente que la fuerza policial se revela incapaz de cubrir sus necesidades. Todo el mundo quiere vivir en esta maldita ciudad. La gente viene desde los condados más remotos en busca de una vida mejor, y acaba explotada en una fábrica, contrayendo el tifus o abocada al delito para poder pagar el desorbitado alquiler de un sótano o cualquier otro agujero mal ventilado. En realidad, lo que me sorprende es que los asesinatos y robos sean tan pocos, dada la impunidad con la que pueden perpetrarse. Si los criminales tuviesen algún tipo de organización, Londres sería suya, Andrew, no te quepa duda. No me extraña que la Reina tema un levantamiento popular, una revolución al estilo de la que padecieron nuestros vecinos franceses que concluya con su cuello y el de toda su familia en la guillotina. Su Imperio solo es una fachada, que cada vez necesita de más puntales para no desplomarse. Nuestras ovejas y bueyes pastan en Argentina, nuestro té lo cultivan los chinos y los hindúes, el oro nos lo suministran Sudáfrica y Australia, el vino que bebemos lo traemos de España y Francia. Dime, primo: ¿qué es verdaderamente nuestro, salvo el delito? Con un motín organizado los criminales podrían hacerse con el país, Andrew. Por suerte, la maldad y el sentido común rara vez van de la mano.

A Andrew le gustaba oír divagar a su primo de ese modo desganado, fingiendo no tomarse en serio sus propias palabras. En el fondo admiraba su espíritu contradictorio, que le recordaba a una casa dividida en infinitos gabinetes sin comunicación entre sí, de tal forma que lo que sucedía en uno no tenía ninguna repercusión en los restantes. Por eso su primo estaba facultado para advertir entre el lujo que lo rodeaba las heridas más purulentas del mundo y olvidarlas al segundo siguiente, mientras él era incapaz de mantener una cópula exitosa, por poner un ejemplo sencillo, tras visitar un matadero o un hospital de mutilados. En el interior de Andrew, creado al parecer a semejanza del de las caracolas, todo se perdía y reverberaba. Eso era lo que, en el fondo, los distinguía y complementaba: Charles razonaba, él sentía.

—Lo cierto es que estos crímenes salvajes están convirtiendo Whitechapel en un sitio poco recomendable para pasar la noche, primo —sentenció Charles, desbaratando su pose despreocupada, inclinándose sobre la mesa y mirándolo significativamente—. Y más con una puta.

Andrew lo contempló sin poder ocultar su sorpresa.

—¿Lo sabes? —preguntó.

Su primo sonrió.

—Los criados hablan, Andrew. Deberías saber ya que nuestros secretos más íntimos circulan como ríos subterráneos bajo el lujoso suelo que pisamos —dijo, zapateando simbólicamente sobre la alfombra.

Andrew suspiró. Su primo no había dejado el periódico allí por casualidad. En realidad, probablemente ni siquiera dormía. Charles disfrutaba con ese tipo de juegos. Seguro de que vendría, no era difícil imaginarlo escondido tras algún biombo de los muchos que seccionaban el enorme comedor, esperando pacientemente a que su atolondrado primo cayera en la emboscada que le había preparado, tal y como había sucedido.

—No quiero que mi padre se entere, Charles —le rogó.

—Tranquilo, primo. Sé el revuelo que eso causaría en la familia. Pero dime, ¿estás enamorado de esa muchacha o se trata solo de un capricho?

Andrew guardó silencio. ¿Qué podía decirle?

—No es necesario que respondas —dijo su primo con tono resignado—. Me temo que no entendería ninguna de las dos respuestas. Solo espero que sepas lo que haces.

Andrew no sabía lo que hacía, indudablemente, pero no podía dejar de hacerlo. Cada noche, como una polilla atraída por la luz, acudía al miserable cuartito de Miller’s Court y se echaba a arder sin voluntad en el incendio incontrolado que era Marie Kelly. Hacían el amor durante toda la noche, poseídos por un ansia irrefrenable, como si hubiesen sido envenenados durante la comida y no supieran de cuántas horas de vida disponían todavía, o como si, tras la puerta, el mundo se estuviese deshaciendo por la repentina llegada de la peste. Y pronto entendió Andrew que si derramaba las suficientes monedas en su mesita de noche, ambos podían continuar ardiendo tiernamente más allá del amanecer, pues su dinero preservaba de la luz aquel delirio, e incluso desterraba lejos de él a Joe, el marido de Marie Kelly, en quien evitaba pensar mientras, oculto bajo sus ropas modestas, paseaba con ella por la madeja de calles enlodadas en que parecía consistir Whitechapel. Eran paseos tranquilos y agradables, llenos de encuentros con compañeras y conocidos de la muchacha, la sufrida infantería de una guerra sin trincheras, un hatajo de pobres diablos que cada mañana se levantaba de la cama para enfrentar un mundo adverso movido únicamente por la voluntad de supervivencia de los animales; y que, con el tiempo, Andrew se descubrió admirando lleno de fascinación, como si se tratase de flores exóticas, insólitas en su mundo. Empezó a albergar la certeza de que la vida allí era más real, elemental y comprensible que en el feudo lujosamente alfombrado en el que transcurría su existencia.

A veces, tenía que encasquetarse la gorra hasta las cejas para evitar ser identificado por las cuadrillas de jóvenes adinerados que algunas noches tomaban el barrio. Llegaban en lujosos carruajes y recorrían las calles en tropel, altivos e irreverentes como conquistadores, en busca de algún miserable burdel entre cuyas paredes desatar impunemente sus más bajos instintos pues, según un rumor que Andrew había oído con frecuencia en los salones de fumadores del West End, lo que podías hacer con las pobres putas de Whitechapel solo estaba limitado por el dinero y la imaginación. Espiando las bulliciosas migraciones de aquellas bandadas de jóvenes, Andrew sentía cómo lo asaltaba un inesperado impulso de protección, que solo podía obedecer a que, de un modo inconsciente, había empezado a contemplar Whitechapel como un territorio que quizás debiera velar. Sin embargo, poco podía hacer ante aquellas invasiones bárbaras, salvo dejarse embargar por la pena y la impotencia, e intentar olvidarse de ello en los brazos de su amada, que cada día se le antojaba más hermosa, como si bajo sus amorosas atenciones hubiese recobrado el brillo con el que debió de nacer y que la vida le había robado.

Pero, ya se sabe, no existe paraíso sin serpiente, y cuanto más dulces eran los momentos pasados con su amada, mayor era el regusto amargo que a Andrew le quedaba en los labios al comprender que lo que tenía de Marie Kelly era lo único que podría tener; aunque le resultara insuficiente y cada día ansiara más, porque aquel amor imposible de exportar fuera de Whitechapel no dejaba de ser, pese a su innegable intensidad, algo fortuito e ilusorio. Y mientras en las calles una turba enloquecida intentaba linchar al zapatero judío apodado Delantal de Cuero, Andrew inmolaba su rabia y su miedo en el cuerpo de Marie Kelly, preguntándose si la avidez de su amada se debía a que también ella había entendido que se habían embarcado en una pasión inmerecida, que lo único que podían hacer era apretar con codicia la rosa de aquella felicidad imprevista tratando de ignorar el dolor que le producían sus espinas, o por el contrario era su manera de decirle que estaba dispuesta a salvar aquel amor de la extinción a la que parecía condenado aunque tuviese que cambiar para ello el curso mismo del universo. Pero, de ser así, ¿contaba él con la misma fuerza, disponía de la fe necesaria para emprender una batalla que se le antojaba perdida de antemano? Pese a que lo intentaba, Andrew era incapaz de imaginar a Marie Kelly moviéndose en su mundo de señoritas refinadas cuyo único objetivo en la vida era demostrar la pujanza de sus vientres atestando los hogares de niños y entretener a los amigos de su amado esposo con su destreza en el piano. ¿Lograría Marie Kelly ejecutar ese papel, al tiempo que intentaba mantenerse a flote en la marea de rechazo social que sin duda intentaría ahogarla, o acabaría pereciendo como una flor exótica fuera de su invernadero?

De aquellos temores que lo mortificaban en secreto apenas lograban distraerlo los periódicos, que seguían ocupándose de los crímenes de las putas. Una mañana, mientras desayunaba, se encontró con la reproducción de una carta que el asesino había tenido la osadía de enviar a la Agencia Central de Noticias, en la que aseguraba que no lo cogerían fácilmente y prometía que seguiría matando, probando su bonito cuchillo con las fulanas de Whitechapel. La carta, escrita con pertinente tinta roja, venía firmada por Jack el Destripador, un nombre a todas luces más inquietante y vistoso, tuvo que reconocer Andrew, que el poco imaginativo apodo de El Asesino de Whitechapel, con el que se le conocía hasta el momento. Aquel nuevo alias vociferado por la prensa, que inevitablemente remitía al villano de las novelas baratas Jack Pies Ligeros y su forma de actuar con las mujeres, fue rápidamente aceptado por todos, según pudo comprobar al oírlo una y otra vez allí donde iba, pronunciado siempre en un tono de excitación perversa, como si a las tristes almas de Whitechapel les resultara emocionante e incluso moderno que un asesino implacable se dedicara a merodear por el barrio con un cuchillo bien afilado. Además, a raíz de aquella inquietante misiva, los despachos de Scotland Yard se vieron súbitamente inundados por una torrentera de cartas similares —en ellas, el presunto asesino se mofaba de la policía, se jactaba puerilmente de sus crímenes y profería futuras amenazas—, por lo que Andrew dedujo que Inglaterra rebosaba de individuos deseosos de otorgar emoción a sus vidas sintiéndose asesinos de mentira, de tipos corrientes cuyas almas estaban emporcadas de instintos sádicos y pulsiones enfermas que afortunadamente jamás germinarían de otro modo. Aparte de entorpecer la investigación policial, en un impulso involuntariamente conjunto estaban convirtiendo al vulgar individuo con el que se había tropezado en el pasaje de Hanbury Street en una criatura monstruosa destinada, al parecer, a encarnar los temores más ancestrales del hombre. Y quizás fuese aquella incontrolable proliferación de aspirantes a la autoría de sus macabras obras la que animó al verdadero asesino a superarse a sí mismo la noche del 30 de septiembre, matando en la serrería del patio Dutfield a la sueca Elizabeth Stride, la puta que le había puesto sobre la pista de Marie durante aquella primera incursión en su barrio y, apenas una hora después, a Catherine Eddowes en Mitre Square, a la que tuvo tiempo de abrir en canal desde el pubis al esternón, extirparle el riñón izquierdo, un puñado de vísceras e incluso robarle la nariz.

Así comenzó un frío octubre, en el que un crespón de fatalista resignación cubrió a los desdichados moradores de Whitechapel, que pese a los esfuerzos de Scotland Yard se sentían más que nunca abandonados a su suerte. En los ojos de las putas podía leerse su desvalimiento, pero también una extraña sumisión a su terrible destino. La vida se convirtió entonces en una larga y tensa espera, en la que Andrew abrazaba con fuerza el cuerpo tembloroso de Marie Kelly y le susurraba con dulzura que no se preocupara, que bastaba con que se mantuviese alejada del coto de caza del Destripador, aquel hábitat de patios traseros y callejuelas desiertas por el que deambulaba con su sediento cuchillo, hasta que la policía lograra atraparlo. Pero sus palabras no tenían el menor efecto en una alterada Marie Kelly, que incluso comenzó a cobijar a otras putas en su pequeño cuartito de Miller’s Court para apartarlas de las inseguras calles, lo que acabó costándole una bronca con Joe en el transcurso de la cual su marido acabó rompiendo una ventana. La noche siguiente Andrew le dio el dinero necesario para reparar aquel agujero por donde se colaba el cuchillo del frío.

Sin embargo, ella se limitó a guardarlo en la mesilla y a tenderse aplicadamente en su cama para que él la tomara. Pero ahora le ofrecía solo un cuerpo, un fuego que enfriaba, y aquella mirada doliente y arrastrada que sus ojos no dejaban de destilar los últimos días, donde él creía ver una desesperada llamada de socorro, una petición callada de que la sacara de allí antes de que fuera demasiado tarde.

Con suma torpeza, Andrew fingía ignorar aquel ostensible deseo, como si de repente hubiese olvidado que todo cabe en una mirada, porque no se sentía capaz de cambiar el curso mismo del universo, lo que para él se traducía en una empresa aún mayor: enfrentarse a su propio padre. Tal vez por eso, como un reproche mudo a su cobardía, ella empezó a salir en busca de clientes, y a pasar las noches emborrachándose con sus compañeras en el Britannia, donde maldecían a coro la impotencia de la policía y el poder de aquel monstruo del infierno que continuaba riéndose de ellos, enviando ahora a George Lusk, un montabroncas socialista que se había autonombrado presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, una caja de cartón en cuyo interior había un riñón humano. Irritado consigo mismo por su falta de coraje, Andrew la veía llegar cada noche ebria al cuartito. Entonces, antes de que se derrumbara en el suelo o se ovillara como un perro junto al calor de la chimenea, él la tomaba en brazos y la metía en la cama, agradecido de que ningún cuchillo se hubiese interpuesto esa noche en su camino. Pero sabía que ella no podía continuar exponiéndose de ese modo, por mucho que el asesino llevase semanas sin matar y más de ochenta policías patrullasen el barrio, y solo él podía impedirlo. Por eso, sentado en la oscuridad, mientras su amada tejía sus pesadillas etílicas invadidas de cadáveres destripados, Andrew se hacía la firme promesa de enfrentar a su padre al día siguiente, pero al día siguiente se limitaba únicamente a rondar su despacho sin atreverse a entrar. Y al anochecer, cabizbajo y avergonzado, a veces acompañado de una botella, volvía al cuartito de Marie Kelly para recibir el reproche silencioso de su mirada. Andrew recordaba entonces todo cuanto le había dicho, aquellas palabras exaltadas con las que había pretendido sellar su unión: que llevaba esperándola desde hacía dieciocho años, cien, quinientos, no lo sabía; que estaba seguro de que la había buscado en cada una de sus reencarnaciones, de haberlas tenido, porque eran dos espíritus destinados a encontrarse en el laberinto del tiempo, y comentarios de similar jaez que ahora, bajo las nuevas circunstancias, estaba seguro de que Marie Kelly no podía contemplar sino como un patético intento de revestir de un sofisticado romanticismo lo que no era más que el deseo bruto de un animal de monta o, lo que era aún peor, de esconder la excitación que le producían aquellas excursiones turísticas en el lado miserable del mundo. «¿Dónde está todo tu amor ahora, Andrew?», parecía decirle con sus ojos de gacela asustada, antes de perderse en dirección al Britannia para regresar horas después dando tumbos.

Hasta que la fría noche del 7 de noviembre, al verla marcharse de nuevo a la taberna, algo sucedió dentro de Andrew. Tal vez fuese el alcohol que, a veces, cuando se bebe en la dosis justa, presta a algunas personas una lucidez provisional, o quizás fuese que ya había pasado el tiempo suficiente para que dicha lucidez eclosionara por sí sola, lo cierto es que Andrew comprendió al fin que sin Marie Kelly su existencia ya no tendría ningún sentido, por lo que no iba a perder nada si luchaba por un futuro junto a ella. Anegado de un súbito coraje, repentinamente libre del lastre de hojas secas que atascaba sus pulmones, salió del cuarto, cerrando la puerta tras de sí con un enérgico portazo y, a grandes zancadas, se dirigió al lugar donde acostumbraba a esperarlo Harold, que consumía las noches de disfrute de su amo encogido como un búho en el pescante del coche, espantando el frío con una botella de coñac. Esa noche su padre iba a descubrir que el menor de sus hijos se había enamorado de una puta.


 

V

Sí, ya sé que al empezar esta historia les he anunciado la aparición de una prodigiosa máquina del tiempo, y les aseguro que aparecerá, incluso tendremos valientes exploradores y feroces tribus indígenas, imprescindibles en cualquier novela de aventuras. Pero todo eso llegará a su debido tiempo: ¿acaso no es necesario, antes de empezar cualquier partida, colocar las piezas en sus correspondientes escaques? Ciertamente, así que permítanme que continúe disponiendo el tablero, sin prisa pero sin pausa, y que vuelva con el joven Andrew, quien podía haber aprovechado el largo camino hasta la mansión Harrington para despejar su mente en lo posible, pero en lugar de ello prefirió enturbiarla aún más terminándose la botella que llevaba en el bolsillo. De nada iba a servirle, en el fondo, enfrentarse a su padre con un discurso coherente y las ideas claras, pues estaba seguro de que no habría posibilidad de mantener ningún diálogo civilizado sobre el asunto. Lo que necesitaba era anestesiarse todo lo posible, conservando únicamente un resto de sobriedad para que la lengua no se le trabase al hablar. Ni siquiera merecía la pena desvestirse y ponerse las elegantes ropas que siempre tenía la precaución de dejar en el asiento, envueltas en un fardo. Esa noche ya no era necesario guardar ningún secreto. Cuando llegaron a la mansión, Andrew bajó del coche, le pidió a Harold que no se moviera de allí y corrió hacia la casa. Al observarlo subir las escaleras con aquellos andrajos, el cochero sacudió la cabeza lleno de consternación, preguntándose si los gritos del señor Harrington llegarían hasta allí.

No recordó Andrew que esa noche su padre tenía reunión de empresarios hasta que una docena de hombres lo contemplaron atónitos cuando irrumpió en la biblioteca dando tumbos. La situación no era la que esperaba, pero llevaba demasiado alcohol transitando por sus venas como para amilanarse. Buscó a su padre en aquel paisanaje de hombres trajeados, hasta localizarlo junto a la chimenea, al lado de su hermano Anthony. Ambos lo examinaban de pies a cabeza desconcertados, con una copa en una mano y un cigarro puro en la otra. Pero su indumentaria era lo de menos, como pronto descubrirían, se dijo Andrew, que en el fondo se sentía complacido de tener público. Puestos a inmolarse, mejor hacerlo rodeado de testigos que a solas con su padre en su despacho. Se aclaró la garganta ruidosamente bajo la atenta mirada de la concurrencia, y dijo:

—Padre, vengo a anunciarte que estoy enamorado.

Salvo por el carraspeo de algún invitado, el silencio más absoluto precedió su declaración.

—Andrew, no creo que este sea el momento más indicado para… —comenzó a decir su padre visiblemente irritado, antes de que Andrew lo detuviera con un gesto inesperadamente autoritario.

—Te aseguro, padre, que este es un momento tan malo como cualquier otro —dijo, intentando mantener el equilibrio para no concluir su temeraria actuación rodando por el suelo.

Su padre forjó una mueca de disgusto, pero se obligó a guardar silencio. Andrew tomó aire. Había llegado el momento de destruir su vida para siempre.