Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 28 страница

—Usted es perfectamente libre de pensar lo que quiera sobre su trabajo, señor Murray —dijo con calma—. Pero imagino que si ha venido a mi casa a recabar mi opinión sobre su obra es porque me considera lo suficientemente entendido en la materia como para valorar mis apreciaciones. Lamento no haberle dicho lo que quería escuchar, pero es lo que pienso. Dudo que su novela pueda gustar a alguien por las razones que he mencionado con anterioridad, aunque en mi opinión el problema principal es lo inverosímil de su propuesta. Nadie creería el futuro que usted ha descrito.

Gilliam ladeó la cabeza, como si no hubiese oído bien.

—¿Me está diciendo que he descrito un futuro improbable? —inquirió.

—Sí, eso es exactamente lo que le estoy diciendo, y por varias razones —respondió Wells sin inmutarse—. La posibilidad de que los juguetes mecánicos, por sofisticados que sean, cobren vida es inconcebible, por no decir ridícula. Igual de inconcebible que el hecho de que durante el próximo siglo tenga lugar una guerra a escala mundial. Eso jamás ocurrirá. Por no mencionar otros detalles que usted no ha tenido en cuenta, como por ejemplo que los habitantes del año 2000 sigan alumbrándose con lámparas de aceite, cuando cualquiera puede deducir que la electricidad acabará imponiéndose en cuestión de tiempo. La fantasía también exige verosimilitud, señor Murray. Permítame que tome mi propia novela como ejemplo. Para dibujar el año 802.701, yo no he hecho otra cosa que pensar con lógica: la bifurcación de la raza humana en dos especies antagónicas, los elois, imbuidos en su negligente hedonismo, y los morlocks, los monstruosos habitantes del subsuelo, ilustran una de las posibles consecuencias que podía acarrear nuestra rígida sociedad capitalista. Del mismo modo, la posterior agonía del planeta, por descorazonadora que pueda resultar, está basada en los oscuros augurios que los astrónomos y geólogos vierten a diario en las revistas. En eso consiste la especulación, señor Murray. Nadie puede decir que mi 802.701 no es plausible. Podrá resultar distinto, evidentemente, sobre todo si con el tiempo acaban actuando factores que aún no podemos prever en nuestra época, pero nadie podrá decir que mi visión no es admisible. La suya, en cambio, se cae por su propio peso.

Gilliam Murray lo contempló en silencio durante un largo rato, hasta que finalmente dijo:

—Señor Wells, quizás tenga razón y mi novela necesite una revisión exhaustiva en lo concerniente a su escritura y a su armazón. Ha sido mi primer intento, y evidentemente no podía pretender que el resultado fuese excelente, ni siquiera aceptable. Pero lo que no puedo permitir es que usted dude de la especulación que hago del año 2000, pues entonces ya no está valorando mis dotes literarias. Está simplemente insultando mi inteligencia. Ese futuro podría ser tan real como cualquier otro, admítalo.

—Permítame que lo dude —contestó con frialdad Wells, que a esas alturas de la conversación juzgó pasado el tiempo de la piedad.

Gilliam Murray tuvo que dominar otro acceso de rabia. Se remeció en el sillón, como si sufriera una convulsión interna, pero en cuestión de segundos logró componer de nuevo una postura relajada, incluso displicente. Estudió a Wells con divertida curiosidad durante unos minutos, como si se tratase de un pintoresco espécimen de insecto que nunca hubiese visto, y dejó escapar una risotada algo estruendosa.

—¿Sabe qué nos diferencia a usted y a mí, señor Wells?

El escritor vio innecesario contestar, limitándose a encogerse de hombros.

—Nuestra perspectiva —continuó Gilliam—. Nuestra perspectiva sobre las cosas. Usted es un conformista, y yo no. Usted se conforma engañando a sus lectores con su complicidad. Escribe novelas sobre cosas que podrían pasar esperando que se las crean, pero sabiendo en todo momento que se trata de una novela y, por consiguiente, son pura ficción. Pero yo no me conformo con eso, señor Wells. Yo no. Si he dado a mi especulación forma de novela ha sido algo puramente circunstancial, porque eso no requiere más que una resma de papel y una buena muñeca. Y para serle sincero, me importa muy poco que se publique o no, pues sospecho que no me contentaría con que un puñado de lectores disfrutaran de ella, que debatieran si el futuro que yo les describo es o no plausible, ya que siempre lo considerarán una invención mía. No, yo ambiciono mucho más que ser reconocido como un escritor imaginativo. Yo aspiro a que la gente crea en mi invención sin saber que es una invención, que crea que el año 2000 será tal y como yo lo he descrito. Y le demostraré que puedo hacer que lo crean realmente, por inverosímil que usted lo considere. Y no se lo presentaré en una novela, esos trucos pueriles se los dejo a usted, señor Wells. Usted escribe sus fantasías en sus libros. Yo la escribiré en la realidad.

—¿En la realidad? —preguntó el escritor, que no terminaba de entender a qué se refería su invitado—. ¿Qué quiere decir?

—Ya se enterará señor Wells. Y cuando eso ocurra tal vez, si es usted un caballero, me busque para disculparse.

Se levantó del sillón y se estiró la chaqueta con aquellos gráciles movimientos que tanto sorprendían al mundo.

—Buenas tardes, señor Wells. Y no se olvide de mí ni del capitán Shackleton. Pronto tendrá noticias nuestras —tomó el sombrero de la mesa y se lo colocó con gesto airoso—. No es necesario que me acompañe hasta la puerta. La encontraré por mí mismo.

Su despedida fue tan brusca que Wells quedó allí, desconcertado en su sillón incapaz de levantarse aun cuando sus pasos se extinguieron y lo oyó descorrer la cancela de la entrada. Durante un largo rato permaneció sentado en la sala, cavilando sobre las palabras de Murray, hasta que se dijo que aquel ególatra no merecía uno solo de sus pensamientos. Y el hecho de que en los meses siguientes no volviera a tener noticias suyas le hizo olvidar finalmente la desagradable entrevista. Hasta el día que recibió el folleto de Viajes Temporales Murray. Entonces comprendió lo que había querido decir Gilliam con «yo la escribiré en la realidad». Y, salvo una minoría de científicos y doctores que solo podían patalear en los periódicos, toda Inglaterra se había creído su «inverosímil» invención, gracias en parte a que él mismo había fomentado la expectación por viajar al futuro con su propia novela, La máquina del tiempo, ironía que lo enojaba aún más.

Desde entonces, cada semana recibía puntualmente uno de aquellos folletos, acompañado de una invitación a formar parte de uno de los falsos viajes al año 2000. Nada le gustaría más a aquel granuja que él, el hombre que había desencadenado la fiebre de los viajes temporales, bendijera la empresa que dirigía comulgando también de su elaborada mentira, algo que Wells, por supuesto, no tenía la menor intención de hacer. Pero lo peor de todo no era eso, sino el mensaje que subyacía bajo la cortés invitación. Wells sabía que Gilliam tenía claro que él jamás iba a aceptar su ofrecimiento, lo que convertía sus invitaciones en una burla, una carcajada de papel, pero también en una amenaza, pues el hecho de que el sobre viniese siempre sin franqueo sugería que Gilliam Murray lo había depositado en su buzón por propia mano o le había encargado hacerlo a alguno de sus hombres. Aunque en el fondo daba igual, pues su intención era la misma: informar a Wells de la facilidad con la que podían rondar su casa sin ser vistos, hacerle saber que no se había olvidado de él, recordarle que lo vigilaba.

Pero lo que más enfurecía a Wells de todo aquel asunto era que, pese a lo mucho que lo deseaba, no podía delatar a Gilliam, como Tom le había sugerido. Y no podía porque Gilliam había ganado. Sí, el empresario había demostrado que su futuro era verosímil, y él debía aceptar la derrota con deportividad, en vez de arrojar las piezas del tablero con un airado manotazo. Su integridad le impedía hacer otra cosa que limitarse a cruzarse de brazos mientras Gilliam se enriquecía. Y al empresario parecía divertirle enormemente la situación, pues con aquellos folletos que aparecían en su buzón como siguiendo algún tipo de ritual no solo estaba recordándole que había ganado, sino que también estaba desafiándole a desenmascararlo.

«Yo la escribiré en la realidad», le había dicho. Y, para su incredulidad, lo había conseguido.


 

XXXI

Esa tarde Wells dio un paseo en bicicleta más largo de lo habitual, y sin la compañía de Jane. Necesitaba pensar mientras pedaleaba, le dijo. Vestido con su inseparable zamarra estilo Norfolk con cinturón, atravesó con silenciosa lentitud los caminos secundarios de Surrey mientras su mente, ajena a la labor de sus piernas, pensaba en cómo responder a la carta de aquella ilusa muchacha llamada Claire Haggerty. Según había establecido Tom al improvisar aquella imaginativa historia en el salón de té, la correspondencia entre ambos constaba de siete cartas, de las cuales él debía escribir tres y Claire cuatro, siendo la última donde ella le pediría que cruzara el tiempo para devolverle la sombrilla. Aparte de eso, tenía absoluta libertad para escribir lo que quisiera, siempre que se ciñera a lo inventado por Tom. Y debía reconocer que, cuanto más pensaba en ella, más le fascinaba la historia que aquel joven semianalfabeto había fraguado a trompicones. Era sugerente, bella y sobre todo resultaba verosímil, de existir, por supuesto, una máquina capaz de excavar en el tejido del tiempo fabricando túneles entre las épocas, y de ser cierto, también, el futuro ideado por Murray. Eso era lo que menos le agradaba de todo, que Gilliam Murray estuviese involucrado de algún modo en aquello, como también lo había estado en el rescate del alma del desdichado Andrew Harrington. ¿Es que sus vidas estaban condenadas a continuar entrelazándose como la hiedra a las cercas? Ahora le resultaba irónico tener que introducirse en la piel del capitán Derek Shackleton, un personaje inventado por su enemigo. ¿Iba a ser finalmente él quien, como el Dios del Antiguo Testamento, insuflara el regalo de la vida en los labios de aquella creación hueca?

Tras el paseo, llegó a casa plácidamente exhausto, y con una idea bastante aproximada de lo que debía escribir en la primera carta. Exhibiendo un cuidado de cirujano, dispuso sobre la mesa de la cocina una pluma, un tintero y un fajo de cuartillas, Y le pidió a Jane que no le molestara durante la hora siguiente. Se sentó a la mesa, respiró hondo, y comenzó a escribir la primera carta de amor de su vida:

Querida Claire:

Yo también he tenido que comenzar varias veces esta carta para comprender que solo puedo empezar, por extraño que me resulte, diciéndote que te amo, tal y como me pides. Aunque he de confesarte que en un principio pensé que no podría hacerlo, y emborroné varias cuartillas tratando de explicarte que lo que me rogabas en tu carta era un acto de fe. ¿Cómo puedo enamorarme de usted, señorita Haggerty, si ni siquiera la he visto? llegue a escribir, sin atreverme siquiera a hablarte con la intimidad que requería el momento. Sin embargo, pese a mis lógicos recelos, debía reconocer lo obvio: tú afirmabas que ya me había enamorado de ti. Y cómo podía dudar de tus palabras, si efectivamente había encontrado tu carta junto a un roble inmenso, al emerger de un agujero temporal desde el año 2000. No necesito más muestras, como bien dices Para comprender que todo lo que me cuentas es verdad, tanto el hecho de que nos conoceremos dentro de siete meses como que entre nosotros surgirá el amor: Por lo tanto, si mi yo futuro —que no dejo de ser yo— va a enamorarse de ti en cuanto te vea, ¿por qué no voy a hacerlo yo? Lo contrario significaría desconfiar de mis propios gustos. Así que para qué perder el tiempo esperando que surjan unos sentimientos que, a la larga, van a terminar apareciendo.

Por otro lado, solo me pides el acto de fe que tú misma has tenido que llevar a cabo. En ese encuentro del salón de té al que te refieres, eras tú quien debías creer en mí, eras tú quien debías creer que te enamorarías del hombre que tenías enfrente. Y lo creíste. Mi yo futuro te da las gracias, Claire. Y el yo que escribe estas líneas, que aún no conoce el sabor de tu piel, no puede sino devolverte la confianza, creer que todo lo que dices es cierto, que todo lo que cuentas en tu carta va a ocurrir porque de algún modo ya ha sucedido. Así que solo puedo decirte que te amo, Claire Haggerty, seas quién seas. Te amo desde este mismo momento y para siempre.

La mano de Tom tembló al leer las palabras del escritor. Wells se había tomado en serio su cometido. No solo había respetado la historia que él había improvisado y el pasado del personaje que interpretaba, sino que, a juzgar por sus palabras, parecía tan enamorado de la muchacha como la muchacha lo estaba de él, es decir, de Tom o, para ser más exactos, del bravo capitán Shackleton. Sabía que el escritor solo estaba fingiendo, pero su mentira rebasaba en mucho sus pobres sentimientos, los cuales supuestamente debían ser más grandes porque era él quien había yacido con ella y no Wells. Si el día anterior Tom se había preguntado si el sentimiento que aleteaba en su pecho era amor, ahora podría responderse porque tenía algo con qué compararlo, una suerte de vara de medir: las palabras del escritor. ¿Sentía Tom lo que Wells había escrito que Shackleton sentía? Tras unos minutos de reflexión, concluyó que solo había una respuesta a aquella pregunta de tan sinuoso enunciado: no, no lo sentía. Él jamás podría mantener un amor así por alguien que no iba a volver a ver más.

Dejó la carta junto a la lápida de John Peachey y emprendió el camino de regreso hacia Londres campo a través, satisfecho de cómo había quedado, aunque algo molesto por la petición que Wells le había deslizado a Claire casi al final de su respuesta, una súplica que le parecía digna de un pervertido. Recordó el último párrafo con enorme desagrado:

Ansío como nunca he deseado nada que el tiempo acelere su paso, que los siete meses que faltan para el día de nuestro primer encuentro se conviertan en suspiros. Aunque he de confesarte que no solo siento excitación por conocerte, Claire, sino también una enorme curiosidad por saber cómo viajarás a mi época. ¿Puedes hacer tal cosa? Por mi parte, solo puedo esperar y hacer lo que debo hacer, es decir, contestar a tus cartas, completar mi parte del círculo. Espero que esta primera carta no te decepcione. Mañana la dejaré junto al roble al viajar a tu época. Mi siguiente excursión será dentro de dos días. Para entonces sé que habrá una carta tuya esperándome. Y quizás te parezca un atrevimiento, amor mío, pero, ¿puedo pedirte que me hables en ella de nuestro encuentro amoroso? Ten en cuenta que aún faltan meses para que eso ocurra para mí, y aunque te aseguro que seré paciente, no concibo un modo más hermoso de soportar la espera que leyendo una y otra vez lo que voy a vivir contigo en el futuro. Cuéntamelo todo, Claire, por favor, sin obviar ningún detalle. Dime cómo nos amaremos por primera y última vez, porque yo también viviré de tus palabras a partir de ahora, mi querida Claire. Aquí los días no son fáciles de llevar. Nuestros hermanos caen a miles bajo el poder de los autómatas, que asolan nuestras ciudades como si quisieran borrar también nuestras obras, todo rastro de nuestra existencia. No sé qué ocurrirá si mi misión fracasa, si no logro impedir que esta guerra se desencadene. Pese a todo, amor mío, mientras el mundo se derrumba a mi alrededor, yo no puedo sino sonreír porque tu amor incondicional me ha convertido en el ser más dichoso de la tierra.

D.

Claire apretó la carta contra su pecho alborotado. Cuánto había ansiado que alguien le escribiera palabras como aquellas, palabras que le robaran el aliento y le sacudieran el corazón. Ahora estaba ocurriendo. Ahora alguien le decía que la amaba con un amor que estaba por encima del tiempo. Poseída por una mareante euforia, sacó papel, lo dispuso sobre su escritorio y comenzó a relatarle a Tom lo que, por otro lado, yo tanto he evitado contarles para proteger su intimidad:

Oh, Derek, mi Derek: no sabes cuánto ha significado para mí tu carta, por «estar» donde debía, pero también por encontrarse impregnada de amor. Era el aliciente que necesitaba para terminar de aceptar mi destino sin una sola duda. Y lo primero que voy a hacer es satisfacer tu petición, amor mío, sin perder un solo segundo, y a pesar del rubor que seguramente invada mis mejillas. ¿Cómo podría negarte una intimidad que en el fondo te pertenece? Sí, te contaré cómo sucederá todo, aunque al hacerlo no esté sino dictándote lo que tendrás que hacer, el modo en que tendrás que comportarte, pues así de extraño es todo esto.

Nos amaremos en una habitación de la pensión Pickard, que se encuentra justamente enfrente del salón de té. Allí accederé a acompañarte tras decidir confiar en ti. Sin embargo, pese a todo, me notarás terriblemente asustada al caminar por el pasillo hacia la habitación alquilada. Y eso es algo que me gustaría explicarte, amor mío, ahora que tengo la oportunidad. Desconozco si te asombrará lo que voy a decirte, pero en nuestra época, especialmente en las familias burguesas como la mía, a las muchachas se nos educa para reprimir nuestros instintos. Desgraciadamente, se ha difundido la creencia de que el acto íntimo debe ir encaminado únicamente a la procreación, y mientras el hombre puede mostrar el placer que le provoca el trato de la carne, siempre de un modo respetuoso y moderado, por supuesto, nosotras debemos manifestar una impecable indiferencia, pues nuestro goce se considera inmoral. Esa actitud inconmovible es la que mi madre ha mantenido toda su vida y la que muestran también la mayoría de mis amigas casadas. Pero yo soy distinta, Derek. Siempre he aborrecido esa absurda inhibición tanto como las labores de aguja y punto. Creo que, al igual que el hombre, las mujeres también tenemos derecho a experimentar placer, y por supuesto a expresarlo como cada una crea conveniente. También considero que para mantener relaciones íntimas con un hombre no es necesario estar casada: para mí es suficiente con estar enamorada de él. Esas son mis creencias, Derek, y mientras recorría el pasillo de la pensión fui repentinamente consciente de que al fin había llegado el momento de comprobar si podía llevarlas a la práctica, o no había hecho otra cosa que mentirme a mí misma, y si tuve miedo fue únicamente por mi absoluta inexperiencia en esos asuntos.

Ahora ya lo sabes, y supongo que por eso me tratarás con tanta delicadeza y ternura, pero no adelantemos acontecimientos. Deja que te lo cuente de forma ordenada, paso a paso, y permíteme que, por deferencia hacia ti, lo haga en futuro, dado que desde tu punto de vista es algo que todavía no ha ocurrido. Bien, no lo demoremos más.

La habitación de la pensión será muy modesta, pero acogedora. La tarde estará a punto de convertirse en noche, por lo que, antes de nada, te apresurarás a prender la lámpara de la mesilla. Yo te contemplaré hacer, envarada junto a la puerta, sin atreverme a mover un solo músculo. Entonces tú me mirarás con dulzura durante unos segundos, y luego te acercarás a mí muy despacio, exhibiendo una sonrisa tranquilizadora, como quien teme espantar a un gato asustadizo. Al llegar a mí me mirarás a los ojos, no sé si queriendo leer en ellos o dejándote leer tú, y después te inclinarás sobre mi boca lentamente, tan despacio que tendré tiempo de percibir tu cálido aliento, ese aire ardiente que recorre tu interior, antes de sentir el roce suave y firme de tus labios abordando los míos. Tan delicado contacto me desconcertará durante unos segundos, pues será mi primer beso, Derek, y aunque había pasado muchas noches anticipando cómo sería, siempre me había concentrado en imaginar su parte espiritual, el efecto de levitación que supuestamente provocaba, pero nunca se me había ocurrido pensar en su lado orgánico, en la muelle y palpitante tibieza de otra boca contra la mía. Pero poco a poco iré abandonándome a aquel roce placentero, y te corresponderé con la misma ternura, sintiendo que estábamos comunicándonos de un modo más efectivo y sincero que con las palabras, que estábamos concentrando todo lo que éramos en aquel insignificante espacio de carne. Ahora sé que nada puede volver más cómplices dos almas que el acto de fraguar un beso, que el de avivar nuestro deseo con el deseo del otro.

Entonces, un cosquilleo agradable comenzará a recorrer mi cuerpo, a filtrarse bajo mi piel y anegarme por dentro. ¿Era aquel remolino de sensaciones el que mi madre y mis amigas más recatadas se esforzaban en ignorar? Yo lo sentiré, Derek. Lo saborearé. Lo apuraré. Y lo atesoraré, amor mío, consciente de que lo estaré experimentando por primera y última vez, pues sabré que después de ti no vendrá ningún otro hombre y esas sensaciones tendrán que alimentarme el resto de mi vida. El suelo se desbaratará entonces bajo mis pies y casi creeré que estoy levitando, de no ser por las plomadas de tus manos asidas a mi cintura.

Entonces retirarás tus labios, dejando en los míos la huella de tu boca, y me contemplarás con una tierna curiosidad, mientras yo trato de recobrar la calma y el aliento. ¿Y ahora? Habrá llegado el momento de desnudarnos y tumbarnos sobre la cama, pero tú parecerás tan indeciso como yo, sin atreverte a dar ningún paso en esa dirección, creyendo tal vez que eso me asustará. Y no irás desencaminado, amor mío, porque yo jamás me había desnudado ante ningún hombre, y por un instante sentiré una mezcla de miedo y pudor que incluso me llevará a considerar si desnudarse es algo realmente imprescindible. Según había oído decir a mis tías, mi madre había consumado su matrimonio sin que mi padre llegase nunca a verla desnuda. Siguiendo la costumbre de su generación, la decorosa señora Haggerty se tendía sobre la cama sin quitarse las enaguas, las cuales mostraban un agujero que únicamente desvelaba el perfumado acceso por donde mi padre debía abordarla. Pero yo no me contentaré con subirme las enaguas, Derek. Yo querré gozar todo lo posible de nuestro encuentro, así que venceré mi vergüenza y comenzaré a desnudarme sin dejar de mirarte con una dulce gravedad. Me quitaré el sombrerito de plumas y lo colgaré del perchero, luego me libraré de la chaqueta, la camisa de cuello alto, el cubrecorsé, el corsé, la cubre falda, la falda, el polisón y las enaguas, hasta quedar en combinación. Sin dejar de mirarte con ternura, me bajaré los tirantes para que la prenda descienda por mi cuerpo como resbala la nieve de las ramas de un abeto, hasta quedar ovillada a mis pies, y después, como último acto de tan laborioso ritual, me quitaré los pololos, ofreciéndome a ti totalmente desnuda al fin, poniendo mi cuerpo a tu disposición, entregándolo a tus manos y tu boca, dándome completamente sabiendo que lo estaré haciendo al hombre correcto, al capitán Derek Shackleton, el liberador de la raza humana, el único hombre del que podía enamorarme.

Y tú, amor mío, que observarás el complicado proceso con anhelante curiosidad, como quien espera ver surgir una bella escultura del interior de un bloque de mármol a medida que los cinceles del artista apartan las esquirlas que la ocultan, me contemplarás entonces avanzar hacia ti, y te liberarás de la camisa y los pantalones con prontitud, como si una ráfaga de viento los hubiese arrebatado de los cordeles de tender. Nos abrazaremos entonces, intercambiando la tibieza de nuestros cuerpos en un roce placentero, y sentiré tus manos, acostumbradas a tratar con la dureza del metal y las armas, explorar mi cuerpo consciente de su fragilidad, con una lentitud excitante y un cuidado reverencial. Nos tenderemos sobre el lecho sin dejar de mirarnos a los ojos, y mis manos rastrearán entonces tu vientre en busca de la cicatriz que te había dejado la bala con la que Salomón trató de matarte, y a la que tú sobreviviste como quien vence unas fiebres, aunque estaré tan nerviosa que no lograré encontrarla. Entonces tu boca, húmeda y ávida, recorrerá mi cuerpo, marcándolo con una estela de saliva, hasta que, una vez debidamente cartografiado, te adentrarás en él con cuidado, y yo te sentiré moverte en mi interior con una delicadeza extrema. Pero pese a tus cuidados, tu invasión provocará una inesperada punzada de dolor en mis entrañas que me hará protestar débilmente e incluso tirar de tus cabellos, aunque enseguida se convertirá en un tormento soportable, incluso dulce, y empezaré a notar cómo algo que yacía dormido dentro de mí se desperezará al fin. ¿De qué modo puedo describirte lo que sentiré en ese instante? Imagina un arpa que recibe por primera vez unos dedos y nada sospecha de las notas que ella misma esconde. Imagina una vela ardiendo, cuya cera derretida se desliza por el tallo y, ajena a la llama que alardea en su punta, se entretiene tejiendo un hermoso encaje en la base del candelabro. Lo que quiero decirte, amor mío, es que hasta ese instante, yo no sabía que podía sentir aquel arrebato exquisito, aquel placer jubiloso que se propagará por todo mi ser desde un centro indefinido de mis entrañas, y aunque al principio el pudor me obligará a apretar los dientes, tratando de contener los jadeos que me treparán por la garganta, luego me abandonaré al goce arrasador, me dejaré arrastrar en aquel torrente de fuego helado, y proclamaré mi disfrute con gemidos exaltados, anunciando el amanecer de mi carne, y nada parecerá bastarme, y te apretaré contra mí desesperadamente, aprisionándote en el cepo de mis piernas, porque no querré que dejes de habitarme nunca, porque no entenderé cómo había podido vivir hasta entonces sin sentirte dulcemente clavado en mis entrañas. Y cuando, tras el arrebato final, abandones mi interior dejando sobre las sábanas un rastro de moras, me sentiré bruscamente incompleta, huérfana, extraviada. Con los ojos cerrados, apuraré el eco de felicidad que has dejado en mis entrañas, ese resonar delicioso de tu presencia; luego, tras su lenta extinción, me inundará una sensación de abrumadora soledad, pero también un infinito agradecimiento al descubrirme como un organismo perfectamente habilitado para el goce, capaz de disfrutar tanto de los placeres más elevados como de los más terrenales. Alargaré entonces mi mano hasta ti, en busca del tacto de tu piel embalsamada en sudor, una piel que todavía vibra y quema, como las cuerdas de un violín tras un concierto, y te contemplaré con una etérea sonrisa de gratitud por haberme enseñado quién soy, todo lo que aún desconocía de mí misma.