Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 25 страница

—En tu carta decías que nos conoceríamos en el futuro, o más exactamente, que yo te conocería en el futuro, porque tú a mí ya me conocías —dijo—. También me pedías que te respondiera, que necesitabas saber de mí. Pese a lo extraño que me resultaba todo aquello, te escribí una carta contestando a la tuya, y en mi siguiente viaje al siglo XIX, que tuvo lugar dos días después, la dejé junto a la misma lápida. En el tercer viaje encontré tu respuesta, y así iniciamos una correspondencia a través del tiempo.

—Dios mío —balbució la muchacha.

—No sabía quién eras —continuó Tom, sin querer concederle la menor tregua—, pero me enamoré de ti, de la mujer que escribía aquellas cartas. Imaginaba tu rostro cuando cerraba los ojos. Era tu nombre el que musitaba por las noches, entre los escombros de mi mundo devastado.

Claire se agitó en la silla, presa del sofoco, y dejó escapar un nuevo suspiro, áspero, prolongado.

—¿Cuántas cartas nos escribimos? —logró preguntar.

—Siete —dijo Tom, por parecerle un buen número, ni muchas ni pocas—. No tuvimos tiempo de más antes de que prohibieran la máquina, pero te aseguro que fueron suficientes, amor mío.

Al oír al capitán dirigirse a ella de aquel modo, Claire lanzó otro hondo suspiro.

—En tu última carta me revelabas el día en que por fin, nos encontraríamos: sería el 20 de mayo del año 2000, el día en que vencería a Salomón, poniendo fin a la guerra. Ese día seguí tus instrucciones y, tras derrotar al autómata, busqué un sitio tranquilo entre los escombros. Entonces te vi aparecer. Y, como me habías escrito, dejaste caer la sombrilla que yo debía devolverte hoy usando la máquina. Una vez en tu época, tenía que acudir al mercado de Covent Garden, que era donde debíamos encontrarnos, y luego tenía que invitarte a un té y contarte todo esto —Tom hizo una pausa, antes de añadir, en tono soñador—: Ahora entiendo por qué: para que ese futuro se cumpla. ¿Lo comprendes, Claire? Me escribirás esas cartas en el futuro porque yo te estoy diciendo ahora que me las escribirás.

—Dios mío —repitió la mujer, casi sin resuello.

—Pero hay algo más que debes saber —anunció Tom, decido a darle el golpe de gracia al árbol—. En una de tus cartas me hablabas de cómo nos amamos esta tarde.

—¿Qué? —logró balbucir la muchacha, con un hilito de voz.

—Sí, Claire, esta tarde nos amaremos en esa pensión de ahí enfrente, y según tus propias palabras, será el recuerdo más hermoso de tu vida.

Claire lo contempló incrédula, mientras las mejillas se le incendiaban.

—Entiendo que te sorprenda, pero imagíname a mí. Yo leí la carta en la que me hablabas de cómo nos habíamos amado lleno de asombro, pues era algo que desde tu punto de vista ya habíamos hecho, pero que todavía no había sucedido para mí —hizo una pausa y le sonrió con dulzura—: He venido del futuro para cumplir mi destino, es decir, para amarte, Claire.

—Pero, yo… —trató de protestar ella.

—¿Aún no lo entiendes? Tenemos que hacer el amor, Claire —dijo Tom—, porque en realidad ya lo hemos hecho.

Aquel era el último hachazo. Y, como el roble, Claire se tambaleó en la silla y se desplomó sobre el suelo.


 

XXVII

Si hubiese querido llamar la atención, no habría encontrado un modo mejor de hacerlo, pensó Tom. El repentino desmayo de Claire, y el estrépito de la tetera y las tazas estallando contra el suelo al ser arrastradas con el mantel, habían arruinado bruscamente todas las conversaciones que enrarecían el aire del salón, instaurando un silencio nítido y sobrecogido. Desde el fondo de la estancia, donde había sido desplazado por el ajetreo posterior, Tom contemplaba ahora el revuelo de señoras en torno a la muchacha. Como un equipo de salvamento que llevara ensayando aquella operación durante años, la habían tumbado en un diván, le habían colocado los pies en alto sobre una pila de cojines, le habían aflojado el corsé —esa pérfida prenda juzgada unánimemente responsable del desmayo por impedirle tomar la cantidad de aire que requieren las conversaciones emotivas—, y habían ido a buscar sales para reanimarla. Tom la vio volver a la vida con un estertor. Las cocineras y clientas que se habían involucrado en la operación habían erigido en torno a la muchacha una suerte de mampara matriarcal para evitar que los caballeros de la sala pudieran ver más piel de la recomendada. Tras varios minutos, Claire emergió del muro de carne tambaleándose, pálida como una aparición, y arrastró una mirada aturdida por la sala. Tom la saludó desde el fondo, alzando tontamente la sombrilla. Tras un par de segundos de duda, la muchacha avanzó hacia él, abriéndose paso entre los curiosos que se arracimaban a su alrededor. Al menos parecía haberlo identificado como la persona con la que había estado tomando el té antes de perder la consciencia.

—¿Se encuentra bien, señorita Haggerty? —le preguntó cuando ella logró llegar hasta él creyendo oportuno olvidarse del tuteo que tanto le había costado conquistar—. Quizás le convenga salir a tomar el aire…

La muchacha asintió con la cabeza, y se apoyó en el brazo que Tom le tendió con la docilidad de un halcón en el guantelete de su dueño, como si salir a la calle a respirar, y liberarse de paso de tantas miradas curiosas, fuese la mejor idea que él hubiese tenido nunca. Tom la condujo fuera del salón, pidiéndole disculpas por el trastorno que le había causado en un tartamudeo ininteligible. Una vez fuera, se detuvieron en la acera, sin poder evitar contemplar la pensión que, como una amenaza, se alzaba justo enfrente. Claire, a quien el fresco de la calle le había hecho recuperar un cierto color en las mejillas, examinó con una mezcla de inquietud y resignación el lugar donde estaba escrito que esa tarde debía entregarse al bravo capitán Shackleton, el salvador de la raza humana, un hombre que aún no había nacido y que sin embargo, como si fuese cosa de magia, se encontraba en aquel momento a su lado, evitando mirarla.

—¿Y si no lo hago, capitán? —preguntó al aire—, ¿y si no subo ahí con usted?

Para ser justos, he de decir que a Tom le sorprendió la pregunta, pues a estas alturas, después del desastroso final de la cita, no confiaba lo más mínimo en que sus aviesos planes tuviesen alguna oportunidad de realizarse. Sin embargo, pese al aparatoso desmayo, la muchacha no había olvidado nada de lo que él le había contado, y estaba claro que seguía creyendo su mentira. Con trazo tembloroso, Tom había improvisado en la página en blanco del tiempo por venir un romance oportuno, un idilio que justificase lo que iba a ocurrir e incluso animara a la muchacha a entregársele sin miedo ni reservas, y ese era para ella el único futuro que existía. Un prurito de remordimientos cruzó su mente como un relámpago, obligándolo a considerar la posibilidad de eximirla del trance que se avecinaba, y que la muchacha parecía dispuesta a encarar como una penitencia. Podía decirle que el futuro no estaba escrito en piedra, que podía elegir. Pero había invertido demasiada saliva en aquella empresa como para rehusar cobrar su presa ahora que al parecer la había abatido. Recordó una frase que solía decir Gilliam Murray, y la repitió sin empacho, en el pertinente tono fatalista:

—Ignoro qué consecuencias tendría eso sobre el tejido del tiempo.

Claire lo contempló con cierta alarma, mientras él se encogía de hombros, exonerándose de toda responsabilidad. Al fin y al cabo, no podía culparlo de nada: él estaba allí porque ella misma se lo había ordenado en sus cartas. Había cruzado el tiempo para hacer algo que Claire ya le había contado que habían hecho, y con profusión de detalles, además. Había viajado a través de los años para poner en marcha la maquinaria de su romance, para desencadenar lo que ya había ocurrido pero todavía no había pasado. La muchacha también pareció llegar a la misma conclusión. Después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer, largarse y seguir con su vida, casarse con alguno de sus admiradores? Tenía ante sí la posibilidad de vivir lo que anhelaba desde que nació: un amor más grande que la vida, un amor a través del tiempo. No tomarlo era como si hubiese estado mintiéndose durante toda su existencia.

—El mejor recuerdo de toda mi vida —sonrió—. ¿De verdad escribí eso?

—Sí —respondió Tom sin dudarlo—. Eso fue exactamente lo que escribiste, Claire.

La muchacha lo observó, indecisa. No podía acostarse así como así con un desconocido. Pero se trataba de un caso excepcional: debía entregarse a él o el universo sufriría las consecuencias. Debía sacrificarse para preservar el mundo. ¿Pero se trataba realmente de un sacrificio?, se dijo, ¿acaso no lo amaba? ¿Acaso no era amor el tumulto de emociones que inundaban su alma cada vez que lo miraba? Sí, no podía ser otra cosa. Aquella sensación que la iluminaba por dentro y hacía temblar sus rodillas solo podía ser amor, porque si aquello no lo era, ¿qué podría serlo entonces? El capitán Shackleton le había asegurado que esa tarde se amarían y luego ella le escribiría hermosas cartas, ¿por qué resistirse a seguir esos pasos, si a fin de cuentas era lo que ansiaba hacer? ¿Debía evitarlo por la sencilla razón de que ya lo había hecho, de que estaba caminando sobre las huellas de otra Claire que, después de todo, era ella misma? ¿Debía evitarlo por sentir que no se trataba de un deseo sincero, por el incómodo sabor a imposición que impregnaba un gesto que debía ser espontáneo? Por más que reflexionaba sobre ello no encontraba un motivo real para resistirse a lo que ansiaba hacer con toda su alma. Ni Lucy ni ninguna de sus amigas aprobarían que se acostara con un desconocido. Y eso, precisamente, fue lo que acabó de decidirla. Sí, se acostaría con él, y se pasaría el resto de su vida echándolo de menos, escribiéndole largas y hermosas cartas en las que derramaría su perfume y sus lágrimas. Sabía que era lo suficientemente fuerte y perseverante para mantener un amor encendido a pesar de no volver a ver a la persona que lo había desencadenado. Ese era su destino, al parecer. Y era un destino extraordinario, un sino irresistiblemente trágico, mucho más agradable de sobrellevar que el aburrido matrimonio que podía urdir con alguno de sus insulsos pretendientes. Sus labios forjaron una mueca resuelta.

—Espero que no exagerase para evitar socavar su orgullo, capitán —bromeó.

—Me temo que solo hay un modo de averiguarlo —respondió Tom, devolviéndole la sonrisa.

El risueño talante con que la muchacha había resuelto enfrentar la situación alivió enormemente a Tom, para quien ya no iba a resultar tan doloroso aprovecharse de ella. Se disponía a disfrutar de su cuerpo mediante una artimaña rastrera, sí, para luego desaparecer de su vida para siempre, y aquel deshonesto comportamiento, a pesar de que aún consideraba que aquella arrogante muchachita no se merecía otro trato, le provocaba un inesperado malestar interior, una desazón que le revelaba que todavía no se había deshecho de todos sus escrúpulos. Sin embargo, ahora ya no se sentía tan culpable, pues la muchacha también parecía decidida a encontrar un indudable goce en entregarse al capitán Shackleton, el valeroso héroe que susurraba su nombre entre los escombros del futuro.

El interior de la pensión se antojaba limpio e incluso acogedor en comparación con las fondas donde Tom solía pernoctar. Quizás a la muchacha le pareciese un lugar insulso, indigno para las de su clase, pero al menos no tenía excusa para huir espantada. Mientras solicitaba la habitación, Tom la observó de soslayo examinar despreocupadamente los cuadros que adornaban el modesto vestíbulo, y le pareció entrañable el esfuerzo de la muchacha por aparentar un aire mundano, como si acostarse con hombres del futuro en las pensiones de Londres fuera el modo que tenía de pasar sus tardes. Una vez resuelto el trámite de la habitación, ambos subieron la escalera que conducía a la planta superior y se aventuraron por el estrecho pasillo. Y al contemplarla caminar delante de él con aquella mezcla de arrojo y sumisión, Tom fue al fin consciente de lo que iba a ocurrir. Ya no había marcha atrás: iba a hacer el amor con aquella muchacha, iba a tener su cuerpo desnudo entre los brazos, entregado y pudiera ser que incluso ardiente. Una llamarada de lujuria lo envolvió de pies a cabeza, estremeciéndolo. Intentó contener sus ansias cuando se detuvieron ante la puerta de la habitación que les correspondía. La mujer sufrió entonces un repentino envaramiento.

—Sé que será hermoso —dijo de repente, entrecerrando los ojos, como si necesitase darse ánimos.

—Lo será, Claire —corroboró Tom, intentando disimular su impaciencia por desnudarla—. Tú misma me lo has confesado.

La muchacha asintió con un suspiro resignado. Sin más dilación, Tom abrió la puerta del cuarto, la invitó a pasar con una educada inclinación de cabeza y la cerró tras de sí. Una vez desaparecieron, el angosto pasillo quedó nuevamente desierto. Por el ventanal del fondo, cuyos mugrientos cristales demandaban una buena limpieza, se filtraba la luz de la tarde, que comenzaba a declinar. Era un resplandor moribundo que tenía cierta tonalidad de cobre, una luminosidad suave y delicada, e incluso un tanto angustiosa, que convertía las motas de polvo que flotaban en el aire en insectos de cristal. Aunque tal vez sea más apropiado compararlas con una lluvia de polen, ¿no les parece?, dado el característico levitar, tan moroso y arbitrario, de las mencionadas motas, ese hipnótico mecerse en el aire sin un destino claro. De algunas puertas cerradas brotaban los inconfundibles ruiditos del batallar amoroso: gemidos roncos, gritos ahogados, e incluso alguna palmada entusiasta, causada por el azote de una mano abierta sobre una nalga mórbida, sonidos todos ellos que, aliados con los rítmicos crujidos que emitían los andamiajes de las camas, anunciaban que el amor que sucedía allí no era de naturaleza conyugal. Mezclado con los sonidos que delataban las hazañas venéreas de algunos clientes, viajaban también otros menos concupiscentes, como retazos de discusiones o el llanto de algún niño, que ayudaban a completar la deslavazada sinfonía del mundo. El pasillo, de unos treinta metros, estaba adornado con algunos cuadros de paisajes brumosos y varias lámparas de aceite asidas a la pared, que el dueño, el señor Pickard —me parece descortés no presentárselo, pese a que no volverá a aparecer en este relato—, se disponía a encender en ese preciso instante, fiel a su costumbre, para no entregar el pasillo a las tinieblas, propiciando toda suerte de tropiezos en la desbandada posterior de sus huéspedes.

A él pertenecían los pasos que se escuchaban ahora resonando en la escalera. Cada noche subía los peldaños con mayor dificultad, porque los años no pasan en balde, y últimamente no podía evitar coronar la escalada con un comedido suspiro de triunfo. El señor Pickard sacó la caja de fósforos del bolsillo de su pantalón y comenzó a prender la media docena de lámparas repartidas a lo largo del pasillo. Las encendía parsimoniosamente, introduciendo el fósforo bajo la tulipa con la habilidad del espadachín que ensaya una estocada, hasta prender la mecha empapada de aceite. El tiempo había convertido aquel acto en una suerte de ceremonia mecánica que solía realizar con expresión ausente. Ningún huésped hubiese podido decir en qué pensaba el señor Pickard durante el ritual diario de encender las lámparas, pero yo no soy un huésped y los entresijos de su cabeza, al igual que los del resto de personas que pueblan esta historia, no me están vedados. El señor Pickard pensaba en su pequeña nieta Wendy, que había muerto de escarlatina hacía ya más de diez años: le resultaba imposible no comparar el acto de prender aquellas luces con el que el Creador llevaba a cabo con sus criaturas, encendiéndolas y apagándolas cuando le venía en gana, sin que pudiesen entenderse sus propósitos, sin importarle sumir en la oscuridad a cuantos le rodeaban. Tras encender la última lámpara, el señor Pickard volvió sobre sus pasos y emprendió el descenso de las escaleras una vez más, abandonando esta historia con la misma discreción con la que había entrado.

Tras su marcha, el pasillo volvió a quedar desierto, aunque excelentemente iluminado. Quizás les impaciente que vuelva a describírselo otra vez, pero me temo que es lo que haré, pues no tengo ninguna intención de traspasar la puerta de la habitación donde se hayan Tom y Claire con el indecoroso propósito de invadir su intimidad. Deléitense en las trémulas sombras que las lámparas arrojan sobre las flores de lis de la pared, y jueguen a imaginar conejos, osos o perritos en las formas de sus contornos mientras la tarde se hace noche, mientras, ajenos a las cuitas de los hombres, los minutos se acumulan convirtiéndose inexorablemente en horas como una bola de nieve que rueda por una ladera.

No les preguntaré el número de animalitos que han logrado identificar hasta el instante en el que la puerta de la habitación al fin se abre y Tom emerge de su interior. Con una sonrisa satisfecha meciéndose en sus labios, se introdujo la camisa bajo los pantalones y se colocó la gorra. Había alegado que debía irse antes de que se cerrase el agujero, deshaciéndose suavemente de los brazos de Claire, quien le había besado con la solemnidad de quien es consciente de que está besando por última vez al hombre al que ama, y con ese beso pesándole en los labios inició Tom Blunt el descenso de las escaleras, preguntándose cómo podía sentirse a un tiempo el hombre más feliz del mundo y el ser más despreciable del universo.


 

XXVIII

Habían transcurrido dos días desde el encuentro y, para su sorpresa, Tom aún seguía vivo. Nadie le había disparado en la cabeza mientras se incorporaba asustado de la cama, nadie lo había seguido por la calle, aguardando algún tumulto para hundirle en el costado una daga hambrienta, nadie había intentado arrollarlo con un carruaje o empujarlo sobre las vías al paso de un tren. De tan angustiosa calma, Tom solo podía deducir que, o bien pretendían torturarlo con aquella exasperante demora antes de darle muerte, o nadie tenía intención de hacerle pagar por lo que había hecho. Más de una vez, incapaz de soportar la tensión, había estado a punto de terminar con todo él mismo, degollándose con algún objeto afilado o arrojándose al Támesis desde un puente, siguiendo la tradición familiar. Cualquiera de esas estrategias de huida le parecía buena si le permitía escapar de aquella inquietud que de noche se filtraba en sus sueños, tornándolos en unas pesadillas en las que Salomón recorría las calles londinenses con sus andares de insecto, abriéndose paso entre la multitud que atestaba las aceras con sus abrigos y sombreros, y escalaba las escaleras de la pensión a duras penas, rumbo a su habitación. Tom despertaba cuando el autómata derrumbaba la puerta del cuarto, y durante unos minutos de confusión, creía que él era realmente el bravo capitán Shackleton, que había escapado del año 2000 para esconderse en 1896. Nada podía hacer él para ahuyentar aquellos sueños. Pero si a lo largo de la noche estaba a merced de sus miedos, durante el día podía vencerlos. Manteniendo la cabeza fría, había logrado tranquilizarse e incluso prepararse para aceptar su destino con una calma resignada. No iba a quitarse la vida por su propia mano. Era mucho más digno morir mirando a los ojos a sus verdugos, ya fuesen de carne y hueso o de hierro forjado.

Ante el convencimiento de que pronto moriría, no le había parecido necesario acudir al muelle a buscar trabajo, ya que podía morir de igual forma con los bolsillos vacíos. Se limitaba pues a entretener el día paseando por Londres, yendo de aquí para allá sin rumbo fijo, como una hoja arrastrada por el viento. De vez en cuando, se tumbaba en la hierba de algún parque que le salía al paso, como un holgazán o un borracho, Y repasaba los detalles del encuentro con la muchacha sus caricias enardecidas sus besos embriagadores, su entrega sincera y apasionada. Entonces volvía a decirse que había merecido la pena, y que no pensaba oponer resistencia a quien viniera a arrancarle la vida, a cobrarle aquel momento de felicidad, porque una parte de él no podía evitar considerar aquella bala que no terminaba de llegar como el justo castigo por su mezquino comportamiento.

Al tercer día sus pasos lo condujeron a la colina de Harrow, el lugar donde solía acudir en busca de tranquilidad. No se le ocurrió un sitio más adecuado que aquel para esperar a sus verdugos, mientras intentaba otorgar coherencia a la deslavazada ristra de episodios que componían su vida, tratar de darle un sentido aunque solo fuera para engañarse a sí mismo. Una vez allí, se sentó a la sombra del roble y aspiró una profunda bocanada de aire mientras contemplaba la ciudad con una mirada desapasionada. Vista desde la colina, la capital del Imperio siempre se le antojaba decepcionante, una siniestra barcaza, tocada por una arboladura de afilados campanarios y chimeneas de fábricas aún humeantes. Expulsó el aire con lentitud, intentando no pensar en el hambre que sentía. Confiaba en que lo mataran hoy, o tendría que robar algo de comer antes de que llegara la noche para calmar las protestas de su estómago. ¿Dónde estaban los matones de Murray?, se preguntó por enésima vez. Estuviesen donde estuviesen desde su atalaya los vería llegar. Y les daría la bienvenida con su mejor sonrisa, abriéndose la camisa y señalándose el corazón con el dedo, poniéndoselo lo más fácil posible. «Adelante, matadme», les diría, «y hacedlo sin miedo, que luego yo no os mataré a vosotros. No soy ningún héroe. Solo soy Tom, el pobre y despreciable Tom Blunt. Luego podéis enterrarme aquí, junto a mi amigo John Peachey, otro pobre diablo como yo».

Fue entonces cuando, al mirar hacia la lápida, sus ojos repararon en la carta que se hallaba junto a ella, bajo una piedra. Durante unos segundos, creyó que su imaginación le estaba jugando una mala pasada. La tomó con curiosidad, y comprobó, con la extraña sensación de estar reproduciendo un sueño, que la carta iba dirigida al capitán Derek Shackleton. Sostuvo la carta unos segundos en la mano, sin saber qué hacer, pero solo podía hacer una cosa, naturalmente. Se sintió sucio al abrirla, como si estuviese leyendo el correo de otra persona. Al desplegar la cuartilla tropezó con la letra menuda y elegante de Claire Haggerty. Comenzó a leerla despacio, intentando recordar lo que significaba cada letra, declamándola en voz alta, como si quisiera ilustrar a las ardillas sobre las cuitas de los hombres. La carta decía así:

Claire Haggerty al capitán Derek Shackleton.

Mi querido Derek:

He tenido que empezar esta carta al menos una decena de veces para comprender que solo existe un modo posible de comenzarla y no es otro que sortear el preámbulo de las explicaciones y empezar directamente diciéndote lo que me dicta mi corazón: te amo, Derek. Te amo como nunca he amado a nadie. Te amo ahora y te amaré siempre. Y mi amor por ti es lo único que me alienta ahora.

Puedo imaginar tu cara de sorpresa al leer estas palabras de una desconocida, porque te aseguro que me resulta muy familiar. Pero es cierto amor mío te amo. O más exactamente nos amamos, porque aunque eso te parezca todavía más extraño porque ni siquiera sabes quién soy, tú también me amas, o me amarás en cuestión de horas, tal vez de solo unos pocos minutos. Por mucho que te resistas, por mucho que te asombre todo esto, me amarás. Sencillamente no tienes alternativa. Me amarás porque ya me amas.

Me tomo la libertad de dirigirme a ti tan afectuosamente por lo que hemos compartido, porque has de saber que mi piel aún conserva la tibieza de tus dedos, que mis labios saben a ti, que todavía te siento dentro. Y pese a mis temores iniciales, pese a mis reservas de niña idiota, ahora me inunda el amor que profetizaste, o quizás se trate de un amor todavía mayor, un amor tan grande que nada podrá con él.

Sacude la cabeza todo lo que quieras intentando comprender estas palabras delirantes, pero la explicación es muy sencilla. Todo se reduce a esto: lo que aún no ha ocurrido para ti, ya ha pasado para mí. Esta es una de las curiosas situaciones que entrañan los viajes en el tiempo, el ir y venir a través de los años. Tú sabes de eso, ¿verdad?, pues si no me equivoco acabas de encontrar esta carta junto a un enorme roble al emerger de un agujero en el tiempo, por lo que no te supondrá demasiado esfuerzo otorgar credibilidad a todo lo que te estoy diciendo. Sí, sé dónde aparecerás y lo que has venido a hacer a mi época, y el que sepa todo eso solo puede significar una cosa: que digo la verdad, que no soy ninguna farsante. Confía en mí, pues, sin reservas. Y confía en mí sobre todo cuando te digo que nos amamos. Empieza a amarme ya, y responde a esta carta con el mismo sentimiento, por favor. Escríbeme y deja tu carta en tu siguiente viaje junto a la lápida de John Peachey: esa será nuestra forma de comunicarnos a partir de ahora, amor mío, porque todavía cruzaremos seis cartas más. ¿Arqueas las cejas? No te culpo, pero no hago más que repetir lo que tú mismo me dijiste ayer. Hazlo, escríbeme, amor mío, escríbeme, que tus cartas son lo único que me queda de ti.

Sí, esa es la mala noticia: ya no volveré a verte más, Derek, y por ello debo alimentarme de tus cartas. Te lo diré sin mayores rodeos, el amor que vamos a profesarnos surge de un solo encuentro, pues solo nos veremos una vez. Bueno, en realidad dos veces, pero la primera vez —o la última, si seguimos la cronología que nuestro amor va a desbaratar— apenas serán unos minutos. El segundo encuentro, el que acontecerá en mi época, será más largo e importante, porque en ese encuentro se encenderá el fuego en el que nuestras almas arderán por siempre, un fuego que estas cartas han de mantener vivo para mí y encender para ti. Pero si hacemos caso a la cronología, yo ya no te veré más. Tú a mí, en cambio, aún tienes que conocerme, pese a que nos hemos amado hace apenas unas horas. Ahora entiendo la excitación que te embargaba durante nuestra cita de ayer en el salón de té: yo misma te la provoqué con estas palabras.