Capítulo cuatro

 

 

Las bicicletas que Maximilian Carver había rescatado del limbo en el pequeño garaje del patio estaban en mejor estado de lo que Max había esperado. De hecho, parecía como si prácticamente no hubiesen sido utilizadas. Armado de un par de gamuzas y un líquido especial para limpiar metales que su madre siempre llevaba consigo, Max descubrió que bajo la capa de mugre y moho ambas bicicletas estaban nuevas y relucientes. Con ayuda de su padre, engrasó cadena y piñones e hinchó las ruedas.

 

- Es probable que tengamos que cambiar las cámaras - explicó Maximilian Carver -, pero de momento ya vale para ir tirando.

 

Una de las bicicletas era más pequeña que la otra y, mientras las limpiaba, Max no dejaba de preguntarse si el doctor Fleischmann habría comprado aquellas bicicletas años atrás con la esperanza de pasear con Jacob por el camino de la playa. Maximilian Carver leyó en la mirada de su hijo la sombra de culpabilidad.

 

- Estoy seguro de que el viejo doctor hubiese estado encantado de que llevases la bicicleta.

 

- Yo no estoy tan seguro - murmuró Max -. ¿Por qué las dejarían aquí?

 

- Los malos recuerdos te persiguen sin necesidad de llevarlos contigo - contestó Maximilian Carver .- Supongo que ya nadie volvió a utilizarlas. A ver, súbete. Vamos a probarlas.

 

Pusieron las bicicletas en tierra y Max ajustó la altura del sillín, probando a la vez la tensión de los cables del freno.

 

- Habría que poner algo más de grasa en los frenos - afirmó Max.

 

- Me lo suponía - corroboró el relojero y puso manos a la obra -. Oye, Max.

 

- Sí, papá.

 

- No les des demasiadas vueltas a lo de las bicicletas, ¿de acuerdo? Lo que le sucedió a aquella pobre familia no tiene nada que ver con nosotros. No sé si debí contároslo - explicó el relojero con una sombra de preocupación en su semblante.

 

- No importa - Max tensó el freno de nuevo .- Así está perfecto.

 

- Pues andando.

 

- ¿No vienes conmigo? - preguntó Max.

 

- Esta tarde, si aún te quedan ánimos, te pegaré la paliza de tu vida. Pero a las once tengo que ver a un tal Fred en el pueblo, que me cederá un local para instalar la tienda. Hay que hacer negocio.

 

Maximilian Carver empezó a recoger las herramientas y a limpiarse las manos con una de las gamuzas. Max contempló a su padre preguntándose cómo debía de haber sido Maximilian Carver a su edad. La costumbre familiar era decir que ambos se parecían, pero también formaba parte de esa costumbre decir que Irina se parecía a Andrea Carver, lo cual no era más que uno de esos estúpidos tópicos que abuelas, tías y toda esa galería de primos insoportables que aparecen en las comidas de Navidad repetían año tras año como gallinas cluecas.

 

- Max en uno de sus trances - comento Maximilian Carver, sonriendo.

 

- ¿Sabías que junto al bosque detrás de la casa hay un jardín de estatuas? - espetó Max, sorprendido de escucharse a sí mismo formular la pregunta.

 

- Supongo que hay muchas cosas por aquí que aún no hemos visto. El mismo garaje está repleto de cajas y esta mañana he visto que el sótano de la caldera parece un museo. Me parece que si vendemos toda la chatarra que hay en esta casa a un anticuario no tendré ni queabrir la tienda; viviremos de renta.

 

Maximilian Carver dirigió a su hijo una mirada inquisitiva.

 

- Oye, si no pruebas, esa bicicleta volverá a cubrirse de mugre y se transformará en un fósil.

 

- Ya lo es - dijo Max, dando el primer golpe de pedal a la bicicleta que Jacob Fleischmann nunca llegó a estrenar.

 

 

Max pedaleó por el camino de la playa en dirección al pueblo, bordeando una larga hilera de casas de aspecto similar a la nueva residencia de los Carver, que desembocaba justo a la entrada de la pequeña bahía, donde estaba el puerto de los pescadores. Apenas se podían contar más de cuatro o cinco barcos fondeados en los viejos muelles y la mayoría de las embarcaciones eran pequeños botes de madera que no superaban los cuatro metros de eslora y que los pescadores locales utilizaban para batir con viejas redes la costa a unos cien metros de la playa.

 

Max sorteó con la bicicleta el laberinto de barcas en reparación sobre los muelles y las pilas de cajas de madera de la lonja local. Con la vista fija en el pequeño faro, Max enfiló el espigón curvo que cerraba el puerto como una media luna. Una vez llegó al extremo, dejó la bicicleta apoyada junto al faro y se sentó a descansar sobre una de las grandes piedras al otro lado del dique, mordidas por los envites del mar. Desde allí podía contemplar el océano extenderse como una lámina de luz cegadora hasta el infinito.

 

Apenas llevaba unos minutos sentado frente al mar, cuando pudo ver otra bicicleta conducida por un muchacho alto y delgado que se acercaba por el muelle. El chico, al que Max le calculó una edad de dieciséis o diecisiete años, guió su bicicleta hasta el faro y la dejó junto a la de Max. Luego, lentamente, se retiró la densa cabellera del rostro y caminó hacia el lugar donde Max descansaba.

 

- Hola. ¿Tú eres de la familia que se ha instalado en la casa al final de la playa?

 

Max asintió.

 

- Soy Max.

 

El chico, de tez intensamente bronceada por el sol y ojos verdes penetrantes, le tendió su mano.

 

- Roland. Bienvenido a "ciudad aburrimiento".

 

Max sonrió y aceptó la mano de Roland.

 

- ¿Qué tal la casa? ¿Os gusta? - preguntó el muchacho.

 

- Hay opiniones divididas. A mi padre le encanta. El resto de la familia lo ve diferente - explicó Max.

 

- Conocí a tu padre hace unos meses, cuando vino al pueblo - dijo Roland .- Me pareció un tipo divertido. ¿Relojero, verdad?

 

Max asintió.

 

- Es un tipo divertido - corroboró Max -, a veces. Otras se le meten en la cabeza ideas como la de mudarse aquí.

 

- ¿Por qué habéis venido al pueblo? - preguntó Roland.

 

- La guerra - contestó Max .- Mi padre piensa que no es un buen momento para vivir en la ciudad. Supongo que tiene razón.

 

- La guerra - repitió Roland, bajandola mirada -. A mí me reclutarán en septiembre.

 

Max se quedó mudo. Roland advirtió su silencio y sonrió de nuevo.

 

- Tiene su parte buena - dijo .- A lo mejor es mi último verano en el pueblo.

 

Max le devolvió tímidamente la sonrisa, pensando que en unos años, si la guerra no había terminado, también recibiría el aviso de alistarse en el ejército. Incluso en un día de luz deslumbrante como aquél, el fantasma invisible de la guerra envolvía el futuro con un manto de tinieblas.

 

- Supongo que todavía no has visto el pueblo - dijo Roland.

 

Max negó.

 

- Bien, novato. Coge la bici. Empezamos la visita turística sobre ruedas.

 

 

Max tenía que hacer un esfuerzo extra para mantener el ritmo de Roland y, aun así, cuando apenas llevaban docientos metros pedaleados desde la punta del espigón, empezó a notar las primeras gotas de sudor deslizarse por su frente y por los costados. Roland se volvió y le dirigió una sonrisa socarrona.

 

- ¿Falta de práctica, eh? La vida de la ciudad te ha hecho perder la forma - le gritó, sin aflojar la marcha.

 

Max siguió a Roland a través del paseo que bordeaba la costa para luego internarse en las calles del pueblo. Cuando Max empezaba a rezagarse, Roland aminoró la velocidad hasta detenerse junto a una gran fuente de piedra en el centro de una plaza. Max pedaleó hasta allí y dejó la bicicleta en el suelo. El agua brotaba deliciosamente fresca de la fuente.

 

- No te lo aconsejo - dijo Roland, leyendo sus pensamientos . Flato.

 

- Max respiró profundamente y sumergió la cabeza bajo el chorro de agua fría.

 

- Iremos más despacio - concedió Roland.

 

Max permaneció bajo la ducha de la fuente unos segundos y luego se recostó contra la piedra, la cabeza chorreándole la ropa. Roland le sonreía.

 

- La verdad es que no esperaba que aguantases tanto. Éste - señaló alrededor - es el centro del pueblo. La plaza del ayuntamiento. Ese edificio son los juzgados, pero ya no se usan. Los domingos hay mercado. Y por las noches, en verano, proyectan películas en la pared del ayuntamiento. Normalmente viejas y con las bobinas mal ordenadas.

 

Max asintió débilmente, recuperado el aliento.

 

- ¿Suena fascinante, eh? - rió Roland - . También hay una biblioteca, pero si hay más de sesenta libros me dejo cortar una mano.

 

- ¿Y uno qué hace aquí? - consiguió articular Max -. Aparte de ir en bici.

 

- Buena pregunta, Max. Veo que empiezas a entenderlo. ¿Seguimos?

 

Max suspiró y ambos volvieron a las bicicletas.

 

- Pero ahora "yo marco" el ritmo - exigió Max.

 

Roland se encogió de hombros y pedaleó.

 

 

Durante un par de horas Roland guió a Max arriba y abajo del pequeño pueblo y los alrededores. Contemplaron los acantilados del extremo sur, donde Roland le reveló que se encontraba el mejor lugar para bucear, junto a un viejo barco hundido en 1918 y que ahora se había transformado en una jungla submarina con toda clase de algas extrañas. Roland explicó que, durante una terrible tormenta nocturna, el buque embarrancó con las peligrosas rocas que yacían a escasos metros de la superficie. La furia del temporal y la oscuridad de la noche apenas quebrada por el fragor de los relámpagos hicieron que todos los tripulantes del navío perecieran ahogados en el naufragio. Todos excepto uno. El único superviviente de aquella tragedia fue un ingeniero que, en reconocimiento a la providencia que quiso salvar su vida, se instaló en el pueblo y construyó un gran faro en lo alto de los escarpados acantilados de la montaña que presidía el escenario de aquella noche. Aquel hombre, ahora ya anciano, seguía siendo el guardián del faro y no era otro que el "abuelo adoptivo" de Roland. Después del naufragio, una pareja del pueblo cuidó del farero hasta que éste se restableció completamente. Algunos años más tarde, ambos fallecieron en un accidente de automóvil y el farero se hizo cargo del pequeño Roland, que apenas contaba un año. Roland vivía con él en la casa del faro, aunque pasaba la mayor parte del tiempo en la cabaña que él mismo había construido en la playa, al pie de los acantilados. A todos los efectos, el farero era su verdadero abuelo. La voz de Roland reveló cierta amargura mientras le relataba estos hechos, que Max escuchó en silencio y sin hacer preguntas. Tras el relato del naufragio, anduvieron por las calles aledañas a la vieja iglesia donde Max conoció a algunos de los aldeanos, gente afable que se apresuró a darle la bienvenida al pueblo.

 

Finalmente, Max, exhausto, decidió que no era necesario conocer todo el pueblo en una mañana y que si, como parecía, iba a pasar unos cuantos años allí, tiempo habría de descubrir sus misterios si es que los había.

 

- También es verdad - coincidió Roland -. Oye, casi todas las mañanas en verano voy a bucear al barco hundido. ¿Quieres venir conmigo mañana?

 

- Si buceas como montas en bicicleta me ahogaré - dijo Max.

 

- Tengo gafas y unas aletas de sobra - explicó Roland.

 

La oferta sonaba tentadora.

 

- De acuerdo. ¿Tengo que llevar algo?

 

Roland negó.

 

- Yo traeré todo. Bueno,... bien pensado, trae el desayuno. Te recojo a las nueve en tu casa.

 

- Nueve y media.

 

- No te duermas.

 

Cuando Max empezó a pedalear de vuelta a la casa de la playa, las campa nas de la iglesia anunciaban las tres dela tarde y el Sol empezaba a ocultarse tras un manto de nubes oscuras que parecían presagiar la lluvia. Mientras se alejaba, Max se volvió un segundo a mirar atrás. De pie junto a su bicicleta,Roland le saludaba con la mano.

 

 

La tormenta se abatió sobre el pueblo como un siniestro espectáculo de feria ambulante. En unos minutos, el cielo se transformó en una bóveda plomiza y el mar adquirió un tinte metálico y opaco, como una inmensa balsa de mercurio. Los primeros relámpagos vinieron acompañados de la ventisca que empujaba la tormenta desde el mar. Max pedaleó con fuerza, pero el aguacero le alcanzó de pleno cuando todavía le quedaban unos quinientos metros de camino hasta la casa de la playa. Cuando llegó a la cerca blanca, estaba tan empapado como si acabase de emerger del mar. Corrió a dejar la bicicleta en la caseta del garaje y entró en la casa por la puerta del patio trasero. La cocina estaba desierta, pero un apetitoso olor flotaba en el ambiente. En la mesa Max localizó una bandeja con bocadillos de carne y una jarra de limonada casera. Junto a ella había una nota escrita con la estilizada caligrafía de Andrea Carver. "Max, ésta es tu comida. Tu padre y yo estaremos en el pueblo toda la tarde por asuntos de la casa. No se te ocurra utilizar el baño del piso de arriba. Irina viene con nosotros".

 

Max dejó la nota y se llevó la bandeja a su habitación. El maratón ciclista de aquella mañana le había dejado exhausto y hambriento. La casa parecía vacía. Alicia no estaba o se había en cerrado en su habitación. Max se dirigió directamente a la suya, se cambió de ropa y se tendió en la cama a saborear los exquisitos bocadillos que su madre había dejado para él. Afuera la lluvia golpeaba con fuerza y los truenos hacían temblar las ventanas. Max encendió la pequeña lamparilla de su mesita y tomó el libro sobre Copérnico que Maximilian Carver le había regalado. Había empezado a leer cuatro veces el mismo párrafo cuando descubrió que se moría de ganas por ir a bucear al día siguiente junto al buque hundido con su nuevo amigo Roland. Engulló los bocadillos en menos de diez minutos y luego cerró los ojos, escuchando sólo el repiqueteo de la lluvia sobre el techo y los cristales. Le gustaba la lluvia y el sonido del agua resbalando por el canalillo de desagüe que recorría el borde del tejado. Cuando llovía con fuerza, Max sentía que el tiempo se detenía. Era como una tregua en la cual uno podía dejar de hacer cualquier cosa que le ocupase en aquel momento y sencillamente acercarse a contemplar el espectáculo de aquella infinita cortina de lágrimas del cielo desde una ventana, durante horas. Dejó de nuevo el libro sobre la mesita y apagó la luz. Lentamente, envuelto en el sonido hipnótico de la lluvia, se rindió al sueño.