Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 11 страница

Escritor. Sonaba bien, sí. Sonaba muy bien.

Una vez logró tranquilizarse, Wells paseó una mirada satisfecha a su alrededor, por los dominios que la literatura le había reportado. Se trataba de un hogar modesto, pero aun así le hubiera resultado imposible de adquirir unos años antes, cuando malvivía de los artículos que conseguía publicar en periódicos locales y de sus extenuantes clases y solo la fe que le contagiaba el canasto lo mantenía en pie frente al desaliento. No pudo evitar compararla con la casa de Bromley, en Kent, donde se había criado, aquella madriguera miserable que siempre apestaba al aceite de parafina con que su padre impregnaba las tablas del suelo para diezmar los ejércitos de cucarachas con que se veían obligados a convivir. Recordó con grima la horrenda cocina que había en el sótano, con aquel horno de carbón tan mal situado, y el jardín trasero, donde se hallaba el hediondo cobertizo del retrete, un simple agujero en la tierra, al que se accedía por un caminito de tierra batida que a su madre le incomodaba recorrer cada vez que le apremiaba la vejiga porque sospechaba que sus idas y venidas eran espiadas por los empleados del señor Cooper, el sastre vecino. Recordó la enredadera que abrigaba la tapia del fondo, por la que solía trepar para contemplar al señor Covell, el carnicero, quien acostumbraba a deambular por su jardín ensangrentado hasta los codos, sosteniendo con desidia un cuchillo todavía goteante por la matanza, como un asesino apático. A lo lejos, asomando entre los tejados, podía ver también la iglesia parroquial y el cementerio, atestado de lápidas cuarteadas y musgosas, bajo una de las cuales descansaba el tierno cuerpecito de su hermana Frances que, según sostenía su madre, había sido envenenada por su vecino, el infame señor Munday, durante una macabra sesión de té.

Nadie podría sospechar, ni siquiera él, que en aquel feo escondrijo pudieran confluir las circunstancias necesarias para la gestación de un escritor, pero así fue, aunque había sido un parto lento y accidentado. Había tardado exactamente veintiún años y tres meses en hacer realidad sus sueños. Según sus cuentas, naturalmente, pues Wells acostumbraba a señalar, como si hablase con sus biógrafos futuros, el 5 de junio de 1874 como el día en que, de un modo quizás innecesariamente brutal, le fue revelada su vocación. Ese día sufrió un aparatoso accidente, y aquel suceso, cuyo enorme significado había delatado el correr de los años, también le había convencido de que a la hora de esculpir nuestro futuro poco importaba nuestra voluntad, pues eran los caprichosos cinceles del azar los que verdaderamente le daban forma. Como quien desdobla una pajarita de papel para desvelar los pasos que ha requerido su construcción, Wells podía desmontar el instante de su existencia que habitaba ahora y descubrir las piezas que habían intervenido en su fabricación. De hecho, descender por el árbol genealógico que sostenía cada momento era algo que le gustaba hacer a menudo, porque aquel ejercicio de disección metafísica solía procurarle el mismo consuelo que sentía cuando recitaba la tabla de multiplicar para fijar el mundo con los puntales de las matemáticas cada vez que este se le antojaba un magma tornadizo. De ese modo, había establecido el punto de partida, la fortuita chispa que había desencadenado los sucesos que lo habrían de convertir en escritor, en algo que en un principio podía resultar desconcertante: los venenosos lanzamientos lentos y con efecto de su padre en el campo de críquet. Pero a poco que se tirase de aquel hilo, uno acababa destejiendo la alfombra entera: si su padre no hubiese dispuesto de la necesaria habilidad para ejecutar aquellos lanzamientos mortíferos no lo habrían invitado a ingresar en el equipo oficial del condado, y si no hubiese entrado en el equipo no habría pasado las tardes bebiendo con sus compañeros en The Bell, la taberna cercana a su casa, y si no hubiese malgastado sus tardes allí, descuidando la pequeña tienda de porcelanas que regentaba junto a su madre en la planta baja de la casa, no habría trabado amistad con el hijo del dueño, y si no hubiese establecido aquel lazo de afecto con el mocetón, al encontrarse a sus hijos en el partido de críquet al que acudieron una tarde, este no se hubiese tomado la libertad de coger al pequeño Bertie en sus brazos y lanzarlo por los aires, y si no lo hubiese volteado no se le habría escurrido de las manos, y si no se le hubiese resbalado aquel Wells de ocho años no se habría partido la tibia al golpearse contra una de las clavijas que sujetaban los vientos del tenderete donde expandían las cervezas, y si no se hubiese fracturado la pierna, teniendo que pasar el verano entero en cama, no habría dispuesto de la coartada perfecta para entregarse a la única distracción a su alcance en aquellas circunstancias, la lectura, insano entretenimiento que en cualquier otra situación hubiese levantado las suspicacias de sus progenitores, impidiéndole descubrir a Dickens, Swift o Washington Irving, escritores que sembraron en su interior una semilla que, con el tiempo y pese a los escasos riegos y cuidados que pudo procurarle, habría de terminar germinando.

A veces, con el propósito de aquilatar aún más lo que tenía, para que su brillo no disminuyera un ápice, Wells se preguntaba qué habría sido de él si aquella milagrosa ristra de acontecimientos que lo había echado en los brazos de la literatura no hubiese tenido lugar. Y la respuesta siempre era la misma. De no haberse producido aquel insólito encadenado, Wells estaba seguro de que ahora estaría trabajando en alguna botica o similar, amortajado por el hastío y sin poder creer que su aportación al puchero de la vida fuese aquella fruslería. ¿Cómo sería vivir sin una intención, sin un propósito claro? ¿Cómo sería vivir sabiendo que nada podía darte la plenitud? No concebía mayor desgracia que la de caminar por el mundo a la deriva, ciego e insatisfecho, forjando a base de golpes de suerte y decisiones siempre confusas, una existencia anodina, irrelevante, intercambiable con la del vecino, y aspirando únicamente a la felicidad chata, endeble y resbaladiza de los simples. Pero por fortuna, los letales envíos que su padre era capaz de realizar en los campos de críquet lo habían rescatado de la mediocridad, reduciendo su exposición a los vaivenes de la vida, convirtiéndolo en alguien con un propósito, convirtiéndolo en escritor.

No había sido fácil, no obstante, llegar hasta allí. Era como si, en el mismo momento en que él tuvo aquel atisbo de su destino, en el preciso instante en que él supo hacia dónde debía encaminar sus pasos, se hubiera levantado también, como un complemento imprescindible, el viento destinado a dificultar su avance. Un viento feroz, incansable, encarnado en la figura de su madre, pues Sarah Wells parecía no tener otra misión en esta vida, aparte de la de ser una de las criaturas más desdichadas del planeta, que la de hacer del pequeño Bertie y sus hermanos mayores, Fred y Frank, hombres de provecho, lo que para ella significaba un dependiente, un pañero o cualquier variante similar de esos atlas abnegados que sostenían con orgullosa discreción el peso del mundo. Wells la había desilusionado con su empeño de ser algo más que eso, pero tampoco debía concedérsele demasiada importancia a ese agravio, porque era como si hubiese llovido sobre mojado. El pequeño Bertie había decepcionado a su madre desde el instante mismo de su nacimiento, al tener la desfachatez de surgir de sus entrañas provisto del utillaje propio de los varones, cuando ella, nueve meses antes, había franqueado la puerta del dormitorio de su aborrecible esposo con la condición de que le engendrara una nueva niña con la que sustituir a la anterior.

No es de extrañar que, tras un comienzo con tan mal pie, la relación de Wells y su madre progresara del mismo modo. Una vez terminado el grato recreo que le procuró la ruptura de la pierna, generosamente dilatado por el médico del pueblo que, sin que nadie se lo pidiera, colocó mal el hueso y tuvo que romperlo de nuevo para reparar el error, el pequeño Bertie ingresó en la academia de Bromley, por donde ya habían pasado sus dos hermanos sin que el señor Morley, el maestro, hubiese podido sacar el menor partido de ellos. El muchacho, sin embargo, enseguida demostró que no todas las flores de un mismo ramo tenían por qué oler igual. Al señor Morley le asombró tanto la deslumbrante inteligencia de aquel Wells rezagado que incluso hizo la vista gorda en el impago de la matrícula, pero el trato de favor no evitó que su madre lo arrancara de ese hábitat de tiza y pupitres en el que tan cómodo se hallaba y lo enviara como aprendiz a la pañería de Rodgers y Denyer, en Windsor. Tras dos meses allí, trabajando de siete y media de la mañana a ocho de la tarde, con una breve pausa para el almuerzo, que tenía lugar en un angosto sótano donde jamás llegaba la luz, Wells temió que su brío juvenil comenzara a marchitarse lenta e inevitablemente, como le estaba ocurriendo a sus hermanos mayores, que apenas recordaban ya a los individuos alegres y resueltos que habían sido. Así que hizo todo cuanto estuvo en su mano para demostrarle al mundo que no tenía madera de dependiente de una pañería, es decir, se abandonó más que nunca a sus frecuentes raptos de ensoñación, hasta tal punto que los dueños no tuvieron más remedio que despedir a aquel joven que confundía los pedidos y pasaba la mayor parte del día alelado en un rincón. Gracias a la intervención de un primo segundo de su madre, fue enviado entonces a ayudar a un pariente que dirigía una escuela en Wookey, donde también podría completar su formación de magisterio. Desgraciadamente, aquel trabajo, mucho más acorde con sus aspiraciones, concluyó apenas empezó, cuando se descubrió que el director del centro era un estafador que había logrado el puesto falsificando sus calificaciones académicas. Y de nuevo quedó el ya no tan pequeño Bertie expuesto a las obsesiones de su madre, que volvió a apartarlo de su destino enviándolo por una senda equivocada. Así fue como a sus catorce años recién cumplidos, Wells comenzó a trabajar como aprendiz en la botica del señor Cowap, que tenía orden de formarlo como droguero. Sin embargo, pronto comprendió el boticario que aquel muchacho era demasiado excepcional como para desperdiciarse en un puesto así, de modo que lo puso en manos de Horace Byatt, el director de la Escuela Secundaria de Midhurst, que andaba a la caza de alumnos brillantes con los que conferir a su establecimiento la respetabilidad académica de la que carecía. A Wells no le resultó difícil destacar en un alumnado compuesto fundamentalmente por muchachos mediocres, llamando enseguida la atención de Byatt, que se confabuló con el boticario para tratar de ofrecer a aquel talentoso muchacho la mejor formación posible. Pero su madre no tardó en revelarse contra la conjura urdida por aquel par de filántropos ociosos que pretendían conducir al pequeño Bertie a la perdición, y envió a su hijo a otra pañería, esta vez en Southsea. Allí pasó Wells dos años en un estado de profundo aturdimiento, intentando comprender por qué aquel viento feroz insistía en arrojarlo del caballo cada vez que enfilaba el camino correcto. La vida en el Emporio de Pañerías de Edwin Hyde se parecía sospechosamente a una estancia en el infierno: consistía en trece horas de duro trabajo que concluían con el encierro en el sofocante barracón que servía de dormitorio, donde los empleados dormían tan hacinados que hasta sus sueños se confundían. Algunos años antes, convencida de que la incompetencia de su marido terminaría conduciendo el negocio de porcelanas a la bancarrota, su madre había aceptado el puesto de ama de llaves en la mansión de Uppark, una hacienda arrumbada tras la loma de Karting Down donde había trabajado de joven como doncella, y allí enviaba Wells desde su cautiverio unas cartas desesperadas y harto quejumbrosas que por respeto no reproduciré aquí, donde se alternaban las súplicas más infantiles con las más imaginativas argumentaciones, en un intento baldío por convencerla de que lo sacara de allí. Afligido, viendo cómo el futuro que tanto ansiaba se le escurría entre las manos, Wells ahondaba en las fallas de la decisión de su madre. Le preguntaba cómo pensaba que iba a poder ayudarla en la vejez con el miserable sueldo de un dependiente, mientras que con los estudios que pretendía cursar podría alcanzar una magnífica posición, la tildaba de intolerante y obtusa, e incluso la amenazaba con suicidarse o cometer actos aún peores que mancillarían para siempre el nombre de la familia. Pero nada de aquello hizo que su madre cejara en su empeño de convertirlo en un honrado dependiente de pañería. Fue necesario que su antiguo valedor, Horace Byatt, desbordado por el incremento de alumnos, acudiera al rescate, ofreciéndole un puesto de profesor en su escuela por veinte libras el primer año y cuarenta los sucesivos, cifras que se apresuró a esgrimir con desesperación ante los ojos de su madre, quien consintió de mala gana que abandonara la pañería, cansada de tanto esfuerzo inútil por evitar que su hijo se descarriara. Aliviado, Wells se puso agradecido a las órdenes de su salvador, cuyas expectativas ansiaba cumplir, invirtiendo los días en dar clase a los alumnos menores y las noches en terminar sus estudios de magisterio y devorar con auténtica gula todo lo que encontraba sobre biología, física, astronomía y otras materias de la rama de ciencias. Su titánico esfuerzo se vio recompensado con la obtención de una beca de estudios para la Escuela Normal de Ciencias en Londres, donde ejercía nada menos que el profesor Huxley, el célebre fisiólogo que había sido lugarteniente de Darwin en sus célebres disputas dialécticas con el obispo Wilberforce.

Pese a todo, no puede decirse que Wells partiera hacia Londres con el ánimo muy alegre. Lo hizo más bien sumido en la profunda pena que le causaba no contar con el apoyo de sus padres en aquella importante aventura. Su madre, estaba seguro, anhelaba que naufragara en sus estudios, confirmando así su creencia de que los Wells solo valían para desempeñar el oficio de pañero, de que de un material tan discutible como la semilla de su marido resultaba imposible que surgiera un genio. Su padre, por su parte, era el ejemplo viviente de que el fracaso podía disfrutarse tanto como la felicidad. Durante el verano que habían pasado juntos, Wells había comprobado con pavor cómo su progenitor, a pesar de que la edad lo había privado del refugio del críquet, continuaba aferrado a lo único que había dado sentido a su existencia, errando como un espectro molesto por los terrenos de juego, cargando con un bolsón de buhonero atiborrado de guantes de batear, almohadillas, espinilleras y pelotas, mientras, como si no fuera con él, la tienda de porcelanas terminaba de hundirse como un galeón desmigado a cañonazos en mitad del océano. Así las cosas, tampoco le importó demasiado a Wells tener que alojarse en una pensión donde los huéspedes parecían competir entre sí por ver quién era capaz de producir el ruido más original.

Estaba tan acostumbrado a que el mundo le ofreciera siempre su lado más desagradable que cuando su tía Mary Wells le propuso que se alojase en su casa de Euston Road, no pudo evitar mostrar una desconfianza refleja, pues se trataba de un hogar aparentemente normal, cálido y acogedor, envuelto en una plácida armonía, que no parecía cuadrar con los sórdidos decorados donde hasta el momento se había desarrollado su existencia. Tan agradecido le estaba a su tía por ofrecerle al fin una tregua en aquella interminable batalla que era su vida que consideró poco menos que una obligación pedirle la mano de su hija Isabel, aquella muchachita dulce y bondadosa que vagaba sigilosamente por la casa. Pero pronto comprendió Wells que se había precipitado en su decisión, pues tras la boda, que se solventó con la rapidez y el desapego de un trámite engorroso, no solo constató lo que ya sospechaba, que su prima nada tenía que ver con él, sino que también descubrió que Isabel había sido educada para ser una esposa modélica, es decir, para satisfacer todas las necesidades que su marido pudiera tener salvo, por supuesto, las que le acuciaban en el lecho, donde se conducía con la frialdad de un mecanismo óptimo para la procreación pero inhabilitado para el goce. Pese a todo, el entumecido apetito sexual de su esposa no dejaba de ser un mal menor fácilmente subsanable si uno visitaba otros lechos; y Wells pronto descubrió que el mundo estaba excelentemente provisto de adorables tálamos a los que su hipnótica oratoria podía franquearle el paso, así que se dedicó al fin a disfrutar de la vida, ahora que parecía rodarle cuesta abajo. Inmerso en aquel epicureismo de medio pelo que le permitía la guinea semanal de su beca, Wells no solo se entregó a los placeres de la carne, a la exploración de disciplinas donde hasta entonces no se había aventurado, como la literatura y el arte, y a gozar de cada segundo de su estancia ganada con tanto sudor en South Kensington, sino que también juzgó que era un buen momento para desvelar al mundo su sueño más oculto publicando una breve historia de ficción en el Science Schools Journal.

La tituló Los argonautas del tiempo, y estaba protagonizada por un científico loco, el doctor Nebogipfel, que inventaba una máquina del tiempo, la cual empleaba para viajar al pasado y cometer un asesinato. La idea del viaje en el tiempo no era original, ya la había usado Dickens en su relato Cuento de Navidad, y el norteamericano Edgar Allan Poe en Un cuento de las montañas Escabrosas, pero en ambos relatos se viajaba siempre en un estado de ensueño o alucinación. Su científico, en cambio, viajaba voluntariamente, y usando para ello, por vez primera, un artefacto mecánico. Su propuesta, en fin, rebosaba originalidad. Sin embargo, ese primer y cauteloso intento por probarse como escritor no alteró el curso del mundo, que siguió discurriendo con su habitual normalidad, cosa que lo decepcionó. Aún así, aquel relato primerizo le reportó el lector más especial que había tenido y probablemente tendría jamás. A los pocos días de su publicación, Wells recibió una tarjeta de un admirador que había leído su historia y le rogaba que aceptara su invitación para tomar el té. El nombre que aparecía en la tarjeta lo estremeció: Joseph Merrick, más conocido como el Hombre Elefante.


 

XII

Wells empezó a oír hablar de Merrick nada más pisar las aulas de biología de South Kensington. Para los estudiosos del cuerpo humano y sus mecanismos, Merrick era algo así como la obra cumbre de la Naturaleza, su diamante mejor tallado, la prueba viviente de hasta dónde podía llegar su inventiva. El llamado Hombre Elefante padecía una enfermedad que deformaba su cuerpo de un modo atroz, transformándolo en una criatura informe que rayaba con lo monstruoso. El extraño mal que lo aquejaba, que traía de cabeza a la comunidad médica, había hecho crecer descontroladamente los miembros, huesos y órganos de la mitad derecha de su cuerpo, manteniendo la izquierda prácticamente inalterable. El lado derecho de su cráneo, por ejemplo, lucía una enorme prominencia que le enturbiaba el trazo de la cabeza y le prensaba la mitad del rostro, reduciéndolo a un mar de pliegues y protuberancias óseas, e incluso desplazándole la oreja. Debido a ello, Merrick era incapaz de generar otra expresión que la ferocidad lánguida de un tótem. Tal asimetría provocaba que su columna se venciera a la derecha, donde el peso de los órganos era exageradamente mayor, rebozando de una aureola grotesca cada uno de sus movimientos. Por si aquello fuera poco, la enfermedad también había convertido su piel en una envoltura gruesa y rugosa, como de cartón resecado al sol, cubierta de cráteres, salientes y papilomas verrugosos. Aunque al principio le costó creer en la existencia de un ser así, Wells había comprobado la veracidad de aquellos rumores en las fotografías que circulaban clandestinamente por las aulas, robadas o compradas al personal del Hospital de Londres, donde ahora se alojaba Merrick tras media vida siendo exhibido en miserables circos y ferias ambulantes. Aquellas fotografías, nebulosas y salpicadas de sombras, en las que Merrick más que verse se intuía borrosamente, se cruzaban en su travesía de mano en mano con una caravana de fotos de mujeres ligeras de ropa y, aunque por razones distintas, causaban un estremecimiento similar.

Que aquel ser le hubiese invitado a tomar el té producía en Wells una sensación extraña donde se mezclaban el asombro y la inquietud. Aun así, llegó puntual al Hospital de Londres, una sólida y austera construcción que se erguía en Whitechapel. El vestíbulo era un hervidero de enfermeras y doctores que iban y venían, ocupados no se sabía en qué. Wells buscó un rincón donde no estorbase demasiado, aturdido por aquella armoniosa diligencia que, como miembros de un ballet, todos parecían acatar. Quizás alguna de las enfermeras que cruzaban ante sus ojos cargadas con vendas regresaba a un quirófano donde alguien se debatía entre la vida y la muerte, pero no por ello aceleraba su paso más allá de aquella zancada serenamente apresurada que la convivencia con situaciones extremas le había hecho desarrollar. Wells llevaba un rato contemplado atónito aquel acompasado hormigueo desde su ganada posición cuando apareció el doctor Tresves, el cirujano a cuyos cuidados estaba Merrick. Frederick Tresves era un hombre de unos treinta y cinco años, bajito y exaltado, que emboscaba su aniñado rostro tras una barba espesa, recortada con escrúpulo botánico.

—¿El señor Wells? —preguntó, tratando de disimular el evidente desconcierto que le produjo su insultante juventud.

Wells asintió, sin poder reprimir un encogimiento de hombros a modo de disculpa por no mostrar la venerable ancianidad que al parecer Tresves exigía a los invitados de su paciente. Enseguida se arrepintió de aquel gesto absurdo, ya que no había sido él quien había pedido audiencia con el célebre huésped del hospital, sino justo al revés.

—Le agradezco que haya aceptado la invitación del señor Merrick —dijo Tresves tendiéndole la mano.

Tras vencer su desconcierto inicial el cirujano había vuelto a asumir rápidamente su papel de intermediario. Wells estrechó con extremo respeto aquella mano ágil y vivaz, acostumbrada a campar en sitios que a la mayoría de los mortales les estaban vedados.

—¿Acaso podría negarme a conocer a la única persona que ha leído mi relato? —bromeó.

Tresves asintió distraído, como si la vanidad de los escritores y las bromas sobre ella fueran asuntos que le trajesen al fresco. Tenía mayores preocupaciones. El mundo inventaba cada día nuevas e ingeniosas enfermedades que requerían su atención, la habilidad sobrenatural de sus manos, su enérgica resolución en los quirófanos. Con un gesto de cabeza casi marcial, lo invitó a seguirlo por una escalera que conducía a la planta superior del hospital. Debido a la torrentera de ajetreadas enfermeras que discurría en sentido contrario, resultó una escalada trabajosa, durante la cual Wells temió ser arrollado en no pocas ocasiones.

—No todo el mundo accede a visitar a Joseph, por razones obvias —casi vociferó Tresves—. Aunque eso, por raro que parezca, no lo entristece. A veces creo que a Joseph le basta y sobra con lo poco que puede conseguir de la vida. En el fondo sabe que son sus excepcionales deformidades las que le permiten citarse con cualquier prohombre de la ciudad, cosa impensable para un vulgar paleto de Leicester.

Wells recibió con cierto pavor la reflexión de Tresves, pero se abstuvo de realizar ningún comentario al respecto, porque enseguida comprendió que tenía razón. Su aspecto lo había condenado a una vida de ostracismo y miserias, pero era justamente eso lo que ahora le permitía codearse con lo más granado de la sociedad londinense, aunque estaba por ver si a Merrick no le parecía aquel surtido de imperfecciones un precio demasiado alto por retozar entre la aristocracia.

En la planta superior reinaba el mismo trajín, pero a Tresves le bastaron un par de requiebros por oscuros corredores para apartar a su acompañante de aquel tumulto cadencioso. Con paso resuelto, guío a Wells por una sucesión de interminables pasillos cada vez más solitarios. Era evidente que aquella despoblación gradual se debía a que, a medida que avanzaban por los intersticios del hospital, las salas y gabinetes se iban volviendo cada vez más especializados, lo cual restringía notablemente tanto el merodeo de pacientes como el de enfermeros, pero Wells no pudo evitar comparar aquella extinción de vida con la inquietante desolación que existía en torno a la guarida del monstruo en los cuentos infantiles. Solo faltaba un rastro de pájaros caídos y huesos mondos.

Tresves aprovechó el paseo para informarle de cómo había conocido a su extraordinario paciente, usando un tono monocorde, exento de emoción, que delataba el tedio que le producía tener que repetir una y otra vez aquel discurso. Había tropezado con Merrick cuatro años antes, justo cuando lo nombraron cirujano jefe del hospital. En un descampado cercano se había establecido un circo cuya atracción principal, el Hombre Elefante, era la comidilla de todo Londres. Si los rumores eran ciertos, se trataba del hombre más deformado del mundo. Tresves sabía que los propietarios de los circos solían ser aficionados a la fabricación casera de monstruos, mediante el uso de postizos y maquillajes difíciles de distinguir con escasa luz, pero también reconocía con amargura que aquellas ferias eran el último refugio que les quedaba a quienes tenían la desgracia de nacer con alguna malformación que les granjeaba el desprecio de la sociedad. El cirujano acudió a la feria sin demasiadas expectativas, movido únicamente por un prurito profesional al que no podía sustraerse. Pero el Hombre Elefante no era ningún truco. Tras la actuación algo penosa de una pareja de trapecistas, las luces se atenuaron y los timbales se abandonaron a un remedo de música tribal, un preámbulo aparatoso que sin embargo logró contagiar al público una sensación de escalofrío unánime. Entonces Tresves pudo contemplar, atónito, como irrumpía en la pista la sensación de la feria, y descubrió que los rumores que había oído se quedaban cortos. Las deformidades que padecía el ser que caminaba renqueante por el albero eran tan espantosas que habían remodelado su cuerpo hasta convertirlo en una entidad extraña, asimétrica, semejante a una gárgola. Cuando acabó el espectáculo, Tresves convenció al dueño del circo para que le dejara entrevistarse en privado con la criatura. Una vez en su modesto carromato, el cirujano creyó que se hallaba ante un retrasado, convencido de que los bulbos de su cráneo no habían tenido más remedio que averiarle el cerebro, pero se equivocó. Le bastó cruzar un par de palabras con Merrick para darse cuenta de que bajo su horrible aspecto se escondía una persona culta, educada y sensible. Él mismo le explicó que le llamaban el Hombre Elefante debido a una protuberancia carnosa que se proyectaba desde su nariz y el labio superior, una especie de pequeña trompa de veinte centímetros de longitud con la que le resultaba imposible comer, y que le habían extirpado de mala manera unos años antes. A Tresves lo conmovió profundamente la dulzura de aquella criatura que, pese a las penalidades y vejaciones que había sufrido, no parecía guardar ningún rencor a la humanidad, a esa humanidad sin rostro que él mismo odiaba con tanta facilidad, inevitablemente, casi como un acto reflejo, cada vez que no encontraba un carruaje o se quedaba sin palco en el teatro.