Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 17 страница

—Mejor que nunca, Charles —respondió, súbitamente animado—. Me encuentro tan bien que aceptaría una invitación a cenar en vuestra casa, siempre y cuando tu encantadora mujer invitara también a su no menos encantadora hermana.


 

XVII

Y aquí podría terminar esta parte de la historia, y para Andrew, efectivamente, acaba aquí, pero esta no es solo la historia de Andrew. Para contar solo la historia de Andrew mi intervención no sería necesaria: podría contarla él mismo, como cada hombre se cuenta a sí mismo su vida en el lecho de muerte. Pero es siempre una historia incompleta, parcial, porque solo un hombre que hubiese naufragado en una isla desierta nada más nacer, y hubiese crecido, envejecido y muerto allí, con la única compañía de un puñado de monos autóctonos, podría afirmar sin riesgo a equivocarse que su vida es exactamente la que cree que ha sido, y eso siempre que los macacos no hubiesen escondido en alguna cueva el baúl cargado de libros, ropa y fotografías que la marea había depositado antes en la orilla. Pero, salvo en los casos de bebés náufragos y otros igual de extremos, el hombre es engendrado para formar parte de un vasto tapiz, para trenzar su existencia con la de muchas otras almas, dispuestas a juzgar sus actos tanto a la cara como a sus espaldas, de modo que solo si uno considera que el resto del mundo es un decorado lleno de marionetas que dejan de funcionar cuando se va a dormir, podrá aceptar que su vida ha sido exactamente como él la cuenta. Si no, momentos antes de expeler el último aliento sobre la almohada, tendrá que resignarse a aceptar que la idea que puede hacerse de su propia vida solo puede ser aproximada, caprichosa y cuestionable, que hay cosas que le afectaron, para bien o para mal, y que jamás llegará a conocer: desde que durante un tiempo su esposa fue amante del pastelero hasta que el perro del vecino orinaba sobre sus azaleas cada vez que salía de casa. Así, del mismo modo que Charles no ha visto el delicioso vals que la hoja ha ejecutado sobre el charco, Andrew tampoco ha visto cómo su primo recuperaba su querido sombrero. Podría haberlo imaginado entrando en casa de Wells, pidiendo disculpas por la nueva intrusión, bromeando sobre que esta vez viene desarmado, y a los tres gateando como niños por la alfombra en busca del escurridizo sombrero, pero sabemos que no ha tenido tiempo para imaginar lo que hacía su primo, ocupado como estaba con sus enternecedoras cavilaciones sobre mundos y cajones de magos.

Yo, en cambio, todo lo veo y todo lo oigo aunque no quiera, y de la paja he de sacar el grano, decantar aquellos sucesos que tienen importancia en la historia que he escogido contar. Así que será inevitable retroceder unos instantes hasta el momento en que Charles repara en el olvido del sombrero y regresa a la casa del escritor. Tal vez se pregunten qué interés puede tener para esta historia un acto tan insignificante como la recuperación de un sombrero olvidado. Absolutamente ninguna, les respondería, de ser realmente cierto que Charles ha olvidado el sombrero por descuido, pero las cosas no siempre son lo que parecen, y ahórrenme afligirles con una lista de ejemplos que pueden encontrar sin problemas removiendo un poco en sus propias vidas, tengan o no una pastelería cerca o el jardín lleno de azaleas. Así pues, sigamos a Charles sin más demora:

—Vaya, he olvidado el sombrero —dijo cuando su primo ya había subido al coche—. Ahora vuelvo, Andrew.

Con zancadas apresuradas, Charles cruzó el pequeño jardín de entrada y se internó en la casa del escritor, en busca del saloncito donde habían llevado a Andrew. Allí lo aguardaba su sombrero, colgando tranquilamente del asta de un perchero, justo donde lo había dejado. Lo tomó con una sonrisa y salió al pasillo, pero en vez de regresar por donde había venido, como habría sido lógico, se dio la vuelta y subió por la escalera que conducía hasta el desván. Allí encontró al escritor y su mujer, que se movían por la estancia bañados en el lúgubre resplandor de un candil colocado en el suelo, cerca de la máquina del tiempo. Charles hizo notar su presencia carraspeando ruidosamente, antes de anunciarles, en tono triunfal:

—Creo que todo ha salido bien: ¡mi primo se lo ha creído todo!

Wells y Jane estaban recogiendo las bobinas Ruhmkorff que previamente habían disimulado entre los cachivaches de las estanterías. Charles tuvo cuidado de no pisar el interruptor que las activaba desde la entrada, generando entre unas y otras las atronadoras descargas eléctricas que tanto habían atemorizado a su primo. Cuando, tras solicitar la ayuda del escritor y contarle el plan que con su colaboración pretendía llevar a cabo, este le propuso utilizar aquellas diabólicas bobinas, Charles se mostró receloso. Algo avergonzado, reconoció que él había sido uno de los muchos espectadores que abandonaron como ratas asustadas el museo donde su inventor, un croata pálido y larguirucho llamado Nicola Tesla, había presentado en sociedad aquel ingenio maligno, sacudiendo el aire de la sala con esas descargas azuladas que erizaban la piel, pero Wells le había asegurado que aquellos artilugios inofensivos serían el menor de sus problemas. Además, convenía que fuera familiarizándose con el invento que iba a revolucionar el mundo, añadió, antes de narrarle con la voz tronchada por la devoción cómo Tesla había erigido una central hidroeléctrica en las Cataratas del Niágara para envolver en un chal de electricidad la ciudad de Búfalo. Aquel era el primer paso de un proyecto que erradicaría la noche en la Tierra, había afirmado Wells. Para el escritor, el croata era un genio, no cabía duda, y estaba ansioso porque construyera cuanto antes la máquina de escribir que funcionaba con la voz para liberarse al fin del engorro que le suponía picotear las teclas con los dedos, mientras su imaginación corría siempre por delante, inalcanzable. Ahora, tras el éxito del plan, Charles tuvo que reconocer que Wells había estado brillante: el viaje en el tiempo no hubiese resultado tan creíble sin el estrépito de los relámpagos, que finalmente se habían revelado como un preámbulo perfecto antes de que el polvo de magnesio alojado en el falso panel de la máquina cegara a quien bajase la palanca.

—Magnífico —celebró Wells, desembarazándose de las bobinas que tenía en las manos y acudiendo a recibir a Charles—, ya sabe que no las tenía todas conmigo: había demasiadas cosas que podían fallar.

—Sí —admitió Charles—, pero no teníamos nada que perder y sí mucho que ganar. Ya le dije que si todo salía bien mi primo podría abandonar la idea del suicidio —contempló a Wells con sincera admiración, antes de añadir—: Y debo reconocer que su teoría de los universos paralelos para justificar que la muerte del Destripador no produjera cambios en el presente suena tan real que hasta yo la creí.

—Me alegro, pero no todo el mérito ha sido mío. Usted ha hecho lo más duro: se encargó de contratar a los actores, cambió la bala de la pistola por un cartucho de fogueo y, sobre todo, encargó que la construyeran —dijo Wells, señalando la máquina del tiempo.

Ambos la contemplaron con sumo afecto durante algunos segundos.

—Sí, y el resultado es realmente hermoso —reconoció Charles, antes de bromear—: Lástima que no funcione.

Tras un instante de vacilación, Wells se apresuró a reírle educadamente la gracia, lo que provocó que de su garganta surgiera un crujido parecido al que emite una nuez al ser pisada.

—¿Qué hará con ella? —preguntó enseguida, como si quisiera tapar cuanto antes el eco de aquella risa enferma con la que había cometido la temeridad de demostrar al mundo que tenía sentido del humor.

—Oh, nada —respondió el otro—. Quiero que se la quede usted.

—¿Yo?

—Claro, ¿dónde podía estar mejor que en su casa? Considérelo un regalo por su inestimable ayuda.

—No tiene que agradecerme nada —protestó Wells—. Me he divertido enormemente con todo esto.

Charles sonrió para sí: había sido una suerte que el escritor hubiese querido ayudarle. Tanto como que Gilliam Murray también se hubiese mostrado complacido de colaborar en aquella charada que él mismo le había ayudado a trazar, tras contemplar su gesto desolado una vez le informó de que su empresa no proporcionaba viajes al pasado. Y con el rico empresario dispuesto a representar también un papel en la obra, todo había resultado más fácil. Traer a su primo a la casa del escritor sin pasar antes por el despacho de Murray, esperando que se creyese sus sospechas de que Wells tenía una máquina del tiempo, no hubiera resultado tan verosímil.

—Le reitero mi más profundo agradecimiento —dijo Charles, sinceramente emocionado—. Y gracias también a usted, Jane, por pedirle al cochero que se escondiera en la calle de al lado y amarrara el caballo en la cerca mientras fingíamos intimidar a su marido.

—No tiene que agradecerme nada, señor Winslow, para mí también ha sido un placer. Aunque jamás le perdonaré que ordenara al actor acuchillar a su primo… —le reprobó, con la sonrisa divertida de quien condena sin demasiada dureza la travesura de un niño.

—¡Pero si todo estaba bajo control! —fingió escandalizarse Charles—. El actor era un experto con el cuchillo. Además, de no ser por ese pequeño estímulo, Andrew jamás habría disparado sobre él, se lo aseguro. Por no hablar de que la cicatriz que le quedará en el hombro le impedirá olvidar que ha salvado la vida de su querida Marie. Por cierto, también fue muy oportuno contratar a alguien para que simulara ser un vigilante del tiempo.

—¿No fue cosa suya? —preguntó Wells, sorprendido.

—No —respondió Charles—. Pensé que se había ocupado usted…

—No, yo… —respondió Wells, confundido.

—Entonces, creo que mi primo ha ahuyentado a algún ladrón. O tal vez fuese un auténtico viajero del tiempo —bromeó Charles.

—Sí, quizás —río Wells, algo alarmado.

—Bueno, lo importante es que todo ha salido bien —concluyó Charles. Volvió a felicitarles por el éxito de la representación y se despidió de ellos con una reverencia—. Ahora debo irme, o mi primo sospechará. Ha sido un placer conocerles. Y sepa, señor Wells, que siempre me contaré entre sus lectores más incondicionales.

Wells le agradeció el comentario con una sonrisa pudorosa que aún permaneció flotando en sus labios mientras los pasos de Charles se desvanecían escalera abajo. Luego lanzó un profundo suspiro de satisfacción, y contempló la máquina del tiempo con los brazos en jarras y ese mohín de violenta ternura propio de los padres primerizos, antes de pasar su mano suavemente por el panel de control. Jane lo observó conmovida, consciente de que en ese instante a su marido debía de estar asaltándolo una emoción tan profunda como turbadora, pues no estaba sino acariciando un sueño, un producto de su imaginación que milagrosamente había abandonado su libro para cobrar consistencia real.

—Tal vez podamos aprovechar el sillón, ¿no? —comentó Wells, volviéndose hacia ella.

Su esposa sacudió la cabeza, dando a entender que no sabía qué demonios hacía con aquel hombre tan insensible, y se acercó a la ventana. El escritor acudió a su lado con una mueca consternada, y le pasó un brazo por los hombros, gesto que terminó por ablandarla, animándola a acomodar su cabeza en la almena de su hombro. Su marido no se prodigaba tanto en arrumacos como para dejar pasar aquel espontáneo gesto de cariño, que la había sorprendido tanto o más que si se hubiese arrojado por la ventana con los brazos abiertos para asegurarse de que efectivamente no podía volar. Entrelazados en aquella postura, contemplaron a Charles subir al carruaje y a este ponerse en marcha. Lo siguieron con la mirada hasta que se perdió al cabo de la calle, bajo el lienzo anaranjado de la amanecida.

—¿Te das cuenta de lo que has hecho esta noche, Bertie? —preguntó entonces Jane.

—¿He estado a punto de quemar el desván? La mujer rió.

—No, esta noche has hecho algo por lo que siempre estaré orgullosa de ti —dijo, contemplándolo con infinita dulzura—: Has salvado la vida de un hombre usando tu imaginación.


 

PARTE SEGUNDA


 

XVIII

A Claire Haggerty le hubiese gustado nacer en otra época para no tener que estudiar piano, llevar aquellos incómodos vestidos, escoger un marido entre el enjambre de ávidos pretendientes que la acosaba y cargar a todas partes con esa ridícula sombrilla que tarde o temprano terminaría olvidando en el lugar menos pensado. Acababa de cumplir veintiún años y, si alguien hubiese tenido el detalle de acercarse a ella y preguntarle qué esperaba de la vida, solo habría escuchado que nada, simplemente morir. Aquella no era la respuesta que uno esperaría oír de labios de una encantadora jovencita que apenas había empezado a hilar su existencia, desde luego que no; pero puedo asegurarles que es la que Claire habría dado, pues yo, que como ya les he demostrado anteriormente todo lo veo, incluido lo que nadie ve, he sido testigo de las largas y enervantes meditaciones a las que suele entregarse en su habitación antes de acostarse. Cuando todos la suponen cepillándose el cabello ante el espejo, como haría cualquier muchachita normal, Claire se abstrae en la contemplación de la negra noche a través de la ventana, preguntándose por qué preferiría morir antes de ser testigo de un nuevo amanecer. No es que tuviera tendencias suicidas, oyera cómo alguien la llamaba desde el otro lado con un canto de sirena al que no pudiera resistirse, o el mero hecho de existir le produjera un malestar insoportable que debía atajar con urgencia. Nada de eso. Todo se reducía a algo mucho más simple: el mundo que le había tocado en suerte no la seducía demasiado, ni lo haría nunca, o al menos esa era la funesta conclusión a la que la habían conducido sus cavilaciones nocturnas. Por mucho que se esforzaba, no conseguía encontrar en él nada que le agradara, divirtiera o intrigara, y mucho menos era capaz de fingir que con lo que había tenía suficiente. Para ella su época carecía de aliciente, de emoción, la aburría. Y el hecho de no encontrar a su alrededor ninguna persona que pareciera experimentar la misma decepción que ella, le provocaba una profunda zozobra que terminaba irritándola. Esa desazón íntima, que la marginaba sin que pudiera evitarlo, solía volverla huraña y sarcástica, y a veces, sin necesidad de que hubiese luna llena, le desbordaba el alma y la transformaba en una suerte de criatura asilvestrada que se divertía arruinando las veladas familiares.

Claire sabía perfectamente que aquellos arrebatos de insatisfacción, aparte de resultar una extravagancia improductiva, no la beneficiaban lo más mínimo, especialmente en un momento tan crítico de su existencia como aquel en el que se hallaba, cuando su principal preocupación debía ser procurarse un marido que la mantuviera y le diera media docena de hijos con los que mostrar al mundo la validez de su vientre. Tal y como solía advertirle su amiga Lucy, con esa conducta se estaba labrando fama de arisca entre sus pretendientes, algunos de los cuales habían desertado de su cortejo tras comprobar que sus maneras destempladas la convertían en una fortaleza inexpugnable. Pero, pese a todo, Claire no podía evitar reaccionar de aquel modo. ¿O sí?

A veces, se preguntaba si de verdad ponía todo su empeño en sobreponerse a aquel descontento que la corroía o, por el contrario, no hacía sino entregarse a él con morboso deleite. ¿Por qué no podía aceptar el mundo tal y como era, al igual que hacía Lucy, quien soportaba los mortificantes corsés como si se tratara de algún tipo de penitencia destinada a purificar su alma, no le importaba no poder estudiar en Oxford y se dejaba agasajar por sus pretendientes en escrupuloso orden, sabiendo que tarde o temprano debería casarse con alguno? Pero ella no era como Lucy: odiaba aquellos corsés que parecían confeccionados por el mismísimo diablo, anhelaba poder rentabilizar su cerebro como podía hacerlo cualquier hombre, y no tenía el menor interés en casarse con ninguno de los muchachos que la importunaban. Esto último en particular le parecía terriblemente desagradable, pese a lo mucho que había mejorado la situación desde la época de su madre, cuando la mujer que contraía matrimonio era desposeída de todos sus bienes, incluso de los ingresos que obtuviera de su trabajo, que la ley, cual inoportuno soplo de brisa, arrastraba inmediatamente hacia las ávidas manos del marido. Ahora, si ella decidía casarse, al menos conservaría sus posesiones, incluso podría optar a la custodia de sus hijos en caso de divorcio. Aun así, Claire seguía contemplando el matrimonio como un modo de prostitución legal, tal y como afirmaba Mary Wollstonecraft en su libro Vindicación de los derechos de la mujer, obra a la que Claire había otorgado rango de Biblia. Admiraba la encarnizada lucha de su autora por devolver a la mujer su dignidad perdida, su empeño en que dejara de ser considerada una mera servidora del hombre, al que la ciencia juzgaba más inteligente porque sus medidas craneales eran superiores, lo que significaba que albergaba un cerebro mayor, aunque ella tenía sobradas muestras de que aquellas dimensiones tan magnas solo servían para sostener un sombrero más grande. Pero, por otro lado, Claire era consciente de que si rehusaba ponerse bajo la protección de un hombre, no tendría más remedio que ganarse la vida por sí misma, es decir, buscarse un trabajo entre las escasas ofertas que existían para alguien de su condición, que se reducían a ejercer de mecanógrafa en alguna oficina o de enfermera en un hospital, destinos ambos que la seducían aún menos que enterrarse en vida junto a alguno de los atildados petimetres que se turnaban para adorarla.

Pero, ¿qué podía hacer si el matrimonio se le antojaba una opción inviable? Solo se sentía capaz de tolerarlo si se enamoraba verdaderamente de algún hombre, algo que consideraba prácticamente imposible, pues su desinterés no se limitaba únicamente a aquella aburrida manada de admiradores, sino que parecía extenderse a todos los varones del planeta, jóvenes o viejos, ricos o pobres, apuestos o repulsivos. Los detalles carecían de importancia: estaba firmemente convencida de que nunca podría enamorarse de ningún hombre de su época, fuera como fuese, y no podría porque la idea que ellos tenían del amor palidecía en comparación con el estremecimiento romántico ante el que ella anhelaba postrarse. Claire esperaba que una pasión tumultuosa alborotara su existencia, que una fiebre violenta le abrasara el alma, que un furioso éxtasis la obligara a tomar decisiones trascendentes que le permitieran establecer el calibre de sus sentimientos. Pero lo esperaba sin la menor esperanza, consciente de que hacía tiempo que, como las blusas de chorreras, aquella manera de amar había pasado de moda. Y, entonces, qué le quedaba. ¿Podría resignarse a vivir sin lo único que, suponía, daba sentido a la vida? No, por supuesto que no.

Sin embargo, unos días atrás había sucedido algo que, para su sorpresa, había conseguido despabilar su adormecida curiosidad, invitándola a pensar que el mundo, pese a su primera impresión, no era del todo inmune a los prodigios. Lucy la había requerido en su casa con su habitual urgencia, y ella había acudido sin demasiadas ganas, temiendo que su amiga hubiese organizado otra de aquellas tediosas sesiones de espiritismo a las que era tan aficionada. Con la misma euforia con la que seguía el trabajo de los modistos parisinos, Lucy se había sumado exaltada a aquella moda procedente de Norteamérica. Pero a Claire no le molestaba tanto fingir que departía con los espíritus en una habitación a oscuras como que las sesiones estuviesen orquestadas siempre por Eric Sanders, un muchacho flaco y arrogante que se había erigido en el médium oficial del barrio. Sanders aseguraba que poseía una sensibilidad especial que lo facultaba para hablar con los muertos, pero Claire sabía que aquello no era más que una excusa para reunir a media docena de muchachitas solteras e impresionables en torno a una mesa, sumergirlas en una inquietante penumbra, amedrentarlas con una voz ridículamente cavernosa, y aprovechar la coyuntura para poder acariciarles con absoluta impunidad las manos e incluso los hombros. El astuto Sanders se había leído por encima El libro de los espíritus de Allan Kardec, lo que le permitía interrogar a los muertos con una aparente y desenvuelta autoridad, pero estaba claro que las vivas le distraían demasiado como para poder prestar atención a sus respuestas. Después de que Claire lo abofeteara en la última sesión al sentir cómo la mano excesivamente corpórea de un presunto espíritu acariciaba sus tobillos, Sanders había vetado su presencia en las ceremonias, arguyendo que su recelosa disposición alteraba demasiado a los muertos, dificultando su comunicación con ellos. Al principio, aquella exclusión de las parrandas sobrenaturales de Sanders la alivió, pero luego acabó por deprimirla: tenía veintiún años y no solo se había enemistado con el mundo, sino también con el trasmundo.

Pero Lucy no había organizado ninguna sesión de espiritismo aquella tarde. Esta vez iba a proponerle algo mucho más excitante, le dijo con una sonrisa ebria, tomándola de la mano y conduciéndola a su habitación. Allí la invitó a sentarse en un silloncito y le dijo que aguardase. Luego se puso a revolver en el cajón de su escritorio, sobre el que había un ejemplar del Diario del Beagle, de Darwin, dispuesto sobre un atril. El libro estaba abierto por una página que mostraba el dibujo de un pájaro kiwi, un ave extrañísima que su amiga estaba copiando en un pliego de papel, quizás porque para dibujar aquellas formas simples y redondeadas no era necesario el menor talento artístico. Claire no pudo evitar preguntarse si, aparte de mirar los dibujos, su amiga se habría molestado en leer el libro que se había convertido en la lectura favorita de la burguesía.

Cuando encontró lo que buscaba, Lucy cerró el cajón y se volvió hacia ella con una sonrisa exaltada. ¿Qué podía ser más excitante para Lucy que hablar con los que habían muerto?, se preguntó Claire. Cuando contempló el folleto que su amiga le colocó en las manos supo la respuesta: hablar con los que aún no habían nacido. Con una mueca enardecida, Lucy le había entregado una octavilla de color celeste pálido que, si han estado pendientes de este relato, les resultará familiar. En el papelito, la empresa Viajes Temporales Murray anunciaba viajes en el tiempo, en concreto al año 2000, para presenciar la batalla entre autómatas y humanos que decidiría el futuro de la humanidad. Sin salir de su asombro, Claire leyó lo que prometía el folleto varias veces, y luego examinó la burda ilustración que acompañaba el texto, que parecía representar la mencionada guerra. Entre edificios reducidos a escombros, los autómatas y los hombres combatían por el destino del mundo, disparándose unos a otros con extrañas armas. Le llamó la atención la figura que lideraba el ejército humano, a la que el ilustrador había dibujado en una pose más heroica que al resto, y que debía personificar, según se anunciaba al pie del dibujo, al bravo capitán Derek Shackleton.

Sin darle tiempo a reponerse, su amiga le explicó que había estado en la empresa esa misma mañana. Allí le habían informado que aún quedaban plazas libres en la segunda expedición que estaba organizándose tras el éxito de la primera, y Lucy no había dudado en inscribir a ambas. Claire la contempló con perplejidad, pero su amiga ni siquiera se molestó en disculparse por no haber pedido su consentimiento, y enseguida pasó a revelarle cómo harían para viajar al futuro sin que sus padres se enterasen, pues no dudaba de que en el caso contrario les prohibirían tajantemente participar en aquella expedición, o lo que era todavía peor, se prestarían a acompañarlas, y Lucy quería disfrutar del año 2000 sin molestas carabinas. Lo tenía todo pensado: el dinero no supondría ningún problema, pues había convencido a su acaudalada abuela Margaret para que le diera la cantidad que les faltaba para completar los billetes de ambas, sin revelarle en qué pensaba emplearlo, naturalmente, e incluso había hablado con su amiga Florence Burnett para pedirle que fingiera invitarlas el próximo jueves a pasar el día en su finca de Kirkby. Por una «pequeña suma», la puerca de Florence se había prestado a ello, por lo que, si Claire estaba de acuerdo, ese día viajarían al año 2000 y estarían de vuelta para la merienda sin que nadie sospechara nada. Cuando acabó su atropellado discurso, Lucy la contempló expectante.

—¿Y bien? —inquirió—, ¿vendrás conmigo?

Y Claire ni pudo, ni quiso, ni supo cómo negarse.

Los cuatro días siguientes habían transcurrido entre la excitación que les producía el viaje y la divertida discreción con que habían tenido que prepararlo, y ahora Claire y Lucy se encontraban ante el pintoresco edificio de Viajes Temporales Murray, arrugando la nariz ante el hedor que provenía de la entrada. Al reparar en ellas, uno de los empleados que limpiaban la fachada de lo que parecían los excrementos de algún animal, les pidió disculpas por el desagradable olor y les aseguró que si se atrevían a cruzar la entrada, protegiéndose con algún pañuelo o conteniendo la respiración, serían atendidas con la atención que dos damas tan exquisitas como ellas merecían. Lucy despachó al empleado con un gesto distraído de la mano, molesta porque alguien le subrayara una contrariedad que prefería ignorar para que nada mancillara aquel apasionante momento. Tomó a su amiga del brazo, en un gesto con el que Claire no supo si pretendía infundirle valor o contagiarle su excitación, y la azuzó para cruzar la entrada en dirección al futuro. Mientras se adentraban en el edificio, Claire contempló de soslayo la enardecida expresión de su amiga y sonrió para sí. Sabía a qué se debía aquella nerviosa urgencia: todavía no habían partido y Lucy ya estaba ansiosa por volver para contarles cómo era el futuro a los amigos y familiares que, ya fuese por cobardía, desinterés o porque no habían logrado plaza, se habían quedado en el insulso presente. Sí, para Lucy aquello no era más que otra divertida aventura que contar, como un picnic repentinamente arruinado por una tormenta o una travesía en barca más accidentada de lo normal. Claire había decidido acompañar a su amiga en aquel viaje, pero sus motivos eran muy distintos. Lucy visitaría el año 2000 como si se tratara de unos nuevos almacenes, y regresaría a tiempo para merendar. Claire, sin embargo, no tenía la menor intención de regresar.