Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 33 страница

—Estoy seguro de que sí —respondió Garrett.


 

XXXV

A la mañana siguiente, en la intimidad de su despacho, el inspector Colin Garrett masticaba su desayuno con expresión abstraída. Obviamente, pensaba en Lucy Nelson, en sus hermosos ojos, en su cabello dorado, y en la sonrisa que le había dedicado al solicitarle permiso para escribirle. En ese momento, un agente entró en su despacho y le entregó una orden firmada por el Primer Ministro instándole a embarcar hacia el futuro para detener a un hombre que aún no había nacido. Envuelto en los efectos del enamoramiento que, como sabrán, suele atontar a quienes lo sufren, el inspector no fue consciente de lo que el papelito significaba hasta encontrarse en el coche que lo conducía hasta Viajes Temporales Murray.

La primera vez que Garrett cruzó el umbral de su sede lo había hecho con las rodillas temblorosas y los ahorros que le había dejado su padre transformados en algo escapado de un sueño: un billete hacia el futuro, hacia el año 2000. Esta vez, sin embargo, lo hizo con paso decidido, aunque lo que llevaba en el bolsillo de su chaqueta era algo igual de increíble, una orden que sonaba a magia porque, bien mirado, había sido expedida para arrestar a un fantasma. Y Garrett estaba seguro de que, si los viajes temporales se convertían en algo cotidiano, solo sería la primera de una larga lista de órdenes similares que permitirían a los agentes de policía efectuar detenciones en las distintas épocas del tiempo, siempre que los delitos se produjesen en el mismo espacio: la ciudad de Londres. Al garabatear su desaliñada rúbrica en el papelito que llevaba en el bolsillo, el Primer Ministro, probablemente sin ser consciente de ello, había dado un paso histórico, inaugurado una nueva época. Tal y como sospechaba Garrett, eran la ciencia y sus frutos delirantes los que marcaban el compás de la melodía que el hombre debía bailar.

Pero esa orden iba a permitirle, también, ciertas libertades en el espacio. Por ejemplo, no tener que pudrirse en ninguna salita esperando a que Gilliam Murray, aquel hombre tan ocupado, pudiera recibirlo. Investido del poder del papelito que llevaba en el bolsillo, Garrett sorteó a las secretarias que custodiaban la intimidad de Murray, subió las escaleras que llevaban a la primera planta desoyendo sus requerimientos, atravesó el largo pasillo cargado de relojes e irrumpió en el despacho del empresario como una aparición, seguido de un rebaño de resoplantes secretarias. Gilliam Murray se encontraba tumbado sobre la alfombra, jugando con un perro enorme. Le dedicó una mirada un tanto molesta al verlo presentarse sin llamar, pero Garrett no se dejó amedrentar. Sabía que su conducta estaba más que justificada.

—Buenos días, señor Murray. Soy el inspector Colin Garrett, de Scotland Yard —se presentó—. Perdone que irrumpa de este modo en su despacho, pero necesito hablar con usted urgentemente.

Murray se levantó muy despacio, estudió al inspector con recelo y finalmente despidió a las secretarias con un distraído gesto de la mano.

—Los asuntos de los que usted se ocupa son importantes por definición, inspector, no ha de disculparse por presentarse de este modo —dijo, ofreciéndole una butaca, mientras él calzaba su enorme corpachón en la que se hallaba enfrente.

Una vez sentados, Gilliam tomó una pequeña caja de madera que se encontraba sobre la mesita que separaba ambos sillones, la abrió y le ofreció tabaco a Garrett, todo ello con unos modales bruscamente amables que contrastaban con su frialdad anterior. El inspector rechazó cortésmente el tabaco, sonriendo para sí ante el súbito cambio de actitud del empresario, quien en cuestión de segundos había debido de calibrar los pros y los contras de desairar a un inspector de Scotland Yard, resolviendo que era mucho más conveniente rendirle aquella almibarada pleitesía. Gracias a eso, ahora Garrett estaba sentado en una cómoda butaca, y no en el escabel que había junto a ella.

—No soporta el humo, ¿eh? —dijo Gilliam, devolviendo la caja a la mesita, y tomando una botella de cristal tallado que contenía un extraño líquido negruzco, el cual sirvió en dos copas—. Entonces quizás pueda ofrecerle algo de beber.

Garrett tomó la copa que le tendió el empresario con cierto recelo ante el oscuro brebaje que contenía, pero este le animó a beber con una sonrisa, al tiempo que le propinaba un sorbo a la suya. Garrett lo imitó, y sintió cómo el extraño liquido descendía por su garganta irritándola a su paso, hasta tal punto que notó cómo en los ojos le florecían un par de lágrimas.

—¿Qué es esto, señor Murray? —preguntó, desconcertado, sin poder disimular un intempestivo eructo—. ¿Se trata de alguna bebida del futuro?

—Oh, no, inspector. Es un tónico reconstituyente que está causando furor en los Estados Unidos. Lo ha inventado un farmacéutico de Atlanta a base de mezclar hojas de coca y semillas de cola. Algunos, como yo, lo beben añadiéndole un poco de soda. Imagino que pronto se importará a nuestro país.

Garrett depositó la copa en la mesita, sin querer darle ningún trago más.

—Tiene un sabor curioso. Supongo que a la gente le costará acostumbrarse —profetizó, por decir algo.

Gilliam asintió con una sonrisa, apuró su copa y preguntó, visiblemente ansioso por congraciarse con él:

—Dígame inspector, ¿disfrutó de su viaje al año 2000?

—Mucho, señor Murray —respondió Garrett con sinceridad—. Y quisiera aprovechar para decirle que apoyo plenamente su proyecto, pese a lo que escriben algunos periódicos sobre lo inmoral que resulta ver un tiempo que no nos pertenece. Yo poseo una mente abierta, y el viaje temporal es algo que me resulta enormemente atractivo. Espero con verdadera ansia que pronto pueda habilitar nuevas rutas a otras épocas. El empresario le agradeció los comentarios con una tímida sonrisa, adoptando sobre la butaca una postura de tranquila expectación, con la que sin duda invitaba al inspector a desvelarle el motivo de su visita. Garrett se aclaró la garganta y abordó la cuestión sin mayores dilaciones:

—Vivimos tiempos fascinantes, señor Murray, pero también tremendamente inestables —dijo, iniciando el pequeño preámbulo que había ensayado—. La ciencia manda, y los hombres hemos de adaptarnos a ella. Especialmente, hemos de adaptar nuestras leyes, que deben amoldarse a la nueva faz del mundo si quieren resultar útiles. Y en el asunto de los viajes temporales, con mayor razón. Nos encontramos en los albores de un extraordinario descubrimiento que sin duda redefinirá el mundo tal y como lo conocemos, y cuyos riesgos son imprevisibles, o cuanto menos muy difíciles de calcular. Y es justamente de esos riesgos de los que vengo a hablarle, señor Murray.

—Estoy absolutamente de acuerdo con usted, inspector —convino el empresario—. La ciencia volverá el mundo irreconocible, lo que nos obligará a modificar nuestras leyes, y posiblemente también muchos de nuestros principios, como ya lo está haciendo el viaje temporal. Pero, dígame, ¿cuáles son esos riesgos de los que quiere hablarme? Le confieso que ha logrado despertar mi curiosidad.

Garrett se incorporó ligeramente en el asiento y volvió a aclararse la garganta.

—Hace dos días —dijo—, la policía de la City encontró el cadáver de un hombre en Manchester Street, en el barrio de Marylebone. Se trataba de un mendigo, pero la herida que le había causado la muerte era tan extraña que nos traspasaron el caso a nosotros. La herida consiste en un agujero enorme en mitad del pecho, un agujero de treinta centímetros de diámetro que lo atraviesa limpiamente de lado a lado, cuyos bordes se hallan carbonizados. Entre nuestros forenses reina el más absoluto desconcierto. Todos aseguran que no existe un arma capaz de causar una herida semejante.

Tras decir aquello, Garrett realizó una pausa de efecto, antes de añadir, observando al empresario con gravedad:

—Al menos, no aquí. No en nuestro presente.

—¿Qué quiere decir, inspector? —preguntó Murray con una despreocupación que no casaba con su manera de agitarse en la butaca.

—Que los forenses tienen razón —contestó Garrett—, y esa arma aún no ha sido inventada. Pero yo la he visto, señor Murray. ¿Adivina dónde?

Gilliam no respondió, limitándose a observarlo con cautela.

—La he visto en el año 2000.

—¿De veras? —musitó el empresario.

—Sí, señor Murray. Estoy seguro de que esa herida solo puede causarla el arma que usan el bravo capitán Shackleton y sus hombres. Ese rayo calórico capaz de abrir un agujero en una armadura de hierro forjado.

—Comprendo… —murmuró Gilliam como para sí, perdiendo la mirada en el vacío—. El arma de los soldados del futuro, claro.

—En efecto. Creo que alguno de ellos, posiblemente Shackleton, realizó el viaje inverso escondido en el Cronotilus sin que usted se percatase, y ahora se encuentra aquí, en nuestra época, en nuestras calles. No sé por qué ha asesinado a ese mendigo, ni tampoco dónde se esconde ahora, pero eso carece de importancia: no pienso perder el tiempo buscándolo por todo Londres cuando sé exactamente dónde encontrarlo —sacó un documento del bolsillo interior de su chaqueta y se lo tendió al empresario—. Esto es una orden del Primer Ministro autorizándome a detener al asesino el 20 de mayo del año 2000, antes incluso de que cometa su crimen, por lo que necesitaría viajar junto con dos de mis agentes en la expedición que tendrá lugar la próxima semana. Una vez en el futuro, nos separaremos del resto de los pasajeros y nos dirigiremos a espiar el regreso de los pasajeros de la segunda expedición, para detener discretamente a quien se esconda en el Cronotilus, sea quien sea.

Tras decir aquello, el inspector reparó en algo que antes se le había pasado por alto: si se escondía para aguardar el regreso de la segunda expedición, tendría que verse a sí mismo. Solo esperaba que eso no le causase la misma repulsión que la sangre. Observó a Murray, que estudiaba la orden con suma atención. El empresario permaneció tanto tiempo en silencio que a Garrett le pareció que incluso estaba calibrando la consistencia del papel.

—Y no se preocupe, señor Murray —se vio obligado a añadir—, si finalmente el asesino es el capitán Shackleton, al detenerlo después del duelo con Salomón, mi intervención no alterará el desenlace de la guerra, que seguirá siendo favorable a la raza humana, y su espectáculo tampoco se verá afectado.

—Entiendo —murmuró Gilliam sin levantar la vista del documento.

—¿Puedo contar entonces con su colaboración, señor Murray?

Gilliam alzó lentamente el rostro, y observó al inspector con una mirada que, por unos segundos, a Garrett se le antojó despectiva, pero comprendió que se había equivocado en su apreciación al ver cómo el empresario le ofrecía enseguida una amplia sonrisa, antes de contestar:

—Por supuesto, inspector, por supuesto. Cuente con tres asientos en la próxima expedición.

—Muchas gracias, señor Murray.

—Ahora, si me disculpa —dijo el empresario levantándose y devolviéndole el documento—, tengo mucho trabajo.

—Naturalmente, señor Murray.

Algo sorprendido por la atropellada forma con la que el empresario había dado por finalizada la entrevista, Garrett se levantó de la butaca, volvió a agradecerle su colaboración, y abandonó su despacho. Mientras recorría el largo pasillo repleto de relojes una sonrisa fue desperezándose en sus labios. Emprendió el descenso de las escaleras de excelente buen humor.

—Epiplón, bazo, riñón izquierdo, cápsula suprarrenal, vejiga urinaria, próstata… —canturreó.


 

XXXVI

Ni sentir sobre la piel la deliciosa brisa que anuncia el verano, ni acariciar otro cuerpo, ni beber whisky escocés en la bañera hasta que se enfríe el agua ni, en fin, cualquier otro placer que se le ocurriese, proporcionaba a Wells un bienestar mayor que el que sentía cada vez que ponía el punto y final a una novela. Ese acto culminatorio siempre le anegaba por dentro de una embriagadora satisfacción, de un arrebato de felicidad que nacía de la certeza de que nada de lo que pudiera realizar en la vida podría complacerle más que escribir una novela, por mucho que la escritura en sí le resultara una labor aburrida, engorrosa e ingrata, pues Wells era de esa clase de escritores que odian escribir pero a los que les encanta «haber escrito».

Extrajo el último folio del rodillo de su máquina de escribir Hammond, lo colocó sobre la pila y posó su mano sobre ella, con la misma sonrisa de triunfo con la que un cazador apoyaría su bota sobre la cabeza de un león, porque para Wells el acto de la escritura se asemejaba mucho a una lucha, a una encarnizada batalla contra una idea que se resistía a ser atrapada. Una idea que él mismo había concebido, por otro lado; y eso era quizás lo más frustrante de todo, la distancia que siempre mediaba entre el resultado obtenido con su esfuerzo y el objetivo que, si bien de un modo más inconsciente que voluntario, se había marcado de antemano. La experiencia le había enseñado que lo que uno lograba acarrear hasta el papel no era más que un pálido reflejo de lo que había imaginado, así que había aprendido a conformarse con que este fuera la mitad de bueno que el original, la mitad de aceptable que esa novela perfecta e inaprensible que le había servido de guía y que imaginaba latiendo burlona detrás de cada libro como una sombra fantasmal. Sea como fuere, ahí tenía el esfuerzo de los últimos meses, se dijo; y ver encarnado en algo palpable lo que hasta el momento de poner el último punto no era más que una hipótesis nebulosa, resultaba impagable. Mañana se la entregaría a Henley y podría olvidarse de ella.

Pero esas dudas nunca venían solas. Nuevamente, ante aquella pila de cuartillas mecanografiadas, Wells se preguntó si había escrito lo que se suponía que debía escribir. ¿Era aquella novela una de las obras que tenían que figurar en su bibliografía o había sido un accidente casual? ¿Escribir una novela u otra, dependía de él o era también competencia del azar que regía la vida del hombre? Eran demasiadas preguntas, aunque una de ellas lo mortificaba especialmente: ¿existía en algún rincón de su cabeza una novela que le permitiría dar todo lo que verdaderamente llevaba dentro? Le atormentaba la posibilidad de descubrirlo demasiado tarde: que en su lecho de muerte, antes de exhalar su último suspiro, surgiese del fondo de su mente, como un pecio que sale a flote a la superficie del océano, el argumento de una novela extraordinaria que ya no tendría tiempo de escribir. Una novela que siempre había estado allí, aguardándolo, llamándolo sin éxito entre el ruido, y que moriría con él porque nadie más podría escribirla, porque era como un traje confeccionado con sus medidas. No conocía mayor miedo, peor maldición.

Sacudió la cabeza, espantando aquellas molestas dudas, y consultó el reloj. Ya era más de la medianoche, por lo que podía anotar en la página final de la novela, junto a su rúbrica, la fecha del 21 de noviembre de 1896. Una vez escrita, sopló amorosamente sobre la tinta, se levantó de la silla y tomó el quinqué. Tenía la espalda dolorida y se sentía terriblemente cansado, pero no se dirigió al dormitorio, desde donde le llegaba la acompasada respiración de Jane. Hoy no tendría tiempo de dormir: le esperaba una noche verdaderamente agitada, se dijo con una leve sonrisa amueblándole los labios. Cruzó el pasillo guiándose con la lámpara, esparciendo en el aire el susurro afelpado de sus zapatillas, y emprendió la subida de las escaleras del desván evitando hacer crujir los peldaños.

Y allí arriba, esperándolo, reluciente y hermosa, iluminada por el resplandor fantasmagórico de la luna que se filtraba por la ventana abierta, estaba la máquina. Se había acostumbrado a aquel ritual secreto, aunque no sabía decir con exactitud qué era lo que le gustaba de esa travesura tan inofensiva y absurda, consistente en sentarse en la máquina mientras su mujer dormía. Tal vez fuera que, a pesar de saber que no era más que un sofisticado juguete, sentado en ella no podía evitar sentirse especial. Quienes la habían construido habían cuidado hasta el último detalle: la máquina quizás no pudiese viajar en el tiempo pero, gracias a unas oportunas ruedecillas, en su panel de mandos podía cifrarse cualquier fecha, las ficticias metas de aquellas travesías imposibles por el tejido del tiempo.

Hasta el momento, Wells se había limitado a fijar en el panel los años más remotos del futuro, incluyendo el año 802.701, el mundo de los elois y los morlocks. Había ahondado tanto en el mañana que la vida tal y como la conocía podía ser algo absolutamente desconocido, dolorosamente incomprensible, incluso, y había cifrado también épocas del pasado que le hubiese gustado conocer, como la época de los druidas. Pero esta noche, con una sonrisa irónica en los labios, hizo que los números del panel marcasen el 20 de mayo del año 2000, la fecha que ese embaucador de Gilliam Murray había escogido para situar la batalla más importante de la raza humana, aquella pantomima que para su asombro toda Inglaterra se había tragado, gracias en parte a su libro. Le pareció irónico que él, el autor de una novela sobre los viajes en el tiempo, fuese el único que creyese que aquello era imposible. Había hecho soñar a toda Inglaterra, pero él era inmune a su propio sueño.

¿Cómo sería realmente el mundo dentro de un siglo?, se preguntó. ¿Cuál sería el verdadero rostro del futuro? Le habría gustado poder viajar al año 2000 no solo por el placer de conocerlo, sino también con el propósito de tomar algunas fotografías con una de esas cámaras de moda y volver para mostrarles a los incautos que hacían cola en las empresas Murray cómo era el auténtico futuro. Se trataba de un deseo imposible, evidentemente, pero no por ello iba a dejar de fingir que podía llevarlo a la práctica, se dijo, recostándose en el sillón y bajando solemnemente la palanca de la máquina sintiendo al instante el excitante cosquilleo que inevitablemente le recorría el cuerpo cada vez que realizaba aquel gesto.

Pero esta vez, para su sorpresa, cuando la palanca completó el recorrido, una oscuridad repentina devoró el desván. Los flecos de luna que se filtraban por la ventana parecieron replegarse, abandonándolo en una compacta negrura. Antes de que pudiese comprender qué demonios estaba sucediendo, lo asaltó una terrible sensación de caída, acompañada de un súbito mareo. Se sintió levitar, flotar a la deriva en una suerte de nada oscura que bien podría ser el universo mismo. Y mientras la consciencia se le desbarataba, lo único que acertó a pensar fue que, o estaba sufriendo un infarto o, después de todo, estaba viajando al año 2000.

Volvió en sí con trabajosa lentitud. Tenía la boca seca Y sentía una extraña pesadez en todo el cuerpo. Cuando la vista se le aclaró, descubrió que estaba tumbado en el suelo, pero no se trataba del suelo del desván, sino de un erial de piedras y cascotes. Desconcertado, se incorporó con dificultad, comprobando con fastidio cómo le asaltaban terribles punzadas cada vez que movía la cabeza. Por el momento, decidió permanecer sentado en el suelo. Desde allí paseó una mirada incrédula por el paisaje en ruinas que lo rodeaba.

Se encontraba en una ciudad minuciosamente devastada. ¿Se trataba del Londres del futuro?, se preguntó, ¿había viajado realmente al año 2000? De la máquina del tiempo no había el menor rastro, como si los morlocks la hubiesen hecho desaparecer en el interior de la esfinge. Tras la meticulosa inspección, creyó llegado el momento de alzarse sobre sus piernas, algo que hizo trabajosamente, cual primate de Darwin acortando la distancia que lo separaba del Hombre, y comprobó con alivio que no tenía nada roto, aunque todavía lo embargaba un desagradable mareo. ¿Era aquel vértigo uno de los efectos de haber cruzado un siglo en su carroza temporal? El cielo estaba cubierto de una espesa niebla que sumía el mundo en un crepúsculo macilento, un crespón de humo impenetrable tejido por las decenas de incendios que se apreciaban en el horizonte. En aquella desolación casi consideró obligada la presencia de los bulliciosos cuervos que sobrevolaban en círculos por encima de su cabeza. Uno de ellos descendió a tierra muy cerca de donde él se hallaba, y se aplicó a picotear con tozudez entre los escombros, produciendo un repiqueteo macabro.

Al fijarse con más detenimiento, Wells observó espantado que el pico del pájaro se afanaba en perforar un cráneo humano. El descubrimiento le hizo retroceder un par de pasos, un movimiento reflejo demasiado temerario para el lugar en el que se hallaba. Al instante siguiente sintió cómo el suelo cedía bajo sus pies, y comprendió demasiado tarde que se había despertado cerca del borde de una pequeña colina, por la cual rodaba ahora para su desgracia. Aterrizó con un golpe seco, envuelto en una densa polvareda que le penetró en los pulmones, obligándole a toser repetidas veces. Un tanto irritado consigo mismo por su torpeza, Wells volvió a incorporarse. Afortunadamente tampoco esta vez se había roto ningún hueso, aunque su pantalón había sufrido varios desgarrones, uno de los cuales, para terminar de redondear su humillación, dejaba al aire parte de su escurrida y blanquecina nalga izquierda.

Wells agitó la cabeza. Qué más podía pasarle, se preguntó, espantando a manotazos el polvo que lo envolvía. Cuando este se disipó, el escritor se quedó muy quieto, contemplando estupefacto las siluetas que el cortinaje de polvo había comenzado a desvelar. Ante él, contemplándolo en un inquietante silencio, descubrió un ejército de autómatas. Eran al menos una decena, y todos permanecían en la misma actitud hierática y sobrecogedora, incluido el que se hallaba algo adelantado de los demás, que estaba tocado por una incongruente corona dorada. Parecía como si hubiesen detenido su marcha al verlo caer desde lo alto. Al comprender dónde se encontraba, un miedo atroz le entrelazó las vísceras. Había viajado al año 2000, Y Por increíble que le resultase, el año 2000 era exactamente como Gilliam Murray lo había descrito en su novela pues allí delante de sus narices tenía al mismísimo Salomón, el malvado rey de los autómatas, el responsable de la devastación que le rodeaba. Su destino estaba claro: morir del disparo de un juguete. Allí, en aquel futuro en el que no había querido creer.

—Supongo que en este momento echará de menos al capitán Shackleton, ¿no es cierto?

La voz no surgió del autómata, aunque a estas alturas no le hubiese sorprendido, sino de algún lugar a su espalda. Wells la reconoció enseguida. Hubiera querido no tener que escucharla nunca más, pero de algún modo, tal vez por deformación profesional, sabía que tarde o temprano iba a volver a encontrarse con él: la historia que, a su pesar, ambos protagonizaban necesitaba un desenlace, exigía un final que satisficiera las expectativas de los lectores. Aunque jamás imaginó que dicho encuentro fuera a producirse en el futuro, especialmente porque nunca creyó que pudiera viajarse al futuro. Se volvió con lentitud. A unos metros de él, Gilliam Murray lo contemplaba con una sonrisa entre indulgente y divertida. Vestía un elegante traje malva rematado por un sombrero de copa verde que parecía emparentarlo con esas aves de plumaje fabuloso que pueblan el paraíso bíblico. A su lado, sentado sobre sus patas traseras, había un enorme perro, simplemente dorado.

—Bienvenido al año 2000, señor Wells —lo saludó el empresario con jovialidad—. O quizás debería decir a mi idea del año 2000.

Wells lo contempló con recelo, pero sin dejar de vigilar al grupo de autómatas que posaba ante ellos atareados en una inmovilidad fantasmal, como esperando ser retratados.

—¿Tiene miedo de mis entrañables autómatas? Pero, ¿cómo puede asustarle un futuro tan inverosímil? —preguntó Gilliam con ironía.

Caminando tranquilamente, el empresario se acercó al autómata que lideraba el grupo y, tras dedicarle una sonrisa de complicidad a Wells, como un niño a punto de perpetrar una travesura, apoyó una mano regordeta en su hombro y lo empujó. El autómata se inclinó hacia atrás, chocando ruidosamente contra el que lo seguía, que a su vez tropezó con el que tenía a su lado, y así, poco a poco, empujándose unos a otros, todos fueron desplomándose sobre el suelo. El derrumbe se desarrolló con la intrigante parsimonia de un deshielo. Cuando al fin terminó, Gilliam extendió las palmas de sus manos, como disculpándose por el estruendo…

—Sin nadie que las vista solo son armaduras huecas, meros disfraces —dijo.

El escritor contempló la madeja de autómatas volcados, y luego volvió a mirar a Gilliam, luchando por sobreponerse al vértigo de irrealidad que lo embargaba.

—Lamento haberlo traído contra su voluntad al año 2000, señor Wells —se disculpó el empresario fingiendo un rictus de consternación—. No habría sido necesario si usted hubiese aceptado alguna de mis invitaciones, pero dado que nunca lo hizo, no he tenido otra alternativa. Y no quería que se quedase sin verlo antes de que tuviese que clausurarlo. Por eso tuve que mandar a uno de mis hombres a que lo drogase con cloroformo mientras dormía, aunque según me ha contado, usted emplea las noches para otras cosas. Le dio un buen susto al sorprenderlo entrando por la ventana de su desván.

Esas palabras arrojaron una bienvenida luz en la confusa mente de Wells, permitiéndole atar los cabos necesarios, cosa que el escritor hizo con rapidez. Enseguida comprendió que no había viajado en el tiempo al año 2000, como todo parecía indicar. La máquina que guardaba en el desván seguía siendo un simple juguete, y el Londres ruinoso en el que se hallaban no era más que el gigantesco decorado que Gilliam había construido para engañar al mundo. Probablemente, al verlo entrar en el desván, su esbirro se habría escondido tras la máquina del tiempo y allí habría aguardado sin saber muy bien qué hacer, tal vez considerando la posibilidad de utilizar la fuerza para reducirlo y cumplir la misión que le habían encomendado. Pero por fortuna no había sido necesario recurrir a la innoble violencia, pues él mismo, al sentarse despreocupadamente en el artefacto, le había ofrecido la oportunidad perfecta para usar el pañuelo empapado de cloroformo que debía de tener preparado.