Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 5 страница

—Y la mujer que me ha robado el corazón… —reveló—, es una prostituta de Whitechapel llamada Marie Kelly.

Tras soltar aquello, dedicó a los presentes una sonrisa desafiante. Hubo muecas espantadas, manos a la cabeza, aspavientos varios, pero nadie dijo nada: era William Harrington quien debía hablar, por supuesto, pues estaban disfrutando de una obra dramática de dos únicos personajes. Todos miraron al anfitrión. Su padre sacudió la cabeza con los ojos clavados en los dibujos de la alfombra, emitió un gruñido ronco, apenas contenido, y depositó la copa al tiento sobre la repisa de la chimenea, como si de repente le estorbase.

—Al contrarío de lo que muchas veces les he oído sostener, caballeros —continuó diciendo Andrew, ignorando el ataque de ira que empezaba a cuajar en el interior de su padre—, las putas no llevan esa vida por vicio. Les aseguro que cualquiera de ellas preferiría encontrar un trabajo decente, pero no les cabe otra alternativa, créanme porque sé de lo que hablo —los colegas de su padre continuaron dando muestras de su habilidad para mostrar sorpresa sin abrir la boca—. He pasado mucho tiempo con ellas estas últimas semanas. Las he visto lavarse por la mañana en los abrevaderos de los caballos, las he visto dormir sentadas si no podían conseguir una cama, sujetas a la pared por una cuerda…

Y a medida que hablaba de esa forma sobre las putas, Andrew comprendió que lo que sentía por Marie Kelly era más profundo de lo que había imaginado, y observó con infinita piedad a todos aquellos individuos de vidas ordenadas, de insípidas existencias desbrozadas de arrebatos, que jamás considerarían práctico abandonarse a la deriva de una pasión salvaje. Él podría explicarles lo que era perder la cabeza, arder en un desvarío. Él podría decirles cómo era el amor por dentro, porque él lo había abierto como una fruta, lo había destapado como un reloj para examinar el mecanismo que lo habitaba, los engranajes que hacían que sus manecillas trocearan el tiempo. Pero Andrew no pudo hablarles de eso ni de ninguna otra cosa porque en ese momento su padre, emitiendo gruñidos coléricos, cruzó la sala a trabajosas zancadas, casi arponeando la alfombra con su bastón y, acto seguido, le cruzó el rostro de una enérgica bofetada. Andrew dio un par de pasos hacía atrás, sorprendido por el golpe. Cuando logró comprender lo que había ocurrido, se acarició la mejilla dolorida, intentando rehacer su sonrisa desafiante. Durante unos segundos que a los presentes se les hicieron eternos, padre e hijo se sostuvieron la mirada en el centro de la sala, hasta que el primero dijo:

—Desde esta noche solo tengo un hijo.

Andrew intentó que su rostro no denotara ninguna expresión.

—Como quieras —dijo con frialdad. Luego, dirigiéndose a los presentes, amagó una reverencia—. Caballeros, si me disculpan, he de desaparecer para siempre de este lugar.

Se giró con la mayor altivez que pudo, y abandonó la estancia. El frío de la noche le alivió el sofoco. En el fondo, se dijo, mientras descendía la escalinata tratando de no tropezar, lo que había sucedido, dejando a un lado el inesperado público pero incluyendo la airada bofetada, no era más que lo que esperaba. Su ofendido padre acababa de desheredarlo. Delante de la mitad de los empresarios más adinerados de Londres, además, una demostración in situ de su célebre cólera, ejercida esta vez sobre su propio vástago sin el menor remordimiento. Ahora Andrew no tenía nada, salvo su amor por Marie Kelly. Si antes de la desastrosa entrevista albergaba una mínima esperanza de que, conmovido por su historia, su padre transigiera, e incluso le permitiese traer a su amada allí para alejarla lo más posible del monstruo que rondaba Whitechapel, ahora estaba claro que debían sobrevivir por sus propios medios. Subió al coche y le ordenó a Harold que regresaran a Miller’s Court. El cochero, que había estado aguardando el desenlace de aquel drama dando vueltas en círculos alrededor del carruaje, volvió a subirse al pescante y a jalear a los caballos, intentando imaginar lo que había sucedido en el interior de la casa, y en su favor hemos de decir que, basándose en las pistas que su perspicacia le había permitido reunir, reconstruyó la escena con asombrosa fidelidad.

Cuando el carruaje se detuvo en el sitio de siempre, Andrew bajó de la cabina y corrió hacia Dorset Street, ansiando abrazar a Marie Kelly y decirle lo mucho que la amaba. Por ella lo había dejado todo. Sin embargo, no sentía lástima, tan solo una ligera incertidumbre ante su destino. Pero saldrían adelante. Estaba seguro de que podría contar con Charles. Su primo les prestaría el dinero suficiente para poder alquilar alguna casa en Vauxhall o Warwick Street, al menos hasta que pudieran encontrar algún trabajo decente que les permitiera mantenerse por sus propios medios. Marie Kelly podría trabajar en algún taller de confección, y él, ¿qué sabía hacer él? No importaba, era un joven fuerte y dispuesto, algo encontraría. Lo importante era que se había enfrentado a su padre, el resultado era lo de menos. Sin palabras, Marie Kelly le había pedido que la sacara de Whitechapel, y eso es lo que iba a hacer, con o sin ayuda. Se marcharían de allí, de aquel barrio maldito, de aquella embajada del infierno.

Consultó su reloj al detenerse jadeante ante el arco de entrada de Miller’s Court. Eran las cinco de la madrugada. Marie Kelly ya habría regresado a la habitación, probablemente tan borracha como él. Sería divertido entenderse entre las brumas del alcohol, pensó Andrew, hablando con gestos y gruñidos como los primates de Darwin. Entusiasmado como un chiquillo, se internó en el recinto de los apartamentos. La puerta del cuarto número 13 estaba cerrada. Llamó con el puño varias veces, sin obtener respuesta. La muchacha estaría dormida, pero eso no suponía ningún problema. Con cuidado de no cortarse con los restos de cristales prendidos al marco, Andrew introdujo la mano por el agujero de la ventana y liberó el cerrojo, como había visto hacer a la propia Marie Kelly desde que perdió la llave no sabía dónde.

—Marie, soy yo —dijo, abriendo la puerta—. Soy Andrew.

Permítanme ahora interrumpir la narración para advertirles de que lo que ocurrió a continuación es difícil de relatar, ya que el número de sensaciones que Andrew experimentó parece demasiado elevado si atendemos a los escasos segundos que duró la escena. Por ello, necesito que consideren la flexibilidad del tiempo, su capacidad para estirarse o encogerse como un acordeón a espaldas de los relojes. Estoy seguro de que es algo que habrán experimentado con frecuencia en sus propias vidas, dependiendo de qué lado de la puerta del baño se hallan encontrado. En el caso que nos ocupa, el tiempo se estiró en la mente de Andrew, fabricando una eternidad con apenas un puñado de segundos. Es desde ese ángulo desde el que voy a relatarles la escena, por lo que les rogaría que no achaquen a mi torpeza narrativa las discrepancias que sin duda apreciarán entre los sucesos y su correlación en el tiempo.

Al principio, tras abrir la puerta y dar el primer paso hacia el interior de la habitación, Andrew no comprendió lo que estaba viendo, o más exactamente, se negó aceptar lo que veía. Durante ese tiempo, breve y eterno, como ya hemos convenido, Andrew se mantuvo a salvo, si bien en algún rincón de su mente que aún funcionaba empezó a germinar la certeza de que aquella visión que tenía delante iba a matarlo, porque nadie puede enfrentar algo así y seguir vivo, al menos enteramente vivo. Y aquello que tenía delante, digámoslo ya sin rodeos, era Marie Kelly pero a su vez no lo era, pues costaba aceptar que Marie Kelly fuese aquello que yacía sobre la cama, entre las muchas salpicaduras de sangre repartidas por las sábanas y la almohada. Andrew fue incapaz de comparar lo que le aguardaba en el cuartito con nada que hubiese visto antes ya que, como la mayoría de los hombres, nunca había contemplado un cuerpo humano minuciosamente mutilado. Y cuando al fin su mente aceptó que, aunque en su agradable vida de fiestas campestres y sombreros caros nada parecía apuntar a ello, estaba ante un cadáver destrozado con primor, ni siquiera tuvo tiempo de sentir el pertinente asco pues, una vez aceptado eso, Andrew no pudo evitar continuar con aquella cadena de deducciones espantosas, que lo condujeron a la inevitable conclusión de que aquel cuerpo devastado debía pertenecer a su amada. El Destripador, porque aquello solo podía ser obra suya, le había rebanado la piel del rostro, volviéndolo irreconocible, pero, por muy tentador que resultase, Andrew no podía negar que aquel cadáver era el de Marie Kelly. Resultaba una estrategia demasiado pueril, aparte de poco práctica: por el tamaño y la complexión, pero sobre todo por el lugar donde se encontraba, aquel cuerpo desmantelado no podía ser otro que el de ella. Lo inundó entonces el dolor, un dolor terrible y atroz, naturalmente, pero que pese a todo no era sino un pálido reflejo de lo que llegaría a ser con el tiempo, pues se encontraba todavía rebajado por el aturdimiento que embargaba a Andrew, y en cierto modo lo protegía. Una vez convencido de que se hallaba ante el cadáver de su amada, se obligó, movido por una suerte de lealtad póstuma, a encarar aquel espanto con una mirada afectuosa, pero le resultó imposible contemplar con otra cosa que no fuera repulsión su rostro desollado, entre cuyos jirones de piel despuntaba la sonrisa exagerada y macabra de la calavera. Pero, ¿no había sido aquella calavera la destinataria última de sus apasionados besos, cómo podía entonces repelerlo? Lo mismo le ocurría con aquel cuerpo que durante tantas noches había reverenciado, y que ahora, por el hecho de estar abierto en canal y medio desollado, le producía repugnancia. Esa reacción le advirtió que, de algún modo, aquello ya había dejado de ser Marie Kelly, pese a estar formado con sus mismos materiales, porque el Destripador, en su ansia por descubrir cómo estaba construida por dentro, la había reducido a una simple envoltura de carne, robándole su humanidad. Tras esta última reflexión, le llegó a Andrew el momento de reparar, entre la fascinación y el horror, en los detalles concretos, como el bulto marrón oscuro que se hallaba entre sus pies, y que quizás fuese el hígado, o el pecho que había sobre la mesilla, y que allí extraviado, lejos de su hábitat, le habría parecido un buñuelo tierno de no haberlo coronado un pezón violáceo. Todo parecía haber sido dispuesto con un cuidado exquisito que delataba la espantosa calma con que el asesino había procedido. Hasta el calor que hacía en la habitación, y en el que ahora reparaba, sugería que el hijo de perra incluso se había permitido encender un buen fuego para trabajar caliente. Andrew cerró los ojos: ya había visto suficiente. No quería saber más. Aparte de mostrarle cuanta crueldad e indiferencia hacia sus semejantes podía albergar el hombre, qué atrocidades podía cometer si disponía de tiempo, imaginación y un buen cuchillo, el asesino le había dado una lección de anatomía horrenda y brutal, pues por primera vez Andrew era consciente de que la vida, la verdadera vida, nada tenía que ver con el modo en el que cada uno llenaba sus días, con los labios que besaba, las medallas que le imponían o los zapatos que remendaba. La vida, la verdadera vida, sucedía callada en nuestro interior, fluía como un río subterráneo, acontecía como un milagro sigiloso del que solo eran testigos los cirujanos y forenses, y tal vez también aquel asesino despiadado, porque solo ellos sabían que, en ultima instancia, la reina Victoria y el mendigo más miserable de Londres eran iguales: un complicado mecanismo de huesos, órganos y tejidos cuyo combustible era el aliento de Dios.

Este es el pormenorizado desglose de lo que Andrew experimentó en esos instantes brevísimos durante los que permaneció ante el cuerpo de Marie Kelly, aunque así descrito parezca que estuvo horas contemplándola, algo que después de todo no deja de ser cierto para él. Finalmente, entre la niebla del dolor y el asco que acabaron por conquistarlo, se abrió paso la culpa, porque enseguida se adjudicó Andrew la responsabilidad de aquella muerte. Él podía haberla salvado, pero había llegado tarde. Aquel era el precio de su cobardía. Soltó un gemido de rabia e impotencia al imaginar a su amada sometida a aquel descuartizamiento feroz. De pronto, comprendió que debía irse de allí antes de que alguien lo viese, si no quería que lo relacionaran con el crimen. Pudiera ser, incluso, que el asesino aún rondara por los alrededores, admirando su macabra obra escondido en alguna parte, y no tuviese reparos en sumar otro cadáver al lote. Dedicó a Marie Kelly una mirada de despedida, sin atreverse a tocarla y, con un esfuerzo supremo de voluntad, se obligó a salir del cuartito, a abandonarla allí.

Como flotando, cerró la puerta a sus espaldas, dejándolo todo tal y como lo había encontrado. Buscó la salida del conjunto de apartamentos, pero presa de un brusco e intenso mareo, apenas pudo alcanzar el arco de piedra de la entrada. Allí, medio arrodillado, vomitó entre fuertes arcadas. Cuando terminó de expulsar todo lo que tenía dentro que, exceptuando el alcohol que había bebido esa noche, no era mucho, apoyó la espalda contra el muro, sintiendo el cuerpo blando, helado y sin fuerzas. Desde aquella posición podía ver el cuartito número 13, el paraíso donde tan feliz había sido, que ahora escondía a la noche el cuerpo desmembrado de su amada. Esgrimió un par de pasos, comprobando que el mareo había remitido lo suficiente como para permitirle caminar sin derrumbarse, y salió a Dorset Street dando tumbos.

Demasiado alterado para orientarse, comenzó a deambular a ciegas, profiriendo gemidos y sollozos. Ni siquiera se molestó en buscar el coche, pues ahora que sabía que no sería bien recibido en su mansión, no tenía ningún destino que ordenar a Harold. Recorrió callejuelas y callejuelas, dejándose llevar únicamente por la voluntad de sus pies. Cuando calculó que ya estaba fuera de Whitechapel, buscó un callejón solitario y se desplomó exhausto y tembloroso entre las cajas de basura. Allí, encogido sobre sí mismo como un feto, fue dejando que transcurriera lo que quedaba de noche. Como predije con anterioridad, a medida que su aturdimiento se fue extinguiendo, el dolor se recrudeció. Su desolación se incrementó hasta traducirse en un malestar físico. De repente, su cuerpo era un lugar en el que dolía estar, como si se hubiese convertido en uno de esos sarcófagos cuyo interior estaba erizado de púas. Quiso huir de sí mismo, desligarse de la doliente materia de la que estaba hecho, pero se hallaba atrapado en aquella carne herida. Aterrado, se preguntó si tendría que convivir para siempre con aquel dolor. En alguna parte había leído que en los ojos de los muertos se gravaba la última imagen que veían. ¿Habría quedado retratada en las pupilas de Marie Kelly la sonrisa salvaje del Destripador? No lo sabía, pero de lo que sí estaba seguro era de que, de ser cierta esa regla, él sería la excepción, pues cuando muriese, daba igual lo que aún le quedara por ver, sus ojos exhibirían el rostro mutilado de Marie Kelly.

Sin voluntad ni fuerzas para otra cosa que dejarse doblegar por el dolor, Andrew dejó que las horas transcurrieran sin rozarlo. A veces, alzaba la cabeza de entre sus manos y soltaba al mundo un alarido de rabia con el que manifestaba su desacuerdo ante todo lo que había sucedido, y que ya no podía cambiar, y otras profería un inconexo desafío hacia el Destripador, que quizás lo había seguido y lo aguardaba con su cuchillo en la entrada del callejón, riéndose de su miedo, pero por lo general se limitaba a gimotear lastimosamente, ajeno a todo, náufrago en su propio horror.

La llegada de la alborada, que fue barriendo perezosamente la oscuridad, le devolvió parte de su cordura. El murmullo de la vida empezó a llegarle desde la entrada del callejón. Se levantó con dificultad y, tiritando de frío, arrebujado en la mísera chaqueta de su criado, se dirigió a la calle, que se hallaba asombrosamente concurrida.

Al reparar en los banderines que colgaban de las fachadas de los edificios, Andrew cayó en la cuenta de que era el día de la Celebración del Alcalde. Intentando enderezar el paso en lo posible, se mezcló entre la gente. Tenía las ropas manchadas, pero no llamaba más la atención que cualquier mendigo. No sabía dónde estaba, pero aquello carecía de importancia, ya que tampoco sabía dónde ir ni qué hacer. La primera taberna que le salió al paso se le antojó un destino tan bueno como cualquier otro. Era preferible a dejarse llevar por aquella riada humana hasta el Palacio de Justicia para ver llegar en carroza a James Whitehead, el nuevo alcalde. El alcohol le ayudaría a espantar el frío que prosperaba en sus entrañas, a la par que le enredaría suficientemente los pensamientos como para que dejaran de resultarles peligrosos. El antro estaba medio vacío. Un fuerte olor a salchichas y beicon surgía de la cocina, poniéndole el estómago en punta, así que se refugió en el reservado más alejado de los fogones, y pidió una botella de vino. Tuvo que depositar un puñado de libras sobre la mesa para vencer la desconfianza del camarero. Mientras esperaba, estudió a la concurrencia, reducida a un par de parroquianos que bebían en silencio, ajenos al tumulto que reinaba en la calle. Uno de ellos cruzó una mirada con él, y Andrew sintió una descarga de puro terror. ¿Sería el Destripador? ¿Le había seguido hasta allí? Se calmó al comprobar que se trataba de un hombre demasiado pequeño como para representar una amenaza para nadie, pero el pulso le seguía temblando a la hora de tomar la botella. Ahora sabía de qué era capaz el hombre, cualquier hombre, incluso aquel individuo diminuto que bebía apaciblemente de su jarra. Probablemente no dispusiera del talento para pintar la Capilla Sixtina, pero lo que desde luego no podía asegurar es que no contara con el espíritu necesario para destripar a una persona y ordenar sus vísceras alrededor de su cuerpo. Miró por el ventanal. La gente iba y venía, seguía con sus vidas sin el menor respeto. ¿Por qué no se detenían a comprobar que el mundo se había transformado, que ya no era un lugar habitable? Lanzó un hondo suspiro. El mundo solo había cambiado para él. Se reclinó en el asiento y se aplicó a emborracharse, luego ya vería. Echó un vistazo al dinero. Calculó que tenía suficiente como para agotar las reservas etílicas del tugurio, así que por el momento cualquier otro plan podía esperar. Tendido sobre el banco, atareado en desbaratar el menor pensamiento que su mente se atreviera a urdir, Andrew fue dejando que el día transcurriera para los demás, a cada minuto más insensibilizado, más próximo al acantilado de la inconsciencia. Pero aún no estaba lo suficientemente atontado como para que los gritos de un vendedor de periódicos no le hicieran reaccionar.

—¡Compren el Star! ¡Edición especial: Jack el Destripador atrapado!

Andrew se levantó de un brinco. ¿El Destripador atrapado? No podía creerlo. Se asomó a la ventana e, intentando aclarar la vista en lo posible, estudió la calle, hasta que distinguió a un muchacho vendiendo periódicos apostado en una esquina. Lo llamó con urgencia y le compró un periódico a través de la ventana. Con manos temblorosas, apartó unas cuantas botellas y lo desplegó sobre la mesa. No había oído mal. «¡Jack el Destripador atrapado!», anunciaba el titular. Dado su estado de embriaguez, leer la noticia supuso una labor lenta y frustrante, pero con paciencia, cerrando y abriendo los ojos, logró descifrarla. La noticia comenzaba anunciando que la noche anterior Jack el Destripador había cometido su último crimen. La víctima era una prostituta de origen galés llamada Marie Jeannette Kelly, que había sido encontrada en la habitación que tenía alquilada en Miller’s Court, en el número 26 de Dorset Street. Andrew sorteó el párrafo siguiente, donde se enumeraban con todo lujo de detalles las horribles mutilaciones que el asesino le había producido, y fue directamente a la crónica de su captura. Según explicaba el periódico, el asesino que había aterrorizado durante cuatro meses el East End había sido atrapado por George Lusk y sus hombres, apenas una hora después de cometer el horrible crimen. Al parecer, un testigo que prefería permanecer en el anonimato, había oído los gritos de Marie Kelly y alertado al Comité de Vigilancia, que aunque por desgracia había llegado a Miller’s Court demasiado tarde, había logrado rodear al Destripador cuando huía por Middlesex Street. En un principio, el asesino intentó negar los hechos, pero enseguida dejó de hacerlo cuando al ser registrado encontraron en uno de sus bolsillos el corazón todavía caliente de su víctima. El hombre se llamaba Bryan Reese, y trabajaba de cocinero en el mercante Slip, que había llegado al puerto de Londres procedente de Barbados en julio y partiría al Caribe la semana próxima. Una vez interrogado por Frederick Abberline, el detective encargado de la investigación, Reese había reconocido la autoría de los cinco crímenes imputados e incluso manifestado su regocijo ante el hecho de que para su sangrienta despedida hubiese podido contar con la intimidad de una habitación y un buen fuego, harto de tener que matar siempre en plena calle. «Comprendí que debía seguir a aquella puta borracha en cuando me crucé con ella», había declarado con satisfacción el asesino, quien también afirmaba haber matado a su madre, que al igual que sus víctimas ejercía la prostitución, en cuanto tuvo la fuerza necesaria para manejar un cuchillo, aunque este dato, que podría explicar su conducta, aún no había podido ser confirmado. La noticia venía acompañada con la fotografía del asesino, de modo que Andrew pudo ver al fin el rostro del individuo con el que había tropezado en el oscuro pasaje de Hanbury Street. Su aspecto lo decepcionó. Era un tipo corriente, algo corpulento, que lucía patillas rizadas y un bigote poblado combándole el labio superior. Pese a su rictus algo torvo, que probablemente se debía más a las condiciones en la que había sido fotografiado que a otra cosa, Andrew tuvo que reconocer que aquel individuo podía ser tanto un asesino despiadado como un panadero honesto. Desde luego, distaba mucho del aspecto monstruoso que la imaginación de los londinenses le había otorgado. Las páginas siguientes traían otras noticias relacionadas con el asunto, como la dimisión del comisionado Sir Charles Warren, al reconocer la incompetencia de la policía en el caso, o las declaraciones de los estupefactos compañeros de Reese en el carguero, pero Andrew ya sabía todo lo que quería saber, así que volvió a la página inicial. Según dedujo, él había llegado al cuartito de Marie Kelly justo después de que su asesino se marchara y momentos antes de que apareciese la turba capitaneada por Lusk, como si todos siguiesen algún tipo de coreografía. No quiso ni pensar en lo que habría sucedido de haber retrasado unos minutos más su huida y haber sido encontrado allí por el Comité de Vigilancia, ante el cadáver de Marie Kelly. Después de todo, se dijo, había tenido suerte. Recortó la primera página, la dobló, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta y pidió otra botella para celebrar que, pese a que le habían destrozado irreparablemente el corazón, al menos no había sido apaleado por una horda enfurecida.

Ocho años después, Andrew volvía a sacar de su bolsillo aquel recorte. El tiempo lo había amarilleado tanto como a él. ¿Cuántas veces lo había leído, repasando las atroces mutilaciones de Marie Kelly como en una impuesta penitencia? De los años transcurridos apenas recordaba otra cosa que eso. ¿Qué había hecho desde entonces? Era difícil decirlo. Recordaba vagamente que, tras recorrer las tabernas y pubs de los alrededores, Harold lo había encontrado inconsciente en aquel antro y lo había llevado a casa. Allí había pasado varios días en cama, preso de la fiebre. Apenas hizo otra cosa que delirar y tejer pesadillas en las que solía aparecer el cadáver de Marie Kelly tendido en su cama, con sus vísceras esparcidas por la habitación, siguiendo un orden indescifrable, o donde él mismo la destripaba con un enorme cuchillo, ante la aprobadora mirada de Reese. En uno de los claros que se abrieron entre las brumas de la fiebre, distinguió a su padre sentado muy erguido a la orilla de su cama, disculpándose por su actitud. Pero era fácil disculparse ahora que no había nada que aceptar, ahora que solo había que sumarse al teatral abatimiento en el que por deferencia hacia él había decidido sumirse su familia, incluso Harold. Andrew despachó a su progenitor con un irritado gesto de la mano, que para su mayor enojo el orgulloso William Harrington no dudó en tomarse como una bendición, a juzgar por la sonrisa satisfecha con la que abandonó el cuarto, como si acabara de realizar un buen acuerdo. William Harrington quería lavar su conciencia, y eso es lo que había hecho, lo quisiera él o no. Ahora ya podía olvidarse del asunto y seguir con sus negocios. Y en el fondo, a Andrew le daba igual: su padre y él jamás se habían entendido, y no iban a hacerlo a estas alturas.

Se repuso de la fiebre demasiado tarde para el funeral de Marie Kelly, pero no para la ejecución de su asesino. Pese a las protestas de algunos médicos, que sostenían que la monstruosa mente del tal Reese era una gema preciosa digna de ser estudiada por la ciencia, pues en las callosidades y pliegues de su cerebro debían de hallarse escritos los crímenes que estaba destinado a perpetrar desde su nacimiento, el destripador fue ahorcado en la prisión de Wandworth. Andrew asistió casi por alusiones, y vio cómo el verdugo arrancaba la vida de Reese sin que eso restituyera la de Marie Kelly ni la de ninguna de sus compañeras. Las cosas no funcionaban así, el Creador nada sabía de trueques, solo de retribuciones. Como mucho, algún niño habría nacido en alguna parte en el momento justo en que la soga partía el cuello del Destripador, pero resucitar a los muertos era otra cosa. Quizás por eso muchos habían empezado a recelar de su poder, a cuestionar incluso que hubiese sido realmente él quien hubiese fabricado el mundo. Esa misma tarde, el cuadro de Marie Kelly que colgaba en la biblioteca de los Winslow se quemó al saltar la chispa de una lámpara. O eso explicó su primo, que había llegado a tiempo de sofocar el incendio.