Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 41 страница

Pero al parecer, antes de ese encuentro, la misteriosa mano que organizaba mi agenda me había concertado otro, con algo muy especial de mi pasado. Y sucedió en una sala de cine. Sí, has oído bien. Cómo explicarte cuánto llegará a evolucionar el cinematógrafo desde que los hermanos Lumiére proyectaron en 1895 aquellas imágenes de sus obreros saliendo de la fábrica en Lyon Monplaisir. En tu época nadie ha llegado a sospechar todavía las inmensas posibilidades de su invento. Pero muy pronto, en cuanto se disipe el efecto de la novedad técnica, la gente se cansará de contemplar en la pantalla partidas de naipes, trifulcas de niños y llegadas de trenes, esos acontecimientos cotidianos que pueden ver asomándose a sus ventanas, y además con sonido, y exigirán algo más que aburridos documentos sociales acompañados del ausente sonsonete de un piano. Por eso ahora, sobre el blanco de la pantalla, el proyector cuenta historias. Para que lo entiendas, imagina una de esas máquinas filmando una obra de teatro, pero una representación que ya no ha de quedar confinada al escenario que se alza ante las butacas, sino que puede elegir como decorado cualquier parte del mundo. Y si a eso le añadimos que su director no cuenta únicamente con un puñado de telones pintados, sino que dispone de todo un arsenal de trucos para contar la historia, como hacer desaparecer a los personajes ante nuestras narices mediante la manipulación de los fotogramas, comprenderás por qué el cinematógrafo se ha convertido en el entretenimiento más popular del futuro, por encima incluso del music-hall. Sí, ahora una versión mucho más sofisticada de la maquinita de los Lumiére hace soñar al mundo, filtrando la magia en las vidas de la gente, y existe toda una industria en torno a ella que mueve ingentes cantidades de dinero.

Pero no te estoy contando todo esto por puro gusto, sino porque a veces esas historias se extraen de los libros. Y aquí viene la sorpresa, Bertie: en 1960, un director llamado George Pal transformará tu novela La máquina del tiempo en una película. Sí, pondrá imágenes a tus palabras. Con Verne ya lo habían hecho antes, por supuesto, pero eso no empañó mi regocijo. ¿Cómo explicarte lo que experimenté al verla, al contemplar transcurrir en la pantalla la historia que tú habías escrito? Allí estaba tu inventor, al que habían bautizado con tu nombre, encarnado por un actor de expresión resuelta y soñadora, y allí estaba la dulce Weena, interpretada por una bellísima actriz francesa cuyo rostro trasmitía una hipnótica serenidad, y allí estaban los morlocks, más espantosos de lo que pudieras haberlos imaginado nunca, y la colosal Esfinge, y el leal y práctico Filby, e incluso la señora Watchett, con su delantal y su cofia de un blanco inmaculados. Y mientras las escenas se sucedían una tras otra, yo temblaba de emoción en mi butaca, consciente de que todo eso no habría sido posible si tú no lo hubieses imaginado, que de algún modo aquel festival de imágenes se proyectó antes en el interior de tu cabeza. Tengo que confesarte que, en cierto momento, incluso me desentendí de la película y me dediqué a estudiar las reacciones que embargaban los rostros de quienes ocupaban las butacas vecinas. Imagino que tú habrías hecho lo mismo, Bertie. Sé que más de una vez has soñado con ese privilegio, pues todavía recuerdo la melancolía que se apoderaba de ti cuando algún lector te revelaba cuánto había disfrutado con tu novela, sin que tú pudieras constatarlo por ti mismo, comprobar qué impresión le había suscitado tal o cual pasaje, saber si había reído y llorado cuando debía, ya que para eso hubieses tenido que esconderte en su biblioteca como un vulgar ladrón. Puedes estar tranquilo, sin embargo: el público ha reaccionado tal y como tú esperabas. Pero tampoco podemos quitarle su mérito al señor Pal, que ha logrado captar magistralmente el espíritu de tu historia. Aunque no te ocultaré que ha realizado algunos cambios para adaptarla a la época, sobre todo porque, al filmarse sesenta y cinco años después, parte de lo que para ti era futuro ya es pasado para el mundo. Recuerda, por ejemplo, que a pesar de tus muchos recelos sobre el uso que el hombre podía hacer de la ciencia, ni siquiera se te pasó por la cabeza que pudiera enzarzarse en una guerra que involucrara a todo el planeta. Pero lo hizo, y luego repitió, como te he contado. Pal, por su parte, hizo que tu inventor no solo atravesara la Primera y la Segunda Guerra Mundial, sino que incluso vaticinó una tercera en 1966, aunque afortunadamente su pesimismo resultó exagerado.

Como te he dicho, la emoción que experimenté en ese cine, hechizado por aquel carrusel de imágenes que tanto te debía, es indescriptible. Se trataba de algo que tú habías escrito, sí, pero todo lo que aparecía en pantalla era nuevo para mí. Excepto una cosa: la máquina del tiempo. Tu máquina, Bertie. No sabes cuánto me sorprendió encontrarla allí. Por un momento dudé de lo que veía, pero no se trataba de ninguna alucinación. Era tu máquina, hermosa y reluciente, mostrando esas formas delicadas, como de instrumento musical, que delataban la mano de un artesano minucioso, un artefacto que destilaba una nobleza que ya no ofrecían las máquinas de la época en la que yo había naufragado. Pero, ¿cómo había llegado hasta allí, y dónde estaría ahora, veinte años después de que se levantara de ella aquel actor que había hecho de ti llamado Rod Taylor?

Tras varias semanas rebuscando en los periódicos de la biblioteca, logré trazar su accidentado periplo. Así supe que Jane no había querido deshacerse de ella y se la había llevado a Londres, a la casa del abogado Evans, que contemplaría con resignación la irrupción en su hogar de aquel trasto absurdo y sin utilidad aparente, que para colmo simbolizaba para su recién esposa la figura del marido desaparecido. Lo imaginé rondando la máquina en sus noches de insomnio, pulsando sus botones falsos y bajando su palanca de cristal, cerciorándose de que, efectivamente, no servía para nada, y preguntándose qué misterio encerraba aquel cacharro al que su esposa se refería como la máquina del tiempo, para qué demonios habría sido construido, pues estaba seguro de que Jane no le habría dado ninguna explicación, porque la máquina formaba parte de una intimidad que el abogado Evans no tenía por qué conocer. Cuando, muchos años después, George Pal inició los preparativos de su película, se encontró con un problema: ninguno de los diseños de la máquina del tiempo que dibujaron sus operarios lo convencía. Resultaban feas, grotescas e intrincadas, una incluso le recordó a una silla eléctrica. Ninguno de los bocetos se aproximaba ni remotamente al vehículo elegante y señorial en el que se imaginaba al inventor atravesando las estepas del tiempo. Por eso no pudo evitar considerar como un milagro el hecho de que una mujer llamada Selma Evans, que se hallaba medio arruinada tras haber dilapidado la pequeña fortuna que había heredado de sus padres, le propusiera venderle aquel trasto extraño al que su madre limpiaba el polvo cada domingo, en un ritual lento y devoto que a la pequeña Selma le ponía los pelos de punta, casi tanto como al abogado Evans. Pal quedó fascinado: aquello era exactamente lo que estaba buscando. Era bella y majestuosa, y tenía ese aire dinámico de los trineos que había montado en su infancia. Recordó el viento helado que le golpeaba en la cara cuando descendía las pendientes, un viento que con el tiempo había asociado a la magia, y le pareció que si cruzabas el tiempo en aquella máquina debía de azotarte un viento similar. Pero lo que lo convenció fue la plaquita que había en la consola de mandos, en la que se podía leer: fabricado por H. G. Wells. ¿La habría construido realmente el escritor? Y, de ser así, ¿con qué intención? Aquel era un misterio que nunca podría resolverse, ya que Wells había desaparecido en 1896, justo cuando empezaba a ser famoso. ¿Quién sabía cuántas prodigiosas novelas más habría podido dar? Pero aunque ignorase el motivo por el cual había sido construida, Pal intuía que la máquina no podría tener un destino mejor que su película, y convenció al estudio que iba a producirla para que la adquiriese. Así fue cómo tu máquina cobró esa inmortalidad frívola que otorga el cine.

Diez años después, los estudios organizaron una subasta pública con atrezo y objetos de muchas de sus producciones, entre los que se hallaba la máquina del tiempo. Se vendió por diez mil dólares, y su comprador recorrió los Estados Unidos exhibiéndola por los pueblos, hasta que finalmente, una vez le sacó todo el jugo que podía sacarle, la vendió a un anticuario del condado de Orange. Allí fue donde en 1974 la encontró por casualidad Gene Warren, uno de los operarios que había trabajado en la película de Pal. Estaba arrumbada en un rincón como un cacharro más, maltrecha y oxidada, y le faltaba el sillón, que había sido vendido mucho antes. Warren la adquirió por un precio ínfimo, y con sumo cariño y dedicación, se entregó a arreglar aquel juguete que tanto había llegado a significar para todos los que habían intervenido en la película: pintó sus barras, reparó las piezas rotas, e incluso construyó de memoria un nuevo sillón. Una vez arreglada, la máquina pudo reanudar su periplo, siendo exhibida en algunas ferias y eventos relacionados con la ciencia ficción, a veces incluso conducida por algún actor que hacía de ti. Hasta el propio Pal apareció en la portada de la revista Star Log subido a ella, sonriendo con la misma sonrisa que un niño mostraría al descender en trineo por una ladera nevada. Ese año, Pal incluso felicitó las Navidades a sus amigos con unas postales en las que aparecía Santa Claus montado en tu máquina del tiempo. Como puedes imaginarte, yo seguí su travesía con la ternura de un padre contemplando las peripecias de un hijo descarriado, sabiendo que tarde o temprano regresará a su lado.

Y el 12 de abril de 1983 acudí a mi cita a los Almacenes Olsen. Ella estaba allí, confusa y asustada, y fue mi mano y el susurro que dejé en su oído —«yo sí te creo porque también puedo viajar en el tiempo»— lo que la hizo desaparecer de cara a la prensa. Abandonamos los almacenes por la puerta de emergencia aprovechando el caos que generó su desaparición. Una vez en la calle, subimos al coche que yo había alquilado, y pusimos rumbo a la ciudad de Bath, en el condado de Somerset, donde algunas semanas antes había adquirido la hermosa casa georgiana en la que viviría con ella, lejos de Londres y de los numerosos viajeros del futuro que probablemente la estarían buscando por orden del Gobierno, que habría dictaminado su sacrificio como único modo de erradicar de raíz el origen del mal.

Al principio, no supe si había hecho lo correcto. ¿Debía ser yo quien la rescatara de los Almacenes Olsen o había usurpado el papel de otro, de algún viajero del futuro que se había autonombrado salvador de la Madonna Temporal? La respuesta la obtuve a los pocos días, una bonita mañana de primavera. Estábamos pintando las paredes del salón, cuando un niño de unos tres o cuatro años se materializó de repente sobre la alfombra, soltó una risita alborozada, como si hubiese sentido un regocijante cosquilleo en la piel, y volvió a desaparecer, dejando sobre la alfombra el dado del rompecabezas con el que estaba jugando. Comprendimos entonces, tras aquel breve e inesperado atisbo del hijo que aún no habíamos concebido, que en nosotros empezaba el futuro, que éramos quienes debíamos fabricar el gen mutante que, años o quizás siglos después, permitiría al hombre viajar en el tiempo. Sí, en aquella casa aislada, sin hacer el menor ruido, iba a gestarse la epidemia de viajeros de la que me había hablado Marcus, me dije, recogiendo la pieza que había quedado sobre la alfombra, como una ofrenda involuntaria de nuestro hijo. Guardé aquel fragmento del futuro en la alacena de la cocina, entre las latas de judías, sabiendo que dentro de unos años me serviría para contemplar el rompecabezas que tarde o temprano, en el exacto momento en que debiera hacerlo, alguien le regalaría a aquel niño vislumbrado sobre la alfombra.

A partir de ahí no hay mucho más que contar. Ella y yo fuimos tan felices como los personajes de un cuento. Nos dedicados a gozar de los pequeños placeres cotidianos, tratando, en fin, de llevar una vida lo más tranquila y reposada posible para que ninguno sufriera un inoportuno desplazamiento que lo alejase del otro. Yo incluso me permití el capricho de adquirir tu máquina del tiempo cuando el hijo de Gene Warren la puso a la venta, aunque no la necesitaba para nada, ya que ahora viajaba en el tiempo como todo el mundo, dejándome arrastrar deliciosamente por la corriente de los días, mientras perdía el cabello, me cansaba cada vez más al subir las escaleras y coleccionaba arrugas. Supongo que una muestra de la apacible felicidad de la que disfrutábamos fueron nuestros tres hijos, uno de los cuales ya conocíamos. Huelga decir que sus habilidades para desplazarse por el tiempo eran muy superiores a las nuestras. No dominaban su don, ni lo harían nunca, pero yo sabía que sus descendientes sí llegarían a hacerlo, y no podía sino sonreír al ver cómo, a medida que se relacionaban con el mundo, nuestra herencia empezaba a propagarse. Ignoraba cuántas generaciones serían necesarias para que los viajeros llamasen al fin la atención del Gobierno, pero sabía que tarde o temprano sucedería. Fue entonces cuando se me ocurrió escribirte esta carta, con la intención de entregársela a uno de mis nietos y que este, a su vez, se la entregara al suyo, hasta que llegara a manos de alguien que pudiese cumplir mi petición: entregársela al escritor H. G. Wells, el padre de la ciencia ficción, la noche del 26 de noviembre de 1896. Y supongo que si ahora la estás leyendo, es que tampoco me he equivocado en esto. No sé quién te la entregará, pero como te he dicho antes, llevará nuestra sangre. Y cuando eso ocurra, como habrás deducido, estas palabras ya serán la voz de un muerto.

Tal vez hubieras preferido que no te escribiese ninguna carta. Quizás hubieses preferido que te dejara encaminarte hacia tu destino sin avisarte. Después de todo, lo que te espera no es tan malo, es una vida que incluso tiene sus momentos felices, como has visto. Pero si te he escrito es porque de algún modo siento que esta vida no es la que te corresponde vivir. Sí, quizás deberías seguir en el pasado, con Jane, siendo feliz a su lado y convirtiéndome en un escritor de éxito, sin saber nada de viajes en el tiempo, al menos reales. Para mí eso ya no tiene solución, evidentemente. No puedo escoger otra vida. Pero tú sí. Tú aún puedes elegir entre esa vida o la que acabo de contarte, entre seguir siendo Bertie o convertirte en mí, porque eso es lo que nos ofrecen los viajes en el tiempo, después de todo, segundas oportunidades, volver y escoger la otra opción.

He pensado mucho sobre lo que podría suceder si decides no acudir mañana al encuentro con Marcus. Si no vas, nadie te apuntará con un arma, tu mente no se activará y no viajarás en el tiempo, y por tanto ni causarás la detención del Destripador, ni conocerás a Alice, ni correrás bajo las bombas alemanas, ni por supuesto rescatarás a ninguna mujer de los Almacenes Olsen. Y sin tu colaboración, el gen mutante no podrá fabricarse, nunca existirán los viajeros del tiempo y ningún Marcus viajará al pasado para matarte, por lo que supongo que todo lo que ha sucedido desde el momento en el que asesinó al mendigo de Marylebone desaparecería, como si una inmensa escoba lo barriera de la corriente temporal. Desaparecerían, por ejemplo, todos los cordeles de colores que surgen de la cuerda blanca del mapa del tiempo, pues nadie crearía ningún universo paralelo donde Jack el Destripador hubiese sido atrapado, o donde su graciosa Majestad fuese por ahí con un monito en el hombro. ¡Santo Dios, desaparecería incluso el propio mapa! ¿Quién se ocuparía de confeccionarlo? Como ves, Bertie, si decides no acudir a la cita, aniquilarías todo un mundo. Pero que eso no te amedrente. Lo único que se mantendría sería la aparición de ella en los Almacenes Olsen en 1984, aunque ya nadie cogería su mano para sacarla de allí y conducirla a una hermosa casa georgiana donde sería feliz.

¿Y qué pasaría contigo? Supongo que retrocederías hasta el momento inmediatamente anterior al instante en que tu vida se viera afectada por tu propio viaje en el tiempo. ¿Antes de que el esbirro de Gilliam te durmiese con el cloroformo? Es lo más probable, pues si Marcus jamás viajó a tu época y no asesinó a nadie, Garrett nunca sospecharía de Shackleton y, por tanto, Gilliam no mandaría a su esbirro a buscarte para que le sacaras las castañas del fuego, por lo que ningún pañuelo impregnado de cloroformo caería sobre tu nariz la noche del 20 de noviembre de 1896. De todos modos, retrocedas hasta donde retrocedas, imagino que no sentirías ningún tipo de efecto físico, como sucede durante los desplazamientos temporales, simplemente dejarías de estar en un sitio y aparecerías en otro sin notar la transición, como por arte de magia, aunque por supuesto no recordarías nada de lo que habías vivido después de ese instante. No sabrías que habías viajado en el tiempo, ni que efectivamente existen los universos paralelos. Si decides cambiar lo que sucedió eso es lo que pasará, me temo: nada sabrás de mí. Sería algo así como desliar una partida de ajedrez hasta el movimiento que desencadenó el jaque mate. Una vez localizado, si en vez del alfil que debes mover, desplazas una torre, la partida continuará por otro derrotero, como ocurrirá con tu vida si no acudes a la cita.

Así que de ti depende todo, Bertie. El alfil o la torre. Tu vida o la mía. Haz lo que creas que debes hacer.

Siempre tuyo,

Herbet George Wells


 

XLI

¿Y la predestinación? ¿Qué sucedía con la predestinación?, se preguntó Wells. Quizás su destino no fuera otro que desplazarse en el tiempo, primero a 1888, y luego hasta el comienzo de aquella guerra atroz que involucraría a todo el planeta, y seguir al pie de la letra todo lo que se había contado a sí mismo en la carta. Quizás su destino fuera crear una estirpe de viajeros temporales. Quizás no tenía derecho a cambiar el futuro, a impedir que el hombre llegara algún día a viajar en el tiempo por negarse a sacrificar su vida, por querer quedarse allí, junto a Jane, en aquel pasado que tanto le había costado disponer a su antojo. Por querer seguir siendo Bertie.

Pero no se trataba únicamente de considerar la moralidad de su elección, sino de saber si realmente podía escoger. Wells dudaba de que pudiera solucionar el problema simplemente no acudiendo a su cita, como pensaba su yo del futuro. Estaba seguro de que, si no iba, Marcus acabaría encontrándolo tarde o temprano, y matándolo igualmente. En el fondo, estaba seguro de que lo que iba a hacer era su única opción, se dijo, apretando el manuscrito de El hombre invisible entre sus manos, mientras el carruaje bordeaba Green Park en dirección a Berkeley Square, donde lo esperaba el hombre que pretendía arrebatarle la vida.

Tras leer la carta había vuelto a guardarla en el sobre y se había quedado un largo rato en el sillón. Le había molestado la irónica condescendencia con la que aquel Wells del futuro se había dirigido a él, pero no podía reprochárselo, dado que el autor de aquellas palabras no dejaba de ser él mismo. Y debía reconocer que, de encontrarse él en su lugar, con todas aquellas vivencias a sus espaldas, no habría podido evitar dirigirse a aquel yo imberbe del pasado, que apenas había comenzado a dar sus primeros pasos en el mundo, empleando aquel tono de paternal indulgencia. De hecho, así había sido. Pero aquello era lo de menos, en el fondo. Lo que debía hacer era asimilar cuanto antes el increíble hecho de que aquellas páginas las hubiese escrito él mismo, para poder concentrarse en lo que de verdad importaba: la decisión que debía tomar al respecto. Quería decidir qué hacer atendiendo a esa especie de ética metafísica que le parecía entrever en el asunto. ¿Cuál de las dos vidas que se bifurcaban ante sus pies era la que realmente debía vivir, en qué vereda debía aventurarse? ¿Había alguna manera de saberlo? No la había. Además, según la teoría de los mundos múltiples, los cambios introducidos en el pasado no afectaban al presente, sino que creaban un presente alternativo, una nueva línea que crecía paralela a la original, la cual se mantenía incólume. Según eso, la bella mensajera que había cruzado el tiempo para entregarle la carta había arribado a un universo paralelo, ya que en el verdadero universo él no había sido abordado por nadie al llegar a su casa, lo que significaba que, aunque no acudiera a la cita, en el mundo en el que no recibiría la carta sí lo haría. Su otra vida, lo que había vivido aquel jocoso Wells del futuro, por tanto, no desaparecería, de modo que era ocioso contemplar el acto de no doblegarse a su destino como una suerte de aborto temporal.

Debía decidir qué vida escoger dejándose, por tanto, de zarandajas morales. Debía elegir la que simplemente le resultara más atractiva, la que más le apeteciera vivir. ¿Quería quedarse allí con Jane, escribiendo novelas, soñando con el mañana, o quería vivir la vida de aquel Wells remoto? ¿Quería seguir siendo Bertie o quería convertirse en el eslabón que unía al homo sapiens con el homo temporis? Debía reconocer que le resultaba tentador plegarse sin rechistar al destino que dibujaba la carta, aceptar aquella vida jalonada de episodios tan emocionantes como el del bombardeo de Norwich, un episodio que, para qué negarlo, no le desagradaría experimentar con la tranquilidad que le otorgaba saber que sobreviviría a él. Sería como trotar despreocupadamente de un lado a otro mientras las bombas caían del cielo, admirando la pavorosa contundencia de la sinrazón humana, la belleza escondida en lo más profundo de aquel espectáculo de destrucción. Por no hablar de las maravillas que podría ver en sus desplazamientos a través del futuro, atestado de ingenios que ni siquiera Verne podría llegar a concebir. Pero para ello tendría que sacrificar a Jane y, sobre todo, la literatura, pues jamás podría volver a escribir. ¿Estaba dispuesto a hacer eso? Estuvo meditando sobre ello durante un largo rato, hasta que al fin se decidió. Luego subió al dormitorio, despertó a Jane con caricias, y en la angustiosa y húmeda negrura de aquella noche, tan parecida a la madriguera de un topo, le hizo el amor como si fuera la última vez.

—Me has hecho el amor como si fuese la primera vez, Bertie —le dijo ella gratamente sorprendida, antes de volver a dormirse.

Y oyéndola respirar suavemente a su lado, Wells comprendió que, como tantas y tantas veces ocurría, su mujer sabía lo que él quería mucho mejor que él mismo, por lo que, si se lo hubiese preguntado, habría podido ahorrarse todo el tiempo que había invertido en tomar una decisión que, para colmo, ahora se le revelaba equivocada. Sí, se dijo, a veces el mejor modo de saber lo que queremos es eligiendo precisamente lo contrario.

Abandonó aquellos pensamientos cuando el carruaje se detuvo ante el número 50 de Berkeley Square, la casa más embrujada de Londres. Bien, al fin había llegado el momento. Tomó una larga bocanada de aire, se apeó del coche y se dirigió al edificio sin excesivas prisas, olisqueando los aromas que flotaban en la tarde, con el manuscrito de El hombre invisible bajo el brazo. Al entrar, descubrió que Stoker y James ya estaban allí, conversando animadamente con el hombre que iba a matarlos, en el centro del círculo de luz que urdían los candelabros repartidos por el vestíbulo. A partir de ahora, cada vez que oyera a algún crítico alabar la sobrenatural capacidad de observación del norteamericano no podría evitar lanzar una carcajada.

—Ah, señor Wells —exclamó Marcus al verlo—, ya pensaba que no vendría.

—Siento el retraso, caballeros —se disculpó Wells, observando con resignación a los dos esbirros de Marcus, que se encontraban muy serios al borde del mantel de claridad tendido sobre el suelo, aguardando que este les ordenara acabar con aquel estúpido trío.

—Bah, no tiene la menor importancia —dijo su anfitrión—. Lo que realmente importa es que ha traído su novela.

—Sí —dijo Wells, agitando tontamente el manuscrito.

Marcus asintió complacido y señaló la mesita que se hallaba junto a él, invitándole a depositarlo sobre los otros dos que ya había allí. Con un gesto escasamente ceremonioso, Wells sumó el suyo al lote, y luego retrocedió unos pasos. Observó que aquello le colocaba frente a Marcus y sus esbirros, y a la derecha de James y Stoker, en una posición que no podía resultar más idónea para ser fusilados por los primeros.

—Muchas gracias, señor Wells —dijo Marcus, observando con satisfacción el botín que había quedado sobre la mesita.

Ahora sonreirá, pensó Wells. Y Marcus sonrió. Ahora dejará de hacerlo y nos mirará con repentina gravedad. Y Marcus dejó de sonreír para mirarlos con repentina gravedad. Y ahora levantará la mano derecha. Pero fue Wells quien levantó la suya. Marcus lo observó con divertida curiosidad.

—¿Sucede algo, señor Wells? —preguntó.

—Oh, espero que no suceda, señor Rhys —respondió Wells—. Aunque no tardaremos en descubrirlo.