Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 10 страница

Andrew se sobresaltó, como si hubiese sido sorprendido cometiendo algún delito. Gilliam le dedicó una sonrisa burlona, y luego rebuscó en un cajón de su escritorio. Finalmente, arrojó sobre la mesa un ejemplar del Science Schools Journal de 1888. El número, manoseado y arrugado, mostraba en su portada un título, Los argonautas del tiempo, de H. G. Wells. Se lo tendió a Andrew, pidiéndole que tuviera cuidado, pues se trataba de un número agotado.

—Hace precisamente ocho años, cuando era un jovencito recién llegado a Londres para comerse el mundo, Wells publicó un cuento por entregas titulado Los argonautas del tiempo, protagonizado por un científico loco llamado Moses Nebogipfel, que viajaba al pasado para cometer un asesinato. Tal vez Wells creyó que se había excedido, y a la hora de rescatar la idea para la novela, decidió obviar los viajes al pasado, para no dar ideas a los lectores, y centrarse únicamente en los viajes al futuro, protagonizados por un individuo mucho más cabal que Nebogipfel, como saben, y cuyo nombre no se menciona en la novela. Tal vez Wells no pudo resistirse a ese pequeño guiño.

Andrew y Charles se miraron, y luego miraron al empresario, quien tomó una libreta y garabateó algo.

—Esta es la dirección del señor Wells —dijo, tendiéndole la nota a Andrew—. No pierden nada por comprobar si mis sospechas son ciertas.


 

X

Abandonaron el edificio de viajes temporales Murray flotando en el olor a rosas que inundaba el vestíbulo. Una vez en la calle, subieron al primer carruaje que encontraron y dieron al cochero una dirección de Woking, en el condado de Surrey, donde tenía su residencia el escritor H. G. Wells. La entrevista con Gilliam Murray había sumido a Andrew en un profundo silencio, abocándolo a Dios sabía qué oscuras reflexiones, pero el viaje duraría al menos tres horas, así que Charles no vio ninguna necesidad de apresurarse en desmantelar su mutismo. Prefería darle a su primo el tiempo necesario para que desenredase su mente. Habían sido demasiadas emociones por hoy, y aún faltaban unas cuantas más. Su relación con Andrew, de todos modos, estaba jalonada de frecuentes e impredecibles periodos de silencio, en los que había aprendido a arrellanarse, por lo que cerró los ojos y se dejó acunar por el vaivén del carruaje en su huida de la metrópoli.

Tal vez a ellos el silencio no les molestara, pero imagino que a ustedes, que de algún modo también viajan en el carruaje, sí puede resultarles algo incómodo, así que, en vez de hablarles de la sustancia y calidad de ese silencio invulnerable, apenas profanado por los achacosos crujidos del coche, o de describirles los cuartos traseros de los caballos, donde se hallaba anclada la ensimismada mirada de Andrew, y dado que ni siquiera puedo contarles de un modo emocionante lo que pasa por su cabeza, donde la posibilidad de rescatar a Marie Kelly se iba difuminando lentamente porque, aunque al parecer, se había encontrado la manera de viajar literalmente en el tiempo aún no se podía hacer puntería, voy a aprovechar este claro en la acción para relatarles algo que quedó pendiente en los comienzos de esta historia, y que solo yo puedo contarles, ya que se trata de un episodio que los ocupantes del coche desconocen. Me estoy refiriendo a la vertiginosa ascensión social de sus respectivos padres, William Harrington y Sydney Winslow, escalada oficiada por el primero con su característica mezcla de suerte y tosca maestría, y que ambos decidieron guardar como un secreto, pero que no pueden esconderme a mí, que todo lo veo aunque no quiera.

Podría largarles sin el menor rebozo mis impresiones sobre William Harrington, pero poco importan mis opiniones. Quedémonos mejor con la idea que el propio Andrew se había forjado sobre su progenitor, bastante cercana a la realidad. Para él, su padre era un guerrero empresarial, capaz de las hazañas más extraordinarias en el campo de batalla de los negocios, como a continuación se verá, pero en el cuerpo a cuerpo de lo cotidiano, donde suceden los combates que de verdad nos humanizan, permitiéndonos manifestar nuestra bondad o generosidad, parecía inhabilitado para otra cosa que no fuesen las mezquindades más notables, como ya se ha visto. Pertenecía William Harrington a esa clase de individuos pertrechados de una seguridad en sí mismos que es a un tiempo gracia y condena, una confianza tan inquebrantable que, al menor descuido, acaba trocándose en una arrogancia extrema, cegadora. Era, en fin, de los que creían que el mundo estaba al revés si colgaban cabeza abajo de una rama o, si lo prefieren, de los que creían que Dios había creado el sol con el único propósito de hacer madurar sus nísperos, y con eso veo innecesario añadir nada más.

William Harrington llegó de Crimea a un mundo dominado por las máquinas. Pero enseguida supo ver que tanta maquinaria no lograría abolir el viejo modo de hacer las cosas, pues hasta los vidrios del Crystal Palace, aquella ballena traslúcida varada en Hyde Park que atesoraba en su vientre un plancton de engendros mecánicos, estaban hechos a mano. Aquel no era, desde luego, el camino que debía seguir si quería enriquecerse, meta que se había fijado con la inconsciencia propia de sus veintipocos años una noche en la que dormía junto a su recién esposa, la hija algo timorata de un fabricante de cerillas para quien había comenzado a trabajar. Verse calzado en una existencia cuyo insulso curso no le costaba predecir lo hacía revolverse en la cama, preguntándose si acaso no debía amotinarse contra aquel destino tan vulgar. ¿Para qué se había tomado su madre la molestia de traerlo al mundo, para que la mayor emoción de su vida fuera que le dejaran cojo con una bayoneta? ¿Cuál era su sino, hacer bulto o pasar a la Historia? Su lastimosa actuación en Crimea parecía apuntar a lo primero, pero William Harrington llevaba alojado en el pecho un espíritu demasiado voraz como para contentarse con eso. «Que se sepa, solo tenemos una vida», se dijo: «lo que no haga en esta, no lo haré en otra».

A la mañana siguiente, llamó a su cuñado Sidney, un joven despierto y capaz que a todas luces estaba desperdiciando su vida llevando la contabilidad de la pequeña empresa familiar, y le aseguró que su destino era brillar a su lado. Pero para llevar a cabo el ascenso social que William profetizaba debían olvidarse de las cerillas y montar su propio negocio, algo que no resultaría difícil si aprovechaban los ahorros con los que casualmente contaba Sidney. William convenció a su cuñado para que le permitiera experimentar con su dinero durante una larga borrachera en la que le aseguró que a su aburrida vida no iban a venirle mal unas dosis de aventura empresarial. Tenían poco que perder y mucho que ganar. Lo principal era buscar un negocio que les reportara pingües y rápidos beneficios, concluyó. Para su sorpresa, Sydney le dio la razón, y puso a trabajar su imaginativo cerebro. En la siguiente reunión, se presentó con los planos de lo que aseguraba sería un invento revolucionario. Lo había bautizado como El ayudante del soltero, y era un sillón pensado para los amantes de la literatura sicalíptica, que llevaba incorporado un oportuno atril mecánico capaz de pasar las páginas por sí solo, de modo que su ocupante no tuviese que prescindir de ninguna de sus manos. El artefacto, según pudo comprobar William en los detallados dibujos de Sidney, también disponía de otros complementos, como una pequeña cubeta e incluso una esponja, accesorios destinados a que el cliente no tuviese que abandonar la lectura para levantarse del sillón. Sydney estaba convencido de que aquel producto los haría ricos, pero William no lo tenía tan claro: era evidente que su cuñado había confundido sus necesidades con las necesidades del mundo. Aunque una vez logró convencerlo de que aquel sofisticado sillón no era tan imprescindible para el Imperio como él pensaba, algo que no le resultó una tarea fácil, volvieron a encontrarse en el punto de partida, sin una idea decente que llevarse a la boca.

Desesperados, pusieron sus ojos en el tráfago de mercancías proveniente de las colonias. ¿Qué producto quedaba por importar, qué necesidad restaba todavía por satisfacer a los ingleses? Miraron a su alrededor con atención, pero nada parecía faltar. Su Majestad, con sus innumerables tentáculos, ya esquilmaba al mundo todo lo que el país requería. Carecían de algo, por supuesto, pero era una necesidad que nadie se habría atrevido a reconocer en voz alta.

Lo descubrieron paseando por las calles comerciales de Nueva York, donde habían acudido en busca de inspiración. Estaban a punto de regresar al hotel a remojar sus castigados pies en una palangana de agua con sales cuando repararon en el producto que mostraba un escaparate. Tras el cristal se amontonaban unos extraños paquetes de quinientas hojas de papel manila, aderezadas con humectante. «Papel terapéutico Gayetti», leyeron en su dorso. ¿Para qué rayos servía aquello? Lo descubrieron al reparar en las instrucciones que estaban pegadas al escaparate, y que sin ningún tipo de rubor mostraban el dibujo de una mano aplicando el producto con destreza sobre la zona más recóndita de un trasero. Al parecer, el tal Gayetti había creído llegado el momento de darle un descanso a las mazorcas de maíz y las hojas parroquiales. Tras la sorpresa, William y Sydney intercambiaron una mirada de complicidad. ¡Ya lo tenían! No había que ser un lince para adivinar la calurosa acogida que darían a aquel regalo del cielo los miles de traseros ingleses, estragados por la aspereza de los periódicos. A cincuenta centavos cada uno no tardarían en hacerse ricos. Compraron la cantidad necesaria para abastecer una pequeña tienda que adquirieron en una de las principales calles de Londres, sepultaron el escaparate bajo una montaña de paquetes, pegaron en el cristal un cartel que detallaba la manera correcta en que debía usarse, y aguardaron tras el mostrador a que les arrancaran de las manos aquel invento tan maravilloso y oportuno. Pero nadie atravesó la puerta del establecimiento el día de su inauguración, tampoco durante los días siguientes, que pronto se convirtieron en semanas.

William y Sydney tardaron tres meses en aceptar la derrota. Sus sueños de prosperidad se habían hecho brutalmente añicos nada más nacer, dejándoles, eso sí, con el suficiente papel terapéutico como para no tener que preocuparse por conseguir los catálogos de los Almacenes Sears por el resto de sus días. Sin embargo, a veces el mundo tiene su propia y enrevesada lógica, y nada más clausurar el desastroso negocio, este comenzó a funcionar. En las zonas más oscuras de las tabernas, a la entrada de los callejones, en sus propias casas de madrugada, William y Sydney eran asaltados por los más variopintos individuos que, con voz queda y mirando con recelo a su alrededor, les encargaban paquetes de su milagroso papel, antes de diluirse apresuradamente en las sombras. Sorprendidos por el cariz clandestino que debía adoptar su negocio, los jóvenes empresarios se acostumbraron a recorrer la ciudad en las honduras de la noche, cojeando uno y bufando el otro, para realizar sus furtivas entregas lejos de miradas indiscretas. Pronto se habituaron a dejar su vergonzoso producto a las puertas de las casas, a aporrear en las ventanas con el bastón del modo convenido, a arrojar paquetes desde los puentes al paso de sigilosas barcazas, a adentrarse en parques solitarios para encontrar un fajo de libras debajo de un banco, a silbar como jilgueros o verderones junto a las verjas de las mansiones. Todo Londres quería usar el maravilloso papel Gayetti sin que se enterase su vecino, cosa que William supo aprovechar subiendo el precio del producto hasta alcanzar con el tiempo una cifra realmente obscena, que sin embargo la mayoría de sus clientes accedía a pagar.

En un par de años pudieron adquirir dos lujosas casas en el barrio de Brompton, que no tardaron en abandonar para establecerse en Kensington, pues, aparte de en su colección de lujosos bastones, William cifraba en aquella trashumancia in crescendo de inmuebles el éxito en la vida. Asombrado de que el temerario acto de poner sus ahorros en manos de su cuñado le hubiese reportado una coqueta mansión en Queen’s Gate, desde cuya balconada podía ver la mejor cara de Londres, Sydney se dispuso a disfrutar de lo que tenía, entregándose a los placeres familiares que tanto pregonaban las parroquias. Pobló su hogar de niños, libros y lienzos de artistas prometedores, tomó un par de sirvientes, e incluso perfeccionó hasta convertir en desdén la aversión que siempre había profesado al populacho, ahora que se sentía a salvo de él. En definitiva, se adaptó con discreción a su nueva vida de criatura acomodada sin importarle que todo aquello se sostuviese sobre el innoble negocio del papel para el baño; pero William era diferente. Su espíritu codicioso y fatuo le impedía conformarse con eso. Él necesitaba el aplauso del público, la reverencia del mundo. En otras palabras, quería que los prohombres de Londres lo invitaran a sus cacerías del zorro como si fuese uno de ellos, cosa que no ocurría por más que se pavonease por los salones de fumar repartiendo sus tarjetas. No pudo evitar que, ante esa situación inamovible, en su alma se fuera aposentando un amargo rencor hacia aquella acaudalada camarilla que había acordado someterlo al ostracismo más miserable mientras limpiaban sus ilustres traseros con el suave papel que él les suministraba. Aquella hostilidad rebosó en una de las pocas fiestas a las que fueron invitados, cuando alguien, alentado por el alcohol, quiso exhibir su ingenio, concediéndoles el cargo de Limpiadores Oficiales del Reino. Antes incluso de que sonara la primera carcajada, William Harrington se abalanzó como un huracán sobre el insolente petimetre que había dicho aquello, y tuvo tiempo de fracturarle la nariz con el puño de su bastón antes de que Sidney lograse sacarlo de allí.

Aquella fiesta marcó un antes y un después en sus vidas, pues William Harrington extrajo de ella una amarga pero útil lección: el papel terapéutico, al que todo le debía y que tanto bienestar proporcionaba, era un estigma que iba a marcar su existencia para siempre a menos que lo evitara. Así que, espoleando su intuición con el odio que lo embargaba, comenzó a invertir parte de sus ganancias en negocios menos ignominiosos, como el incipiente ferrocarril, haciéndose en apenas unos meses con la mayoría de las acciones de varios talleres de reparaciones de locomotoras. Su siguiente paso fue comprar una naviera destartalada llamada Fellowship, insuflarle sangre nueva y convertirla en el negocio más rentable de cuantos surcaban el océano. En poco menos de dos años, su pequeño imperio de boyantes empresas, que Sydney gestionaba con la serena gracia de un director de orquesta, logró que su nombre dejara de asociarse al papel terapéutico, cuyos últimos pedidos canceló, sumiendo todo Londres en una triste y callada desolación.

La primavera de 1872, Annesley Hall lo invitó a su primera cacería del zorro en su finca de Newstead, a la que asistieron todos los prohombres de Londres dispuestos a aplaudir sus extraordinarios logros, y en la que desgraciadamente falleció el ingenioso joven que había hecho la broma a su costa en aquella fiesta remota. Según la noticia que apareció en prensa, el desdichado se disparó en el pie accidentalmente con su propia escopeta. Fue más o menos por entonces cuando William Harrington rescató del baúl su uniforme de soldado y se mandó pintar embuchado en él, sonriendo como si luciera la desierta pechera empedrada de galones, para saludar a todo el que entrara en su mansión con su mirada de dueño y señor de aquel trozo del universo frente a Hyde Park.

Ese, y no otro, es el secreto que sus padres guardan tan celosamente, y cuya crónica, dado su aire de pieza ligera, he juzgado apropiada para amenizarles el fatigoso viaje. Pero me temo que hemos acabado demasiado pronto. El silencio todavía sigue instalado en el carruaje, y es posible que dure mucho más, pues cuando Andrew se lo propone puede tardar horas en regresar al mundo, a no ser que se le queme con un atizador al rojo o se le derrame encima un barreño de aceite hirviendo, objetos con los que Charles no acostumbra a cargar. Así pues no me queda otra opción, si no quiero verme obligado a describirles los poco interesantes cuartos traseros de los caballos, que remontar de nuevo el vuelo para adelantarnos a su destino, la casa del señor Wells. No solo no estoy sujeto al tortuoso ritmo del coche, como han podido deducir de algunas de mis intervenciones, sino que puedo correr tanto como los rayos de luz, por lo que, voilá, en un abrir y cerrar de ojos, o quizás menos, nos encontramos flotando sobre el tejado de una modesta casa de tres plantas con jardín en Woking, asediada por brezales y álamos plateados, cuya frágil fachada se estremece ligeramente ante el raudo paso de los trenes que parten hacia Lynton.


 

XI

Enseguida descubro que el instante escogido para irrumpir en la vida del escritor Herbert George Wells no es un buen momento. Para no incordiarle demasiado, podría despachar su descripción física diciéndoles que el afamado escritor era un joven delgado y pálido que había tenido días mejores. Pero de los numerosos personajes que pululan en la pecera de esta historia, Wells es, probablemente a su pesar, el que más vueltas va a dar, lo que me obliga a ser un poco más preciso a la hora de confeccionar su retrato. Aparte de su sobrecogedora delgadez y de la mortecina blancura de su piel, Wells se había dejado crecer un bigote a la moda, estrecho y de puntas curvas, que resultaba demasiado grande, pesado e incongruente en su rostro infantil. El referido bigote se cernía como una amenaza sobre una boca de trazo primoroso y un tanto femenina que, al aliarse con sus ojos claros, forjaban una expresión que podría calificarse de angelical de no ser por la traviesa sonrisilla que le rondaba los labios. En resumidas cuentas, Wells tenía el aire de una porcelana, y unos ojos risueños tras los que se removía una inteligencia viva y aguda. Para los amantes del detalle o los faltos de imaginación, añadiré que pesaba poco más de cincuenta kilos, calzaba un cuarenta y tres, se peinaba con una marcada raya a la izquierda, y su olor corporal, generalmente afrutado, tenía hoy un ligero toque a sudor fermentado, pues unas horas antes había estado recorriendo con su nueva esposa los caminos vecinales de Surrey a lomos de una bicicleta tándem, el invento de moda que enseguida había conquistado el corazón de la pareja porque no necesitaba forraje ni establo y nunca se movía del lugar donde la dejabas. Poco más puedo agregar sobre él sin incurrir en la vivisección o en detalles íntimos, como la modesta envergadura e inclinación sureste de su miembro viril.

En este preciso momento, estaba sentado en la mesa de la cocina, donde solía escribir, con una revista entre las manos. Su cuerpo, tenso y muy tieso en la silla, anunciaba la lucha interna en la que estaba sumido, pues Wells, aunque pudiera parecer que no hacía otra cosa que dejarse cubrir lentamente por el hermoso encaje de sombras dentadas que el sol de la tarde arrancaba al árbol del jardín, se encontraba ocupado tratando de contener la furia que lo inundaba. Respiró hondo, una, dos, tres veces, invocando desesperadamente una calma que lo apaciguara. No lo consiguió. Prueba de ello fue que tomó la publicación que estaba leyendo y la lanzó contra la puerta de la cocina. La revista planeó con la torpeza de una paloma herida hasta aterrizar a unos dos metros de sus pies. Wells la observó desde su silla con cierta lástima, resopló, sacudió la cabeza, y finalmente se levantó a recogerla del suelo, reprobándose aquel derroche de cólera impropio de una criatura civilizada. Volvió a depositarla en la mesa y a sentarse ante ella con el gesto resignado de quien sabe que aceptar de buen grado los reveses de la fortuna es signo de valentía y lucidez.

La revista en cuestión era un ejemplar de The Speaker en el que aparecía una crítica devastadora de su última novela, La isla del doctor Moreau, otra novela popular de tema científico, bajo cuya corteza se escondía una de sus obsesiones preferidas: la del soñador derrotado por sus propios sueños. La novela estaba protagonizada por un náufrago llamado Prendick, que, para su desgracia, era acarreado por el mar hasta una isla que no figuraba en ningún mapa, y que no era sino el señorío de un científico loco que había sido exiliado de Inglaterra a causa de sus brutales experimentos con animales. En aquel islote olvidado, el doctor al que aludía el título se había convertido en una especie de deidad primitiva para una tribu constituida por los aberrantes frutos de su locura, los monstruosos resultados de pretender convertir bestias salvajes en hombres. La obra era un intento por ir más allá de Darwin, haciendo que su desquiciado doctor tratara de modificar la vida sorteando el curso lento y natural de las evoluciones, aparte de un homenaje personal a Jonathan Swift, su autor de cabecera, pues la escena en la que Prendick regresaba a Inglaterra e informaba al mundo del fantasmagórico edén del que había escapado era casi un reflejo del episodio en que Gulliver hablaba del país de los houyhnhnm. Y aunque, una vez terminada, Wells no había quedado demasiado satisfecho con la obra, que había ido creciendo entre sus manos de un modo casi espasmódico, mediante el engarce algo atolondrado de imágenes más o menos impactantes, y estaba preparado para un posible varapalo crítico, lo cierto es que eso no restaba dolor a los golpes. La primera estocada le había tomado por sorpresa, pues había provenido de su propia esposa, quien consideraba que el hecho de que el científico muriese en manos del puma deforme que había intentado transformar en mujer era una crítica al movimiento feminista. ¿Cómo era posible que Jane pensara eso? La semana anterior había recibido la segunda cuchillada, esta vez de mano del Saturday Review, un periódico que siempre había considerado amable en sus juicios. Para mayor irritación, la desabrida crítica venía firmada por Peter Chalmers Mitchell, un zoólogo joven y prometedor que había sido compañero suyo en South Kensington, y que ahora, traicionando la afable camaradería que habían mantenido, afirmaba sin delicadeza alguna que el libro de Wells buscaba simplemente horrorizar. La crítica de The Speaker iba todavía más lejos, tachando al autor de pervertido al insinuar que el paso siguiente que obviamente daría quien coronase con éxito el experimento de dar a un animal la apariencia externa de un humano sería mantener relaciones sexuales con dicha aberración. «El señor Wells tiene talento, pero lo pone al servicio de un propósito absolutamente denigrante», afirmaba el crítico. Wells se preguntaba quién era verdaderamente el que tenía la cabeza emporcada de pensamientos retorcidos, él o el autor de aquella crítica.

De sobra sabía Wells que las reseñas desfavorables solo causaban un daño moral, ya que eran vientos fastidiosos pero débiles que apenas trastornaban la singladura del libro. La que tenía delante, que con tanta ligereza tildaba su novela de fantasía perversa, incluso impulsaría sus ventas, allanando todavía más el camino para su siguiente publicación. Sin embargo, las heridas infligidas a la autoestima de un autor podían originar a la larga consecuencias fatales, pues el arma más poderosa de un escritor, aquello que le daba fuerzas, era su intuición, y si la crítica se unía para desprestigiar su olfato, dicho escritor, tuviese o no talento, quedaría reducido a una criatura temerosa que abordaría el papel con una cautela insensata, una prudencia absurda que terminaría embridando su posible genio. Los braceros de los periódicos y suplementos literarios deberían considerar que toda obra era generalmente una aleación de esfuerzo e ilusión, la encarnación de un empeño solitario, de un sueño a veces largamente incubado, cuando no una apuesta desesperada destinada a dar sentido a una existencia, antes de escupir despiadadamente sobre ella desde sus cómodas atalayas. Pero con él no podrían. No, desde luego que no. A él no lograrían confundirlo porque él tenía la cesta.

Contempló el canasto de mimbre que descansaba sobre una de las baldas de la cocina, e inmediatamente sintió cómo su abatido espíritu comenzaba a erguirse de nuevo, provocador, desafiante. El efecto que en él producía el canasto era instantáneo. Por eso no se separaba de él jamás, arrastrándolo de aquí para allá pese a las suspicacias que aquel constante acarreo despertaba en quienes le rodeaban. Wells nunca había creído en talismanes ni objetos mágicos, pero la incongruente manera en la que había irrumpido en su vida, junto a los propicios acontecimientos que su presencia había comenzado a generar, lo habían obligado a hacer una excepción con el canasto. Reparó en que Jane lo había llenado de verduras, y eso, más que irritarlo, le divirtió, pues al darle aquel tonto uso doméstico su esposa había camuflado su carácter mágico redoblando graciosamente su utilidad. Aparte de irradiarle suerte y transmitirle confianza en sí mismo, aparte de convertirse en la encarnación del espíritu de superación personal cada vez que evocaba a la extraordinaria persona que había trenzado aquellos mimbres, el canasto servía también de canasto.

Mucho más calmado, Wells cerró la revista. No iba a permitir que nadie empañara sus logros, de los cuales debía sentirse satisfecho. Tenía treinta años y, tras un angustioso e interminable periodo de combatir contra los elementos, su vida había cuajado al fin. La espada había sido templada, adquiriendo, de todas sus posibles formas, la apariencia que tendría de por vida. Ya solo restaría afilarla, aprender a manejarla, e incluso, si era necesario, darle a beber sangre alguna vez. De todo cuanto podía ser, parecía claro que sería escritor, que lo estaba siendo ya. Las tres novelas que había publicado así lo atestiguaban. Escritor. Sonaba bien. Y era una ocupación que no le desagradaba en absoluto, pues ya la había barajado de pequeño como segunda opción, tras la de profesor. Sacudir conciencias desde un estrado siempre había sido su deseo, pero era algo que también podía hacerse desde un escaparate, quizás de un modo más cómodo y con un alcance mucho mayor.