Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 36 страница

¿Cómo podía hacer para convencer al inspector de que investigase en otra dirección sin revelarle que el capitán Shackleton no era ningún hombre del futuro, que el mismísimo año 2000 era un simple decorado hecho con cascotes de demoliciones? Si no lo lograba, probablemente Jane moriría. Se esforzó en contener un suspiro para ocultar al inspector su pesadumbre.

En ese instante, un agente abrió la puerta del despacho y requirió la presencia de Garrett. El muchacho se disculpó y salió al pasillo, para enhebrar con su agente una conversación que a Wells le llegó en forma de rumor indescifrable. La conversación duró un par de minutos, tras los cuales Garrett regresó a su despacho de visible malhumor, sacudiendo en su mano derecha un papelito.

—La policía de la City está formada por un atajo de incompetentes —gruñó, para asombro de Wells, que no imaginaba que en aquel muchachito delicado pudiera prender una indignación semejante—. Uno de mis agentes acaba de descubrir en el lugar del crimen una pintada en la pared que a esos imbéciles se les pasó por alto.

Wells lo observó leer la nota en silencio varias veces, apoyado sobre el borde de su mesa y meciendo la cabeza con infinito disgusto.

—Aunque lo cierto es que su presencia aquí no puede resultarme más oportuna, señor Wells —dijo al fin, sonriendo al escritor—. Yo diría que esto parece el fragmento de una novela.

Wells arqueó las cejas y tomó la nota que le tendió Garrett, en la que estaba escrito lo siguiente:

El desconocido llegó a pie desde la estación de ferrocarril de Bramblehurst un día invernal de principios de febrero, abriéndose paso a través de un viento cortante y de espesos copos de nieve.

Tras leer la nota, el escritor alzó la vista hacia el inspector, que lo miraba a su vez.

—¿Le dice algo ese texto, señor Wells? —inquirió.

—No —respondió el escritor sin dudarlo.

Garrett recuperó la nota de manos de Wells y volvió a leerla, meciendo de nuevo la cabeza como el péndulo de un reloj.

—A mí tampoco —reconoció—. ¿Qué pretenderá Shackleton con esto?

Tras lanzar aquella pregunta al aire, el inspector pareció abismarse en sus reflexiones, momento que Wells aprovechó para levantarse.

—Bueno, inspector —dijo—, no le molesto más. Le dejo con sus acertijos.

Garrett volvió en sí y estrechó la mano de Wells.

—Gracias, señor Wells. Le llamaré si le necesito.

Wells asintió y abandonó su despacho, dejando a Garrett cavilando en precario equilibrio sobre el pico de su mesa. Recorrió el pasillo, bajo las escaleras, salió de la comisaría y subió al primer coche que encontró casi sin ser consciente de ello, moviéndose como un sonámbulo o un hipnotizado o, por qué no, un autómata. Durante el trayecto en coche hasta Woking no se atrevió a mirar por la ventanilla una sola vez por temor a que alguien, un desconocido cualquiera que caminara por la acera o un labriego que descansara al borde del camino, le devolviera una mirada significativa que lo inundara de terror. Cuando llegó a su casa, descubrió que las manos le temblaban. Se internó por el pasillo sin ni siquiera avisar a Jane de su llegada, y entró en la cocina. Sobre la mesa estaba la máquina de escribir y el manuscrito de su última novela, a la que había titulado El hombre invisible. Increíblemente pálido, Wells se sentó a la mesa y posó la mirada en la primera página del manuscrito que acababa de terminar el día anterior y que nadie más que él había leído. La novela comenzaba con la siguiente frase:

El desconocido llegó a pie desde la estación de ferrocarril de Bramblehurst un día invernal de principios de febrero, abriéndose paso a través de un viento cortante y de espesos copos de nieve.

Había un auténtico viajero del tiempo. E intentaba comunicarse con él.

Eso fue lo que pensó Wells cuando al fin logró emerger de su aturdimiento, y no sin razón. ¿Con qué otro propósito si no habría el viajero escrito en aquella pared el comienzo de El hombre invisible, una novela que aún no había sido publicada en su época, una novela que en ese momento, nadie más que él sabía que existía? Usar un arma desconocida para segar la vida de un mendigo tenía como función llamar la atención de la policía, distinguir aquel asesinato de los muchos otros que se perpetraban a diario en la ciudad, eso era evidente, pero el fragmento de su novela que había aparecido en la escena del crimen era un mensaje que solo podía estar dirigido a él. Y por mucho que pensara que la insólita herida que traspasaba el pecho del mendigo pudiera haber sido infligida con algún instrumento de su presente en el que ni Garrett ni los forenses habían caído aún, era evidente que nadie podía conocer el comienzo de su novela, salvo un hombre que proviniese del futuro, lo cual despejaba todas las dudas que a Wells pudieran quedarle de estar tratando con un viajero temporal. Al ser consciente de eso, el escritor sintió un estremecimiento en todo su cuerpo, provocado no solo por el repentino descubrimiento de que los viajes en el tiempo, que siempre había considerado mera fantasía, eran posibles, o mejor dicho, serían posibles en el futuro, sino también por el hecho de que, por algún oscuro motivo que prefería ignorar, aquel viajero del tiempo, fuese quien fuese, estaba tratando de ponerse en contacto con él.

Estuvo toda la noche dando vueltas en la cama, atemorizado por la desagradable sensación de saberse vigilado, y tratando de decidir si debía contarle todo aquello al inspector Garrett o eso enfadaría al viajero del tiempo. Para cuando amaneció aún no había tomado ninguna decisión al respecto. Afortunadamente tampoco hizo falta, pues enseguida se detuvo ante su casa un carruaje oficial de Scotland Yard. Garrett había enviado a un agente a buscarlo: había aparecido otro cadáver.

Sin desayunar y vestido con un abrigo sobre la camisa de dormir, Wells se dejó llevar hasta la metrópoli en estado de aturdimiento. El coche se detuvo en Portland Street, donde lo esperaba Garrett, enclenque y desvalido en el epicentro de un impresionante aparato policial. Wells contó más de media docena de agentes, que se esforzaban en preservar la escena del crimen frente a los numerosos curiosos que pululaban por allí, entre los cuales distinguió al menos a un par de periodistas.

—Esta vez la víctima no es un mendigo —le informó el inspector tras estrecharle la mano—, sino el propietario de una taberna cercana, un tal Terry Chambers. Aunque no hay la menor duda de que ha sido asesinado con la misma arma.

—¿Ha dejado el asesino algún otro mensaje? —preguntó Wells con un hilito de voz, evitando a duras penas el impulso de añadir «para mí».

Garrett asintió sin poder disimular su disgusto. Era evidente que el joven inspector habría preferido que el capitán Shackleton se hubiese buscado un entretenimiento menos peligroso hasta que él pudiera viajar al año 2000 para arrestarlo. Visiblemente abrumado por todo aquel circo, condujo a Wells a la escena del crimen, abriéndose paso a través del cordón policial. El tal Chambers estaba sentado contra la pared, algo ladeado, con un agujero humeante en mitad del pecho que permitía ver el muro que lo sostenía. Sobre su cabeza, en la pared, alguien había garrapateado un texto. Con el corazón encabritado, y tratando de no pisar al tabernero, Wells se inclinó para leerlo:

Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana.

Al comprobar que la frase no pertenecía a su novela, Wells dejó escapar un suspiro donde se mezclaban el alivio y la decepción. ¿Se trataba de un mensaje dirigido a otro escritor? Era lógico pensar que sí, y estaba seguro de que aquella frase, por otro lado terriblemente anodina, era el comienzo de una novela que su autor todavía no había publicado. Probablemente acabara de concluirla recientemente. Al parecer, el viajero del tiempo no solo pretendía comunicarse con él, sino también con alguien más.

—¿Le dice algo ese texto, señor Wells? —preguntó esperanzado Garrett.

—No, inspector. Pero le sugiero que lo publique en prensa. Está claro que el asesino nos está proponiendo algún tipo de acertijo, y los ojos de todo el país ven más que dos —sugirió, consciente de que debía hacer todo lo posible para que aquel mensaje llegara a su destinatario.

Mientras el inspector se arrodillaba para examinar con detenimiento el cadáver, Wells paseó una mirada distraída por la multitud que se amontonaba tras el cerco policial. ¿Qué querría el viajero del tiempo de dos escritores del siglo XIX?, se preguntó. De momento lo ignoraba, pero no albergaba la menor duda de que pronto lo descubriría. Era cuestión de esperar. Por ahora era el viajero quien movía las piezas.

Al volver a la realidad se encontró, de repente, contemplando a una muchacha que lo observaba a su vez. Se trataba de una joven de poco más de veinte años, delgada, pálida y de cabello rojizo, que lo miraba con una intensidad que se le antojó fuera de lugar. Llevaba un vestido corriente, cubierto con una capa, pero había algo extraño en ella, en la expresión de su rostro y en su forma de mirarlo, algo que no lograba definir con palabras pero que la distinguía del resto del grupo.

Sin saber por qué, Wells se encaminó hacia ella. Para su sorpresa, su impulsivo gesto asustó a la muchacha, que enseguida se volvió y desapareció entre el gentío, con su cabello ondeando en la brisa como una llamarada. Cuando el escritor logró abrirse paso a través de la multitud, ya no había rastro alguno de ella. Miró en todas direcciones, pero no la encontró. Parecía como si se hubiese volatilizado en el aire.

—¿Le ocurre algo, señor Wells?

El escritor se sobresaltó involuntariamente al escuchar la voz del inspector, que había acudido a su lado probablemente intrigado por su extraño comportamiento.

—¿La ha visto, inspector? —le preguntó, sin dejar de escrutar ansiosamente la calle—. ¿Ha visto a la muchacha?

—¿A qué muchacha se refiere? —preguntó el joven, desconcertado.

—Estaba aquí, entre la gente. Y había algo en ella…

Garrett lo observó con curiosidad.

—¿Qué quiere decir, señor Wells?

El escritor iba a responderle, pero descubrió que no sabía cómo explicarle la extraña impresión que la muchacha le había causado.

—Yo… ¡Olvídelo, inspector! —respondió, encogiéndose resignadamente de hombros—. Probablemente sea alguna antigua alumna, por eso me ha resultado familiar…

Garrett asintió, no demasiado convencido. Estaba claro que encontraba raro su comportamiento. Aun así le hizo caso y al día siguiente ambos textos, tanto el suyo como el del autor desconocido, se publicaron en todos los periódicos de Londres. Y si sus sospechas eran ciertas, aquella información le habría arruinado el desayuno a alguno de sus colegas. Wells no sabía quién sería el escritor que en aquel momento estaría siendo invadido por el mismo pánico que él llevaba incubando desde hacía dos días, pero descubrir que no era el único interlocutor del viajero del tiempo le producía un leve sosiego. Ya no se sentía solo en aquello, ni sentía la menor urgencia por saber qué quería de ellos el viajero. Estaba seguro de que el acertijo aún no estaba completo.

Y no se equivocó.

Para cuando a la mañana siguiente apareció en su puerta el carruaje de Scotland Yard, Wells se encontraba sentado en los escalones del porche, vestido y desayunado. El tercer cadáver era el de una costurera llamada Chantal Ellis. El inopinado cambio de género en la víctima desconcertó al inspector Garrett, pero no a Wells, que sabía que los cadáveres no tenían la mayor importancia, pues solo eran simples pizarritas donde el viajero del tiempo escribía sus mensajes. La frase que esta vez había escrito en la pared de Weymouth Street, sobre la que había dejado recostada a la desafortunada señora Ellis, era la siguiente:

La historia nos había mantenido alrededor del fuego lo suficientemente expectantes, pero fuera del innecesario comentario de que era horripilante, como debía serlo por fuerza todo relato que se narrara en vísperas de Navidad en una casa antigua, no recuerdo que produjera comentario alguno aparte del que hizo alguien para poner de relieve que era el único caso que conocía en que la visión la hubiese tenido un niño.

—¿Le dice algo ese texto, señor Wells? —preguntó sin la menor esperanza Garrett.

—No —respondió el escritor, si bien se abstuvo de añadir que lo intrincado de la prosa le resultaba vagamente familiar, aunque no lograba identificar a su autor.

Y mientras el inspector Garrett se encerraba en la biblioteca de Londres con una docena de agentes, dispuestos a revisar todas las novelas que abastecían sus anaqueles en busca de la que, no sabía con qué oscuro fin, estaba citando supuestamente Shackleton, Wells regresaba a su casa preguntándose cuántos inocentes más habrían de morir antes de que el viajero completara su acertijo.

A la mañana siguiente, sin embargo, no vino a buscarlo ningún carruaje de Scotland Yard. ¿Significaba eso que el viajero ya se había puesto en contacto con todos los escritores que pretendía? La respuesta le aguardaba dentro de su buzón. Allí encontró Wells un mapa de Londres, mediante el cual el viajero les comunicaba el punto de reunión, al tiempo que aprovechaba para alardear de su capacidad para desplazarse por la corriente temporal a su antojo, pues se trataba de un mapa del año 1666, realizado por el grabador checo Wenceslaus Hollar. Wells admiró aquel exquisito trabajo que representaba una ciudad cuya fisonomía ya no era la misma, pues apenas unos meses después sería devorada por el fuego hasta sus cimientos, un fuego que, según recordaba, se había originado en una panadería del centro y, animado por los almacenes de carbón, madera y alcohol vecinos, se había propagado rápidamente, alcanzando la catedral de St. Paul’s y traspasando la muralla romana en la zona de Fleet Street. Pero lo que realmente asombró a Wells no fue eso, sino que el mapa no mostrara el menor efecto de haber tenido que atravesar más de dos siglos para llegar a sus manos. Como un soldado que, al cruzar un río, levanta sobre la cabeza su rifle, el viajero había protegido aquel mapa del paso del tiempo, indultándolo del sigiloso roce de los años, de las garras amarillas de las décadas Y del manoseo de usurero de las centurias.

Una vez se repuso de su sorpresa, Wells observó el círculo que marcaba la Plaza Berkeley, junto al que aparecía anotado el número cincuenta. Aquel era sin duda el lugar de la cita, el sitio donde debían acudir los tres escritores para encontrarse con el viajero. Y tuvo que reconocer que este no podía haber escogido un lugar más apropiado, pues el número cincuenta de la plaza Berkeley estaba considerado como la casa más embrujada de Londres.


 

XXXVIII

La plaza Berkeley era un parque diminuto, excesivamente melancólico para su tamaño, pero que contaba con los árboles más antiguos del centro de Londres. Wells la cruzó con paso casi procesional, saludando con una breve reverencia a la indolente ninfa que el escultor Alexander Munro había aportado a la feroz tristeza del paisaje, y se detuvo ante el inmueble que ostentaba en su fachada el número cincuenta, una modesta construcción que desentonaba con el resto de edificios que circundaban la plaza, diseñados por célebres arquitectos de la época. El inmueble tenía aspecto de llevar varios lustros abandonado, y aunque su fachada no parecía demasiado deteriorada, tanto las ventanas de las plantas superiores como las del sótano estaban cegadas con tablones, una costra de maderas podridas destinadas a preservar de miradas curiosas los oscuros secretos que debían de cocerse en su interior. ¿Había hecho bien viniendo solo?, se preguntó Wells con un temblor involuntario. Quizás debía haber avisado al inspector Garrett, pues no solo iba a encontrarse allí con alguien que no parecía tener demasiados reparos a la hora de asesinar a simples ciudadanos, sino que había acudido a la cita con el ingenuo propósito de atraparlo para ofrecérselo en bandeja al inspector y que este se olvidara de una vez por todas de viajar al año 2000.

Wells observó detenidamente la austera fachada de la que según decían era la casa más encantada de Londres, pensando que no era para tanto. La revista Mayfair había recogido con grandes dosis de sensacionalismo los extraños sucesos que, desde principios de siglo, venían ocurriendo en aquel lugar en el que, al parecer, todo el que se aventuraba acababa muriendo o perdiendo la cordura. Para Wells, que carecía de sensibilidad ultraterrena, no se trataba más que de una larga lista de truculentas zarandajas, de rumores a los que ni siquiera la letra impresa lograba dotar de veracidad, y en la que no faltaban las sirvientas que tras enloquecer eran incapaces de explicar lo que habían visto, ni los marineros que al ser atacados huían arrojándose por la ventana, para quedar ensartados en las picas de la verja que rodeaba el inmueble, ni por supuesto los vecinos insomnes que, durante los periodos en los que la casa se hallaba vacía, afirmaban oír un incesante arrastrar de muebles tras los muros y atisbar extrañas sombras en la ventana. Aquel fárrago de sucesos escalofriantes había otorgado a la casa el rango de lugar maldito, convirtiéndola en la morada de un despiadado espectro, un sitio muy oportuno para que los caballeros del reino demostraran su bravura atreviéndose a pasar una noche allí. En 1840, un aventurero llamado sir Robert Warboys, que había hecho de su escepticismo virtud, aceptó el desafío de sus amigos de dormir en el inmueble por cien guineas. Warboys se encerró allí, armado con una pistola y una cuerda atada a una campanita que colgaba en la planta baja, la cual prometió hacer sonar si se encontraba en apuros, acompañando el juramento con una sonrisa burlona. La campana sonó apenas quince minutos después, seguida de un disparo que rompió la quietud de la noche. Cuando sus amigos acudieron al rescate encontraron al aristócrata muerto, muy rígido sobre la cama y con el semblante deformado en una mueca de pavor. La bala se había incrustado en el piecero de madera, quién sabía si tras atravesar el vaporoso cuerpo del espectro. Treinta años después, cuando para entonces el inmueble había alcanzado un notable prestigio en el catálogo de casas encantadas de Inglaterra, otro valeroso joven, un tal lord Lyttleton, se atrevió a pasar la noche allí, aunque este corrió mejor suerte, pues sobrevivió al ataque del fantasma, al que acertó a disparar con la pistola cargada de monedas de plata con la que había tenido la precaución de irse a la cama. Lord Lyttleton incluso vio caer a tierra a la maligna criatura, aunque en la investigación posterior no se encontró ningún cuerpo en la habitación, como él mismo había contado con manifiesto desconcierto en la famosa revista Notes and queries, que Wells había ojeado divertido tras tropezar con ella en una librería. Los rumores y leyendas tampoco se ponían de acuerdo en el hecho que había dado origen al supuesto fantasma. Los había desde los que aseguraban que el lugar estaba maldito porque allí se habían torturado sin piedad alguna a cientos de niños, hasta los que decían que el espectro era una invención de los vecinos cuyo detonante habían sido los escalofriantes gritos del hermano demente que un antiguo inquilino mantenía encerrado en una de las habitaciones, al que dada su agresividad alimentaba a través de una portilla, o los que sostenían, y esta era la hipótesis preferida de Wells, que el origen del fantasma se encontraba en los obsesivos paseos que un tal Myers realizaba en la oscuridad de la noche, armado con una vela, porque no lograba conciliar el sueño después de que su prometida lo hubiese abandonado días antes de la boda. Desde hacía un par de lustros, en fin, en la casa no había ocurrido ningún otro suceso, por lo que no era descabellado deducir que el espectro había regresado al infierno, tal vez aburrido de tanto jovenzuelo con ganas de demostrar su hombría. Pero el fantasma era lo que menos preocupaba a Wells. Ya tenía demasiados problemas terrenales como para preocuparse también por la fauna del trasmundo.

Miró a uno y otro lado de la calle, pero no se veía un alma y, debido a que la luna se hallaba en cuarto menguante, la negrura de la noche era absoluta, incluso le pareció que mostraba esa viscosidad más propia de las mermeladas que le imponían las novelas góticas. Dado que en la anotación del mapa no se especificaba la hora de la cita, Wells había decidido acudir a las ocho de la tarde por ser la hora que se mencionaba en el segundo fragmento de texto. Esperaba haber acertado y no ser el único en presentarse ante el viajero. Por si acaso, había tenido la precaución de venir armado, aunque como no disponía de ninguna pistola, había traído el cuchillo de cortar la carne, que se había amarrado a la espalda con una cuerda, con el objeto de que el afilado utensilio pasara desapercibido al viajero en el caso de que este decidiera registrarlo. Y de aquella guisa se había despedido de Jane al modo de los héroes de las novelas, mediante un largo e inopinado beso que, si bien al principio la tomó desprevenida, había terminado aceptando con un plácido abandono.

Sin perder más tiempo, Wells cruzó la calle y, tras tomar una copiosa bocanada de aire, como si en vez de entrar en el inmueble fuera a arrojarse al Támesis, empujó la puerta, que se dejó abrir con sorprendente docilidad. Enseguida descubrió que no había sido el primero en llegar, pues en el centro del vestíbulo, admirando las escalinatas que se perdían en la penumbra hacia la planta superior con las manos en los bolsillos de su impecable traje, se hallaba un hombre de unos cincuenta años, regordete y calvo.

Al verlo entrar, el desconocido se volvió hacia Wells y le tendió la mano, presentándose como Henry James. ¿Así que aquel individuo atildado era James? Wells no lo conocía personalmente porque no solía frecuentar el microcosmos de clubes y salones a los que James era asiduo, y en los que, según había oído, aquel rentista melindroso olfateaba las pasiones ocultas que gobernaban a sus contertulios, para luego trasplantarlas al papel con una prosa tan educada como sus modales. Aunque la dificultad de encontrarse con él no era algo que le quitara el sueño. Es más, después de leer Los papeles de Aspern y Las bostonianas incluso le tranquilizaba saberlo confinado en un mundo lejano al suyo, pues tras la extenuante lectura de aquellas obras, Wells concluyó que lo único que tenía en común con James era que ambos pasaban sus días aporreando una máquina de escribir, y eso porque ignoraba que su colega, demasiado remilgado para rebajarse a aquella fatigosa labor mecánica, prefería dictarle a una mecanógrafa. Si algún merito reconocía Wells a James era su indudable talento para no decir nada usando para ello frases larguísimas. Y James debía profesar a su obra el mismo desdén que él sentía por su mundo de pañuelitos de encaje y lánguidas damas estigmatizadas por secretos inconfesables, ya que su colega no pudo evitar torcer el gesto cuando él se presentó como H. G. Wells. Transcurrieron entonces unos segundos en los que ninguno hizo otra cosa que observar al otro con suspicacia, los suficientes como para que James considerase que estaban a punto de infringir algún ignoto precepto de urbanidad, pues enseguida se apresuró a romper tan incómodo silencio.

—Parece que hemos venido a la hora correcta. Está claro que nuestro anfitrión nos esperaba esta tarde —dijo, señalando los numerosos candelabros repartidos por la estancia, que si bien no ahuyentaban totalmente la oscuridad, al menos desplegaban en el centro del vestíbulo un cuadrilátero de luz donde debía desarrollarse el encuentro.

—Eso parece, sí —reconoció Wells.

Luego ambos se dedicaron a contemplar los artesonados del techo, que era lo único que podía admirarse en el desierto vestíbulo. Pero por suerte aquel molesto silencio no se prolongó demasiado, pues enseguida escucharon el chirrido de bisagras que anunciaba la llegada del tercer escritor.

El individuo que abría la puerta con la medrosa delicadeza de quien irrumpe en una cripta, era un cincuentón grande y pelirrojo, al que una barba muy cuidada incendiaba la mandíbula. Wells lo reconoció de inmediato. Se trataba de Bram Stoker, el irlandés que se encargaba de dirigir la administración del teatro Lyceum, aunque era más conocido en los mentideros de la ciudad por ser el representante y perrito faldero del célebre actor Henry Irving. Al verlo, tan circunspecto y apocado, Wells no pudo evitar recordar también los rumores que decían que Stoker era miembro del Amanecer Dorado, una sociedad ocultista de la que formaban parte otros colegas suyos como el escritor galés Arthur Machen o el poeta W B. Yeats.

Los tres escritores se estrecharon las manos en mitad del círculo de luz, antes de abismarse en un silencio pesado y turbador. James había vuelto a refugiarse en su artificiosa altivez, mientras Stoker se agitaba nervioso a su lado. A Wells le divirtió aquel embarazoso encuentro entre unos individuos que, al parecer, poco o nada tenían que decirse pese a que los tres, cada uno a su modo, hacían lo mismo: reflotar sus vidas en el papel.

—Me alegra comprobar que han venido todos, caballeros.

La voz sonó desde las alturas, Y al instante los tres escritores levantaron la cabeza hacia la escalera, por la que descendía hacia ellos, sin ninguna prisa, como deleitándose en la elasticidad de sus pasos, el presunto viajero del tiempo.

Wells lo observó con interés. Se trataba de un individuo de unos cuarenta años, de estatura media Y complexión atlética, que les daba la bienvenida con una mueca risueña. Su rostro, de pómulos altos y mentón firme, estaba adornado con una barba bien recortada, cuya función parecía ser la de civilizar en lo posible la rudeza de sus rasgos. Bajaba la escalera escoltado por dos individuos un poco más jóvenes que él, que exhibían unos extraños rifles cruzados en bandolera. Más que por su aspecto, semejante a báculos nervudos hechos de algún extraño material plateado, los escritores dedujeron que eran armas por el modo en que aquellos sujetos las portaban, y no había que ser demasiado inteligente para comprender que eran las que emitían el rayo calórico que había acabado con la vida de los tres asesinados.