Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 18 страница

Una secretaria de andares envarados las condujo a la estancia donde charlaban animadamente las treinta personas que tendrían el privilegio de viajar esa mañana al año 2000. Allí se serviría un ponche, les anunció, antes de que el señor Murray les diera la bienvenida, les explicara el modo en que se llevaría a cabo el viaje al futuro y les ilustrara sobre el momento histórico que iban a presenciar. Tras decir aquello, ejecutó una apática reverencia y las abandonó a su suerte en la amplia habitación que en el pasado había sido el patio de butacas del teatro, como delataban los palcos que había en las esquinas y el escenario que se hallaba al fondo. Desbrozado de butacas, y amueblado con un puñado de mesitas diminutas y divanes de aspecto incómodo, el lugar se antojaba excesivamente grande, sensación que acrecentaba la extraordinaria altura del techo, habitado por decenas de lámparas de aceite que, vistas desde el suelo, parecían una colonia de siniestras arañas que hacían su vida ajenas al mundo de abajo. Salvo los mencionados silloncitos, que a excepción de algunas octogenarias a las que les costaba sostenerse sobre sus tronchados huesos nadie parecía querer ocupar, quizás porque la excitación del momento era más fácil de sobrellevar estando de pie, el resto del mobiliario lo completaban las mesas donde un par de doncellas diligentes habían comenzado a servir el ponche, una especie de púlpito de madera que se encontraba dispuesto sobre el escenario y, por supuesto, la imponente escultura del bravo capitán Shackleton que les daba la bienvenida junto a la puerta.

Mientras Lucy repasaba a la concurrencia, enumerando los nombres de los presentes en una letanía que dejaba traslucir sus afectos y antipatías, Claire contempló sobrecogida aquella reproducción en mármol de un hombre que aún no había nacido. A una escala doble, el capitán Derek Shackleton parecía un pariente excéntrico de los dioses griegos, pues componía sobre el pedestal una pose igual de arrojada y gallarda, pero cubría la despreocupada desnudez que estos solían exhibir con algo más que una hoja de parra. El capitán se hallaba confinado en una intrincada armadura jalonada de remaches cuyo propósito parecía ser escamotear todo lo posible su carne al enemigo, ya que incluso la remataba un complicado yelmo que le ocultaba el rostro dejándole al descubierto únicamente el airoso mentón. Aquella caperuza decepcionó a Claire, a quien le hubiese gustado descubrir qué facciones correspondían a un salvador de la raza humana. Estaba segura de que aquel rostro enclaustrado en hierro no podía parecerse al de ninguno de sus conocidos. Debía de ser un rostro que la vida aún no había inventado, un rostro que solo podría fabricar el futuro. Se lo imaginó de rasgos nobles y serenos, presidido por una mirada resuelta que irradiaba confianza, no en vano lideraba un ejército, y que dejaba traslucir sin vehemencia, casi como una secreción natural, la fiereza indomable de su espíritu. Aunque, de vez en cuando, la tenebrosa desolación que lo rodeaba empañaría sus hermosos ojos con un velo de nostalgia, porque en su alma de guerrero aún sobrevivía un rescoldo de sensibilidad. Y finalmente, incapaz de sustraerse a su naturaleza romántica, Claire también imaginó una añoranza indefinida crepitando en sus pupilas, sobre todo en los momentos de terrible soledad que lo acosarían entre combate y combate. ¿Y cuál era la causa de aquella aflicción? La respuesta no podía ser otra, naturalmente, que la ausencia de un rostro amado en el que pensar, una sonrisa que lo alentara cuando le flaqueaban las fuerzas, un nombre que murmurar de noche como una oración consoladora, unos brazos a los que regresar cuando la guerra acabase. Durante unos segundos, Claire se imaginó a aquel hombre valiente e irrompible, que tan duro se mostraba en la batalla, musitando su nombre en la noche como un niño desvalido: «Claire, mi Claire…». Sonrió ante la ocurrencia. No era más que un pensamiento idiota, pero le sorprendió el estremecimiento que le provocó imaginarse como la amada de aquel guerrero del futuro. ¿Cómo era posible que un hombre que aún no había nacido despertara en ella un temblor más intenso que cualquiera de los petimetres que la cortejaban? La respuesta era sencilla: estaba volcando en aquella escultura sin cara todo cuanto anhelaba y no podía tener. Probablemente el tal Shackleton era muy distinto del retrato que Claire había improvisado. Más aún: su modo de pensar, actuar e incluso amar le resultaría absolutamente incomprensible y ajeno, dado el siglo que los separaba, un tiempo más que suficiente para volver a modificar los valores y preocupaciones de los hombres hasta volverlos irreconocibles para quienes los contemplaran desde el pasado. Aquello era ley de vida. Si pudiera ver su rostro, se dijo, quizás habría podido deducir si estaba o no en lo cierto, si el alma de Shackleton estaba forjada de un vidrio opaco que sus ojos nunca podrían atravesar o, por el contrario, los años que los separaban no eran más que una anécdota sin importancia, pues había algo en el interior del hombre, una esencia enraizada en su carne, que se mantenía inalterable en el discurrir de los siglos, quizás el aliento que Dios había insuflado en todas sus criaturas para despertarlas a la vida. Pero aquel maldito casco imposibilitaba cualquier comprobación. Claire jamás vería su rostro. Debía conformarse con lo que podía contemplar, que no era poco: la postura aguerrida, la espada enarbolada, la pierna derecha flexionada, marcando su diáfana musculatura, y la izquierda firmemente clavada en tierra, pero ligeramente separada de su peana por el talón, como si hubiese sido inmortalizado en el momento de cargar contra el enemigo.

Solo al seguir la dirección de su ataque reparó Claire en que aquella escultura estaba enfrentada a otra que se hallaba al lado izquierdo de la puerta. La destinataria del desafiante ademán de Shackleton era una figura inquietante que casi lo doblaba en tamaño. Según la inscripción de su pedestal, representaba a Salomón, el rey de los autómatas, el archienemigo del capitán, a quien este había vencido el 20 de mayo del año 2000, tras una interminable guerra que había arrasado Londres. Claire la contempló con espanto, sorprendida por la aterradora evolución que habían sufrido los autómatas. De pequeña, su padre la había llevado a ver El Escribiente, uno de los autómatas creados por el célebre relojero suizo Pierre Jaquet Droz. Claire todavía recordaba a aquel niño de rostro mofletudo y compungido, elegantemente ataviado que, sentado ante un pupitre, mojaba la pluma en el tintero y la hacía discurrir sobre el papel. El muñeco forjaba cada letra con la inquietante parsimonia de quien vive fuera del tiempo y, de tanto en tanto, incluso hacía un alto en la escritura para contemplar ensimismado el vacío, como si aguardase una nueva ráfaga de inspiración. La absorta mirada del muñeco estremeció a la pequeña Claire para el resto de su vida, al imaginar los monstruosos pensamientos que podría acoger aquel extraño ser. No pudo desembarazarse de esa angustiosa sensación ni siquiera cuando su padre le hizo reparar en el entramado de bielas y ruedecitas que el fantasmagórico infante llevaba adosado a la espalda, del que brotaba la manivela que al girar le administraba aquella parodia de vida. Sin embargo, ahora podía comprobar cómo el paso del tiempo había convertido a aquel niño grotesco pero a la larga inofensivo en la monstruosa figura que se erguía ahora ante ella. Intentando vencer su temor, la examinó con atención. Al contrario que Pierre Jaquet Droz, quien había construido a Salomón, no parecía interesado en reproducir lo más fidedignamente posible al ser humano, le bastaba con copiar vagamente su figura bípeda, pues el autómata se asemejaba más a una armadura medieval: estaba hecho de planchas de hierro ensambladas, rematadas por una pieza cilíndrica y gruesa, semejante a una campana, que representaba la cabeza, a la que se le habían practicado un par de orificios cuadrados a modo de ojos y una fina ranura, similar a la de un buzón de correos, que imitaba la boca.

Claire sintió una especie de vértigo al reparar en que aquellas figuras enfrentadas conmemoraban un hecho que todavía no había sucedido. Esos personajes no solo no habían muerto, sino que aún no habían nacido. Aunque en el fondo, pensó, quienes se encontraban en esa estancia podían considerarlas igualmente como un monumento funerario, y no iba desencaminada, pues como los muertos, ni el capitán ni su némesis formaba parte del mundo que rendía tributo a su memoria. Daba lo mismo que ya se hubiesen ido o que todavía no hubiesen llegado: lo importante era que no estaban.

Lucy la arrancó de sus reflexiones tirándole del brazo y remolcándola a través de la estancia hacia una pareja que la saludaba desde lejos. El hombre, un cincuentón bajito y relamido, envainado en un terno azul claro cuyo floreado chaleco parecía a punto de estallar bajo el empuje de su tripa, la esperaba con los brazos abiertos y una mueca de grotesco alborozo colgada del rostro.

—Mi querida niña —exclamó en tono paternal—, qué sorpresa verte aquí. No sabía que vuestra familia formara parte de esta simpática expedición. ¡Pero si ese bribón de Nelson se marea en los barcos!

—Mi padre no ha venido, señor Ferguson —confesó Lucy trazando una sonrisa falsamente compungida—. En realidad, que mi amiga y yo estemos aquí es un pequeño secreto que espero que nunca descubra.

—Naturalmente que no, querida —se apresuró a tranquilizarla Ferguson, celebrando encantado su travesura, por la que no hubiese dudado en colgar a su propia hija de los pulgares—. Tu secreto está a salvo con nosotros, ¿verdad, Grace?

Su esposa asintió con la misma sonrisa viscosa, sacudiendo el armazón de perlas que le rodeaba del cuello como un vendaje lujoso. Lucy les agradeció el gesto con un mohín adorable, y les presentó a Claire, que recibió el beso aceitoso con que el hombre le pringó la mano intentando disimular su grima.

—Bueno, bueno —comentó Ferguson tras las presentaciones, haciendo oscilar una mirada afectuosa de una a otra—, qué emocionante resulta todo esto, ¿no? Dentro de unos minutos vamos a viajar al año 2000, y por si eso fuera poco incluso asistiremos a una guerra.

—¿Cree que será peligroso? —preguntó Lucy, algo inquieta.

—Oh, nada de eso, querida —Ferguson espantó su desasosiego con un gesto de la mano—. Ted Fletcher, un buen amigo mío, ha viajado en la primera expedición y me ha asegurado que no hay nada que temer. Absolutamente nada. Asistiremos al combate desde bastante lejos, por lo que estaremos totalmente a salvo. Aunque eso tiene sus desventajas: desgraciadamente no podremos ver con claridad algunos detalles. Fletcher nos advirtió que no olvidáramos los prismáticos. ¿Los han traído ustedes?

—No —se lamentó Lucy, consternada.

—Pues no se separen de nosotros y los compartiremos —recomendó Ferguson—. No deben perderse ni un detalle, niñas. Fletcher afirma que el combate que vamos a presenciar merece la pequeña fortuna que hemos pagado por él.

Claire frunció el ceño ante aquel individuo repelente que sin el menor empacho había reducido la batalla que decidiría el destino del planeta a la categoría de espectáculo de variedades. No pudo evitar sonreír aliviada cuando Lucy saludó a una pareja que en aquel momento pasaba junto a ella, invitándola a unirse a la reunión.

—Esta es mi amiga Madeleine —anunció Lucy con entusiasmo—, y su esposo, el señor Charles Winslow.

Al escuchar aquel nombre a Claire se le congeló la sonrisa. Había oído hablar mucho de Charles Winslow, uno de los jóvenes más ricos y apuestos de Londres, pero nunca habían sido presentados, y no era algo que le quitara el sueño, pues la devoción que le rendían sus amigas le bastaba para inmunizarlo contra él. No le costaba imaginarlo como un muchacho engreído y pagado de sí mismo cuya principal diversión consistiría en perturbar a cualquier muchacha que se encontrara en sus proximidades con una verborrea empalagosa y procaz. Aunque no solía acudir a demasiadas fiestas, Claire había tropezado con algunos jóvenes cortados por el mismo patrón, muchachos altivos y malcriados a los que la fortuna de sus padres concedía una juventud temeraria y excéntrica que intentaban dilatar todo lo posible, aunque el tal Winslow, al parecer, había decidido sentar cabeza. Lo último que había oído de él era que se había casado con una de las acaudaladas hermanas Keller, acontecimiento que había llenado de pesadumbre a muchas de las jóvenes de Londres, entre las que desde luego no se incluía ella. Ahora que lo tenía delante tuvo que reconocer que, en efecto, era un joven apuesto, lo que al menos volvería más digerible su irritante compañía.

—Estábamos comentando lo excitante que es todo esto —señaló el incombustible Ferguson, tomando de nuevo las riendas de la conversación—. Dentro de unos minutos vamos a ver Londres reducida a escombros, pero cuando volvamos la encontraremos intacta, como si nada hubiese ocurrido, lo cual es cierto, si contemplamos el tiempo como una sucesión ordenada de acontecimientos. Y estoy seguro de que una visión tan terrible nos hará apreciar mucho más esta ruidosa ciudad, ¿no les parece?

—Bueno, habría que tener una mente realmente simple para verlo así —observó Charles con aire distraído, casi sin mirarlo.

Se hizo un momentáneo silencio. Ferguson lo fulminó con la mirada, sin saber si enojarse o no.

—¿Qué insinúa, señor Winslow? —inquirió al fin.

Charles continuó unos segundos observando el techo, tal vez preguntándose si allí arriba, como sucedía en las cumbres de las montañas, el aire sería más puro.

—Viajar al año 2000 no es como acudir a ver las cataratas del Niágara —respondió, en tono despreocupado, como si no fuera consciente de la alteración que sus palabras habían causado en Ferguson—. Vamos a viajar al futuro, a un mundo dominado por los autómatas. Quizás pueda desentenderse de ello cuando regrese de su paseo turístico, pensando que eso no le incumbe, pero ese será el mundo en el que vivirán nuestros nietos.

Ferguson lo contempló atónito.

—¿Me está diciendo que deberíamos tomar partido, que deberíamos participar en esa guerra? —preguntó, visiblemente escandalizado, como si le hubiesen propuesto jugar a cambiar de tumbas los cadáveres de un cementerio.

Charles se digno a mirar por primera vez a su interlocutor, mientras en los labios le prendía una sonrisa burlona.

—Debería tener una visión más amplia de las cosas, señor Ferguson —lo reprobó—. No es necesario combatir en esa guerra, bastaría con impedirla.

—¿Impedirla?

—Impedirla, sí. ¿Acaso el futuro no es siempre consecuencia del pasado?

—Sigo sin entenderle, señor Winslow —respondió Ferguson con frialdad.

—El germen de esa guerra atroz se encuentra aquí —explicó Charles, señalando a su alrededor con un gesto vago de la cabeza—. En nuestras manos está impedir lo que va a pasar, cambiar el futuro. En el fondo, esa guerra que terminará por arrasar Londres es responsabilidad nuestra. Pero me temo que aunque el hombre se diese cuenta de ello, eso no sería una razón lo suficientemente poderosa como para dejar de fabricar autómatas.

—Pero eso es ridículo: el destino es el destino —protestó Ferguson—. No puede cambiarse.

—El destino es el destino… —repitió socarronamente Charles—. Pero, ¿de verdad piensan eso? ¿De verdad prefieren delegar la responsabilidad de sus actos en el supuesto autor del libreto que nos vemos obligados a representar desde nuestro nacimiento? —Claire se envaró cuando Charles recorrió a su audiencia con una mirada interrogativa—. Yo no. Es más, creo firmemente que nuestro destino no está escrito. Somos nosotros quienes lo escribimos día a día, con cada una de nuestras acciones. Podríamos evitar esa guerra futura si realmente lo deseáramos. Aunque imagino, señor Ferguson, que a su fábrica de juguetes le causaría enormes pérdidas dejar de fabricar artefactos mecánicos.

Ferguson no esperaba la estocada, con la que aquel joven insolente, aparte de responsabilizarlo de algo que aún no había sucedido, aprovechaba para informarle de que sabía perfectamente quién era. Lo contempló boquiabierto, sin saber qué responderle, más estupefacto que irritado ante la divertida jovialidad con que Charles había emitido sus venenosos comentarios. A Claire le gustó aquella aparente frivolidad con la que el tal Winslow disfrazaba sus observaciones, que no solo le protegía de posibles réplicas furibundas, sino que relegaba sus exabruptos a la categoría de pensamientos improvisados sobre la marcha, precipitadas reflexiones que ni él mismo parecía tomarse en serio. Ferguson continuaba abriendo y cerrando la boca, ante el sobrecogimiento de los demás y la distraída sonrisa de Charles. De pronto, le pareció reconocer a un joven que vagaba desorientado entre la multitud, lo que le supuso una excusa perfecta para abandonar el grupo en su auxilio, evitando tener que contestar a Winslow, quien por otro lado no parecía esperar ninguna respuesta. Ferguson regresó con un joven de aspecto desvalido, que arrojó al corro con un empujoncito, antes de presentarlo como Colin Garrett, el nuevo inspector de Scotland Yard.

Ferguson sonrió complacido mientras el resto saludaba al recién llegado, como si les estuviese enseñando la última mariposa exótica que había adquirido para su colección de amistades. Aguardó a que se extinguieran los saludos para dirigirse enseguida al joven inspector, como si con ello pretendiera que el resto de los presentes olvidase su disputa con Charles Winslow.

—Me sorprende encontrarle aquí, señor Garrett. No sabía que el sueldo de un inspector diera para tanto.

—Mi padre me dejó algunos ahorros —tartamudeó el aludido, tratando innecesariamente de excusarse.

—Ah, por un momento pensé que viajaba por cuenta del Gobierno para poner orden en el futuro. Después de todo, aunque se trate del año 2000, esa guerra está devastando Londres, la ciudad que debe proteger o, ¿acaso el tiempo invalida sus responsabilidades? ¿Solo ha de velar por este Londres presente? Interesante cuestión, ¿no les parece? —dijo Ferguson a su audiencia, jactándose de su ingenio—. En la jurisprudencia del inspector se ha contemplado el espacio, pero no el tiempo. Dígame, inspector: ¿tendría autoridad para arrestar a un criminal en el futuro, si su crimen se localizara dentro de los límites de su ciudad?

El joven Garrett cabeceó azorado, sin saber qué responder. Tal vez de poder pensar en ello con calma habría encontrado una respuesta satisfactoria, pero en aquel momento se hallaba sepultado bajo una avalancha de belleza, si me permiten la rimbombante expresión, por otro lado acorde con las circunstancias: la muchacha que le habían presentado como Lucy Nelson lo había perturbado considerablemente, tanto que apenas podía prestar atención a nada más.

—¿Y bien, inspector? —se impacientó Ferguson.

Garrett se esforzó sin éxito en apartar los ojos de aquella muchacha que se le antojaba tan hermosa como inalcanzable para un tipo como él, sin dinero ni arrojo, aquejado además de una invencible timidez que lo inhabilitaba para llevar a buen puerto cualquier empresa galante que acometiera. Ignoraba, naturalmente, que veinte días después se encontraría tumbado sobre ella, con su boca a un beso de distancia de la suya.

—Yo tengo una pregunta mejor, señor Ferguson —intervino Charles, auxiliando al joven—. ¿Y si un criminal del futuro viajase en el tiempo y cometiese un crimen en nuestro presente, tendría el inspector autoridad para arrestar a un hombre que, según su cronología del tiempo, aún no ha nacido?

Ferguson no se molestó en disimular el fastidio que le provocaba la intrusión de Charles en la conversación.

—Sus ideas no se sostienen, señor Winslow —respondió airado—. Es ridículo pensar que un hombre del futuro pueda visitarnos.

—¿Por qué no? —inquirió Charles, divertido—. Si nosotros podemos viajar al futuro ¿por qué no iban a poder viajar al pasado los hombres del futuro, sobre todo teniendo en cuenta que supuestamente su ciencia estaría más avanzada que la nuestra?

—Sencillamente porque entonces estarían aquí —respondió Ferguson, como quien explica una obviedad.

Charles rió.

—¿Y por qué creen que no lo están? Quizás no quieran ser reconocidos.

—¡Eso sería absurdo! —se escandalizó Ferguson, a quien empezaba a señalársele la carótida—. Si viniesen del futuro no tendrían por qué esconderse, podrían ayudarnos de mil formas, trayéndonos medicamentos, por ejemplo, o perfeccionando nuestros inventos.

—Quizás prefieran ayudamos sin llamar la atención. ¿Cómo puede estar seguro de que Leonardo da Vinci no dejó en sus cuadernos las instrucciones para construir una máquina voladora o una embarcación sumergible por orden de un viajero del tiempo, o que él mismo fue un hombre del futuro cuya misión era introducirse en el siglo XV para favorecer el avance de la ciencia? Interesante cuestión, ¿no les parece? —preguntó Charles a su audiencia, imitando la voz de Ferguson—. O puede, simplemente, que las intenciones de los viajeros del tiempo sean otras: tal vez evitar la guerra que dentro de unos minutos todos nosotros vamos a contemplar.

Ferguson agitó indignado la cabeza, como si Charles intentara convencerlo de que a Cristo lo habían crucificado en realidad cabeza abajo.

—Tal vez yo sea uno de ellos —manifestó entonces Charles a su audiencia con voz tenebrosa. Se adelantó un paso hacia su interlocutor y, emulando el gesto de sacar algo de su bolsillo, añadió—: Tal vez me haya enviado aquí el mismísimo capitán Shackleton con la misión de hundir una daga en el estómago de Nathan Ferguson, el dueño de la juguetería más importante de Londres, para impedir que continúe fabricando autómatas.

Ferguson dio un respingo al encontrarse de pronto con el índice de Charles hundido en su vientre.

—Pero yo solo fabrico pianolas… —balbució, súbitamente pálido.

Charles lanzó una carcajada, que Madeleine se apresuró a reprobarle no sin cierto afecto.

—Vamos, querida —dijo Charles, que parecía disfrutar como un niño de la estupefacción general, al tiempo que golpeaba amistosamente el estómago del fabricante—, el señor Ferguson sabe perfectamente que estoy bromeando. No creo que debamos temer nada de una pianola. ¿O sí?

—Por supuesto que no —farfulló Ferguson, intentando recobrar la compostura.

Claire contuvo una carcajada, pero pese a la discreción con que lo hizo, su gesto no pasó desapercibido a Charles, que se apresuró a guiñarle un ojo, antes de tomar del brazo a su esposa y abandonar la reunión con el propósito, según dijo, de verificar las excelencias del ponche. Ferguson resopló, visiblemente aliviado de su marcha.

—Espero que sepan disculpar el incidente, queridas —dijo, intentando reconstruir su relamida sonrisa—. Como sin duda sabrán, las impertinencias del joven Winslow son célebres en todo Londres. Si no lo protegiera la fortuna de su padre…

Un murmullo general lo interrumpió, y todos se volvieron hacia el escenario que había al fondo de la estancia, al que en ese momento estaba subiendo Gilliam Murray.


 

XIX

Era sin duda uno de los hombres más grandes que Claire había visto nunca. A juzgar por los quejidos que sus botas arrancaron al entarimado, debía de pesar más de ciento treinta kilos, pero pese a ello se movía con gracia, incluso con una delicadeza sensual. Vestía un elegante traje malva que lanzaba destellos iridiscentes, llevaba el rizado cabello peinado hacia atrás y un corbatín de exquisito gusto pugnaba por ceñirle el grueso cuello. Tras apoyar sobre el púlpito unas manos enormes, capaces de arrancar árboles de cuajo, aguardó a que los murmullos se extinguiesen con una sonrisa benévola, y una vez el silencio se asentó sobre los presentes, cubriéndolos como esas sábanas con las que se protegen los muebles de las casas temporalmente cerradas, se aclaró ruidosamente la garganta y reveló a la expectante platea su modulada voz de barítono:

—Damas y caballeros, no necesito decirles que están a punto de participar en el evento más importante del siglo, el segundo viaje en el tiempo de la Historia. Hoy romperán los grilletes que les encadenan al presente, sortearán el orden de las horas, infringirán las leyes temporales. Sí, damas y caballeros, hoy viajarán en el tiempo, algo con lo que hasta ayer el hombre solo podía soñar. Para mí es un enorme placer darles la bienvenida a nuestra empresa y agradecerles que hayan querido formar parte de nuestra segunda expedición al año 2000, que hemos decidido organizar tras el extraordinario éxito de la primera. Les garantizo que no saldrán defraudados. Como les he dicho, atravesarán los siglos, rebasarán su horizonte vital. Solo por eso ya merecería la pena realizar este viaje, pero en Viajes Temporales Murray no nos conformamos únicamente con hacerles atravesar el tiempo, sino que además, gracias a nuestros esfuerzos, podrán ser testigos del que quizás sea el momento más importante de la Historia de la Humanidad, un acontecimiento que nadie debería perderse: la batalla entre el bravo capitán Derek Shackleton y el malvado autómata conocido como Salomón, cuyos sueños de conquista tendrán el privilegio de ver perecer bajo su espada.

En las primeras filas se desencadenó una tímida ovación, pero a Claire le pareció que la había provocado más la vehemencia que el orador había imprimido a su última frase que lo que esta significaba verdaderamente para los presentes, a los que el desenlace de aquella guerra remota debía de resultarles indiferente.

—Ahora, si me lo permiten, voy a explicarles de un modo breve y sencillo cómo viajaremos hasta el año 2000. Lo haremos en el Cronotilus, un tranvía a vapor construido por nuestros ingenieros. El vehículo viajará desde nuestro presente hasta el mediodía del 20 de mayo del año 2000, pero el trayecto no durará los ciento cuatro años que separan dicha fecha del día de hoy, naturalmente, ya que el viaje se realizará por fuera del tiempo, es decir, a través de la famosa cuarta dimensión. Aunque me temo, damas y caballeros, que no podrán verla. Cuando suban al tranvía temporal, observarán que los cristales de las ventanas están pintados de negro. No es que queramos privarles de ver la cuarta dimensión que, por otro lado, no es más que una vasta llanura de piedra rosada, surcada por fuertes vientos, donde no transcurre el tiempo. Si hemos cegado las ventanas es simplemente por el bien de todos ustedes, ya que en la cuarta dimensión habitan unas criaturas monstruosas, semejantes a pequeños dragones, cuyo carácter no es precisamente amigable. Por lo general se mantienen apartadas de nosotros, pero alguna podría aproximarse al tranvía más de lo debido, y no queremos que ninguna de las damas sufra un desmayo ante su horrenda aparición. Aunque no se alarmen, es poco probable que algo así suceda porque estas criaturas se alimentan únicamente de tiempo. Sí, el tiempo es para ellas un manjar exquisito, por lo que antes de subir al tranvía les pediré que se deshagan de sus relojes. De ese modo reduciremos las posibilidades de que se acerquen al vehículo atraídas por el aroma que estos desprenden. De todos modos, como podrán comprobar enseguida, el Cronotilus lleva adosado al techo una carlinga donde se alojarán dos expertos tiradores, que mantendrán a raya a cualquier bestia que intente aproximarse demasiado. Olvídense de ello, pues, y disfruten del viaje. Piensen que, pese a sus peligros, la cuarta dimensión también tiene sus ventajas: mientras se hallen atravesándola el tiempo no transcurrirá, por lo que ninguno de ustedes envejecerá. Es posible, mis queridas señoras —dijo, dirigiéndose con una sonrisa engolada a un grupo de mujeres talluditas que se hallaba en la primera fila—, que sus amigas las encuentren más jóvenes tras su vuelta.