Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 30 страница

D.

Con las lágrimas resbalando por sus mejillas, Claire se sentó ante el escritorio, lanzó un hondo suspiro y sumergió la pluma en el tintero.

Esta es también mi última carta, amor mío, y aunque me gustaría empezar diciéndote cuánto te amo debo ser honesta conmigo misma y confesarte con vergüenza que hace un par de días realicé una temeridad. Sí, Derek, al parecer no soy tan fuerte como pensaba y fui al roble dispuesta a esperar tu aparición. Tu ausencia me resulta demasiado dolorosa. Necesitaba verte, aunque eso alterase el tejido del tiempo. Pero no apareciste en toda la mañana, y yo no podía escapar por más tiempo de la vigilancia de mi madre. Ya me cuesta bastante conseguir que Peter, el cochero, no sospeche nada. ¿Qué hubiese pensado si te ve aparecer junto al roble como por arte de magia? Supongo que todo se hubiese descubierto y eso habría desatado algún tipo de catástrofe temporal. Ahora comprendo que fui una niña tonta e irresponsable, sí, porque aunque nada hubiese visto Peter —que cada vez que le pido que me lleve allí me observa extrañado, aunque por ahora me ha guardado el secreto ante mi madre—, nuestro imprevisto encuentro habría alterado el tejido del tiempo de igual forma: entonces no me verías por primera vez el día 20 de mayo del año 2000, por lo que todo se enredaría de repente, y nada sucedería como ha de suceder. Pero por fortuna, y aunque nada me hubiese gustado más, tú no apareciste y no hay nada que lamentar. Supongo que llegaste por la tarde, porque al día siguiente estaba allí tu bella y última carta. Espero que sepas disculpar mi irresponsabilidad, Derek, que te he confesado movida por mi intención de no ocultarte tampoco mis defectos, y esperando inspirar aún más tu perdón voy a enviarte un regalo con todo mi corazón, para que sepas qué es una flor.

Tras escribir aquello se levantó, tomó de la estantería su ejemplar de La máquina del tiempo, lo abrió y extrajo de entre sus páginas el narciso que había puesto a secar allí. Cuando acabó la carta, depositó un beso en sus frágiles pétalos y lo introdujo cuidadosamente en el sobre.

Peter tampoco hizo preguntas esta vez. Sin necesidad de que ella se lo dijese, puso rumbo a la colina de Harrow. Una vez allí, Claire subió hasta el roble, y escondió disimuladamente la carta bajo la piedra. Luego contempló durante un rato el paisaje que la rodeaba, sintiendo que estaba despidiéndose del lugar que durante aquellos días había sido el escenario de su felicidad, de aquellos campos silenciosos que verdeaban rabiosamente bajo la luz de la mañana, y de los trigales que se apreciaban al fondo, subrayando el horizonte con un trazo de oro. Contempló la lápida de John Peachey, y se preguntó qué vida habría tenido aquel desconocido, si habría conocido el amor verdadero o habría muerto sin probarlo. Aspiró una bocanada de aire y casi le pareció percibir el olor de su amado Derek flotando a su alrededor, como si sus repetidas apariciones hubiesen terminado dejando una suerte de impronta con la que consagrar aquel lugar. Pero aquello no era más que pura sugestión, se dijo, provocada por su desesperado deseo de volver a verlo. Sin embargo, debía aceptar la realidad. Debía prepararse para pasar el resto de su vida sin él, limitándose a escuchar cómo su amor resonaba al otro lado del tiempo, porque posiblemente ya no volviera a verlo. Esa misma tarde, mañana o tal vez pasado, una mano fantasmal haría desaparecer su última carta, y ya no habría ninguna otra, solo la soledad desenrollándose ante sus pies como una alfombra infinita.

Se dirigió al coche y subió a él sin una orden para Peter. No era necesario. Con una mueca resignada, el cochero puso rumbo a Londres en cuanto ella se acomodó en el interior del carruaje. Cuando este desapareció en la distancia, Tom se descolgó de la rama en la que había estado encaramado y saltó al suelo. Desde allí había podido verla por última vez, incluso habría podido tocarla simplemente alargando la mano, aunque no se lo había permitido. Y ahora, tras haberse concedido aquel capricho, debía alejarse de ella para siempre. Tomó la carta de debajo de la piedra, se sentó contra el árbol y comenzó a leerla con una mueca afligida.

Como bien has adivinado, Derek, muy pronto prohibirán la máquina. Ya no habrá más viajes en el tiempo para ti hasta que venzas al malvado Salomón. Entonces decidirás arriesgar tu vida usando la máquina a escondidas para viajar a mi época. Pero vayamos poco a poco y deja que te cuente al fin cómo sucederá nuestro primer encuentro y lo que deberás hacer a continuación. Como ya te anuncié, ocurrirá el 20 de mayo del año 2000. Esa mañana, tú y tus hombres tenderéis una emboscada a Salomón. A primera vista, y pese a la inteligente disposición de tus soldados, el resultado de la refriega no será demasiado favorable para vosotros, pero no te preocupes por ello, pues a su término Salomón te propondrá zanjar para siempre el conflicto batiéndoos a espada. Acepta su oferta sin dudarlo, amor mío, pues saldrás victorioso del duelo. Eso te convertirá en un héroe y esa batalla, que pondrá fin al dominio de los autómatas sobre la raza humana, será considerada como el principio de una nueva era. Tanto es así que será un perfecto destino turístico para los viajeros del tiempo de mi época, que acudirán emocionados a presenciarla.

Yo realizaré uno de esos viajes, y te veré luchar contra Salomón oculta entre los cascotes, pero en vez de regresar con los demás una vez termine el duelo, me esconderé entre las ruinas con la intención de quedarme en tu mundo, pues como sabes mi época carece de aliciente para mí. Sí, gracias a ese descontento que me ha acompañado toda mi vida, como una molestia que nunca sospeché que fuera a resultarme útil, tú y yo nos conoceremos. Aunque te advierto que nuestro encuentro no resultará excesivamente romántico, como correspondería, sino bastante embarazoso, especialmente para ti, Derek, y todavía me río al recordarlo. Pero de tu poco adecuado comportamiento solo puedo deducir que no debo contarte nada más, pues si lo hiciera probablemente condicionaría tu proceder. Solo has de saber que durante el breve encuentro, yo dejaré caer mi sombrilla y, aunque cruzarás el tiempo para conocerme y amarme, devolvérmela será la excusa que habrás de darme para que yo acepte acudir al salón de té. Naturalmente, para que todo esto suceda como debe suceder, para terminar de trazar el círculo en el que estamos atrapados, debes aparecer en mi época antes de que iniciemos nuestra correspondencia, de nada serviría que lo hicieras luego, ya que eres tú quien debe animarme a escribirte, como ya sabes. Has de aparecer exactamente el 6 de noviembre de 1896 y buscarme en el mercado de Covent Garden al mediodía, para proponerme la cita esa misma tarde. El resto ya lo sabes. Si haces todo eso, preservarás el círculo, y todo cuanto ha pasado volverá a suceder.

Eso es todo, amor mío. Dentro de unos meses, nuestra historia comenzará para ti. Para mí, sin embargo, acaba ahora, al poner el punto y final a esta carta. Pero no voy a despedirme con un «hasta nunca» que cercene cualquier esperanza de volver a vernos, porque como ya te he dicho antes, viviré con la esperanza de que regreses a buscarme. Para eso solo tienes que seguir el aroma de la flor que encontrarás en el sobre.

Con todo mi amor,

C.

Dejando escapar un suspiro de consternación, Wells plegó la carta que Tom le había traído y la depositó sobre la mesa. Tomó entonces el sobre y lo volcó sobre la palma de su mano, pero dentro no había nada. Qué esperaba. La flor no era para él. Y allí, sentado en la cocina, tocado por el sol de la tarde, comprendió que se había hecho demasiadas ilusiones. Aunque lo pareciera, él no era el protagonista de aquel idilio a través del tiempo. Se vio a sí mismo con la mano ridículamente tendida y vacía, como si quisiera comprobar si estaba lloviendo dentro de la casa. Y no pudo evitar sentirse como un intruso en aquella historia, la mitad podrida de la manzana.


 

XXXII

Con exquisito cuidado, Tom alojó la quebradiza flor entre las páginas del único libro que poseía, el castigado ejemplar de La máquina del tiempo. Había decidido regalarle a Wells las cartas de Claire, como una especie de gratificación por los servicios prestados, pero sobre todo porque en el fondo creía que le pertenecían; por eso mismo también había tenido la precaución de quedarse el narciso que contenía el último sobre, pues consideraba que aquella flor sí era para él. Y después de todo, podía leer en ella mejor que en las cartas.

Se recostó en el camastro, preguntándose qué sería de Claire Haggerty ahora que la fase de las cartas había concluido, confirmándole que realmente se hallaba inmersa en un idilio con un hombre del futuro. Se la imaginó pensando en él cada día, tal y como le había escrito, desde la mañana a la noche, mientras los años se sucedían y la verdadera vida, esa que debía vivir, se le escurría de entre las manos sin que ella lo lamentara. Aquel destino injusto, al que él había contribuido, o más bien orquestado, le producía una abrumadora lástima, pero no se le ocurría un modo de arreglar las cosas que no terminara estropeándolas aún más. Su único consuelo era que Claire le había asegurado en una de sus cartas que moriría feliz. Y tal vez, después de todo, eso era lo único que importaba. Probablemente fuese más dichosa viviendo aquel idilio imposible que casándose con alguno de sus pretendientes. Si eso era cierto, era irrelevante el hecho de que su felicidad proviniese de una mentira, si ella nunca la descubría, si moría sin saber que había sido estafada, si clausuraba sus días creyendo que había amado y había sido amada por el capitán Derek Shackleton.

Dejó de pensar en el destino de la muchacha y se concentró en el suyo propio. A base de esconderse y dormir en los campos, había logrado mantenerse con vida hasta salvar la de Claire, tal y como se había propuesto. Ahora, por tanto, estaba preparado para morir, incluso ansioso por recibir a la muerte, pues ya no le quedaba nada por hacer en el mundo, salvo seguir malviviendo, lo cual se le antojaba un ejercicio terriblemente fatigoso y en el fondo falto de sentido, y muchísimo más ingrato de realizar con el recuerdo de Claire clavado en mitad del alma como una astilla molesta. Sin embargo, habían pasado doce días desde que se citara con la muchacha en el salón de té, a la vista de todo Londres, y el asesino que Gilliam había contratado no había logrado encontrarlo todavía. Tampoco podía confiar en Salomón quien, al parecer, había preferido quedarse en sus sueños. Pero alguien tenía que matarlo, o acabaría muriendo de hambre. ¿Debía ponerle las cosas más fáciles a su verdugo? A aquellas incertidumbres tenía que sumar una más: dentro de doce días se llevaría a cabo la tercera expedición al año 2000, por lo que pronto empezarían los ensayos. ¿Acaso Gilliam estaba esperando a que él se presentara en Greek Street para matarlo en su propia guarida, con su propia mano? Acudir al primer ensayo equivalía a aventurarse voluntariamente en la boca del lobo, pero pese a todo Tom sabía que terminaría haciéndolo, aunque solo fuese para resolver el acertijo de su destino de una vez por todas.

Fue en ese instante cuando alguien aporreó con fuerza la puerta de su habitación. Tom se levanto como un resorte, pero no hizo el menor intento de abrir. Permaneció a la espera, con todos los músculos de su cuerpo en tensión, preparado para cualquier cosa. ¿Había llegado al fin su hora?, se dijo. Unos segundos después, la granizada de golpes volvió a repetirse.

—¿Tom? ¿Estás ahí, maldito bribón? —bramó alguien desde fuera—. Abre de una vez o tendré que derribar la puerta.

Enseguida reconoció la voz de Jeff Wayne. Se guardó la novela de Wells en el bolsillo y abrió la puerta sin demasiadas ganas. Jeff irrumpió en la habitación para envolverlo en un entusiasta abrazo de pitón. Bradley y Mike lo saludaron desde el descansillo.

—¿Dónde te has estado escondiendo estos días, Tom? Los muchachos y yo te hemos buscado por todas partes… ¿Algún lío de faldas? Bueno, no importa: te hemos encontrado justo a tiempo. Esta noche toca celebración por todo lo alto, gracias a la generosidad de nuestro viejo amigo Mike —dijo su compañero, señalando al gigante, que aguardaba con aire distraído junto a la puerta.

Al parecer, según pudo deducir Tom de la embrollada explicación de Jeff, unos días antes Mike había realizado un encargo especial para Murray. Había encarnado nada menos que a Jack el Destripador, el monstruo que había asesinado a cinco prostitutas en Whitechapel durante el otoño de 1888.

—Unos nacen para interpretar héroes, y otros… —se mofó Jeff, encogiéndose de hombros—. De todos modos, se trata de un papel protagonista y eso bien merece una buena juerga, ¿no?

Tom asintió. Qué otra cosa podía hacer. El plan, que evidentemente no había sido idea de Mike Spurrell, sino de Jeff, siempre dispuesto a dilapidar el dinero de los demás, no le apetecía lo más mínimo, pero se supo sin fuerzas para nadar en contra de la corriente. Casi a empujones, sus compañeros lo condujeron escaleras abajo, hasta una de las tabernas vecinas, donde las fuentes de salchichas y asado que había repartidas sobre la mesa del reservado acabaron por vencer su escasa resistencia. A Tom podía no apetecerle la compañía, pero su estómago nunca iba a perdonárselo si se marchaba de allí. Entre eufóricas risotadas, los cuatro se sentaron a la mesa y comieron como lobos, mientras hacían todo tipo de chanzas sobre el encargo de Mike.

—No era un trabajo fácil, Tom —se quejó el grandullón dirigiéndose a él—. ¡Tenía que llevar una plancha de acero ajustada al pecho para salir ileso del disparo, y es bastante difícil hacerse el muerto con un corsé de acero!

Sus compañeros estallaron en carcajadas. Continuaron comiendo y bebiendo, y cuando la mayoría de los platos quedaron vacíos y el alcohol empezó a hacer efecto, Bradley se levantó, dio la vuelta a su silla, apoyó las manos sobre el respaldo, como si se tratase de un púlpito, y contempló a sus compañeros con exagerada gravedad. Las juergas siempre incluían un momento en el que Bradley exhibía su talento para la imitación. Tom se reclinó en la silla, resignado a presenciar el espectáculo, diciéndose que al menos había saciado su hambre.

—Damas y caballeros, solo quiero decirles que están a punto de participar en el evento más importante del siglo: ¡hoy viajarán en el tiempo! —anunció el muchacho engolando la voz—. Sí, no me miren así. Aunque en Viajes Temporales Murray no nos conformamos únicamente con viajar al futuro, claro que no. Gracias a nuestros esfuerzos, podrán ser testigos del momento más importante de la Historia de la Humanidad. Me estoy refiriendo, por supuesto, a la batalla entre el bravo capitán Derek Shackleton y el pérfido Salomón, cuyos sueños de conquista tendrán el privilegio de ver perecer bajo su espada.

Hubo aplausos y carcajadas generales. Animado por el efecto que su actuación causaba en sus compañeros, Bradley echó hacia atrás la cabeza y adoptó una expresión ridículamente soñadora.

—¿Saben cuál fue el gran error de Salomón? Yo se lo diré, damas y caballeros: su error fue escoger para perpetuar la especie al tipo equivocado. Sí, el autómata eligió mal, muy mal. Y su error cambió el curso de la Historia —dijo, componiendo una mueca burlona—. ¿Conocen un destino más terrible que pasarse todo el día fornicando? Por supuesto que no. Pues ese fue el destino del desdichado muchacho —abrió los brazos y meció la cabeza, fingiendo un atroz desconsuelo—. Aunque no solo supo sobrellevarlo, sino que se las ingenió para hacerse fuerte y estudiar a su enemigo, que cada noche lo contemplaba aparearse con sumo interés, antes de marchar al prostíbulo de la ciudad para dar el visto bueno a las cortesanas recién fabricadas. Pero el día en que la mujer dio a luz, el muchacho supo que no vería crecer a su hijo, que por otro lado había venido al mundo con la misión de fecundar a su propia madre, inaugurando así un círculo perverso que se retroalimentaría a si mismo, que subsistiría de la propia carne de su carne. Sin embargo, el muchacho sobrevivió a su ejecución, nos agrupó y nos dio esperanza… —guardó un emocionado silencio, antes de añadir—: ¡Aunque todavía estamos esperando a que nos enseñe a follar con la misma destreza!

Las risas arreciaron. Cuando el jaleo cesó, Jeff tomó su jarra y la alzó.

—¡Por Tom, el mejor capitán que podíamos tener!

Todos levantaron sus jarras y brindaron por él. Sorprendido por el gesto de sus compañeros, Tom apenas pudo disimular su emoción.

—Bueno, Tom, imagino que sabes qué toca ahora, ¿no? —le dijo Jeff cuando se extinguieron los vítores, palmeándole el hombro—. Hemos oído el soplo de que ha llegado mercancía nueva a nuestro prostíbulo favorito. Y tienen los ojos rasgados. ¿Lo has oído? Los ojos rasgados.

—¿Has yacido con una oriental alguna vez, Tom? —preguntó Bradley.

Tom negó con la cabeza.

—¡Pues nadie debería morir sin haberlo hecho, amigo! —río Jeff, al tiempo que se levantaba de la mesa—. Esas chinitas conocen cientos de métodos para provocar placer que nuestras hembras ignoran.

Abandonaron la taberna formando un escándalo de mil demonios. Bradley abría la comitiva enumerando las interminables virtudes de las chinas, para regocijo de Mike, que se relamía anticipando el encuentro. Según parecía, aparte de ser mujeres serviciales y cariñosas, las muchachas orientales estaban dotadas de unos cuerpos flexibles capaces de realizar toda suerte de contorsiones sin astillarse. Pese a tanto aliciente, Tom tuvo que contener un bufido. Si por alguien quería dejarse amar en aquel momento era por Claire, aunque no tuviese los ojos rasgados ni poseyera aquella flexibilidad sobrenatural. Recordó todo lo que ella había experimentado al poseerla, y se preguntó qué pensarían sus compañeros, aquellos hombres rudos y zafios, al descubrir que existía un modo de sentir más sublime y exquisito, casi contrario a aquella primitiva forma de gozar que ellos conocían.

Detuvieron un carruaje y subieron a él entre risotadas. Mike acomodó su corpachón junto a Tom, casi encajonándolo contra la puerta, mientras los otros dos se sentaban enfrente. El coche arrancó a una orden de Jeff, que se mostraba animado y vocinglero. Sin ganas de participar de la euforia general, Tom extravió su vista por la ventanilla, en la sucesión de calles que, a causa de lo avanzado de la noche, se mostraban inquietantemente desiertas. Reparó entonces en que el cochero se había equivocado de dirección: por allí no se iba al prostíbulo, sino al puerto.

—¡Eh, Jeff, nos hemos equivocado de camino! —gritó, tratando de hacerse oír entre el jaleo.

Jeff Wayne se volvió hacia él y le contempló con gravedad, dejando que su risa languideciera en su garganta de un modo un tanto siniestro. Bradley y Mike también dejaron de reír. Les envolvió un silencio extraño, compacto, como si alguien lo hubiese acarreado desde alguna fosa marina para verterlo dentro del carruaje.

—No, Tom, no nos hemos equivocado de camino —dijo al fin Jeff, contemplándolo significativamente con una sonrisa lúgubre.

—¡Claro que sí, Jeff! —insistió Tom—. Por aquí no se va a…

Entonces lo comprendió. Cómo no se había dado cuenta antes: aquella alegría exagerada, aquel brindis con sabor a despedida, la tensa postura que todos mantenían en el coche… Sí, qué más pistas necesitaba. En el silencio sepulcral que había invadido el interior del carruaje, los tres le observaban aparentando una falsa calma, esperando que él asimilara la situación. Y, para su sorpresa, Tom comprendió que ahora que al fin le había llegado la hora de morir, no quería hacerlo. No tenía razones para ello, sencillamente no quería. No así, no de aquel modo. No con aquellos verdugos casuales, que no hacían sino proclamar el inconmensurable poder de Gilliam Murray, que podía hacer que cualquiera se convirtiera en asesino por un puñado de billetes. Al menos le agradó que Martin Tucker, que siempre le había parecido el más íntegro, no estuviese con ellos, que no hubiese podido voltear sus afectos para participar en aquel alegre crimen colectivo.

Tom lanzó un suspiro funesto, decepcionado por lo voluble del espíritu humano, y contempló a Jeff con cierta desilusión. Su compañero se encogió de hombros, declinando cualquier responsabilidad en lo que estaba a punto de suceder. Iba a decir algo, quizás que así era la vida o cualquier otra frase tópica, pero la bota de Tom se lo impidió al impactar bruscamente contra su garganta, aplastándolo contra el asiento. Sorprendido por el golpe, Jeff emitió un ronco gruñido de dolor que enseguida se convirtió en una suerte de silbido aflautado. Tom sabía que aquello no lo dejaría fuera de combate, pero su ataque había sido lo suficientemente fulminante como para tomarlos desprevenidos a todos. Antes de que los otros dos pudiesen reaccionar, lanzó con todas sus fuerzas un codazo contra el rostro de Mike Spurrell quien, presa del desconcierto, todavía continuaba sentado a su lado. El golpe propulsó su mandíbula hacia la izquierda, manchando el cristal de la ventanilla con el cuajarón de sangre que le brotó de entre los labios. Sin dejarse amedrentar por la violenta reacción de Tom, Bradley sacó un cuchillo del bolsillo y se abalanzó contra él. Aunque ágil y esquivo, por suerte era el más débil de todos. Antes de que el arma pudiera alcanzarlo, Tom atrapó el brazo del muchacho y lo retorció sin contemplaciones, hasta que dejó caer el cuchillo. Luego, dado que la maniobra había colocado su cabeza a apenas unos centímetros de su pierna, le propinó un brutal rodillazo en el rostro que lo envió de nuevo a su asiento, donde cayó desmadejado, sangrando copiosamente por la nariz. En cuestión de segundos, con tan solo unos rápidos movimientos, se había impuesto a los tres, pero Tom apenas tuvo tiempo de felicitarse por su rápida y dañina maniobra, pues para entonces Jeff ya se había recuperado y se le echaba encima acompañando su asalto con un rugido animal. Su violenta carga lo aplastó contra la puerta del carruaje, consiguiendo que el picaporte se le hundiera en el costado derecho con ínfulas de puñal. Ambos forcejearon angustiosamente durante unos instantes en aquel reducido espacio, hasta que Tom oyó un crujido a sus espaldas. Comprendió que la puerta del coche había cedido un segundo antes de encontrarse flotando en el aire, ridículamente abrazado a Jeff, mientras el carruaje seguía su camino. El impacto contra el suelo estuvo a punto de cortarle la respiración. Impulsados por la inercia de la caída, ambos rodaron por tierra durante unos instantes, lo que sirvió para desbaratar el grotesco abrazo de amantes que habían trenzado.

Cuando el mundo recobró su estabilidad Tom, sintiendo el cuerpo terriblemente dolorido, luchó por incorporarse mientras, unos metros más allá Jeff, alternando maldiciones con gemidos, intentaba llevar a cabo idéntica operación. Advirtió entonces que, durante unos breves instantes, antes de que llegaran los otros, serían uno contra uno, y esa era una ventaja que no debía desaprovechar. Pero Jeff era demasiado rápido. Antes de que hubiese logrado levantarse completamente, cargó violentamente contra él, tumbándolo de nuevo contra el suelo. Su espalda crujió por mil sitios, aun así, mientras las manos de su compañero pugnaban con las suyas por anclarse a su garganta, logró apoyar el pie contra su pecho y quitárselo de encima desplegando la pierna. Jeff salió despedido hacia atrás, pero el esfuerzo le produjo un ardiente tirón en los músculos del muslo. Tom lo ignoró y se incorporó como pudo, adelantándose a su rival. El carruaje se había detenido a los lejos, con una de sus puertas colgando como el ala rota de un pájaro, y Bradley y Mike ya corrían en su dirección. Tras calibrar rápidamente sus posibilidades, Tom resolvió que lo mejor que podía hacer era rehuir un combate en el que tendría las de perder, así que echó a correr hacia las calles más concurridas, alejándose de la desierta zona portuaria.

No sabía de dónde había surgido aquel repentino afán por sobrevivir, cuando apenas una horas antes anhelaba el eterno descanso de la muerte, aun así corrió todo lo deprisa que le permitía el bombeo de su sangre en el corazón y el desgarrador dolor de la pierna, intentando orientarse en la oscuridad de la noche. Oyendo tras de sí a sus perseguidores, tomó la primera calle que encontró, pero para su desgracia enseguida desembocó en un callejón sin salida. Tom dedicó una maldición al muro de ladrillo que le cerraba el paso y se volvió lentamente, resignado. Sus compañeros le esperaban plantados a la entrada del callejón. Bien, ahora empezaba el verdadero combate, se dijo, y se dirigió caminando con serena indolencia hacia donde lo aguardaban sus verdugos, intentando no cojear y apretando sus puños a los costados. Era evidente que no podría con los tres, pero no por ello iba a rendirse. ¿Serían sus ganas de sobrevivir más poderosas que las suyas por matarlo?

Cuando llegó a su lado, Tom los saludó con una irónica reverencia. No tenía la espada de Shackleton, pero sentía cómo su espíritu ardía en su pecho. «Algo es algo», se dijo. La mortecina luz de la farola más próxima apenas luminaba la escena, manteniendo en sombras sus rostros. Nadie dijo nada, porque nada había que añadir. A una orden de Jeff, sus verdugos se limitaron a desplegarse lentamente en torno a él, como púgiles tanteando a su rival. Dado que ninguno parecía querer tomar la iniciativa, Tom dedujo que le estaban ofreciendo la oportunidad de inaugurar aquel desigual combate. ¿Por quién empezar?, se dijo, mientras sus compañeros rotaban despaciosamente a su alrededor. Avanzó un paso hacia Mike con el brazo amartillado, pero en el último momento, realizó una finta y dirigió el golpe a un desprevenido Jeff. El puñetazo le impactó en pleno rostro, derribándolo contra el suelo. De soslayo, Tom atisbó el ataque de Bradley. Esquivó su golpe apartándose ligeramente, y una vez lo tuvo ante si, desequilibrado y vulnerable, le hundió el puño en el estómago, obligándole a doblarse en dos. Lo que ya no pudo evitar fue el mazazo de Spurrell. El golpe de su compañero fue brutal. El mundo perdió su consistencia, la boca se le anegó de sangre, y tuvo que esforzarse en mantener el equilibro para no caer. Pero el gigante no estaba dispuesto a darle tregua. Antes de que pudiera recuperarse, le lanzó otro feroz golpe, esta vez directo a su mandíbula, la cual crujió inquietantemente, haciéndolo caer al suelo. Casi enseguida, la puntera de una bota se le hundió furiosamente en el costado, amenazando con desmigarle el costillar, y Tom comprendió que ya lo tenían. Aquel era el final del combate. El temporal de golpes que le sobrevino después le anunció que Jeff y el muchacho se habían sumado también al apaleamiento. En el suelo, a su lado, entre la espesa niebla del dolor, distinguió el libro de Wells, que debía de habérsele caído del bolsillo durante la refriega. La flor de Claire se había fugado de entre sus páginas y ahora yacía incongruentemente en el mugriento suelo, un resplandor amarillo pálido que parecía ir a apagarse en cualquier momento, como su propia vida.