El Laberinto de los Espiritus

Zafon, Carlos Ruiz

(El Cementerio #4)

 

 

EL LIBRO DE DANIEL 1

Aquella noche soñé que regresaba al Cementerio de los Libros Olvidados.

Volvía a tener diez años y despertaba en mi antiguo dormitorio para sentir que la memoria del rostro de mi madre me había abandonado. Y del modo en que se saben las cosas en los sueños, sabía que la culpa era mía y solo mía porque no merecía recordarlo y porque no había sido capaz de hacerle justicia.

Al poco entraba mi padre, alertado por mis gritos de angustia. Mi padre,

que en mi sueño todavía era joven y aún guardaba todas las respuestas del mundo, me abrazaba para consolarme.

Luego, cuando las primeras luces pintaban una Barcelona de vapor,

salíamos a la calle. Mi padre, por algún motivo

que

yo

no

acertaba

a comprender, solo me acompañaba hasta el portal. Allí me soltaba la mano y me daba a entender que aquel era un viaje que debía hacer yo solo. Echaba a caminar, pero recuerdo que me pesaban la ropa, los zapatos y hasta la piel. Cada paso que daba requería más esfuerzo que el anterior. Al llegar a las Ramblas advertía que la ciudad había quedado suspendida en un instante infinito. Las gentes habían detenido el paso y aparecían congeladas como figuras en una vieja fotografía. Una paloma que alzaba el vuelo dibujaba apenas el esbozo borroso de un batir de alas.

Briznas

de

polen

flotaban inmóviles en el aire como luz en polvo.

El agua de la fuente de Canaletas brillaba en el vacío y parecía un collar de lágrimas de cristal.

Lentamente,

como

si

intentara caminar bajo el agua, conseguía adentrarme en el conjuro de aquella Barcelona detenida en el tiempo hasta llegar al umbral del Cementerio de los Libros Olvidados. Una vez allí me detenía, exhausto. No acertaba a comprender qué era aquella carga invisible que arrastraba conmigo y que casi no me permitía moverme. Asía el aldabón y llamaba a la puerta, pero nadie acudía a abrirme. Golpeaba una y otra vez el gran portón de madera con los puños. Sin embargo, el guardián ignoraba mi súplica. Exánime, caía por fin de rodillas. Solo entonces, al contemplar el embrujo que había arrastrado a mi paso, me asaltaba la terrible certeza de que la ciudad y mi destino

quedarían

por

siempre congelados en aquel sortilegio y que nunca podría recordar el rostro de mi madre.

 

Era entonces, al abandonar toda esperanza, cuando lo descubría. El pedazo de metal estaba oculto en el bolsillo interior de aquella chaqueta de colegial que llevaba mis iniciales bordadas en azul. Una llave. Me preguntaba cuánto tiempo llevaba allí sin yo saberlo. La llave estaba teñida de herrumbre y era casi tan pesada como mi conciencia. A duras penas lograba alzarla con ambas manos hasta la cerradura. Tenía que empeñar hasta el último aliento para conseguir hacerla girar. Cuando ya creía que nunca podría hacerlo, el cerrojo cedía y el portón se deslizaba hacia el interior.

Una galería curvada se adentraba en el viejo palacio, punteada con un rastro de velas prendidas que dibujaba el camino. Me sumergía en las tinieblas y oía la puerta sellándose a mi espalda.

Reconocía entonces aquel corredor flanqueado por frescos de ángeles y criaturas fabulosas que escudriñaban desde la sombra y parecían moverse a mi paso. Recorría el corredor hasta llegar a un arco que se abría a una gran bóveda y me detenía en el umbral. El laberinto se alzaba frente a mí en un espejismo infinito. Una espiral de escalinatas, túneles, puentes y arcos tramados

en

una

ciudad

eterna construida con todos los libros del mundo ascendía hasta una inmensa cúpula de cristal.

Mi madre esperaba allí, al pie de la estructura.

Estaba

tendida

en

un sarcófago abierto con las manos cruzadas sobre el pecho, la piel tan pálida como el vestido blanco que enfundaba su cuerpo. Tenía los labios sellados y los ojos cerrados. Yacía inerte en el reposo ausente de las almas perdidas. Acercaba mi mano para acariciarle el rostro. Su piel estaba fría como el mármol. Entonces abría los ojos y su mirada embrujada de recuerdos se clavaba en la mía. Cuando desplegaba sus labios oscurecidos y hablaba, el sonido de su voz era tan atronador que me embestía como un tren de carga y me arrancaba del suelo, lanzándome en el aire y dejándome suspendido en una caída sin fin mientras el eco de sus palabras derretía el mundo.

Tienes que contar la verdad,

Daniel.

 

Desperté de golpe en la penumbra del dormitorio, empapado en sudor frío,

para encontrar el cuerpo de Bea tendido a mi lado. Ella me abrazó y acarició mi rostro.

—¿Otra vez? —murmuró.

Asentí y respiré hondo.

—Estabas hablando. En sueños.

—¿Qué decía?

—No se entendía —mintió Bea.

La miré y me sonrió con lo que me pareció lástima, o tal vez solo fuera paciencia.

—Duérmete otro rato más. Todavía falta una hora y media para que suene el despertador y hoy es martes.

Martes significaba que me tocaba a mí llevar a Julián al colegio. Cerré los ojos y fingí dormirme. Cuando los volví a abrir un par de minutos más tarde encontré

el

rostro

de

Bea,

observándome.

—¿Qué? —pregunté.

Se inclinó sobre mí y me besó en los labios suavemente. Sabía a canela.

—Yo tampoco tengo sueño — insinuó.

Empecé a desnudarla sin prisa.

Estaba por arrancar las sábanas y tirarlas al suelo cuando oí pasos ligeros tras la puerta del dormitorio. Bea detuvo el avance de mi mano izquierda entre sus muslos y se incorporó apoyándose sobre los codos.

—¿Qué pasa, cariño?

El pequeño Julián nos observaba desde la puerta con una sombra de pudor e inquietud.

—Hay alguien en mi habitación — musitó.

Bea exhaló un suspiro y le tendió los brazos. Julián se apresuró a refugiarse en el abrazo de su madre y yo renuncié a toda esperanza en pecado concebida.

—¿El

Príncipe

Escarlata?

— preguntó Bea.

Julián asintió, compungido.

—Ahora mismo papá va a ir a tu habitación y le va a echar a patadas para que no vuelva nunca más.

Nuestro hijo me lanzó una mirada desesperada. ¿Para qué sirve un padre si no es para misiones heroicas de esta envergadura? Le sonreí y le guiñé el ojo.

—A patadas —repetí con el gesto más furioso que pude conjurar.

Julián se permitió un amago de sonrisa. Salté de la cama y recorrí el pasillo hasta su habitación. La estancia me recordaba tanto a la que yo había tenido a su edad algún piso más abajo que por un instante me pregunté si no estaría todavía atrapado en el sueño. Me senté a un lado de la cama y encendí la lamparilla de noche. Julián vivía rodeado de juguetes, algunos heredados

de mí, pero sobre todo de libros. No tardé en encontrar al sospechoso escondido debajo del colchón. Tomé aquel pequeño libro encuadernado en negro y lo abrí por la primera página.

 

El Laberinto de los Espíritus VII Ariadna y el Príncipe Escarlata

Texto e ilustraciones de Víctor Mataix

Ya no sabía dónde ocultar aquellos libros. Por mucho que afinara el ingenio para encontrar nuevos escondites, el olfato de mi hijo los detectaba sin remedio. Pasé las hojas del volumen al vuelo y me asaltaron de nuevo los recuerdos.

Cuando regresé a la habitación tras confinar una vez más el libro en lo alto del armario de la cocina —donde sabía que, más temprano que tarde, mi hijo daría con él—, hallé a Julián en brazos de su madre. Ambos habían sucumbido al sueño. Me detuve a observarlos desde el umbral, amparado en la penumbra.

Escuché su respiración profunda y me pregunté qué habría hecho el hombre más afortunado del mundo para merecer su suerte. Los contemplé dormir enlazados, ajenos al mundo, y no pude evitar recordar el miedo que había sentido la primera vez que los vi así abrazados.

 

Nunca se lo he contado a nadie, pero la noche en que nació mi hijo Julián y le observé por primera vez en brazos de su madre entregado a esa calma bendita de los que no saben bien todavía a qué clase de lugar han llegado, sentí deseos de echar a correr y no parar hasta que se me acabara el mundo. Yo era por entonces apenas un crío y seguramente la vida me venía aún muy grande, pero, por muchas excusas que sea capaz de pergeñar, todavía siento el amargo regusto a vergüenza ante el amago de cobardía que se apoderó de mí y que,

incluso después de todos aquellos años,

no había tenido el valor de confesarle a quien más se lo debía.

 

Los recuerdos que uno entierra en el silencio son los que nunca dejan de perseguirle. El mío es el de una habitación de techos infinitos y un soplo de luz ocre que destilaba una lámpara en lo alto para dibujar el contorno de un lecho sobre el que yacía una muchacha de apenas diecisiete años con un niño en los brazos. Cuando Bea, vagamente consciente, alzó la vista y me sonrió, se me llenaron los ojos de lágrimas. Me arrodillé junto a la cama y hundí el rostro en su regazo. Sentí que me tomaba la mano y la apretaba con las pocas fuerzas que le quedaban.

—No tengas miedo —susurró.

Pero lo tuve. Y por un instante, cuya vergüenza me ha perseguido desde entonces, quise estar en cualquier lugar menos en aquella habitación y en aquella piel. Fermín había presenciado la escena desde la puerta y, como era su costumbre,

debió

de

leerme

el pensamiento antes de que yo pudiera formularlo. Sin darme tiempo a abrir la boca me tomó del brazo y, dejando a Bea y al niño en la buena compañía de su prometida, la Bernarda, me condujo hasta el pasillo, una larga galería de perfil afilado que se perdía en la penumbra.

—¿Sigue usted vivo, Daniel? — preguntó.

Asentí levemente mientras intentaba recuperar un aliento que se me había caído por el camino. Cuando hice ademán de regresar a la habitación,

Fermín me retuvo.

—Mire, la próxima vez que entre usted ahí tiene que ser con algo más de temple. Por suerte la señora Bea está todavía medio ida y no se debe de haber dado cuenta de la misa la mitad. Ahora bien, si me permite la sugerencia, creo que nos iría de perlas un golpecillo de aire fresco con que desatascarnos el susto

y

emprender

la

segunda oportunidad con más brío.

Sin esperar respuesta, Fermín me asió del brazo y me guio a lo largo del corredor hasta una escalinata que nos condujo a una balaustrada suspendida entre Barcelona y el cielo. Una brisa fría que mordía con ganas me acarició el rostro.

—Cierre los ojos y respire hondo tres veces. Sin prisa, como si los pulmones le llegasen a los zapatos — aconsejó Fermín—. Es un truco que me explicó un monje tibetano la mar de golfo al que conocí cuando oficiaba como recepcionista y contable en un burdelillo portuario. No sabía nada el sinvergüenza...

Inhalé profundamente las tres veces prescritas, y otras tres más de propina,

aspirando los beneficios del aire puro que prometían Fermín y su gurú tibetano.

Sentí que se me iba un poco la cabeza,

pero Fermín me sostuvo.

—Tampoco se me vaya a quedar catatónico ahora. Espabile un poco, que la situación demanda calma pero no pasmo.

Abrí los ojos para encontrar las calles desiertas y la ciudad dormida a mis pies. Rondaban las tres de la madrugada y el hospital de San Pablo yacía sumido en un letargo de tinieblas,

su ciudadela de cúpulas, torreones y arcos tramando arabescos entre la neblina que se derramaba desde lo alto del monte Carmelo. Contemplé en silencio aquella Barcelona indiferente que solo se ve desde los hospitales,

ajena a los temores y esperanzas del observador, y dejé que el frío fuera calando hasta aclararme la mente.

—Pensará usted que soy un cobarde —dije.

Fermín me sostuvo la mirada y se encogió de hombros.

—No dramatice. Más bien pienso que anda bajo de presión y alto de congoja, que viene a ser lo mismo pero exime de responsabilidad y escarnio.

Afortunadamente, aquí llevo la solución.

Se desabrochó la gabardina, un insondable bazar de prodigios que hacía las veces de herbolario móvil, museo de curiosidades y repositorio de artefactos y

reliquias

rescatados

de

mil mercadillos y subastas de medio pelo.

—No sé cómo puede usted llevar tanta quincalla encima, Fermín.

—Física avanzada. Al computar mi magra anatomía mayormente en fibras musculares

y

cartilaginosas,

este pequeño arsenal me refuerza el campo gravitatorio y proporciona un sólido anclaje contra vientos y mareas. Y no se crea que me va a despistar con tanta facilidad con apostillas que orinan fuera de tiesto, que aquí no hemos subido ni a cambiar cromos ni a pelar la pava.

Hecha esta advertencia, Fermín extrajo de uno de sus múltiples bolsillos una petaca de hojalata y procedió a desenroscar el tapón. Olfateó el contenido como si se tratase de los efluvios del paraíso y sonrió su aprobación. Entonces me tendió el botellín y, mirándome a los ojos con solemnidad, asintió.

—Beba ahora o arrepiéntase para siempre.

Acepté la petaca a regañadientes.

—¿Qué es esto? Huele a dinamita...

—Tonterías. Es solo un cóctel formulado para resucitar difuntos y muchachillos

amilanados

ante

las responsabilidades del destino. Se trata de una fórmula maestra de mi cosecha elaborada a base de Anís del Mono y otros aguardientes batidos con un brandy peleón que le compro al gitano tuerto del quiosco de la cazalla, todo ello rematado con unas gotas de ratafía y Aromas de Montserrat para darle ese bouquet inconfundible de la huerta catalana.

—Madre de Dios.

—Venga, que aquí es donde se demuestra quién es un valiente y quién no da la talla. De un trago, como si fuera un legionario infiltrado en un banquete nupcial.

Obedecí y engullí aquel mejunje infernal que sabía a gasolina picada con azúcar. El licor me incendió las entrañas y, antes de que pudiera recuperar el sentido común, Fermín hizo un gesto indicándome que repitiera la operación.

Protestas y terremoto intestinal aparte,

apuré la segunda dosis agradeciendo el sopor y el temple que aquel brebaje me habían conferido.

—¿Qué tal? —preguntó Fermín—.

Mejor, ¿verdad? Esto es el tentempié de los campeones.

Asentí convencido, resoplando y aflojándome los botones del cuello.

Fermín aprovechó la ocasión para tomar un sorbo de su brebaje y guardó de nuevo la petaca en su gabardina.

—Nada como la química para domar la lírica. Pero no se me vaya a aficionar al truco, que el licor es como el matarratas o la generosidad: cuanto más se usa, menos efecto tiene.

—Descuide.

Fermín señaló el par de puros habanos que asomaban de otro bolsillo de

su

gabardina,

aunque

negó guiñándome el ojo.

—Tenía reservados para hoy este par de Cohíbas sustraídos in extremis del humidificador de mi futuro suegro en funciones, don Gustavo Barceló, pero creo que casi los dejamos para otro día porque no le veo en forma y tampoco es cuestión de dejar a la criatura huérfana en su día de estreno.

Fermín me palmeó cariñosamente la espalda

y

dejó

transcurrir

unos segundos, dando tiempo a que los efluvios de su cóctel se me esparcieran por la sangre y una nebulosa de tranquilidad etílica enmascarase la sensación de pánico sordo que me embargaba. Tan pronto como Fermín reconoció el tono vidrioso en mi mirada y la dilatación de pupilas que precedían al embobamiento general de los sentidos, se lanzó al discurso que sin duda llevaba tramando toda la noche.

—Amigo Daniel, ha querido Dios, o quien en su ausencia el cargo ostente,

que sea más fácil ser padre y traer una criatura al mundo que obtener el carnet de conducir. Tan infausta circunstancia se traduce en que un desorbitado número de cretinos, soplazurullos y botarates se consideren a sí mismos licenciados para procrear y, luciendo la medalla de la paternidad, desgracien para siempre a las infortunadas criaturas que con sus vergüenzas van engendrando. Por ello,

hablando con la autoridad que me confiere el encontrarme yo también en la empresa de dejar preñada a mi amada Bernarda tan pronto como la gónada y el santo matrimonio que ella me exige sine qua non lo permitan, y de este modo pueda seguirle a usted en este viaje a la gran responsabilidad del hecho paternal,

debo afirmar y afirmo que usted, Daniel Sempere Gispert, pipiolo en estado de adultez incipiente, pese a la magra fe que en este momento tiene en sí mismo y en su viabilidad como paterfamilias, es y será un progenitor ejemplar, si bien novicio y algo pardillo en general.

A media perorata ya me había quedado en blanco, bien por efecto de la fórmula explosiva o por la pirotecnia gramatical desplegada por mi buen amigo.

—Fermín, no estoy seguro de lo que ha dicho.

Él suspiró.

—Quería decir que ya sé que en estos momentos está usted a punto de perder el control de los esfínteres y que todo esto le desborda, Daniel, pero como le ha comunicado la santa de su señora esposa, no debe usted tener miedo. Que los niños, al menos el suyo,

vienen con un pan y un plan debajo del brazo, y que si uno tiene en el alma un mínimo de decencia y decoro, y algún seso en la cabeza, encuentra la manera de no arruinarles la vida y de ser un padre del que nunca tengan que avergonzarse.

Miré de reojo a aquel hombrecillo que hubiera dado la vida por mí y que siempre tenía una palabra, o diez mil,

con que solventar todos los dilemas y mi ocasional

tendencia

a

la

flojera existencial.

—Ojalá sea tan fácil como usted lo pinta, Fermín.

—Nada que valga la pena en esta vida es fácil, Daniel. Cuando yo era joven pensaba que para navegar por el mundo bastaba con aprender a hacer bien tres cosas. Una: atarse los cordones de los zapatos. Dos: desnudar a una mujer a conciencia. Y tres: leer para saborear

cada

día

unas

páginas compuestas con luz y destreza. Me parecía que un hombre que pisa firme,

sabe acariciar y aprende a escuchar la música de las palabras vive más y,

sobre todo, vive mejor. Pero los años me han enseñado que con eso no basta y que a veces la vida nos ofrece la oportunidad de aspirar a ser algo más que un bípedo que come, excreta y ocupa espacio temporal en el planeta. Y hoy

el

destino,

en

su

infinita inconsciencia, ha querido ofrecerle a usted esa oportunidad.

Asentí con poco convencimiento.

—¿Y si no estoy a la altura?

—Daniel, si en algo nos parecemos es en que usted y yo hemos sido bendecidos con la fortuna de encontrar mujeres que no nos merecemos. Es claro y meridiano que en este viaje las alforjas y la altura las pondrán ellas y que nosotros simplemente debemos intentar no fallarles. ¿Qué me dice?

—Que me encantaría creerle a pies juntillas, pero me cuesta.

Fermín negó, quitándole importancia al asunto.

—No

tema.

Es

el

mestizaje espirituoso con que le he empapuzado,

que le nubla la poca aptitud que tiene usted para mi retórica de fino vuelo.

Pero usted sabe que en estas lides tengo bastante más kilometraje que usted y por lo general llevo más razón que un carromato de santos.

—Eso no se lo discutiré.

—Y hará bien, porque perdería al primer asalto. ¿Se fía usted de mí?

—Claro, Fermín. Yo con usted hasta el fin del mundo, ya lo sabe.

—Pues hágame caso y fíese usted también de sí mismo, como yo lo hago.

Le miré a los ojos y asentí lentamente.

—¿Recuperado

ya

el

sentido común? —preguntó.

—Creo que sí.

—Pues entonces recomponga esa triste figura, asegúrese de que tiene la masa testicular sujeta en el lugar que corresponde y vuelva a la habitación a abrazar a la señora Bea y al retoño como el hombre que ambos acaban de hacerle. Porque no le quepa duda de que aquel muchacho que tuve el honor de conocer años ha una noche bajo los arcos de la Plaza Real, y que tantos sustos me ha dado desde entonces, se tiene que quedar en el preludio de esta aventura. Que nos queda mucha historia por vivir, Daniel, y la que nos espera ya no es cosa de niños. ¿Está usted conmigo? ¿Hasta ese fin del mundo, que quién no nos dice que pueda estar a la vuelta de la esquina?

No se me ocurrió otra cosa que envolverle en un abrazo.

—¿Qué haría yo sin usted, Fermín?

—Equivocarse a menudo. Y ya en esa línea de cautela, tenga en cuenta que uno de los efectos secundarios más habituales derivados de la ingesta de la mescolanza que acaba usted de embeber es el reblandecimiento temporal del pudor y cierta exuberancia en el músculo sentimental. Por ello, cuando la señora Bea le vea entrar ahora en la habitación, mírela a los ojos para que ella sepa que la quiere de verdad.

—Ya lo sabe.

Fermín negó pacientemente.

—Hágame caso —precisó—. No hace falta que lo diga si le da vergüenza,

porque los varones somos así y la testosterona no alienta al verso. Pero que ella lo sienta. Porque estas cosas más que decirlas hay que demostrarlas.

Y no de Pascuas a Ramos, sino todos los días.

—Lo intentaré.

—Haga algo mejor que intentarlo,

Daniel.

Y así, despojado por obra y gracia de Fermín del eterno y frágil refugio de mi adolescencia, me encaminé de vuelta a la habitación donde esperaba mi destino.

 

Muchos años después, el recuerdo de aquella noche habría de volver a mi memoria

cuando,

refugiado

de madrugada en la trastienda de la vieja librería de la calle Santa Ana, procuraba una vez más enfrentarme a la página en blanco sin saber ni por dónde empezar a explicarme a mí mismo la verdadera historia de mi familia, empresa a la que llevaba meses o años dedicado pero a la que había sido incapaz de aportar una sola línea salvable.

Fermín, aprovechando un brote de insomnio que atribuyó a la digestión de medio kilo de chicharrones, había decidido

hacerme

una

visita

de madrugada. Al verme agonizar frente a una página en blanco armado de una estilográfica que goteaba como un coche usado, se sentó a mi lado y sopesó la marea de folios arrugados que se esparcían a mis pies.

—No se ofenda, Daniel, pero ¿tiene usted la más mínima idea de lo que está haciendo?

—No —admití—. A lo mejor, si probase con una máquina de escribir cambiaría todo. Dicen en los anuncios que la Underwood es la elección del profesional.

Fermín

consideró

la

promesa publicitaria, pero negó con vehemencia.

—Entre mecanografiar y escribir median años luz.

—Gracias por los ánimos. Y usted ¿qué hace por aquí a estas horas?

Fermín se palpó la tripa.

—La ingesta de un gorrino entero en estado de fritura me ha dejado el estómago revuelto.

—¿Quiere un poco de bicarbonato?

—Mejor no, que me da trempera nocturna, con perdón, y entonces sí que no hay manera de pegar ojo.

Abandoné la pluma y mi enésimo intento de redactar una sola frase utilizable, y busqué la mirada de mi amigo.

—¿Todo bien por aquí, Daniel?

Aparte de su infructuoso asalto al castillo de la narrativa, quiero decir...

Me encogí de hombros. Como siempre, Fermín había aparecido en un momento providencial haciendo honor a su condición de picarus ex machina.

—No sé muy bien cómo preguntarle algo que hace tiempo que me ronda por la cabeza —aventuré.

Él se cubrió la boca y administró un eructo breve pero sentido.

—Si está relacionado con algún truquillo de alcoba, dispare sin pudor,

que le recuerdo que yo en estas lides soy como un facultativo diplomado.

—No, no es un tema de alcoba.

—Lástima,

porque

tengo información fresca sobre un par de nuevos ardides que...

—Fermín —le corté—, ¿cree usted que he vivido la vida que tenía que vivir, que he estado a la altura?

Mi amigo se quedó con la palabra en la boca. Bajó la mirada y suspiró.

—No me diga que es eso de lo que va en realidad esta fase suya del Balzac embarrancado. Búsqueda espiritual y todo eso...

—¿No escribe uno acaso para entenderse mejor a sí mismo y al mundo?

—No, si uno sabe lo que se hace,

cosa que usted...

—Es usted un pésimo confesor,

Fermín. Ayúdeme un poco.

—Creí

que

estaba

intentando convertirse en novelista, no en beato.

—Dígame la verdad. Usted que me conoce desde que era niño, ¿le he decepcionado? ¿He sido el Daniel que usted esperaba? ¿El que mi madre habría querido que fuera? Dígame la verdad.

Fermín puso los ojos en blanco.

—La verdad son las tonterías que dice la gente cuando se cree que sabe algo, Daniel. Yo sé tanto de la verdad como de la talla de brassière que gasta aquella formidable fémina de nombre y busto puntiagudos que vimos en el cine Capitol el otro día.

—Kim Novak —precisé.

—A la que Dios y la ley de la gravedad tengan en su gloria. Y no, no me ha decepcionado, Daniel. Nunca. Es usted un buen hombre y un buen amigo.

Y si quiere saber mi opinión, sí, creo que su difunta madre Isabella habría estado orgullosa de usted y hubiera pensado que era usted un buen hijo.

—Pero no un buen novelista. — Sonreí.

—Mire, Daniel, usted de novelista tiene lo que yo de monje dominico. Y lo sabe. Eso no hay pluma o Underwood bajo el sol que lo cambie.

Suspiré y me abandoné a un largo silencio.

Fermín

me

observaba,

pensativo.

—¿Sabe una cosa, Daniel? Lo que pienso de verdad es que después de todo lo que usted y yo hemos pasado, aún soy aquel pobre infeliz que se encontró tirado en la calle y al que se llevó a casa por caridad, y que usted todavía es aquel crío desvalido que iba por el mundo perdido y tropezando con misterios sin cuento creyendo que si los resolvía, tal vez, de puro milagro,

recuperaría el rostro de su madre y la memoria de la verdad que el mundo le había robado.

Sopesé sus palabras, que habían tocado hueso.

—¿Tan terrible sería si así fuera?

—Podría ser peor. Podría ser usted un novelista, como su amigo Carax.

—A lo mejor lo que tendría que hacer es encontrarlo y convencerle para que fuese él quien escribiera esta historia —apunté—. Nuestra historia.

—Eso dice a veces su hijo Julián.

Miré de reojo a Fermín.

—¿Que Julián dice qué? ¿Qué sabe Julián de Carax? ¿Le ha hablado usted a mi hijo de Carax?

Fermín adoptó su semblante oficial de corderillo degollado.

—¿Yo?

—¿Qué le ha contado usted?

Fermín

resopló,

restando importancia al tema.

—Minucias. A lo sumo notas a pie de página del todo inofensivas. Lo que ocurre es que el niño es de disposición inquisitiva y luces largas y, claro, lo pilla todo y va atando cabos. Yo no tengo la culpa si la criatura es espabilada. Es evidente que a usted no ha salido.

—Madre de Dios... ¿Y ya sabe Bea que ha estado usted hablando de Carax con el niño?

—Yo en su vida conyugal no me meto. Pero dudo que haya mucho que la señora Bea no sepa o intuya.

—Le prohíbo terminantemente que le hable a mi hijo sobre Carax, Fermín.

Él se llevó la mano al pecho y asintió con solemnidad.

—Mis labios están sellados. Caiga sobre mí la más negra ignominia si en un momento de obnubilación quebrantare así este solemne voto de silencio.

—Y ya puestos tampoco mencione a Kim Novak, que le conozco.

—Ahí

soy

inocente

como

el becerrillo que quita el pecado del mundo porque ese tema lo saca el niño,

que de tonto no tiene un pelo.

—Es usted imposible.

—Acepto

con

abnegación

sus injustas pullas porque sé que las provoca la frustración ante lo escuálido de su propio ingenio. ¿Tiene vuecencia algún nombre más que añadir a la lista negra de los no mencionables aparte de Carax? ¿Bakunin? ¿Estrellita Castro?

—¿Por qué no se va a dormir y me deja en paz, Fermín?

—¿Y dejarle aquí a usted solo frente al peligro? Quite, que al menos hace falta un adulto cuerdo entre el público.

Fermín examinó la estilográfica y la pila de folios en blanco que aguardaban sobre el escritorio, calibrándolo todo fascinado como si se tratase de un juego de instrumentos quirúrgicos.

—¿Ya se le ha ocurrido cómo arrancar esta empresa?

—No. Estaba en ello cuando ha venido usted y ha empezado a decir sandeces.

—Tonterías. Sin mí usted no escribe ni la lista de la compra.

Convencido al fin, y arremangándose ante la titánica tarea que nos aguardaba,

se plantó en una silla a mi lado y me miró fijamente con esa intensidad de quienes apenas necesitan palabras para entenderse.

—Hablando de listas: mire, yo de este negocio del novelón sé menos que de la manufactura y uso del cilicio, pero se me ocurre que antes de empezar a contar nada habrá que hacer una lista de lo que uno quiere contar. Un inventario,

digamos.

—¿Una hoja de ruta? —sugerí.

—Una hoja de ruta es lo que pergeña uno cuando no sabe bien adónde va y así se convence a sí mismo y a algún que otro bobo de que se dirige a algún sitio.

—No es tan mala idea. El autoengaño es el secreto de toda empresa imposible.

—¿Lo ve? Formamos un tándem imbatible. Usted anota y yo pienso.

—Pues vaya pensando en voz alta.

—¿Ya hay suficiente tinta en ese chisme para el viaje de ida y vuelta a los infiernos?

—Suficiente para echar a andar.

—Ahora solo falta decidir por dónde empezamos a hacer la lista.

—¿Qué tal si empezamos por la historia de cómo la conoció usted? — pregunté.

—¿A quién?

—¿A quién va a ser, Fermín? A nuestra Alicia en la Barcelona de las Maravillas.

Una sombra cruzó su rostro.

—Esa historia no creo que se la haya contado a nadie, Daniel. Ni a usted.

—¿Qué mejor puerta entonces para adentrarse en el laberinto?

—Un hombre debería poder morir llevándose algún que otro secreto por delante —objetó Fermín.

—Demasiados secretos son los que llevan a un hombre a la tumba antes de hora.

Fermín alzó las cejas, sorprendido.

—¿Quién dijo eso? ¿Sócrates? ¿Yo?

—No. Por una vez lo dijo Daniel Sempere Gispert, el Homo pardicus,

hace tan solo unos segundos.

Fermín sonrió complacido y peló un Sugus de limón que procedió a llevarse a los labios.

—Le ha costado años, pero ya va aprendiendo del maestro, granujilla.

¿Quiere uno?

Acepté el Sugus porque sabía que era la posesión más preciada de todo el patrimonio de mi amigo Fermín y que me honraba compartiendo su tesoro.

—¿Ha oído decir usted alguna vez aquello tan socorrido de que en el amor y en la guerra está todo permitido,

Daniel?

—Alguna vez. Normalmente en boca de los que están más por la guerra que por el amor.

—Así es, porque en el fondo es mentira podrida.

—¿Es esta entonces una historia de amor o de guerra?

Fermín se encogió de hombros.

—¿Cuál es la diferencia?

Y así, al amparo de la medianoche,

un par de Sugus y un embrujo de recuerdos

que

amenazaba

con desvanecerse en la niebla del tiempo,

Fermín empezó a hilvanar los hilos que habrían de tejer el final, y el principio,

de nuestra historia...

Fragmento de El Laberinto de los Espíritus ( El Cementerio de los Libros Olvidados, Volumen IV),

de Julián Carax.

Éditions de la Lumière, París, 1992.

Edición a cargo de Émile de Rosiers Castellaine DIES IRAE

Barcelona Marzo de 1938

Le despertó el envite del mar. Al abrir los ojos, el polizón vislumbró una tiniebla que se perdía en el infinito. El vaivén de la nave, el hedor a salitre y los arañazos del agua contra el casco le recordaron que no estaba en tierra firme.

Apartó los sacos que le habían servido de lecho y se incorporó lentamente,

auscultando la fuga de columnas y arcos que formaba la bodega del buque.

La visión se le antojó de ensueño,

una catedral sumergida, poblada por lo que parecía el botín robado de cien museos y palacios. La silueta de una escudería de coches de lujo cubiertos con

lienzos

semitransparentes

se perfilaba entre una batería de esculturas y cuadros. Junto a un gran reloj de carrillón se distinguía una jaula desde la que un loro de espléndido plumaje le observaba con severidad y cuestionaba su condición de polizón.

Poco más allá avistó una réplica del David de Miguel Ángel, a la que algún espontáneo había coronado con un tricornio de la Guardia Civil. Tras ella,

un ejército espectral de maniquís enfundados en vestidos de época parecían congelados en un perpetuo vals vienés. A un lado, apoyados contra el armazón de una lujosa carroza funeraria de paredes acristaladas con sarcófago incluido, había una pila de viejos carteles enmarcados. Uno de ellos anunciaba una corrida en la plaza de las Arenas de los tiempos de antes de la guerra.

El nombre de un tal Fermín Romero de Torres aparecía entre la lista de rejoneadores. Sus ojos acariciaron las letras, y el pasajero secreto, a quien por entonces aún se le conocía por otro nombre que pronto habría de abandonar en las cenizas de aquella guerra, formó en silencio las palabras en sus labios.

Fermín Romero de Torres

Un buen nombre, se dijo. Musical.

Operístico. A la altura de una existencia épica y desgarrada de eterno polizón por la vida. Fermín Romero de Torres, o el hombrecillo enjuto a una mayúscula nariz unido que algún día no muy lejano adoptaría aquel apelativo, había pasado los dos últimos días oculto en las entrañas de aquel buque mercante que había partido de Valencia dos noches atrás. Se había podido colar a bordo de milagro, escondido en un arcón repleto de fusiles viejos camuflado entre toda suerte de mercancías. Una parte de los fusiles estaban envueltos en bolsas selladas con un nudo que los protegía de la humedad, pero el resto viajaban a pelo, apilados unos sobre otros, y le habían parecido más propensos a explotarle en la cara a algún infortunado miliciano, o a él mismo si se hubiera apoyado donde no debía, que a derribar al enemigo.

Para estirar las piernas y combatir el entumecimiento causado por el frío y la humedad que supuraban las paredes del casco, Fermín se aventuraba cada media hora entre el entramado de contenedores y suministros en busca de algo comestible o, en su defecto, algo con lo que matar el tiempo. En una de sus idas y venidas había entablado amistad con un ratoncillo veterano en aquellos lances que, pasado el período de desconfianza inicial, se le aproximaba tímidamente y,

al calor de su regazo, compartía con él unos ásperos trozos de queso que Fermín había encontrado en una de las cajas de alimentos. El queso, o lo que fuera aquella sustancia correosa y grasienta, sabía a jabón, y hasta donde alcanzaba

el

discernimiento gastronómico de Fermín, no había indicio de que vaca o rumiante alguno hubiera tenido mano o pezuña en su elaboración. Pero era de sabios reconocer que en cuestión de gustos no había nada escrito y, si lo había, la miseria de aquellos días alteraba el fraseado con aplomo, por lo que ambos disfrutaron del festín con el entusiasmo que solo otorgan meses de hambre acumulada.

—Amigo roedor, una de las ventajas que tiene esto de las contiendas bélicas es que, de un día para otro, la bazofia se le antoja a uno manjar de dioses, y hasta una mierda sabiamente pinchada en un palo empieza como a desprender un bouquet sensacional a boulangerie parisina. Esta dieta semicastrense de sopas a base de agua sucia y miga cortada con serrín curte el espíritu y desarrolla la sensibilidad del paladar hasta el punto que llega un día en que uno se percata de que incluso el corcho de las paredes puede saber a corteza de cerdo ibérico si la dicha no es buena.

El ratoncillo escuchaba a Fermín con paciencia mientras ambos departían de los víveres que el polizón sustraía. A veces, ahíto, el roedor se dormía a sus pies. Fermín lo observaba, intuyendo que habían hecho buenas migas porque en el fondo se parecían.

—Usted y yo somos tal para cual,

compadre, sufriendo con filosofía la plaga del simio erecto y arañando lo que se puede para sobrevivirla. Dios quiera que algún día no muy lejano los primates se extingan de un soplamocos y pasen así a criar malvas junto con el diplodocus, el mamut y el pájaro dodo para que ustedes, criaturas hacendosas y pacíficas que se contentan con comer,

fornicar y dormir, puedan heredar la tierra o, cuando menos, compartirla con la

cucaracha

y

algún

que

otro coleóptero.

Si

el

ratoncillo

estaba

en desacuerdo, no daba muestras de ello.

La suya era una convivencia amigable y sin protagonismos, una entente entre caballeros. Durante el día podían escuchar el eco de los pasos y voces de los marineros rebotando en la sentina.

En las raras ocasiones en que algún miembro de la tripulación se aventuraba allí abajo, por lo general para robar alguna cosa, Fermín se ocultaba de nuevo en la caja de fusiles de la que había salido y así, mecido por el mar y el aroma a pólvora, se entregaba a una cabezadita. En su segundo día a bordo,

explorando el bazar de maravillas que viajaba oculto en la panza de aquel Leviatán, Fermín, moderno Jonás y estudioso de las Sagradas Escrituras a tiempo parcial, encontró una caja repleta de biblias finamente encuadernadas. El hallazgo se le antojó, cuando menos,

audaz y pintoresco, pero, a falta de otro menú literario, procedió a tomar prestado un ejemplar y, con la ayuda de una

vela

también

sustraída

del cargamento, leía en voz alta para él y para

su

compañero

de

travesía fragmentos seleccionados del Antiguo Testamento, que siempre le había parecido muchísimo más ameno y truculento que el Nuevo.

—Preste atención, maestre, que ahora viene una inefable parábola de hondo

simbolismo

aderezada

con incestos y mutilaciones suficientes como para precipitar un cambio de gayumbos a los mismísimos hermanos Grimm.

Pasaban así las horas y los días al asilo del mar hasta que, al amanecer de un 17 de marzo de 1938, Fermín abrió los ojos y descubrió que su amigo el roedor se había ido. Tal vez fue la lectura de algunos episodios del Libro de las Revelaciones de San Juan durante la noche anterior lo que asustó al ratoncillo, o tal vez el presentimiento de que la travesía llegaba a su fin y convenía hacerse de menos. Fermín,

entumecido por otra noche al amparo de aquel frío que taladraba los huesos, se tambaleó hasta el mirador que ofrecía uno de los ojos de buey por los que penetraba el aliento de un alba escarlata.

El ventanuco circular quedaba a apenas un par de palmos por encima de la línea de flotación y Fermín pudo ver cómo el sol se alzaba sobre un mar de color vino. Cruzó la bodega sorteando cajas de munición y un enjambre de bicicletas herrumbrosas sujetas con cuerdas hasta el lado opuesto y echó un vistazo. El haz vaporoso del faro del puerto barrió el casco

del

buque

proyectando momentáneamente una ráfaga de agujas de luz a través de todas las ventanas de la bodega. Más allá, en un espejismo de brumas reptando entre atalayas, cúpulas y torres, se esparcía la ciudad de Barcelona. Fermín sonrió para sí,

olvidándose por un instante del frío y de las magulladuras que cubrían su cuerpo,

fruto de las escaramuzas y desventuras acaecidas en su último puerto de paso.

—Lucía... —murmuró, evocando el dibujo de aquel rostro cuyo recuerdo le había mantenido vivo en los peores lances.

Extrajo el sobre que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta desde que había salido de Valencia y suspiró.

El ensueño se esfumó casi al instante. El buque estaba mucho más cerca de puerto de lo que había supuesto. Cualquier polizón que se precie sabe que lo difícil no es colarse a bordo: lo difícil es salir sano y salvo del trance y abandonar el buque sin ser visto. Si albergaba la esperanza de pisar tierra por su propio pie y con todos los huesos en su sitio,

más le valía empezar a preparar su estrategia de huida. Mientras escuchaba cómo los pasos y la actividad de la tripulación se duplicaban en la cubierta,

Fermín sintió que el buque empezaba a virar y que los motores aminoraban la marcha al rebasar la bocana del puerto.

Guardó de nuevo la carta y se apresuró a borrar los indicios de su presencia,

ocultando los restos de las velas empleadas, los sacos que le habían servido de ajuar, la Biblia de sus lecturas contemplativas y las migajas de sucedáneo de queso y galleta rancia que habían quedado. Procedió entonces a cerrar como pudo las cajas que se había atrevido a abrir en busca de víveres martilleando de nuevo los clavos con el tacón pelado de sus botas exánimes.

Observando tan parca calzadura, Fermín se dijo que tan pronto como hubiera ganado tierra firme y cumplido la promesa que había hecho, el siguiente objetivo sería hacerse con un par de zapatos que no pareciesen sustraídos de algún depósito de cadáveres. Mientras trajinaba en la bodega, el polizón podía ver a través de los ojos de buey cómo el buque se iba adentrando en las aguas del puerto de Barcelona. Pegó una vez más la nariz al cristal y sintió un escalofrío al avistar la silueta del castillo y prisión militar de Montjuic en lo alto de la montaña, presidiendo la ciudad como un ave de presa.

—Como te descuides, acabas ahí...

—susurró.

A lo lejos se perfilaba la aguja del monumento a Cristóbal Colón, que como siempre apuntaba con el dedo en la dirección equivocada, confundiendo el continente

americano

con

el archipiélago balear. Tras el descubridor desorientado se abría la boca de las Ramblas ascendiendo hacia el corazón de la ciudad vieja, donde esperaba Lucía. Por un instante la imaginó perfumada entre las sábanas. La culpa y la vergüenza apartaron aquella visión de su pensamiento. Había traicionado su promesa.

—Miserable —se dijo a sí mismo.

Trece meses y siete días habían pasado desde que la había visto por última vez, trece meses que le pesaban como trece años. La última imagen que pudo robar antes de regresar a su escondite fue la de la silueta de la Virgen de la Merced, patrona de la ciudad, aupada en la cúpula de su basílica frente al puerto y en perpetuo ademán de echar a volar sobre los tejados de Barcelona. A ella encomendó su alma y misérrima anatomía, porque si bien no pisaba una iglesia desde que había confundido la capilla de su pueblo natal con la biblioteca municipal a los nueve años, Fermín juró a quien pudiera y quisiera escucharle que si la Virgen — o cualquier delegado con potestad en materia celestial— intercedía por él y le ayudaba a llegar a buen puerto sin grave percance ni lesiones mortales de necesidad, reorientaría su vida hacia la contemplación espiritual y se haría cliente asiduo de la industria del misal.

Concluida su promesa, se santiguó dos veces y se apresuró a ocultarse de nuevo en la caja de fusiles, tendido sobre el lecho de armas como un difunto en un ataúd. Justo antes de cerrar la tapa,

Fermín atinó a ver a su compañero el ratoncillo observándole aupado en una pila de arcones que ascendía hasta el techo de la bodega.

— Bonne chance, mon ami — murmuró.

Un segundo más tarde se sumió en aquella oscuridad que olía a pólvora, el metal frío de los fusiles contra la piel y su suerte ya echada sin remedio.

 

Al rato, Fermín advirtió que el rumor de los motores se extinguía y el buque se mecía al pairo en las aguas mansas del puerto.

Según

sus

cálculos,

era demasiado pronto para que hubiesen alcanzado los muelles. Tras dos o tres escalas durante la travesía, sus oídos habían aprendido a leer el protocolo y la cacofonía que destilaba una maniobra de atraque, desde el correr de las amarras y el martilleo de las cadenas del ancla hasta los quejidos del armazón bajo la tensión del casco al ser arrastrado contra el muelle. Más allá de una agitación inusual de pasos y voces en la cubierta, Fermín no pudo reconocer ninguno de aquellos signos. Por algún motivo, el capitán había decidido detener el buque antes de hora y Fermín,

que había aprendido en los casi dos años previos de guerra que lo inesperado va a menudo de la mano de lo lamentable, apretó los dientes y procedió a santiguarse de nuevo.

—Virgencita,

renuncio

a

mi agnosticismo

irredento

y

a

las maliciosas sugerencias de la física moderna —murmuró, confinado en aquella suerte de ataúd que compartía con fusiles de tercera mano.

Su súplica no tardó en obtener respuesta. Fermín oyó cómo lo que parecía otra nave, más pequeña, se aproximaba y rozaba el casco del buque.

Instantes después, unos pasos casi marciales caían sobre la cubierta entre el alboroto de la tripulación. Fermín tragó saliva. Habían sido abordados.

 

«Treinta años en el mar y lo peor siempre llega al tocar tierra», pensó el capitán Arráez mientras contemplaba desde el puente al grupo de hombres que acababan de escalar la escalinata a babor. Blandían fusiles con gesto amenazador, empujaban a la tripulación a un lado y preparaban el paso a quien,

supuso, era su líder. Arráez era uno de esos hombres de mar que tienen la tez y el pelo flambeados a sol y salitre, y cuya mirada

líquida

parecía

siempre enturbiada por un velo de lágrimas. De joven había creído que uno se embarcaba en busca de la aventura, pero los años le habían enseñado que esta siempre le esperaba a uno en puerto, y con segundas intenciones. Nada había en el mar que temiese. En tierra firme, sin embargo, y más en aquellos días, le embargaba la náusea.

—Bermejo, coja la radio y avise a puerto de que nos han detenido momentáneamente y vamos a llegar con algo de retraso.

Junto a él, Bermejo, su primer oficial, palideció y empezó a mostrar aquel tembleque que había desarrollado en los últimos meses de bombardeos y trifulcas. Antiguo contramaestre en cruceros fluviales de placer por el Guadalquivir, el pobre Bermejo no tenía estómago para aquella labor.

—¿Quién digo que nos ha detenido,

capitán?

Arráez posó la mirada sobre la silueta que acababa de pisar su cubierta.

Enfundado en una gabardina negra y pertrechado de guantes y un sombrero de ala, era el único que no parecía armado.

Arráez le observó recorrer poco a poco la cubierta. Su ademán denotaba una parsimonia y un desinterés calculados a la perfección. Sus ojos, ocultos tras unos lentes oscuros, se deslizaban por los rostros de la tripulación, el suyo carente de expresión alguna. Por último se detuvo en el centro de la cubierta y, al alzar la vista hacia el puente, se descubrió la cabeza articulando un saludo con el sombrero y ofreciendo una sonrisa de reptil.

—Fumero —murmuró el capitán.

Bermejo,

que

parecía

haber encogido diez centímetros desde que aquel personaje había serpenteado a través de la cubierta, le miró, blanco como el yeso.

—¿Quién? —consiguió articular.

—Policía política. Baje y dígales a los hombres que nadie haga el tonto. Y luego dé aviso por radio a puerto, como le he dicho.

Bermejo asintió, pero no hizo ademán de moverse. Arráez le clavó los ojos.

—Bermejo, que baje. Y procure no mearse encima, por el amor de Dios.

—Sí, mi capitán.

Arráez permaneció unos instantes a solas en el puente. El día era claro, con cielos de cristal y pinceladas de nubes en fuga que habrían hecho las delicias de un acuarelista. Por un instante consideró coger el revólver que guardaba bajo llave en el armario de su camarote, pero la ingenuidad de aquella idea dibujó una sonrisa amarga en sus labios. Respiró hondo y, ajustando los botones de su chaqueta deshilachada,

abandonó el puente y descendió escaleras abajo, donde le esperaba su viejo conocido acariciando un cigarrillo entre los dedos.

 

—Capitán

Arráez,

bienvenido

a Barcelona.

—Gracias, teniente.

Fumero sonrió.

—Ahora comandante.

Arráez hizo un gesto afirmativo,

sosteniendo la mirada a aquellos dos lentes oscuros tras los cuales era difícil adivinar hacia dónde miraban los ojos afilados de Fumero.

—Felicidades.

Fumero le tendió uno de sus cigarrillos.

—No, gracias.

—Es mercancía de calidad —invitó Fumero—. Rubio americano.

Arráez aceptó el cigarrillo y se lo guardó en el bolsillo.

—¿Desea inspeccionar los papeles y las licencias, mi comandante? Está todo al día, con los permisos y sellos del Gobierno de la Generalitat...

Fumero se encogió de hombros,

exhalando una bocanada de humo con desinterés y observando la brasa de su cigarrillo con una leve sonrisa.

—Estoy seguro de que sus papeles están en regla. Dígame, ¿qué carga lleva usted a bordo?

—Suministros.

Medicamentos,

armas y munición. Y varios lotes de propiedad confiscada para subasta. El inventario con el sello gubernamental de la delegación en Valencia está a su disposición.

—No esperaba menos de usted,

capitán. Pero eso queda entre usted y las autoridades portuarias y de aduanas. Yo soy un simple servidor del pueblo.

Arráez

asintió

serenamente,

recordándose en todo momento que no debía apartar los ojos de aquellos dos lentes negros e impenetrables.

—Si mi comandante tiene a bien decirme qué busca, con mucho gusto...

Fumero hizo un ademán para que le acompañase y ambos deambularon a lo largo de la cubierta mientras la tripulación los observaba, expectante.

Al cabo de unos minutos Fumero se detuvo y, apurando una última calada,

arrojó su cigarrillo por la borda. Se apoyó sobre la barandilla y contempló Barcelona como si nunca la hubiese visto antes.

—¿Lo huele usted, capitán?

Arráez aguardó un instante antes de contestar.

—No sé bien a qué se refiere,

comandante.

Fumero le palmeó el brazo con afecto.

—Respire hondo. Sin prisa. Ya verá cómo lo nota.

Arráez intercambió una mirada con Bermejo.

Los

miembros

de

la tripulación se miraban entre ellos,

confundidos.

Fumero

se

volvió,

invitándolos a inspirar con un gesto.

—¿No? ¿Nadie?

El capitán intentó forzar una sonrisa que no llegó a sus labios.

—Pues yo sí puedo olerlo —dijo Fumero—. No me diga que no lo ha notado.

Arráez asintió vagamente.

—Claro que sí —apremió Fumero —. Claro que lo huele. Como yo y como todos los que están aquí. Es olor a rata.

A esa rata asquerosa que oculta usted a bordo.

Arráez frunció el ceño, perplejo.

—Puedo asegurarle...

Fumero

alzó

la

mano

para silenciarle.

—Cuando una rata se te cuela no hay modo de librarse de ella. Le das veneno y se lo come. Le pones trampas y se caga en ellas. Una rata es lo más difícil de eliminar que existe. Porque es cobarde. Porque se esconde. Porque se cree más lista que tú.

Fumero se tomó unos segundos para saborear sus palabras.

—¿Y sabe usted cuál es el único modo de acabar con una rata, capitán?

¿Cómo se acaba de verdad y de una vez por todas con ella?

Arráez negó.

—No lo sé, comandante.

Fumero

sonrió,

mostrando

los dientes.

—Claro que no. Porque usted es un hombre de mar y no tiene por qué saberlo. Ese es mi trabajo. Esa es la razón por la que la Revolución me ha puesto en el mundo. Observe, capitán.

Observe y aprenda.

Antes de que Arráez pudiera decir nada, Fumero se alejó en dirección a proa y sus hombres le siguieron. El capitán vio entonces que se había equivocado. Fumero sí iba armado.

Blandía un revólver reluciente en la mano, una pieza de coleccionista. Cruzó la cubierta empujando sin miramientos a cuantos miembros de la tripulación encontraba a su paso e ignoró la entrada a los camarotes. Sabía adónde iba. A una señal, sus hombres rodearon la compuerta que sellaba la bodega y esperaron la orden. Fumero se inclinó sobre la lámina del metal y golpeó con suavidad con los nudillos, como si llamase a la puerta de un viejo amigo.

—Sorpresa —entonó.

Cuando sus hombres prácticamente arrancaron la compuerta y las entrañas del buque quedaron expuestas a la luz del día, Arráez regresó para ocultarse en el puente. Ya había visto y aprendido suficiente en los dos años que llevaba de guerra. Lo último que acertó a ver fue cómo Fumero se relamía los labios como un gato un segundo antes de sumergirse, revólver en mano, en la bodega del buque.

 

Tras días confinado en la bodega respirando el mismo aire viciado,

Fermín sintió cómo el aroma a brisa fresca que entraba por la compuerta se filtraba entre las comisuras de la caja de armamento en la que se había ocultado.

Inclinó la cabeza a un lado y atinó a ver por el resquicio de abertura que quedaba entre la tapa y el reborde un abanico de haces de luz polvorienta barriendo la bodega. Linternas.

La luz blanca y vaporosa acariciaba los

contornos

del

cargamento

y descubría transparencias en los lienzos que tapaban automóviles y obras de arte.

El sonido de los pasos y el eco metálico que reverberaba en la sentina se aproximaron con lentitud. Fermín apretó los dientes y repasó mentalmente todos los pasos que había seguido hasta regresar a su escondite. Los sacos, las velas, los restos de comida o las pisadas que hubiera podido dejar a través de la galería del cargamento. No creía haber descuidado nada. Nunca le encontrarían allí, se dijo. Nunca.