Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 8 страница

Sin esperar respuesta, Gilliam Murray les hizo un gesto para que le siguieran. A través del archipiélago de mesitas y globos terráqueos, y seguido siempre por Eterno, los condujo hacia una de las paredes laterales. Al contrario que las otras, repletas de estanterías donde se apretaban atlas, tratados de geografía, estudios de astronomía y un sinfín de obras de disciplinas ignotas, aquella se encontraba cubierta por una costra de mapas ordenados según la fecha en la que habían sido cartografiados. La colección proponía un viaje que comenzaba con algunas reproducciones de los mapas renacentistas inspirados en los estudios de Ptolomeo, donde el mundo, como un insecto al que han cercenado las patas, se mostraba desconcertantemente diminuto, reducido poco más que a una amorfa Europa, continuaba luego con el mapa del geógrafo alemán Martin Waldseemüler, donde América se desgajaba del continente asiático, y finalizaba con los trabajos de Abraham Ortelius y Gerhardus Mercator, que mostraban un mundo henchido, de dimensiones similares al actual. Si caminaban de izquierda a derecha, tal y como les estaba guiando Murray, la disposición cronológica creaba un efecto semejante al de ver abrirse una flor o desperezarse un gato, pues el mundo parecía crecer literalmente ante sus ojos, desdoblarse con intrigante parsimonia, convertirse en un lugar cada vez más espacioso a medida que los navegantes y exploradores ensanchaban sus fronteras. A Andrew le resultó fascinante que unos siglos antes nadie sospechara que el mundo continuaba al otro lado del Atlántico, que sus verdaderas dimensiones dependían en realidad del tesón y la fortuna de los exploradores, quienes con sus peligrosos viajes vestían el vacío medieval, allí donde habitaban los monstruos; pero, por otro lado, lamentó que el tamaño del mundo hubiese dejado de ser un misterio, que ya no hubiese más que las tierras y océanos que recogían los últimos mapas, un mundo oficial, sabido, confinado en sus propias medidas, al que ya solo restaba perfilar sus costas. Murray les hizo detenerse ante el enorme mapa que cerraba la colección.

—Caballeros, en este momento se hallan posiblemente ante el mapa más preciso que podrán encontrar en toda Inglaterra —les informó Gilliam sin esconder su orgullo—, ya que lo mantengo constantemente actualizado. Cada vez que se cartografía un pedazo desconocido del mundo lo mando dibujar de nuevo y quemo la copia del anterior. Lo considero un gesto simbólico, como si con ello borrase mi idea antigua e inexacta del planeta. Muchas de las expediciones que ven han sido posibles gracias a nuestros fondos.

El mapa trastornaba la vista, pues se hallaba profusamente pintarrajeado de líneas de distintos colores que, según explicó Gilliam, representaban todas las expediciones realizadas por el hombre hasta la fecha, cuyas vicisitudes había anotado en el margen izquierdo del dibujo, sin duda con morbosa delectación. Pero bastaba con echar un vistazo al mapa para comprobar que la fidelidad con que se describía el sinuoso rumbo de cada viaje resultaba a la postre inútil, pues su trayectoria era casi imposible de seguir debido al constante entrecruzamiento de líneas que ocasionaba el absurdo empeño de su anfitrión por representar todas las expediciones, desde las más antiguas, como la de Marco Polo, reflejada en un trazo dorado que culebreaba por la India, China, Asia Central y el archipiélago Malayo, hasta las más recientes, como la llevada a cabo por sir Francis Younghusband, que había viajado desde Pekín a Cachemira atravesando la cordillera Karakorum, con sus afiladas montañas festoneadas de glaciales. Aunque no solo los continentes estaban garrapateados. También había líneas que escapaban de las zonas de tierra para emular sobre los mares las espumosas estelas de algunos barcos célebres, como las que habían abierto en el Atlántico las carabelas del almirante Colón, o las que, tratando de encontrar un atajo hacia China, habían dibujado el Erebus y el Terror en el océano Ártico. Ambas estelas desaparecían abruptamente, como en la realidad lo habían hecho los propios buques, al rebasar el estrecho de Lancaster, la supuesta puerta del Paso del Noroeste. Incapaz de descifrar aquella urdimbre de trazos, Andrew optó por seguir la línea azul que surcaba la isla de Borneo, aquel edén lluvioso invadido de jibones y cocodrilos enclavado al sureste de Asia, marcando el tortuoso periplo de Sir James Brooke, al que apodaban el leopardo de Sarawak, un nombre que le resultaba familiar porque el explorador aparecía en las novelas de Sandokán reconvertido en un cruel exterminador de piratas. Pero Gilliam no tardó en pedirles que centraran su atención en la parte más intrincada del mapa, el continente africano, donde se entretejían todas las expediciones que habían intentado descubrir las míticas fuentes del Nilo. Allí, las travesías de la holandesa Alexine Tinné, las del matrimonio Baker, las que llevaron a cabo Burton y Speke, las más célebres de Livingstone y Stanley, y otras muchas componían una confusa madeja que no revelaba demasiado, salvo la seducción que el continente negro había ejercido sobre los incondicionales del salacot.

—La historia de cómo descubrimos los viajes en el tiempo comenzó exactamente hace veintidós años —anunció entonces Gilliam en tono evocador.

Y como si ya hubiese escuchado aquello otras muchas veces, Eterno se tumbó junto a los pies de su dueño, Charles sonrió encantado ante aquel comienzo que tanto prometía, y Andrew forjó una mueca de desesperación, consciente de que iba a tener que armarse de paciencia antes de saber si podría o no salvar a Marie Kelly.


 

VIII

Permítanme ahora que realice un pequeño malabarismo narrativo y les relate lo que Gilliam Murray les contó en tercera persona, y no en primera, como si fuese un pasaje extraído de alguna novela de aventuras, que en el fondo es como al empresario le gustaba considerarlo. En aquella época, a comienzos de la segunda mitad del siglo XIX, descubrir el nacimiento de las míticas fuentes del Nilo, que Ptolomeo había situado en las Montañas de la Luna, la cordillera que se alzaba imponente en el corazón de África, se había convertido en el principal objetivo de la mayoría de las sociedades expedicionarias. Sin embargo, los exploradores modernos no parecían tener mejor suerte que Herodoto, Nerón y el resto de personajes que las habían buscado infructuosamente a lo largo de la historia. La expedición de Richard Burton y John Speke no había hecho más que enemistar a los dos exploradores, y la de David Livingstone tampoco había arrojado ninguna luz sobre el asunto. Livingstone padecía disentería cuando fue encontrado por Henry Stanley en Ujiji, pero a pesar de ello se negó a volver con él a la metrópoli y partió en una nueva expedición, esta vez al lago Tanganika, de la que tuvo que regresar en litera, doblegado por la fiebre y al límite de sus fuerzas. El explorador escocés murió en Chitambo, y su último viaje lo hizo como cadáver, embalsamado en el maternal interior del tronco de un myonga que sus porteadores tardaron nueve meses en acarrear hasta la isla de Zanzíbar, desde donde fue repatriado a Gran Bretaña. En 1878 lo enterraron en la abadía de Westminster con todos los honores, pero, pese a sus indiscutibles logros, la ubicación de las fuentes del Nilo seguía siendo un misterio, y todo el mundo, desde la Real Sociedad Geográfica hasta el museo de ciencias más insignificante, quería llevarse la gloria de localizar aquel esquivo emplazamiento. Los Murray no podían ser menos. Así que, al mismo tiempo que el New York Herald y el London Daily Telegraph subvencionaban la nueva expedición de Stanley, ellos enviaron también al inhóspito continente africano a uno de sus mejores exploradores.

Se llamaba Oliver Tremanquai y, aparte de haber realizado con éxito varias expediciones en el Himalaya, era un cazador experto. Entre las bestias abatidas por su puntería había desde tigres indios hasta osos balcánicos, pasando por elefantes de Ceilán. También era un hombre profundamente religioso, que aunque nunca había ejercido como misionero, no desaprovechaba ninguna oportunidad de evangelizar a cualquier indígena que le saliese al paso, enumerando las prestaciones de su dios como quien vende una pistola. Entusiasmado con su nueva misión, Tremanquai partió desde Zanzíbar, donde consiguió porteadores y víveres. Sin embargo, a los pocos días de internarse en el continente los Murray perdieron todo contacto con él. Las semanas transcurrían lentamente, sin que recibieran ninguna señal suya. ¿Qué le había sucedido al explorador? Con gran dolor, los Murray se resignaron a darlo por perdido, ya que no podían mandar a ningún Stanley en su busca porque todos sus hombres estaban ocupados.

Diez meses más tarde, justo después de realizar un funeral simbólico en su memoria con el consentimiento de su mujer, que hasta aquel momento se había resistido a enterrarse bajo los ropajes del luto, Tremanquai irrumpió en su sede. Como no podía ser menos, provocó el revuelo propio de un fantasma. Estaba terriblemente delgado, traía ojos de alucinado y su cuerpo, sucio y hediondo, invitaba a pensar que no había pasado los últimos meses dándose baños de rosas precisamente. Como podía adivinarse de su lamentable aspecto de espantajo, la expedición había sido un completo fracaso desde su mismo comienzo, ya que nada más internarse en la selva cayeron en la emboscada de una tribu somalí. Tremanquai ni siquiera dispuso de tiempo para apuntar con su rifle a aquellas sombras felinas que escupía la maleza, antes de que una andanada de flechas lo tumbara de espaldas. En la intimidad de la selva, lejos de los ojos de la civilización, la expedición fue brutal y minuciosamente masacrada. Sus atacantes lo dieron por muerto, como al resto de sus hombres, pero Tremanquai era un individuo endurecido por la vida: para matarlo había que esforzarse un poco más que aquellos salvajes. De manera que estuvo semanas vagando por la jungla, herido y febril, usando su rifle a modo de muleta, con algunas flechas todavía clavadas en el cuerpo, hasta que en su lastimoso peregrinar tropezó con un pequeño poblado indígena cercado por una empalizada. Agotado, se desplomó ante la angosta entrada que mostraba el muro, como un desperdicio arrojado por la marea.

Despertó algunos días después en un incómodo jergón, completamente desnudo y con las múltiples heridas que mortificaban su cuerpo sepultadas bajo unos emplastos de aspecto repugnante. La encargada de aplicarle aquellas cataplasmas verduscas era una muchacha cuyos rasgos no logró identificar con ninguna de las tribus que conocía. Poseía un cuerpo largo y sinuoso, de caderas estrechísimas y busto casi inexistente, recubierto por una piel oscura que despedía un leve brillo mate. Enseguida descubrió que los varones también tenían una complexión igual de liviana, provista de una musculatura casi imperceptible bajo la que se insinuaba una delicada osamenta. Dado que no sabía a qué tribu pertenecían, Tremanquai decidió bautizarlos a su antojo. Los llamó junquianos, por encontrarlos delgados y flexibles como juncos. Tremanquai era un excelente tirador, pero poseía una imaginación pésima. Las fisonomías etéreas de los junquianos le sorprendieron, tanto como los enormes ojos oscuros que ensombrecían sus rostros de marionetas exquisitas, pero a medida que transcurría su convalecencia encontró mayores motivos de asombro, desde la lengua imposible que usaban para comunicarse, unos sonidos ahogados que su garganta, curtida en la imitación de los más extraños dialectos, era incapaz de reproducir, hasta la uniformidad de edades que los igualaba, pasando por la ausencia en el poblado de los objetos cotidianos más imprescindibles, como si la vida de aquellos salvajes sucediese en otro sitio o hubieran logrado reducirla a un solo acto: el de respirar. Pero sí había una pregunta que Tremanquai se hacía cada vez con mayor frecuencia era la siguiente: ¿cómo sobrevivían los junquianos al pertinaz acoso de las tribus vecinas? Su número era bastante reducido, no se antojaban ni fuertes ni fieros, y la única arma que parecía haber en el poblado era su rifle.

Una noche entendió cómo lo hacían. Uno de los vigías anunció que los feroces masais habían cercado el poblado. Desde la choza en la que lo habían alojado, en compañía de su cuidadora, Tremanquai contempló a sus etéreos salvadores formar en el centro del patio, justo enfrente de la angosta entrada, que extrañamente carecía de puerta. Ordenados y frágiles, como expuestos al sacrificio, los junquianos se cogieron de las manos y comenzaron a entonar un intrincado cántico. Una vez venció su perplejidad, Tremanquai agarró su rifle y se arrastró hasta la ventana con intención de defender en lo posible a sus anfitriones. En el poblado apenas había antorchas encendidas, pero el fulgor de la luna perfilaba suficientemente el mundo como para que un cazador experimentado como él pudiera hacer blanco. Apuntó hacia la puerta, confiando que si lograba abatir a algunos masais sus compañeros tal vez creyeran que el poblado se encontraba defendido por hombres blancos y emprendieran la retirada. Para su sorpresa, la muchacha le bajó el arma con suavidad, diciéndole sin palabras que su intervención no sería necesaria. Tremanquai iba a protestar, pero la serena mirada de la junquiana le hizo pensárselo mejor. Desde la ventana, entre el pavor y el aturdimiento, contempló la salvaje carga de los masais, que penetraban por la puerta en tropel, mientras sus anfitriones se limitaban a aguardar la llegada de sus lanzas, sin dejar de entonar aquel canto tan desagradable. El explorador se preparó para asistir a una matanza consentida. Entonces sucedió algo que Tremanquai describió con voz temblorosa e incrédula, como si sus palabras le resultaran increíbles, pese a salir de su propia boca. El aire se rompió. No sabía explicarlo de un modo mejor. Era como arrancar un trozo de papel pintado de la pared, dijo, y descubrir el muro que había debajo. La diferencia era que debajo no había ningún muro, sino otro mundo. Un mundo que al principio, debido a su posición, el explorador no pudo ver, pero del que emanaba un pálido resplandor que iluminaba la oscuridad que lo rodeaba. Atónito, contempló cómo los primeros masais se despeñaban en el agujero que había germinado bruscamente entre ellos y sus víctimas, y desaparecían de la realidad, del mundo que Tremanquai ocupaba, como si se hubiesen volatizado en el aire. Al ver cómo sus hermanos eran devorados por la propia noche, los restantes masais huyeron llenos de pavor. El explorador sacudió la cabeza lentamente, sobrecogido por cuanto acababa de ver. Ahora entendía por qué aquel pueblo había logrado sobrevivir al acoso de las tribus vecinas.

Dando tumbos, salió de su cabaña y se acercó al agujero que los cánticos de sus anfitriones había horadado en el tejido mismo de la realidad. Al colocarse enfrente, observó que la abertura, que ondeaba como una cortina, era más grande de lo que parecía. Nacía desde el suelo, rebasaba con creces su cabeza y tenía una anchura que podía permitir sin dificultad el paso de una carreta. Sus bordes oscilaban levemente sobre el paisaje, ocultándolo y desvelándolo como hacen las olas con la orilla. Fascinado, Tremanquai miró a través de ella como si se tratara de una ventana. Al otro lado, había un mundo distinto al nuestro, una suerte de llanura de piedra rosada, recorrida por un viento inclemente que barría su superficie arrastrando la arena; al fondo, enturbiadas por el espeso polvo que inundaba el aire, distinguió unas siniestras montañas. Desconcertados y ciegos, los masais vagaban por aquel mundo trastabillando, ensartándose en sus lanzas unos a otros mientras el número de los que quedaban en pie se iba reduciendo. Tremanquai contempló embelesado aquella grotesca danza de muerte, sintiendo cómo sus cabellos eran acariciados por un viento que no pertenecía a su mundo, al igual que el extraño polvo que inundaba sus fosas nasales.

Los junquianos, que permanecían todavía arracimados en el centro del patio, volvieron a entonar aquel horrible cántico, y el agujero comenzó a cerrarse, encogiéndose con lentitud ante los ojos alucinados de Tremanquai, hasta desaparecer por completo. El explorador pasó tontamente la mano por el aire que antes había desgarrado el orificio. De pronto, parecía que jamás había existido nada entre él y el coro de junquianos, que empezó a disgregarse, encaminándose cada uno a algún lugar del poblado, como si no hubiese ocurrido nada especial. Sin embargo, para Tremanquai el mundo tal y como lo conocía había cambiado. Comprendió que ahora solo tenía dos opciones. Una era contemplar su mundo, que siempre había considerado el único, como uno más de los muchos que existían, y que al parecer se superponían unos sobre otros como las páginas de un libro, de tal forma que bastaba con hundir un puñal en su lomo para fabricar un pasadizo que los atravesara todos. La otra opción era más sencilla: volverse loco.

Esa noche el explorador no durmió. Quién podría. Permaneció tumbado en su jergón, con los ojos bien abiertos y el cuerpo tenso, atento a cualquier ruido proveniente de la oscuridad. Saberse en un poblado de brujos, contra los que nada podrían ni su rifle ni su dios, lo inundaba de un miedo atroz. En cuanto pudo dar más de un paso sin marearse, huyó del poblado de los junquianos. Tardó varias semanas en regresar al puerto de Zanzíbar. Allí malvivió como pudo hasta que logró esconderse en un buque que zarpaba hacia Londres. Diez meses después de su partida estaba de vuelta, pero lo vivido lo había transformado, bastaba verlo. Se trataba, pues, de una odisea terrible que Sebastian Murray, naturalmente, no creyó. No sabía qué le habría sucedido a su mejor explorador durante el tiempo que había estado desaparecido, pero estaba claro que no pensaba otorgarle ninguna credibilidad a la historia de los junquianos y sus absurdos boquetes en el aire. Aquello no era más que el delirio de un loco. Y el propio Tremanquai le dio la razón cuando demostró que era incapaz de llevar una vida normal junto a su ex viuda y sus dos hijas. Es probable que su mujer hubiese preferido seguir llevándole flores al cementerio, antes que convivir con aquel desconocido incapacitado para la vida que África le había devuelto, y que se limitaba a alternar estados de apatía con impredecibles brotes de enajenación que trastornaban bruscamente el hasta entonces tranquilo hogar familiar. Sus continuos desvaríos, que a veces lo espoleaban a correr desnudo por las calles o a disparar desde su ventana a los sombreros de los transeúntes, eran una amenaza constante para la calma del barrio, y acabaron por condenarlo al sanatorio para enfermos mentales del Hospital de Guy, donde se limitaron a arrumbarlo en una celda.

Pero su soledad no fue completa. Sin que su padre lo supiese, Gilliam Murray iba a visitarlo al hospital siempre que podía, movido por la pena que le producía contemplar a uno de sus mejores hombres en ese lamentable estado, pero también por la emoción que le producía oírlo contar aquella historia fantástica. El muchacho de apenas veinte años que era entonces acudía a ver al explorador con la ilusión de un niño que asiste a un espectáculo de guiñol, y Tremanquai nunca le defraudaba. Sentado en su camastro, con la mirada extraviada en los manchurrones de humedad de las paredes, le relataba a poco que se lo pidiera la historia de los junquianos, cargándola cada vez de nuevos y extraordinarios detalles, contento de disponer de público y de tiempo más que suficiente para enriquecer su fantasía. Durante un tiempo, Gilliam pensó que volvería a recuperar la cordura, pero tras cuatro años de reclusión, Tremanquai resolvió ahorcarse en su celda. Dejó una nota en un sucio trozo de papel. En ella, con una letra retorcida que tanto podía ser su escritura habitual como estar deformada por su sufrimiento interior, anunciaba con ironía que partía al otro mundo, que no era más que uno de los muchos que existían.

Para entonces, Gilliam había empezado a trabajar en la empresa de su padre, y aunque, pese a sus visitas, la historia de Tremanquai nunca había dejado de parecerle una locura, quizás por eso mismo, porque contagiarse de su locura era el mejor homenaje que podía hacerle, a espaldas de su padre envió a dos de sus exploradores a África, en busca de los inexistentes junquianos. Samuel Kaufman y Forrest Austin eran un par de majaderos, amigos de las fanfarronadas y las borracheras, que habían logrado convertir en fiascos todas sus expediciones, pero eran los únicos que su padre no echaría en falta y los únicos que partirían encogiéndose de hombros al continente negro en busca de una tribu de brujos cantores capaces de abrir en el aire pórticos a otros mundos. También eran los únicos a los que, debido a su manifiesta ineficacia, podía permitirse el lujo de encomendar una misión tan estéril como la búsqueda de los junquianos, que no constituía otra cosa que su modesta ofrenda a la memoria del desdichado Oliver Tremanquai. Así, Kaufman y Austin partieron de Inglaterra casi secretamente. Ni ellos ni el propio Gilliam podían sospechar que iban a convertirse en los exploradores más famosos de su época. Fieles al procedimiento, nada más poner el pie en África comenzaron a notificar sus avances mediante telegramas, que Gilliam leía por encima y amontonaba en un cajón de su mesa con una sonrisa de piedad.

Todo cambió cuando, tres meses después, recibió uno en el que anunciaban que al fin habían encontrado a los junquianos. ¡No podía creerlo! ¿Le estaban gastando una broma, castigándole por haberlos quitado de en medio enviándolos a aquella estrambótica misión?, se preguntó Gilliam. Pero los detalles que recogían los telegramas descartaban que le estuviesen engañando, ya que coincidían exactamente con los que, según recordaba, adornaban la narración de Oliver Tremanquai. Así que, pese a su estupefacción, Gilliam no pudo sino concluir que tanto Tremanquai como ellos habían dicho la verdad: los junquianos existían. A partir de entonces, aquellos telegramas se convirtieron para Gilliam Murray en el principal motivo para levantarse cada día. Aguardaba su llegada con verdadera excitación, y los leía y releía en su despacho, con la puerta atrancada, sin querer compartir de momento aquel asombroso descubrimiento con nadie, ni siquiera con su padre.

Según los telegramas, una vez localizaron el poblado, Kaufman y Austin no tuvieron excesivos problemas para ser aceptados como huéspedes. Los junquianos, en realidad, parecían conformes con todo, incapaces de oponer resistencia a nada. Del mismo modo, tampoco se mostraban demasiado interesados en su presencia allí. Se limitaban a tolerarlos, simplemente. Kaufman y Austin tampoco necesitaban más y, en vez de desanimarse ante la dificultad de llevar a cabo la parte principal de la misión, que no era otra que comprobar si realmente aquellos salvajes podían abrir pasadizos a otros mundos, se armaron de paciencia y enfrentaron la situación como unas vacaciones pagadas. Aunque no lo decían abiertamente, a Gilliam no le resultó difícil imaginarlos consumiendo el día tumbados al sol, ocupados en dar cuenta de las cajas de whisky que habían introducido en la expedición mientras él se obligaba a mirar hacia otro lado. Increíblemente, no pudieron encontrar mejor estrategia, pues el letargo etílico en el que permanecían sumidos, y los bailes y peleas que continuamente protagonizaban desnudos sobre la hierba, fomentó el acercamiento de los junquianos, intrigados por el líquido ambarino que provocaba aquellos alegres arrebatos. Compartir el whisky hizo surgir entre ellos un burdo trato de compinches que Gilliam celebró desde su despacho, pues sin duda constituía el primer paso hacia una futura convivencia. No se equivocó, aunque el que aquel roce elemental evolucionara hasta convertirse en un vínculo mutuo de confianza y afecto le costó varios envíos del mejor whisky escocés, y todavía hoy se preguntaba si eran necesarios tantos litros para un número tan reducido de indígenas.

Por fin, una mañana, recibió el ansiado telegrama en el que Kaufman y Austin relataban cómo habían sido conducidos por los junquianos al centro del poblado, donde, en lo que se le antojó un bello gesto de agradecimiento y amistad, habían abierto para ellos el agujero hacia el otro mundo. Para describir la abertura y el paisaje rosado que se entreveía por ella los exploradores usaban casi las mismas palabras que cinco años antes había empleado Tremanquai, pero el joven Gilliam ya no podía oírlas como si formaran parte de un cuento fantástico: ahora sabía que aquello estaba sucediendo realmente. Se sintió entonces repentinamente constreñido, asfixiado, y no porque se encontrara encerrado en su pequeño despacho, con la puerta atrancada. Se sentía oprimido entre las paredes de un universo que ahora sabía que no era el único. Pero aquella opresión pronto terminaría, se dijo. Dedicó entonces unos minutos al recuerdo del pobre Oliver Tremanquai. Supuso que fueron sus fuertes convicciones religiosas las que le impidieron asimilar todo cuanto había visto, no dejándole otro camino que el tortuoso sendero de la locura. Por suerte, aquel par de ineptos de Kaufman y Austin poseían unas mentes mucho más simples que les eximían de correr la misma suerte. Releyó el telegrama cientos de veces. Los junquianos no solo existían, sino que practicaban algo que Gilliam, al contrario que Tremanquai, prefería calificar como magia en vez de brujería. Ante Kaufman y Austin se abría ahora un mundo desconocido. Y evidentemente no podían resistirse a explorarlo.

Gilliam leyó sus siguientes telegramas lamentando no haberlos acompañado. Con el beneplácito de los junquianos, que los dejaban a su aire, Kaufman y Austin empezaron realizando breves incursiones en el mundo del otro lado, de cuyas peculiaridades no dejaban de informarle. Consistía fundamentalmente en una vasta llanura de piedra rosada, ligeramente luminiscente, que se extendía bajo un cielo siempre encapotado de una niebla densísima. Si había un sol tras él, sus rayos no conseguían atravesarla. La única luz provenía por tanto del curioso material del suelo, de manera que el paisaje se hallaba envuelto en una penumbra triste que fundía el día y la noche en un crepúsculo eterno y dificultaba la visión a larga distancia, aunque podías verte las botas con sumo detalle. De vez en cuando, un viento iracundo azotaba la llanura, generando una tormenta de arena que lo emborronaba todo aún más. Enseguida observaron algo curioso: una vez traspasaban el agujero, sus relojes dejaban de funcionar. Sin embargo, sus dormidos mecanismos volvían a desperezarse misteriosamente al regresar a su realidad. Era como si hubiesen decidido de forma unánime no contabilizar el tiempo que sus dueños habían estado en el otro mundo. Kaufman y Austin se miraron el uno al otro, y no cuesta imaginarlos encogiéndose estúpidamente de hombros. Tras pasar una noche, según sus cálculos, en el campamento que establecieron junto al agujero, para tener vigilados a los junquianos, hicieron otro descubrimiento. Mientras estuviesen allí dentro no iban a necesitar afeitarse: sus barbas dejaban de crecer. También observaron que un corte que Austin se había hecho en el brazo justo antes de traspasar el agujero dejaba de repente de sangrar, tanto es así que incluso se olvidó de vendárselo. No se acordó de aquella herida hasta que esta reanudó su flujo de sangre una vez estuvieron de vuelta en el poblado. Fascinado, Gilliam anotó en su libreta aquel hecho extraordinario, junto con lo que ocurría con sus barbas y sus relojes. Todo ello apuntaba a una imposible claudicación del tiempo. Empezó a hacer cábalas en su despacho mientras Kaufman y Austin se pertrechaban de armas y víveres y ponían rumbo hacia lo único que rompía la monotonía de la llanura: las tétricas montañas que se insinuaban fantasmales en el horizonte.