Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 35 страница

—Pero si el agujero les conduce siempre a esta plaza al mismo instante del año 2000… —empezó a decir Wells.

—Cada expedición debería coincidir con todas la anteriores y con todas las posteriores —lo interrumpió Gilliam—. Lo sé, lo sé, es pura lógica. Pero el concepto del viaje en el tiempo es tan novedoso que muy pocos han podido plantearse aún todo lo que supone y las paradojas que puede generar. Si el portal dimensional conduce siempre al mismo instante del futuro, aquí tendría que haber como mínimo un par de Cronotilus, evidentemente, dado que hasta el momento se han realizado al menos dos expediciones. Sin embargo, no todo el mundo repara en eso, señor Wells, como ya le he dicho. De todos modos, en previsión de las preguntas que pudiesen surgir por parte de los más impertinentes, ya me había preocupado de aleccionar al actor que interpretaba al guía para que explicase que, nada más llegar al futuro, y antes de permitir que los pasajeros se apearan del vehículo, conducíamos cada Cronotilus a un lugar diferente, con el propósito de evitar precisamente ese efecto.

El empresario hizo una pausa, por ver si Wells se animaba a hacerle otra pregunta, pero el escritor parecía abismado en un silencio que, a juzgar por la mueca de desvalida pesadumbre que le ensombrecía el rostro, solo podía calificarse de doloroso.

—Y, tal y como sospechaba, en cuanto anuncié en los periódicos mis viajes al año 2000 —decidió continuar Gilliam—, numerosos científicos solicitaron entrevistarse conmigo. Tendría que haberlos visto, señor Wells. Acudían en tropel, exhibiendo sus muecas desdeñosas, esperando que yo les mostrase algún artefacto cuyo funcionamiento pudiesen despedazar. Pero yo no era ningún científico. Yo solo era un honrado empresario que había hecho un descubrimiento fortuito. Tras la entrevista, la mayoría se marchaban indignados, sin conseguir disimular el enojo que les producía haberse tropezado con un modo de viajar en el tiempo que no podían analizar ni, por supuesto, rebatir, porque en la magia se cree o no se cree. Aunque hubo algunos a los que mi explicación les resultó más que convincente, como a su colega el escritor Arthur Conan Doyle. El creador del infalible Sherlock Holmes se ha erigido en uno de mis más esforzados paladines, como sabrá si ha leído alguno de los muchos artículos en los que se dedica a defender mi causa.

—Doyle creería hasta en las hadas —dijo Wells con cierta sorna.

—Es posible. Todos podemos creer cualquier engaño si este resulta lo suficientemente verosímil, como puede ver. Y debo confesarle que las periódicas visitas de nuestros escépticos hombres de ciencia, lejos de molestarme, me procuraron un gran placer. En realidad, las echo de menos, pues, ¿dónde habría podido encontrar un público más atento? Disfrutaba enormemente narrándoles una y otra vez las aventuras de Tremanquai que, como habrá supuesto, eran un velado homenaje por mi parte a mi admirado Henry Rider Haggard, el autor de Las minas del rey Salomón. De hecho, Tremanquai es un anagrama de Quatermain, el apellido de su personaje más conocido, el aventurero que…

—¿Ninguno de esos científicos quiso ver… el agujero? —lo interrumpió Wells, que aún se resistía a aceptar que todo fuese tan fácil.

—Oh, por supuesto que sí. Muchos de ellos no consintieron marcharse sin verlo. Pero eso era algo que ya había previsto. Mi intuición de superviviente me había impulsado a fabricar una enorme caja de hierro forjado idéntica a la que había inventado en mi historia, en la que supuestamente custodiaba el portal dimensional. A aquellos que me exigían verlo, los conducía hasta la caja y les invitaba a pasar a su interior, advirtiéndoles que luego tendría que cerrar la puerta, porque entre otras cosas la función de la caja era evitar que los feroces dragones que habitaban la cuarta dimensión irrumpieran en nuestro mundo. ¿Cree que alguno se atrevió a entrar?

—Supongo que no —respondió Wells con resignación.

—Y está en lo cierto —corroboró el empresario—. En realidad, todo esto se sustenta en una caja vacía donde no se esconde otra cosa que los miedos que llevamos dentro. Resulta tan poético como divertido, ¿no cree?

El escritor sacudió la cabeza, entre apenado y perplejo ante la candidez de sus semejantes, pero sobre todo ante la escasa bizarría que mostraban los científicos, aquellas criaturas medrosas, a la hora de arriesgar sus vidas en una comprobación empírica.

—Bien, señor Wells, así es como llevo a mis clientes al futuro, abandonando la corriente temporal y sumergiéndonos de nuevo en ella por otro sitio, como un salmón remontando un río. La primera expedición fue un rotundo éxito —se enorgulleció el empresario—. Y he de confesarle que yo mismo fui el primer sorprendido de lo efectiva que resultaba mi mentira. Pero, como ya le he dicho, uno solo ve lo que quiere ver. Sin embargo, apenas tuve tiempo de celebrarlo, pues unos días después fui requerido nada menos que por su Majestad. Sí, la mismísima Reina en persona ordenó mi humilde presencia en su palacio. Y mentiría si no le dijese que acudí allí resignado a recibir el castigo que mi osadía merecía, pero para mi sorpresa su Majestad me había mandado llamar con un propósito bien distinto: quería que le organizara un viaje privado al año 2000.

Wells lo contempló boquiabierto.

—Sí, también ella y su Corte querían ver la guerra futura de la que hablaba todo Londres. Como imaginará, la idea no me entusiasmó demasiado, no solo porque tenía que organizarles todo el espectáculo gratis, sino porque dada la importancia de nuestro público este debía realizarse a la perfección, es decir, debía resultar lo más creíble posible. Por suerte, nada salió mal. Creo que incluso hicimos nuestra mejor representación. La cara de tristeza de su Majestad al contemplar este Londres devastado hablaba por sí sola. Pero al día siguiente, volvió a citarme en su palacio. De nuevo imaginé que mi fraude había sido descubierto, y otra vez me invadió el estupor al descubrir que el motivo de aquel segundo requerimiento no era otro que el generoso donativo que su Majestad quería concederme para que pudiera continuar con mis investigaciones. Sí, como lo oye, la Reina estaba dispuesta a financiar mi mentira: quería que siguiese estudiando otros agujeros, que abriese nuevas rutas hacia otros puntos del tiempo. Pero eso no era todo. También quería que le construyera un palacio en la cuarta dimensión, una especie de residencia de verano en la que poder pasar largos periodos, con el propósito de alargar su vida escabulléndose al manoseo del tiempo. Por supuesto, acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer? Aunque aún no he terminado de construir su palacio, naturalmente, ni lo terminaré nunca. ¿Imagina por qué?

—Supongo que porque el ataque de los horrendos dragones que habitan la cuarta dimensión retrasa continuamente las obras —respondió el escritor sin disimular su asco.

—Exacto —corroboró Gilliam con una amplia sonrisa—. Veo que empieza a entender las reglas del juego, señor Wells.

El escritor se negó a reírle la gracia. En vez de eso clavó sus ojos en el perro, que se hallaba a unos pocos metros de donde ellos estaban, hozando tenazmente entre los escombros.

—El hecho de que su Majestad creyera en mi mentira, no solo alegró mi bolsillo, sino que además logró barrer de una sola vez todas mis inquietudes. Al instante dejaron de preocuparme las cartas de los científicos que aparecían regularmente en los periódicos tachándome de embaucador, y a las que, por otro lado, ya nadie prestaba la menor atención. Hasta el malnacido que emporcaba mi fachada de mierda de vaca cada cierto tiempo me irritaba más. En realidad, a esas alturas, solo había una persona capaz de desenmascararme: usted, señor Wells. Pero si no lo había hecho ya, supuse que jamás lo haría. Y debo confesarle que su actitud me pareció digna de admiración, la de un auténtico caballero que sabía reconocer cuándo había perdido la partida.

Empuñando una sonrisa jactanciosa, el empresario reanudó el paseo, invitando a Wells a que lo acompañara con un gesto de cabeza. Abandonaron la plaza caminando en silencio, seguidos por el perro, y se internaron por una de las calles obstruidas de cascotes que la cercaban.

—¿Se ha parado a pensar en la verdadera esencia de todo esto, señor Wells? —inquirió el empresario—. Mírelo de este modo: si en vez de presentar todo esto como el verdadero año 2000, lo hubiese anunciado como la simple representación teatral de una obra de anticipación escrita por mí, no habría cometido ningún delito. Y muchos hubiesen venido a verla igualmente. Pero le aseguro que al volver a sus casas ninguno de los asistentes se sentiría especial, ni vería el mundo desde otra perspectiva. En realidad, lo único que hago es hacerles soñar. ¿No le parece triste que pueda ser castigado por ello?

—Habría que preguntarles a sus clientes si pagarían lo mismo por ver una simple obra de teatro —respondió el escritor.

—No, señor Wells. En eso se equivoca. Lo que realmente habría que preguntarles es si preferirían saber que todo ha sido un fraude y recuperar su dinero, o por el contrario preferirían morir pensando que han conocido el año 2000. Esa es la verdadera pregunta. Y le aseguro que la mayoría escogería no saberlo. ¿Acaso no hay mentiras que hacen la vida más hermosa?

Wells suspiró, pero no quiso reconocer que, en el fondo, Gilliam tenía razón. Al parecer sus congéneres preferían creer que vivían en un siglo donde la ciencia era capaz de llevarlos al año 2000, fuese cual fuese el procedimiento, a vivir en una época de la que no podían fugarse.

—Piense en el joven Harrington, por ejemplo —dijo entonces el empresario con una sonrisa maliciosa—. ¿Se acuerda de él? Si no me equivoco, sigue vivo gracias a una mentira. Una mentira en la que usted accedió a participar.

Wells iba a responderle que había una gran diferencia entre el propósito de una mentira y otra, pero el empresario no se lo permitió, lanzándole con una nueva pregunta:

—¿Sabe que fui yo quien construyó la máquina del tiempo que guarda en su desván, ese juguetito que tanto le gusta?

Esta vez Wells no pudo disimular su asombro.

—Sí, lo hice por encargo de Charles Winslow, el primo del desdichado señor Harrington —confesó divertido Gilliam—. El señor Winslow viajó con nosotros en la segunda expedición, y unos días después se presentó en mi despacho para solicitarme que les organizara a él y a su primo un viaje privado al año 1888, el otoño del terror. No importaba cuánto costara ese viaje, estaban dispuestos a pagar lo que fuese. Pero yo no podía concederle ese capricho, desgraciadamente.

Se habían apartado del trazado de la calle y se aproximaban ahora a una cordillera de cascotes, tras la cual se adivinaba un horizonte de tejados descabalados, ensombrecidos por el puñado de nubes grises que flotaban sobre ellos como una amenaza.

—Aunque el motivo que el señor Winslow tenía para viajar al pasado era tan romántico que me conmovió lo suficiente como para decidirme a ayudarlo —ironizó el empresario, emprendiendo para asombro de Wells la escalada de la colina—. Le expliqué que ese viaje solo podría hacerse con una máquina del tiempo como la de su novela, Y juntos trazamos el plan en el que usted era la última pieza, como bien sabe. Si el señor Winslow lograba convencerle para que usted fingiera disponer de una máquina del tiempo, yo no solo mandaría fabricar un artefacto idéntico al de su novela, sino que incluso le prestaría los actores que necesitaba para encarnar a Jack el Destripador y a la puta que asesinaba. Se estará preguntando por qué lo hice. Supongo que elaborar mentiras crea cierta adicción. Y no le ocultaré que me divertía involucrarlo en una pantomima similar a la que yo había orquestado, señor Wells, para ver si aceptaba participar en ella o no.

Wells apenas podía atender a las palabras de Gilliam. El ascenso de la colina, aparte de requerir de buena parte de su concentración, estaba produciendo en él un efecto desasosegante, pues el lejano horizonte había empezado a aproximárseles, hasta quedar al alcance de su mano. Una vez llegaron arriba, el escritor pudo comprobar que lo que tenían delante no era otra cosa que un muro pintado. Atónito, pasó una mano por el dibujo que había en la pared. Gilliam lo observó con ternura.

—Tras el éxito de la segunda expedición, y pese a que las aguas estaban mucho más calmadas, me hice sin embargo una pregunta: ¿tenía sentido seguir con todo esto cuando ya había demostrado con creces lo que quería? El único motivo que encontré para justificarme a mí mismo todo el esfuerzo que iba a suponerme organizar una tercera expedición —dijo, recordando con disgusto el tono campanudo con el que Jeff Wayne declamaba los diálogos de Shackleton y lo flacucho que se antojaba enarbolando su rifle sobre la piedra—, era el dinero. Pero ya había acumulado más dinero del que podría gastar en una docena de reencarnaciones, así que eso tampoco me servía como excusa. Por otro lado, estaba seguro de que tarde o temprano mis detractores se organizarían de algún modo, y ni siquiera Doyle sería capaz de atajar una ofensiva unánime.

El empresario asió el picaporte de una puerta que surgía de la pared, pero no hizo el menor intento de girarlo. En su lugar se volvió hacia Wells con una mueca compungida.

—Sin duda, lo más sensato era dejarlo —dijo en tono melancólico—, usando para ello el plan que había concebido antes incluso de abrir las puertas de mi empresa: tenía previsto fingir una muerte atroz en la cuarta dimensión, devorado en un descuido por uno de mis dragones inventados, ante las narices de un grupo de empleados que, llenos de desolación, se ocuparían de comunicar la triste noticia a los periódicos. De esa forma, mientras yo empezaba una nueva vida en América bajo otra identidad, Gilliam Murray, el empresario que desveló los misterios del futuro, sería llorado por toda Inglaterra. Sin embargo, pese a tan hermoso colofón, algo me impedía dejarlo, obligándome a seguir con todo esto. ¿Le gustaría saber qué era, señor Wells?

Por toda respuesta, el escritor se encogió de hombros.

—Se lo explicaré lo mejor posible, aunque dudo que pueda entenderlo. Verá, al crear todo esto no solo había demostrado que mi futuro resultaba verosímil, sino que me había convertido en alguien que no era, me había transformado en un personaje de mi propia ficción. Había dejado de ser un pobre constructor de invernaderos. Para usted solo soy un farsante, pero para el resto del mundo soy un monarca del tiempo, un empresario resuelto que ha vivido mil aventuras en África, y que cada noche duerme en un lugar donde no discurre el tiempo junto a su perro mágico. Supongo que no quería cerrar la empresa porque eso significaba volver a ser una persona normal. Terriblemente rica, eso sí, pero también terriblemente normal.

Y tras decir eso, giró el picaporte y penetró en una nube.

Wells le siguió dentro unos segundos después, tras el supuesto perro mágico, para tropezarse con su malhumorado rostro multiplicado en media docena de espejos. Se encontraba en un angosto camerino, atestado de cajas y bastidores, de los que colgaban petos, yelmos y corazas. Desde un rincón, Gilliam lo observaba con una sonrisa serena.

—Y supongo que merezco lo que va a pasarme, si usted no me ayuda —dijo.

Ahí lo tenía al fin. Como Wells sospechaba, Gilliam no se había tomado tantas molestias para traerlo allí con el único propósito de ofrecerle una simple visita turística. No, algo había ocurrido, algo había salido mal. Y ahora Gilliam estaba en apuros. Ahora Gilliam necesitaba su ayuda. Ese era el plato principal, que el empresario había colocado sobre el mantel una vez su invitado se había tragado la guarnición de las explicaciones. Necesitaba su ayuda, sí. Desgraciadamente, el hecho de que el empresario no hubiese dejado en ningún momento de hablarle en aquel tono de superioridad casi paternal indicaba que no iba a rebajarse a pedírsela. Simplemente daba por sentado que iba a obtenerla. Ahora a Wells solo le restaba saber con qué tipo de amenaza la conseguiría.

—Ayer vino a verme el inspector Colin Garrett, de Scotland Yard —le informó el empresario—. Está investigando el caso de un mendigo que ha aparecido asesinado en Marylebone, algo bastante frecuente en ese barrio, por otro lado. Pero lo que hace que este caso sea especial es el arma que su asesino empleó para matarlo. El cadáver muestra un enorme agujero en mitad del pecho, a través del cual se puede ver igual que por una ventana. Es como si hubiese sido expuesto a una especie de rayo calórico. Según los forenses, no existe arma capaz de producir esa herida. Al menos en nuestra época. Lo que ha llevado al joven inspector a sospechar que ese pobre mendigo ha sido asesinado con un arma del futuro, en concreto con uno de los rifles que usan el capitán Shackleton y sus soldados, cuyos devastadores efectos pudo contemplar cuando formó parte de la segunda expedición.

Tomó un rifle de un pequeño armero que había a un lado, y se lo entregó a Wells. El escritor comprobó que la supuesta arma no era otra cosa que un trozo de madera al que se le habían añadido unas cuantas manivelas y clavijas inútiles, siguiendo la misma estrategia que con el tranvía.

—Como ve, es un simple juguete. Las heridas de los autómatas las realizamos con pequeñas cargas ocultas en su propia coraza. Pero para mis clientes, naturalmente, es un arma tan auténtica como poderosa —explicó el empresario, recuperando el falso rifle de manos del escritor y volviéndolo a colocar en el armero, junto a los demás—. En fin, el inspector Garrett cree que alguno de los soldados del futuro, posiblemente el mismísimo capitán Shackleton, se ha desplazado en el tiempo hasta nuestra época, escondido de polizón en el Cronotilus, y no se le ha ocurrido otra cosa que viajar en la tercera expedición con el propósito de detenerlo antes de que eso ocurra, impidiendo de paso el propio crimen. Ayer me mostró una orden del Primer Ministro autorizándolo a detener a un hombre que, desde nuestro punto de vista, aún no ha nacido. El inspector deseaba que le reservara tres plazas en la tercera expedición, para él y dos de sus agentes. Y como comprenderá, no he podido negarme. ¿Con qué excusa iba a hacerlo? Así que dentro de diez días el inspector viajará al año 2000 con la intención de detener a un asesino, pero lo que hará será descubrir el mayor fraude del siglo. Tal vez piense que, dada mi falta de escrúpulos, podría salir del paso entregándole a cualquiera de mis actores, pero para que todo resultara creíble no solo necesitaría fabricar urgentemente otro Cronotilus, sino que debería resolver el engorroso problema de que Garrett se viese a sí mismo formando parte de la segunda expedición. Como ve, se trata de algo demasiado complicado incluso para mí. El único que puede evitar que Garrett viaje al futuro, tal y como tiene previsto, es usted, señor Wells. Necesito que encuentre al verdadero asesino antes de que llegue el día de la tercera expedición.

—¿Y por qué habría de ayudarle? —preguntó Wells en un tono más resignado que desafiante.

Después de todo, esa era la pregunta que dejaría claras las cosas, y ambos lo sabían. Gilliam se acercó a él sonriendo con aterradora tranquilidad, le colocó una mano gordezuela en el hombro y lo condujo con suma delicadeza hacia el otro lado de la habitación.

—He pensado mucho en qué respuesta ofrecer a esa pregunta, señor Wells —dijo con suavidad, casi con dulzura—. Podría apelar a su piedad. Sí, podría arrodillarme ante usted y suplicarle que me ayudara. ¿Se lo imagina, señor Wells? ¿Me imagina gimoteando como un pobre niñito ante usted, regando sus zapatos con mis lágrimas mientras le grito que no quiero que me ejecuten? Estoy seguro de que eso funcionaría: usted piensa que es mejor que yo y está ansioso por demostrarlo —Gilliam sonrió al tiempo que habría una pequeña puerta e invitaba a Wells a traspasarla con un suave empujoncito—. Pero también podría apelar a su miedo, diciéndole que si no me ayuda seguramente su querida Jane sufra un desagradable accidente en ese paseo en bicicleta que realiza cada tarde por los alrededores de Woking. Estoy seguro de que eso también funcionaría. Sin embargo, apelaré a su curiosidad. Usted y yo somos los únicos que sabemos que todo esto es una gran farsa. O lo que es lo mismo: usted y yo somos los únicos que sabemos que no es posible viajar en el tiempo. Pero alguien lo ha hecho. ¿No siente curiosidad? ¿Va a dejar que el joven Garrett dedique todos sus esfuerzos a perseguir una invención cuando podría haber un auténtico viajero del tiempo recorriendo las calles de Londres?

Gilliam y Wells se miraron en silencio.

—Estoy seguro de que no —concluyó el empresario.

Y tras decir aquello, Gilliam cerró la puerta del futuro y volvió a abandonar al escritor en el 21 de noviembre de 1896. De repente, Wells se encontró en el miserable callejón trasero de Viajes Temporales Murray, un callejón atiborrado de basura entre las que hozaban algunos gatos, con la sensación de que su viaje al año 2000 había sido un sueño. Siguiendo un impulso reflejo, se llevó las manos a los bolsillos de su chaqueta, pero los encontró vacíos: nadie había escondido en ellos ninguna flor.


 

XXXVII

Cuando a la mañana siguiente acudió a verlo a su despacho, el inspector Colin Garrett se le antojó a Wells un muchachito tímido y delicado al que todo parecía quedarle grande, desde la recia mesa sobre la que en aquel momento se hallaba desayunando hasta el terno color tierra que gastaba, pero especialmente los asesinatos, robos y demás delitos que florecían como desagradables abrojos a lo largo de la ciudad. Si él hubiese tenido algún interés por escribir una novela policíaca, del tipo de las que pergeñaba su colega Doyle, por ejemplo, jamás habría descrito a su detective como el jovencito que tenía delante, aquella criaturita enclenque, asustadiza, y sobre todo modelada en una arcilla terriblemente permeable al fervor reverencial de la admiración, como pudo deducir del modo apasionado con el que le estrechó la mano al verlo entrar en su despacho.

Una vez tomó asiento, Wells hizo frente al consabido granizo de elogios referidos a su novela La máquina del tiempo con su habitual rictus de modestia, aunque tuvo que reconocer que el joven inspector coronó su panegírico con un remate ciertamente novedoso.

—Como le he dicho, disfruté enormemente con su novela, señor Wells —dijo, apartando a un lado la bandeja de su desayuno con cierta vergüenza, como si quisiera esconder las huellas de su glotonería—, y lamento lo duro que tiene que ser para usted, y para el resto de los escritores de novelas de anticipación, el hecho de no poder continuar especulando sobre el futuro, ahora que ya sabemos cómo es realmente. De no haber sido así, de haber continuado siendo el futuro algo insondable y misterioso, imagino que este tipo de novelas basadas en cómo será el mañana habrían terminado siendo un género en sí mismas.

—Supongo que sí —concedió Wells, sorprendido de que el joven inspector se hubiese planteado algo que a él ni siquiera se le había pasado remotamente por la cabeza.

Quizás, después de todo, había cometido un error juzgándolo por su aspecto imberbe. Tras el breve intercambio de palabras, ambos se limitaron a contemplarse con un ridículo afecto durante los segundos siguientes, mientras el sol que entraba por el ventanal los bañaba en oro. Hasta que Wells, tras comprobar que el inspector ya había apurado sus elogios, se decidió a abordar la cuestión que lo había traído hasta allí.

—Imagino entonces que, siendo lector de mi obra, no le sorprenderá demasiado el motivo de mi visita, que no es otro que mi interés por el caso del mendigo asesinado —le confesó—. Ha llegado a mis oídos que existe la posibilidad de que el asesino sea un viajero del tiempo y, aunque nada más lejos de mi intención que considerarme una autoridad sobre el tema, creo que puedo serle de utilidad.

Garrett arqueó las cejas, como si no entendiera a qué se refería Wells.

—Lo que intento decirle, inspector, es que he venido a ofrecerle… mi colaboración.

El inspector lo contempló entonces con expresión conmovida.

—Es usted muy amable, señor Wells, pero no será necesario —dijo—. Verá: ya he resuelto el caso.

Tomó un sobre de un cajón y desplegó sobre su mesa, como si de un mazo de naipes se tratara, las fotografías que contenía, todas ellas del cadáver del mendigo. A continuación se las fue mostrando a Wells mientras, en un tono visiblemente excitado, le explicaba pormenorizadamente la cadena deductiva que lo había llevado a sospechar del capitán Shackleton o de alguno de sus soldados. Wells apenas sí le prestó atención, pues el inspector no estaba sino repitiendo lo que ya Gilliam le había contado, pero estudió con sumo interés la curiosa herida que mostraba el cadáver. Él no entendía nada de armas, pero no había que ser un experto en el tema para comprender que aquel espantoso agujero no podía haberlo provocado un arma corriente. Tal y como sostenían Garrett y su equipo de forenses, la herida parecía haber sido causada por un rayo calórico, una especie de corriente de lava dirigida por la mano humana.

—Como ve, no puede existir ninguna otra explicación —concluyó Garrett con una sonrisa satisfecha, volviendo a guardarlo todo dentro del sobre—. En realidad, no estoy sino haciendo tiempo hasta que llegue el día de la tercera expedición. Esta mañana Por ejemplo, he mandado a un par de agentes al escenario del crimen por pura rutina.

—Comprendo —dijo Wells, intentando disimular su abatimiento.