Manuel Vázquez Montalbán

 

 

La rosa de Alejandría


 

 

Eres como la rosa de Alejandría, colorada de noche blanca de día.

“Canción popular”

 

 

Abrió un solo ojo, como si temiera que los dos le confirmaran excesivamente la panza de burro del cielo, la obscenidad de aquella piel gris y terca que ensuciaba el paisaje tropical de lujo, convertía el arbolado en una infame turba de palmeras y plataneras de plomo oxidado. Una esperanza de esquina de cielo azul se insinuaba hacia el noreste.

—Maracas Bay.

Se dijo con resignación mientras se daba impulso para saltar de la cama y quedar sentado, sorprendido por sus propias piernas desnudas, esperando órdenes, con la huesuda proa rotular apuntando la maleta abierta, semillena, manteniendo desde hacía días el mismo equilibrio sobre un pequeño butacón. Los codos sobre los muslos, la cara entre las manos abiertas, el peso de la cabeza ocupada por el rostro en primer plano de la chica de la agencia de viajes de San Francisco.

—Escoja Trinidad y Tobago, están juntas. No se arrepentirá.

—Me da igual cualquier isla, sólo quiero sol y palmeras. Aruba, Cura&ao, Bonaire.

—Trinidad y Tobago. No se arrepentirá.

Ya no le quedaban fuerzas ni para arrepentirse. Cada día contemplaba el cielo a través de la ventana de su habitación del Holiday Inn y la panza de burro estaba allí, como estaba allí esa esquina azulada a la que peregrinaban sus ojos una y otra vez para jugar al escondite con un sol tuberculoso y esquivo.

—Maracas Bay.

Todo antes que quedarse en la encerrona de Port Spain, que recorrer otra vez la retícula tediosa de calles que le llevaban a la Savannah, la misma Savannah de todas las islas del Caribe, la nostalgia de África convertida en una plaza mayor–pradera, quizá ninguna tan enorme como la de Port Spain, pero que se la metan en el culo la Savannah, y el Jardín Botánico y la arquitectura colonial de la Woodford Square, las casonas grandilocuentes de la Maraval Road.

—¿Ha visto usted las siete mansiones de Maraval Road? –le preguntaría una vez más el taxista hindú.

—Me las enseñó usted.

—Es cierto.

Una mano en el volante, la otra lanzando dedos oscuros y nombres de casas que constituían lo más importante del patrimonio arquitectónico de Port Spain.

—Stollmeyer.s Casztle, White Hall, Roodal.s Residence...

La oscuridad que envolvía a toda la isla presagiaba el fin del año y tal vez el fin del mundo. El taxista levantaba el dedo oscuro, un dedo de gitano, hacia el cielo.

—Todo empezó desde que subieron allí arriba.

—¿Quién subió allí arriba?

—Los rusos y los americanos. Desde que subieron allí arriba, el invierno es verano y el verano es invierno. Hace años, antes de que subieran allí arriba, en diciembre no llovía.

Hasta el hotel era umbrío, construido en la confianza del sol inagotable, agravadas sus tinieblas por el trabajo al ralentí del personal en huelga, sospechosos los huevos, el beicon, las ensaladas de frutas, los copos de avena, la melaza, la mantequilla de ser una foto rancia de tiempos normales, aquellos tiempos de camareros felices, ahora arqueología de desayuno, buffet libre para clientes recelosos de un servicio con reivindicaciones sociales. Y sin embargo una dama de cartón y purpurina en el sombrero de copa guiñaba el ojo para proponer la fiesta de fin de año, Happy New Year 1984, cincuenta dólares todo incluido.

—Buffet libre, orquesta, baile.

Bebidas aparte.

Le informó la mulata de boca sangrienta sin levantar la vista de una máquina de calcular.

—¿Solo?

—Solo.

Tuvo que deletrearle el nombre y el apellido.

—¿Gino Larrose...?

—Ginés Larios.

—Gi...nés...La...rios.

—Habitación trescientos doce.

—Esto es al contado. No se carga en cuenta.

Y en el rostro de la mulata asomaba la satisfacción por volver a la verdad del dinero en mano. El taxista contemplaba su negociación a distancia, con la sonrisa a medio camino entre una reflexión interior sobre la voluntad de fiesta del extranjero y el saludo al cliente de todas las mañanas.

—No bueno. No bueno.

Informaba el hindú alzando los brazos al cielo y cruzándolos luego sobre su panza.

—¿Maracas Bay?

—¿No hay otra playa en esta isla?

—En Chagaruamas Bay también está cubierto y al otro lado de la isla sopla el viento y llueve. Manzanilla Bay es muy bonito, pero viento y lluvia.

Cabeceaba el taxista molesto por la información que se veía obligado a darle uno y otro día. Ponía cara de científico japonés comunicando al chico de la película que el diplodocus gigante sólo podría ser destruido mediante una explosión nuclear. Ginés volvió la cabeza hacia la recepción del hotel donde la mulata se besaba a sí misma en un eficaz intento de repartirse el “rouge” de los labios, en aquella penumbra de naturaleza oscurecida que no conseguía paliar ni una entristecida luz eléctrica mañanera.

Volver a la habitación, naufragar en una soledad gris a la espera del milagro del sol, deambular por una ciudad demasiado vista, sin otro objetivo que contemplar los resultados del cruce de negra e hindú, hindú y holandés, holandés y negra, español e hindú, mulata e hindú, holandesa y mulato, todas las combinaciones raciales que según los prospectos turísticos convertían a Trinidad en un escaparate de la confusión de las razas tan espléndido como la playa de Copacabana.

—En Maracas Bay ¿habrá sol?

—Si sale el sol, seguro que saldrá por Maracas Bay.

—Pues Maracas Bay.

Y se arrojó al interior del taxi dispuesto a tumbarse en el asiento trasero y no ver nada de aquella ciudad condenada a la eterna penumbra.

—Estamos pasando por Maraval Road.

—Increíble.

—¿No quiere ver otra vez Las Siete Residencias?

No esperó su respuesta.

—Las llaman “Los Siete Magníficos” y fueron construidas a comienzos de siglo por las siete familias más ricas de la ciudad.

El taxista seguía con su exposición tan maravillada como rutinaria.

—¿Hay algo en el mundo tan hermoso como Trinidad?

La pregunta le obligó a enderezarse y tropezar con la perspectiva de la Savannah circulante tras la ventanilla del coche.

—Sí.

Sin duda el taxista se había mordido los labios y contemplaba en el espejo retrovisor el rostro desconcertado y nostálgico de su pasajero.

—El Bósforo.

—¿Es una isla?

—No. Es un estrecho que comunica el Mediterráneo con el mar Negro.

—¿Eso está en Europa, no?

—Creo que sí.

Pero no me importa, se dijo al dejarse caer nuevamente de espaldas. El Bósforo comunica mi infancia con mi muerte. Pensó y se lo repitió en una voz mental que servía de fondo a la ensoñación del Bósforo contemplado desde el palacio de Topkapi.

—Siempre hace sol. En el Bósforo siempre hace sol.

—Aquí siempre hacía sol.

El dedo del gitano volvió a alzarse hacia el cielo.

—Pero desde que subieron allí arriba.

—¿Qué le parece a usted que hicieron allí arriba?

—Se llevaron el sol adonde les interesaba y repartieron el viento y la lluvia a su capricho.

—Antes de llegar aquí pasé por Cura&ao y tenían un sol espléndido.

—¿Lo ve usted?

Y volvió el hindú su rostro viejo, sabio, sonrientemente triste. A través de las ventanillas comenzó el desfile de las palmeras, las plataneras, los mangos, la vainilla trepadora, las jacarandas, troquelados sobre el fondo obsesivo de los cielos grises. Le adormiló el vaivén del coche poderoso y bien cuidado, una herramienta al servicio de un oficio que el chófer quería elevar a la condición de guía exaltando las gracias de Trinidad.

—¿Ha ido usted a un concierto de calypsos? He visto que sacaba el ticket para la cena de fin de año. La cena del Holiday Inn es casi tan elegante como la del Hilton. Pero no se pierda el ambiente de la ciudad y los ensayos de calypsos para el Carnaval.

“Con los yanquis de la Trinidad las muchachas se han quedado turulatas.

Son tan amables, dicen ellas, pagan tan bien a las feas y a las guapas, beben ron y coca–cola, van a Point Cumama.

Tanto la madre como la hija quieren “trabajar” por unos dólares”.

Le guiñó el ojo el hindú después de canturrearle el calipso más famoso de toda la Historia del Calypso.

—El calypso es la canción más hermosa de todo el Caribe y es muy antiguo, más antiguo que el rock.

Canturreaba el hindú calypsos monótonos como la continuada cerrazón del cielo.

—El embalse de agua.

Avisó el taxista, como cada mañana, como si Ginés conservara los ojos del primer día ante aquel estanque cotidianamente repetido cuando iba en busca de las migajas de sol de Maracas Bay. El aviso de desprendimientos se convertía en realidades de arbustos vencidos sobre la carretera, piedras diríase que blandas desgajadas del alma inconsistente del suelo de la selva. De vez en cuando, Ginés se alzaba para otear el cielo por si continuaba allí la esquina despejada del noreste. El filtro gris parecía respetar aquella ventana a la luz y el calor, pero las nubes persistían inmediatas como una amenaza total, como un ejército concentrado en la frontera, a punto para invadir la única nación hermosa y libre que quedara en el mundo. De pronto se acentuó la claridad ambiental y un rayo de sol le bañó el rostro con un calor rubio. Excitado por la promesa se enderezó en el momento en que el coche culminaba un cambio de rasante y aparecían majestuosas, abajo y a lo lejos, las bahías espumeantes por el rodillo del tozudo oleaje.

—Mucho viento. Al menos tiene una velocidad de sesenta kilómetros por hora.

El conductor volvió el rostro de gordo gitano hepático hacia su cliente.

—Entiende de vientos. ¿Tiene un yate?

—Soy marino.

—¡Marino! –exclamó el hindú con entusiasmo–. Nunca he salido de Trinidad. Ni siquiera he ido a Tobago.

Pero de joven me habría gustado ser marino para recorrer el canal de Panamá. Hay un barco que va desde Vancouver hasta Jamaica pasando por el canal de Panamá. ¿Es usted marino en ese barco?

—El mundo está lleno de barcos.

—Ya sé, ya sé.

—Mi barco es como una fábrica.

Aprietas un botón y te vas al norte.

Aprietas otro botón y te vas al sur.

—Con el tiempo harán taxis sin taxistas.

La melancólica observación quedaba contrastada por el frágil esplendor de la naturaleza iluminada en Maracas Bay. El coche aparcó junto a los cobertizos de los vestuarios y duchas.

—Aproveche el sol y no se preocupe por mí. Yo esperaré cuanto haga falta.

Con la urgencia de un animal nocturno al que se le escapa el sol, Ginés saltó del vehículo y se fue hacia la mesa de recepción de los vestuarios. Una mujer hindú le entregó un ticket y le mostró el alineamiento de los pequeños armarios donde guardar la ropa. Primero se desvistió entre la húmeda penumbra de unas habitaciones de madera entristecida por la eterna sombra a la que le condenaban las altas palmeras y la corrosión de una humedad goteante en las duchas, perlada aquí y allá en gotas de agua que parecían vivir y reproducirse.

Salió del vestuario, metió precipitadamente ropa y zapatos revueltos en el armario y corrió hacia el mar, que iba y venía como una rugiente marea de añil y blanco. Tres jóvenes negros lentos se subieron a garitas de madera y palmas, desde donde contemplaban las evoluciones de los bañistas, en este caso del único bañista que avanzaba a bofetadas contra el odio de las aguas.

Sabios cuerpos adaptados a la garita-jaula, los ojos vigilaban la distancia del nadador con respecto a las perpendiculares de los hoyos y los remolinos. Clavados en la arena, los carteles avisaban las zonas prohibidas, pero la fuerza de las aguas acercaban una y otra vez al único bañista a las perpendiculares fatídicas. Entonces los cuerpos jóvenes e indolentes recuperaban una razón de estar, un pito plateado de guardias de tráfico aparecía entre los labios inmensos y los pitidos se encaramaban sobre el fragor del mar para advertir al nadador. Ginés comprendía la advertencia y pugnaba por alejarse de la tentación de muerte. Braceaba ciego contra el mar irritado, reía hasta el gemido cuando golpeaba con los puños cerrados la cara babosa de las olas más altas.

Burlonas de su fuerza, le despegaban de la moviente consistencia del suelo de arena y conchas blancas, le alzaban con fingida suavidad y le atraían mar adentro o le desplazaban en diagonal, como si quieran empujarle hacia los sumideros de la muerte. Buscó una zona donde el mar llegara debilitado, para recuperar aliento y la seguridad del pie firme. Pero al levantar los ojos comprobó que el cielo azul había perdido la batalla contra las nubes y todo el mundo, él mismo quedaba a cubierto de un toldo gris desesperante.

Y además, sonó el trueno como un aviso que llega desde el oeste convertido casi sin tregua en una lluvia caliente, primero blanda, luego furiosa, como hilos de piedra que quisieran clavarle, ensimismarle en su batalla perdida contra los elementos. Quedarse allí con agua hasta el pecho, con el diluvio sobre la cabeza, confundidas las aguas del cielo con las lágrimas que salían de sus ojos a borbotones, con los congojos cada vez más incontrolables. A través de las cortinas de lluvia y lágrimas, el mar era una opción: o avanzar hacia las definitivas profundidades y hundir para siempre la piedra oscura que le ocupaba el cerebro o regresar a la playa para recuperar la penumbra de una fuga frustrada. Y sin embargo, el tibio mar en el que estaba inmerso le prestaba un calor de abrigo, como una manta, un cuerpo de mujer o la sensación de estar en casa un día de otoño, la lluvia más allá de los cristales.

Desde algún lugar donde habita el recuerdo fue creciendo el rostro de la mujer hasta coincidir con la dimensión de su propia cabeza y luego desbordarla y hacerse un horizonte total de rasgos diluidos por las aguas.

—Encarna –musitó y se echó a llorar definitivamente, como si hubiera asumido de repente estar perdido en una ciudad sumergida.

—Si me hubiera dejado a mí, jefe, le habría salido todo mucho más barato.

Carvalho acababa de entrar en su despacho, tenía frío en los huesos y una cierta sensación de haberse equivocado de día o de año. La voz de Biscuter le parecía un paisaje sonoro sin interés y tardó en darse cuenta de que insistía.

—Y no me diga que un día es un día, pero lo habríamos podido celebrar en su casa de Vallvidrera o aquí. Yo tengo unas velas que compré en las rebajas de la cerería de la calle del Bisbe. Todo más íntimo, más personal, no sé.

—¿Qué hay que celebrar?

—Jefe, vaya despiste. Es fin de año y han telefoneado desde La Odisea. Nos reservan la mesa.

—Fin de año.

—Mesa para tres: usted, la señorita Charo y yo. Me tendré que poner corbata.

—A ti te encanta ponerte corbata.

—A mí la corbata me sienta como la cuerda a un ahorcado. Fíjese qué cuello tengo.

En efecto, parecía el cuello cuidadosamente estrangulado por un verdugo insistente y lento.

—Además compré unas velas que matan los mosquitos.

—Aquí no hay mosquitos.

—Por si acaso. Estaban muy bien de precio. Lo del restaurante, jefe.

No me convence. Será carísimo y nos darán cuatro porquerías.

—La Odisea es un restaurante serio. El dueño es poeta.

—Pues vaya. Con el hambre que pasan los poetas.

Carvalho repasó las llamadas telefónicas anotadas por Biscuter.

—¿Quién es este Gálvez?

—Me ha dicho que es periodista, que se ha visto metido en muchos líos policíacos, que le secuestraron los de ETA por no sé qué líos de Sofico y que quiere contarle toda la verdad sobre el canal de Panamá.

—Sobre el canal de Panamá sé lo suficiente.

—Ha dicho que volvería a llamar.

—Si vuelve a llamar le dices que se ponga en contacto con la oficina de objetos perdidos del PSOE. ¿Y este Federico III de CastillaLeón?

—Un majara, jefe. Dice que es el rey legítimo de Castilla–León y que le quieren secuestrar los ultras para destronar a Juan Carlos y ponerle a él. Pero no quiere porque es republicano. Me parece que se lo he apuntado todo tal como me lo ha dicho.

—Han soltado a todos los locos esta mañana, por lo visto. Prepárame algo para desayunar.

—¿Le recaliento las cr(pes de pie de cerdo y alioli que sobraron de ayer?

—Prefiero un bocadillo de pescado frito, frío, con pimiento y berenjena.

El pan, con tomate.

Biscuter emitió el sonido de un motor de explosión en el momento de enfilar la recta final del Gran Premio de Montecarlo y corrió hacia la cocina. Carvalho arrojó la libreta de notas hacia un ángulo de la mesa más despejado en aquel aparador de papelería variada, la mayor parte obsoleta.

Sabía que entre aquellos papeles estaba un resguardo para retirar dos trajes reactualizados por un sastre de Sarriá, pero buscarlo sería una tarea ya para 1984.

—Mañana será otro día.

En cambio tenía prisa por marcar un número de teléfono que se había apuntado en una caja de cerillas. La señora Valdez estaba en casa, ¿de parte de quién? De la Benemérita, contestó Carvalho y se puso a pensar en sí mismo telefoneando a la señora Valdez hasta que la voz de la mujer le obligó a volver a meterse en su propia piel.

—Soy un detective privado que trabajaba por encargo de su marido para vigilarla a usted. Acabo de llegar del aeropuerto. Su marido me había citado allí para pagarme y despedirse.

—¿Despedirse? Pero es imposible.

Precisamente tenemos esta noche una cena.

—Aplácela. Su marido se ha ido a las islas Maldivas con su cuñada.

—¿Con la cuñada de quién? ¿Con mi cuñada?

—No, con la cuñada de su marido.

—¿Con mi hermana?

—Caben otras posibilidades, pero me temo que sí. Se lo comunico yo porque entraba en el precio. Su marido es una rara mezcla de sádico y masoquista. Cuando yo le informé sobre la conducta de usted añadió cincuenta mil pesetas a la minuta a cambio de que yo hiciera esta llamada telefónica.

Callaba pero no lloraba.

—¿De qué le informó usted?

—De sus encuentros con don Carlos Prats Gasolí en el “meublè” de la avenida del Hospital Militar, más conocido por la Casita Verde.

—¿Estaba usted allí?

—En dos o tres ocasiones tuve la suerte de presenciar su entrada.

—El suyo es un oficio repugnante.

—La culpa la tiene la moral establecida. La han hecho ustedes los ricos. ¿De qué se quejan? Cámbienla y no harán falta los detectives privados. Mientras tanto soy un profesional que cumple con sus obligaciones.

Su marido está en las Maldivas hasta después de la Epifanía. A continuación piensa establecerse en la República Dominicana. Le ha dejado a su disposición la cuenta del Hispano Americano; en cambio, ha vaciado las del Central y la de la Banca Catalana.

—Las mejores.

—Suele suceder. Primero desaparece la pasión, luego el amor, hasta desaparece el cariño y la costumbre de verse. Finalmente se esfuman las cuentas corrientes.

—Y todo esto ¿por qué no me lo ha dicho él de palabra o por escrito?

—Por escrito era una prueba legal y de palabra era un esfuerzo sin contrapartida. Durante el poco tiempo que traté a su marido me di cuenta de que odiaba enfrentarse a los conflictos.

—No quiero volver a oír su repugnante voz.

—Descuide. No suelo trabajar gratis. Yo he cumplido.

Colgó el teléfono y se dijo: mierda. Biscuter acarreaba un sólido bocadillo que situó ante él como una ofrenda.

—Te he pedido un bocadillo, no una merluza entera.

—Por lo que he oído ha madrugado usted y necesita reponer fuerzas. El pescado tiene mucho fósforo. Va bien para la memoria.

—Tengo demasiada memoria. Biscuter, cualquier día cierro el despacho y nos vamos tú y yo de colonos a Australia.

—¿Y la señorita Charo?

—Charo es muy suya.

Pero estaba allí, Charo, en la puerta, con el acaloramiento en los pómulos y la respiración entrecortada.

—Menos mal que te encuentro, Pepe. He llamado a tu casa y no estabas.

—La cena es esta noche.

—Déjate ahora de cenas. Has de ayudarme, por favor, no digas nada.

Déjame a mí. Bueno. No sé por dónde empezar.

Charo mantenía la puerta abierta con una pierna, la otra apenas la había introducido en el despacho.

—Iba a comerme este bocadillo.

—Precisamente estábamos hablando de usted.

—Por favor, Pepe, por favor.

Biscuter, llévate el bocadillo a la cocina. Esperadme, vuelvo en seguida.

Vendré acompañada. Pepe, te he hablado a veces de mi prima Mariquita. La hija de una hermana de mi madre, de Águilas, te he hablado, Pepe, seguro. Has de recibirla. Le ha pasado algo muy gordo. A ella no, a otra prima mía, Encarnación. También te he hablado de ella. La de Albacete. No te muevas. Vuelvo en seguida.

Un vuelo de gabardina se la llevó por donde había venido. Carvalho instó a Biscuter a que se llevara el bocadillo y se enfrentó a la puerta de su propio despacho como si fuera el telón de un escenario. Sonaban los timbres. Se apagaban las luces. La función iba a empezar.

—No te molestaremos. Es sólo un ratito.

Charo abría la marcha y la sonrisa, sin mirarle a la cara a Carvalho, para no ver en ella la tempestad o el fastidio. Tras ella se cobijaba la evidente prima Mariquita, una cincuentona con permanente y hermosas facciones grandes de mujer ancha, morena y demasiado envejecida. Y como si las dos mujeres fueran un obstáculo a rebasar por sus flancos derecho e izquierdo se colaron en el despacho dos hombres jóvenes. El uno parecía un concertista de cello de nuevo tipo, cabello rizado y gafitas de juguete, el otro tenía aspecto de contable de Banco romántico, con pajarita, miope, rubio, de pelo enfermo, pálido de plenilunio. El concertista se hizo una composición de lugar examinando los objetos como si los inventariara y a Carvalho como si fuera un elemento prescindible. En cambio el contable buscó una silla, se la llevó a una esquina de la habitación y se sentó cruzando las piernas y procurando mirar a todas partes menos a una: en la que estaba Carvalho. El detective iba por él cuando la voz de Charo impuso las condiciones de la reunión.

—Mi prima Mariquita, Mariquita Abellán, no te hubiera molestado si el asunto no fuera grave. Éste es Andrés, su hijo, y Narcís Pons, un amigo que les ha ayudado mucho en este asunto.

El aparente contable sonrió por el procedimiento de alargar la raya de su boca, una hendidura en una cara de mármol mantecoso.

—Han venido los chicos porque es que con mi marido no se pude contar.

—Con su marido no se puede contar.

Evidentemente con el marido de Mariquita no se podía contar. Carvalho no estaba dispuesto a dar facilidades y permaneció en una poca interesada contemplación de lo que ocurría más allá de su mesa de despacho. Charo buscaba sillas y Mariquita se tentaba los labios con los dientes.

Andrés le miraba ahora y el ritmo de sus pensamientos lo marcaban las subidas y bajadas de una nuez de Adán enorme. El contable se arreglaba el borde del pantalón para tapar la evidencia de una pantorrilla delgada, blanca, lampiña, venosa en lo que dejaba ver el borde del pantalón gris marengo y la ceñida frontera de unos calcetines inexplicablemente marrones.

—Este paso tenía que haberlo dado mi marido –opinó de sopetón la prima de Charo, como si estuviera afeándole su conducta al ausente.

—Me están entrando ganas de conocerle. Debe ser un tipo notable –comentó Carvalho como si hablara con los papeles que cambiaba de lugar sobre el tablero.

—No está bien. Mi marido no está bien.

Y Mariquita se llevó un dedo a la sien.

—Piensa mucho y es malo pensar, sobre todo cuando se tienen tantas horas. Mi marido es un parado.

—Quién le ha visto y quién le ve.

Charo había conseguido una silla y se había sentado más cerca de Carvalho que de sus acompañantes.

—Si le hubieras conocido hace unos años, Pepe, un fenómeno. Divertido, alegre, fuerte... Perder el trabajo y venirse abajo.

Mariquita se había sacado el pañuelo de algún sitio y se pasó una punta por el rabillo de cada ojo, con el disgusto evidente de su hijo, que cabeceó y llevó la mirada hacia una de las paredes laterales, como si no quisiera ser testigo de la emoción de su madre.

—Ya te hablé de este asunto, Pepe. Se trata de otra prima mía, una hermana de Mariquita, mi prima Encarnación. Te había hablado alguna vez de ella.

Carvalho no estaba dispuesto a admitirlo, pero Charo no se dio por desautorizada.

—Era la hermana pequeña de Mariquita, ya sabes, y siguió otros vuelos. Estaba muy bien casada en Albacete, aunque la familia es de Águilas, bueno, Águilas, Cartagena, Mazarrón, toda aquella parte. Pero Encarnita se casó con un señor de Albacete y vivía en Albacete. No es que las dos hermanas se relacionaran mucho.

—Casi nada. Y bien mal que me sabe –interrumpió Mariquita con los ojos atormentados por el escozor de las lágrimas contenidas.

—Bueno, no es ésta la cuestión.

El caso es que hace unos meses, pero cuéntaselo tú, mujer, que sabes mejor de qué va. –Mariquita suspiró y se dirigió a su hijo con voz de constipada–. ¿Quieres explicarlo tú, nene?

—Ya lo sabes bien, yo de todo este rollo paso.

—Él, de todo este rollo, pasa –repitió Mariquita con un retintín dirigido a Carvalho, como buscando su comprensión ante la nula colaboración del hijo–. A mí me han enseñado a respetar a los muertos –gritó la mujer en dirección a la espalda de su hijo.

El muchacho se limitó a decir que sí con la cabeza sin volver la cara–.

Desde que ocurrió aquello no puedo dormir. Cada noche se me aparece el cadáver de mi hermana y me dice: Mariquita, Mariquita, ayúdame, dame la paz, dame la paz, Mariquita.

Rompió a llorar y entre balbuceos y asfixias se quejó por su suerte de mujer sola, prácticamente sola para hacer frente a una cosa tan horrible.

—Pobrecita. Cómo me la dejaron.

Madre mía y de mi corazón. Cómo me la dejaron. Pobrecita.

Biscuter se había asomado a la puerta de comunicación entre el despacho y la cocinilla atraído por el llanto incontenible de la mujer. Se secaba las manos sin saber dónde poner los ojos, sin saber quién era el culpable de tanto desconsuelo.

—Es que, Pepe, fue horrible... –intervino Charo, y cerró los ojos y la boca.

El silencio que siguió contribuía a resaltar el hilillo de llanto que salía de los labios apretados de la mujer. El hijo había dado la cara a la reunión y miraba a su madre con lástima e impotencia. El contable parecía esperar que la orquesta le diera la entrada y se preparaba para asumir la situación. Almacenaba aire en los pulmones, se aplastaba los restos de cabello con las manos, introducía un dedo entre el cuello de la camisa y la piel para sentir libre el paso del aire de los pulmones al cerebro. Pero fue el hijo quien se encaró a Carvalho.

—Es que a mi tía la dejaron hecha una lástima. Una carnicería. El cadáver estaba de pena. Estaba de mala manera. De mala manera. Yo fui a reconocerlo con mi madre y bueno...

para no olvidarlo. Aquello no era un ser humano. El cadáver estaba de mala manera.

Charo y Mariquita asentían con la cabeza, en la confianza de que Andrés conseguiría el suficiente valor para acabar de contar los hechos. Pero el muchacho parecía satisfecho de su actuación y se volvía a retirar a su distanciada contemplación de la pared lateral derecha, donde Biscuter se había convertido en el único paisaje, naturaleza muerta de muñeco roto.

—Si me permiten, ya que se trata de un asunto de familia, pero a la vista de lo difícil que es para vosotros, lógicamente, explicar suficientemente la cuestión pediría que se me cediera la palabra.

Había hablado el rostro pálido y a Carvalho le quedó la duda de si sus ojos sonreían o se limitaban a intentar subir desde las profundidades oceánicas de las dioptrías. La familia Abellán abdicó de su protagonismo y abrió un pasillo de silencio por el que avanzó aquel rostro blanco y acristalado.

—¿Tiene usted una idea exacta de lo que tratan de explicarle?

Carvalho negó con la cabeza.

—Me lo figuraba. Ellos han hablado con el corazón. Yo voy a hacerlo con la cabeza. Cuando dicen que el cadáver estaba de mala manera quieren decir que apareció descuartizado, deshuesado. Primero fue encontrado el tórax y el abdomen en el interior de un bidón, en un descampado. El resto, semienterrado. Cerca de la Colonia Güell. Tampoco estas partes estaban enteras. Se les había extirpado los genitales, por dentro y por fuera, es decir, se había practicado un vaciado completo, repito, completo del aparato sexual y reproductor.

Era ahora la suya una sonrisa de chino paciente a la espera del desmayo de sus interlocutores. Carvalho divagó la mirada por las esquinas del despacho y pasó por alto la evidente congelación que había experimentado el cuerpo de Biscuter y el esfuerzo para no llorar que empequeñecía el cuerpo de Mariquita y el inesperado interés por las hormigas que demostraban los ojos de Andrés.

—Pero no es eso todo. También se habían ensañado con el tórax y el abdomen y puede decirse que sólo el corazón, un pulmón, el esófago, el estómago, el hígado, los riñones y el páncreas eran órganos identificables.

—Pues no está tan mal –comentó Carvalho taras un carraspeo.

—Pero repito, el cuerpo había sido deshuesado, con una extraña pericia, con la pericia de un anatomista. Se preguntará usted cómo con tan pocos y mutilados elementos se llegó a la conclusión de que el cadáver era Encarna Abellán.

Hizo una pausa a la espera de que Carvalho confirmara la pregunta.

Carvalho no quiso defraudarle y cerró los ojos.

—Fíjese usted, es un relato muy curioso. Tuve una conversación con el forense, porque a mí siempre me ha interesado la criminología, y no es que quiera ponerme flores, pero esta consulta profesional se debe sobre todo a mis consejos, buenamente aceptados por la familia Abellán. Pues bien, el forense se hizo cargo de los restos y se dio cuenta de la existencia de una cicatriz en un pedazo de carne que parecía corresponder al abdomen. Luego se dijo que no era una cicatriz porque no se distinguían las puntas de aguja en las costuras, como suele ocurrir en una cicatriz. Finalmente, un examen más detallado les hizo llegar a la conclusión de que sí, de que era una cicatriz producto de una operación de histerectomía y por ahí empezó la posibilidad de identificar el cadáver, posibilidad que llevó incluso a establecer su identidad: Encarnación Abellán había sido operada de histerectomía.

—¿Es usted médico o estudiante de medicina?

—No -respondió el contable, con los ojillos cerrados y una sonrisa de deleite por el interés que había suscitado en Carvalho.

—¿Intelectual?

—No.

—Pero parece usted un chico culto.

—Procuro serlo. Soy autodidacta.

Metió una mano pequeña, estrecha, blanca en el bolsillo cordial de la chaqueta y la sacó armada con una tarjeta de visita que entregó a Carvalho:

 

Narcís Pons Puig Autodidacta Ronda de Sant Pere, 17

 

Carvalho jugueteó con la tarjeta y miró de hito en hito al autodidacta.

—Ya tenemos el cadáver troceado e identificado. Qué más.

—El hallazgo se produjo hace tres meses. La policía todavía no ha encontrado al asesino. Modestamente puedo decirle que tengo algunas ideas sobre el asunto. Soy amigo de la familia, he seguido el caso desde el comienzo.

—¿Y qué pinto yo en todo esto?

Fue Charo la que se anticipó al braceo expresivo de su prima para decir:

—Queremos que tú deshagas este lío.

—Puedo darles algunos consejos gratis y luego si te he visto no me acuerdo.

—No queremos consejos. Queremos que tú lleves el caso.

—Dos primas, un hijo desobediente, un autodidacta... Ya sólo hace falta un cliente.

—El cliente soy yo –dijo Charo rotundamente al tiempo que ponía el bolso sobre el regazo, como si estuviera dispuesta a atender cualquier petición de dinero de Carvalho.

Se aguantaron las miradas. La de Charo era de desafío. La de Carvalho de escepticismo.

—Mi madre, Pepe, siempre me hablaba de un viaje que había hecho de muchacha, en barco, hasta Águilas.

Mi abuelo era guardia de asalto, había nacido en Águilas y quería que su hija mayor conociera el pueblo donde él había nacido. Antes de la guerra había una línea regular entre Barcelona y Águilas, porque el puerto de Águilas era importante o por lo que sea, pero lo cierto es que mi abuelo puso a mi madre bajo el cuidado de un amigo de juventud, embarcado en el “María Ramos” en calidad de no sé qué, es una lástima que mi madre haya muerto, porque a veces cosas que ella recordaba, yo ya no las recuerdo, y es una pena que se pierdan los recuerdos de las personas que te quisieron, me remuerde la conciencia perder los recuerdos de mi madre, estoy segura de que ella me los contaba para que yo los conservara. Mi madre fue a Águilas y allí estuvo un largo verano en casa de los padres de Mariquita y Encarnación, había otros hermanos, pero no sé qué se hizo de ellos, eran mayores, uno está en Alemania, creo, y el otro era chatarrero en Torre Baró, hace años, te hablo de... en fin. Para entonces Mariquita era una niña y Encarnación aún no había nacido. Para mi madre fue el verano más feliz de su vida. Hay nombres de aquel verano que han pasado a mi memoria como si tuvieran algo que ver con mi vida: la playa del Hornillo, la glorieta de Águilas, la Casita Verde, la plaza de toros, la calle Cañería Alta, helados Sirvent, un pay–pay con la publicidad de linimento Sloan, el fotógrafo Matrán. El pay–pay lo he visto por mi casa, por lo que era mi casa. En Águilas tuvo mi madre su primer pretendiente, un barbero, y Mariquita hacía de carabina cuando iban a pasear por el puerto.

A pesar de que era una niña, Mariquita ya trabajaba entonces en el esparto o en las fábricas de salazones o de higos secos, no recuerdo bien, tal vez era una fábrica de conservas de alcaparras y alcaparrones. Luego vino la guerra, acabó la guerra, por allí abajo había mucha miseria y casi todos los miembros de la familia de mi abuelo fueron emigrando a Barcelona.

Mi padre y mi madre vivían en casa de mis abuelos y desde que nací recuerdo aquella casa como un almacén provisional de inmigrantes. Había noches en que yo no podía ni dormir con mi abuela y me improvisaban una cama con dos sillas y la tabla de encarar que mi madre utilizaba para confección.

Yo era muy pequeña, pero recuerdo la llegada de Mariquita con sus padres y una niña pequeña, casi un bebé, era su hermana Encarnación, estaba muy enferma, tenía una infección grave en los oídos y el médico del seguro le recetó penicilina, fíjate, penicilina, entonces parecía cosa de magia, aquellas botellitas pequeñas, como de juguete, y parecía un juego la mezcla del polvo blanco con el agua destilada. Estuvieron en casa unos meses hasta que encontraron una chabola en Torre Baró que les había buscado el hijo mayor. No les fueron muy bien las cosas. Mariquita encontró trabajo en la Aismalíbar, luego se casó y tuvo hijos, el que tú has conocido hoy es el mediano. Pero a los viejos no les fueron bien las cosas. Él se murió tuberculoso y ella se volvió a Águilas con la hija pequeña, con Encarnación, para cuidar de una tía vieja y rica, me parece que la única rica que hemos tenido en la familia.

A partir de entonces las dos hermanas llevaron vidas separadas y muy diferentes. Mariquita se casó con un buen chico, muy trabajador, que conoció en la Aismalíbar. Encarnación empezó a trabajar de criadita en casa de un médico de Cartagena, luego en las fábricas de los Muñoz Calero, otro nombre que he recordado de pronto, en Águilas, de higos secos o alcaparras, creo. Hasta que de pronto se produjo lo inesperado. Conoció a un veraneante de postín, un señorito de Albacete que estaba preparando las oposiciones para notario, pero tenía tanto dinero su familia que no necesitaba ser notario ni nada. Nadie de la familia supo nunca cómo fue aquello. Se conocieron. Se prometieron. Se casaron y desde entonces Encarna dejó de existir para la familia, sólo de vez en cuando volvía a Águilas para ver a su madre y sólo una vez la invitó a su casa en Albacete para que pasara las navidades. Mi tía se puso enferma, Mariquita se la trajo a Montcada, Mariquita vive en Montcada, y cuando se puso peor no hubo más remedio que meterla en los Hogares Mundet para que la cuidaran. Cuando murió la vieja, Encarna vino al entierro, pero sin su marido, y, chico, ni que hubiera llegado Grace Kelly, no te puedes imaginar qué señora. Con lo que costaba uno de sus vestidos me vestía yo todo un año, y yo no me puedo quejar, pero imagínate la pobre Mariquita o los otros parientes. Se quedaron todos viendo visiones, y además llevaba un coche de alquiler con chófer, era ella, aquella muñequita llorona que yo había tenido en mi casa de niña, con una infección de oído que la tuvieron que pinchar aquí para sacarle el pus. Se lo dije, se lo conté todo y me dio la impresión de que no le gustaba recordar aquellos años.

Muy amable, eso sí, pero más fría que mis pies en invierno, Pepe, fría como una embajadora en el polo Norte, que no te rías, Pepe, que a mí me dio mucha lástima porque parecía como si necesitara tacones postizos para ser más alta que nosotras. Lo demás lo sé porque me lo ha contado Mariquita.

Apareció su cadáver, bueno, los trozos de los que te ha hablado el sietemesino ese, parte en un bidón, parte semienterrados en Sant Boi, detrás de la Colonia Güell, un perro los olió, empezó a escarbar y la que salió. Cuando consiguieron identificar aquella carnicería llamaron al marido y por él se enteró la familia de lo que había ocurrido. Nadie se explica qué hacía esta mujer en Barcelona, aunque el marido declaró que de vez en cuando venía a Barcelona para que la vieran médicos, que si el del riñón, que si el oculista, no tenían hijos y se ve que Encarna estaba muy neura.

Según parece la mataron a golpes y luego la trocearon para que no la reconocieran, no sé, todo eso es muy confuso y nadie se aclara, la cuestión es que el marido se dio por satisfecho, visto y no visto, se volvió a Albacete, nadie le vio derramar ni una lágrima y dejó a la pobre Mariquita jodida, jodidísima, Pepe, que ni duerme porque piensa que pudo hacer más por la chiquilla, como ella dice, y aunque yo le digo que no, que menudos humos tenía la tía, que daba la impresión de tener de todo, de no necesitar nada de nadie, Mariquita no se deja convencer, y por si faltara algo, el sietemesino o el autodidacta, como tú dices, pues ése se pasa todo el día por lo que se ve husmeando los restos de esta historia y está empeñado en que hay gato encerrado, que hay algo oscuro, siniestro en este crimen y que no puede atribuirse a un violador asustado con ganas de sacarse el muerto de encima. Aquí hay un ajuste de cuentas, insiste el sietemesino, y sólo le faltaba eso a Mariquita para cavilar y cavilar y no vivir, por si le faltara algo, con el marido parado, medio loco, un chico en la mili, el otro medio fugado porque le busca la policía por drogata y camello, dos niños pequeños que aún están en la edad de gastar y el chico que tú conociste, que quiere estudiar y ser periodista, en fin, que toda la casa cae sobre ella. Me da mucha pena y quiero ayudarla, además es la única familia que me queda y sé que a mi madre le gustaría que yo le echara una mano. Hasta que murió, mi madre recordaba los cumpleaños y los santos de todos los miembros de la familia. Yo te pago lo que sea, y el sietemesino ha dicho que también pondrá una pasta, no sé por qué, pero el tío está muy interesado, es amigo de Andrés, el hijo de Mariquita. Tal vez el marido de Encarna si se entera de que el caso no está cerrado también le interese colaborar. ¿Qué dices?

El rostro de Charo es apenas dos ojos brillantes en la penumbra. Una lengua de luz amarilla sale por la puerta que comunica el despacho con la pequeña zona donde Biscuter es el rey que cocina o duerme. Ahora Biscuter se está duchando, se escucha la lluvia de la ducha y un tenue silbido de animal feliz recreando “C.est si bon”.

—Perdona, Pepe. Ha sido como un atraco, pero me llamó ayer Mariquita, me lo contó todo y no sabía a quién acudir.

Se han encendido en las Ramblas las últimas luces de 1983, mañana iluminarán otro año, un latigazo del tiempo flagela el corazón de Carvalho, o tal vez sea un latido atrasado al compás de la historia que ha contado Charo. Son las siete de la tarde. Alguien ha puesto la noche en su sitio, a la hora justa, como ha puesto el “Singing Bells” que se escapa de una tienda de discos cercana y se apodera del silbido de un Biscuter dispuesto a vivir la emoción de terminar el año en un restaurante de postín, de tú a tú con Carvalho y Charo. Los sentimientos azucaran la sangre, pensó Carvalho.

—¿Tienes alguna foto de la muerta?

Charo busca y rebusca en las profundidades de su bolso y saca finalmente un sobre azul que tiende a Carvalho. Enciende la bombilla del flexo, y la foto que sale del sobre queda como un pájaro apresado por la mano de Carvalho bajo la crudeza de una luz blanca.

—Aquí era una niña.

—Es la foto que conservaba Mariquita. En esa foto tenía dieciséis años.

Una muchacha delicada y morena, con los ojos grandes, negros, y una boca diríase que sensual aunque ultimada por un “rouge” excesivo, como fondo alguna pareja con el baile puesto y un fragmento de orquesta, orquesta Fascinación, y en el reverso de la foto, “Águilas, agosto de 1956”, “Bailando “La niña de Puerto Rico”, besos” y una firma de escolar con pocas ganas de escribir, un “Encarna” gordo como una patata, rodeado por una rúbrica que parece una frontera entre el nombre y el resto del mundo. De nuevo el rostro bajo la luz, y a pesar de la vejez del flash de un fotógrafo de pueblo, hay algo en la actitud del cuerpo que obliga a repetir recorridos a los ojos de Carvalho, un estar y no estar, un mirar y no mirar, un sonreír y no sonreír, una foto de protocolo cariñoso y recordatorio, sin duda recomendada por la madre para enviársela a la hermana, para que te vea el vestido nuevo, pero la muchacha estaba en otra parte.

—Era guapa.

—Muy mona, muy fina. Mi tía también era muy guapa, y Mariquita no es un monstruo, aunque está muy estropeada la pobre con la vida que lleva.

—¿No hay fotos más recientes?

¿Cartas?

Charo dice que no con la cabeza y Carvalho repite el no como dirigiéndoselo a sí mismo.

—¿Sabes lo que me pides? Que desentierre un caso que huele a podrido, pedazo de carne a pedazo de carne, sin ayuda de la policía, sin que le interese lo más mínimo al marido, sin más interés que el que pone tu prima, el que pones tú y ese autodidacta de los cojones, al que por cierto no le he preguntado de qué es autodidacta.

—Tiene una tienda de electrodomésticos en Montcada.

—Un cliente solvente.

Biscuter irrumpe y se apodera de la estancia por el procedimiento de encender la luz cenital.

—¿Qué tal?

Lleva una chaqueta de pana negra, pantalón gris, camisa azul con gemelos de plata y una corbata color carmesí, sobre el cuerpecillo de rana despellejada que la naturaleza le ha dado.

Charo aplaude, Carvalho comenta: serás la reina del baile. Biscuter da una vuelta sobre sí mismo y se explica:

—Cuando hay que vestirse, hay que vestirse, jefe. A mí no me gusta dejar en ridículo a los amigos.

Tal vez confiados los arquitectos de aquel jardín en la inagotable luminosidad del trópico no habían calculado el suficiente número de puntos de la luz para que la noche, sobre todo la noche del último día del año, fuera expulsada hacia las estrellas. Ni siquiera había estrellas, o las había secuestradas en el bloque hosco de las nubes, y una brisa fría movía las bombillas de colores, sembrando inquietud de sombras, vaivén de luces para la parsimonia estudiada de las parejas afiestadas que iban ocupando las mesas separadas al aire libre, con la tranquilidad que da lo gozado de antemano, lo pagado de antemano. Marginado en una mesa pequeña, lejos de la orquesta al lado de la piscina dormida, Ginés valoraba el ritmo de la llegada de las parejas, simples a veces, otras parejas dobles o triples o cuádruples, pero siempre parejas de las que a veces colgaban adolescentes aburridos o niños predispuestos a la aventura del trasnoche. Parejas blancas apresadas en el Holiday Inn por el mal tiempo y la imposibilidad de encontrar plaza en los fokkers de Tobago, pero sobre todo parejas negras e hindúes de Port Spain, con un presupuesto suficiente para encontrar plaza en el reveillón del Holiday Inn, segundo reveillón de la ciudad, a una distancia digna de la calidad magnificada del reveillón del Hilton. Mesocracia oscura propietaria del tenderío de una ciudad portuaria, capataces de las industrias del asfalto y de la copra, representantes de las marcas extranjeras que daban a Port Spain el aspecto cotidiano de un cuadro pop pintado por un nañf con los ojos llenos de collage entre el tam–tam de bidón y la cocacola, entre la Volkswagen y la iguana. Los blancos eran americanos con trajes a cuadros amarillos príncipe de Gales o venezolanos lánguidos con las venas llenas de algún derivado del petróleo. Camareras negras o mulatas, esquiroles de la huelga, con la puntería puesta en un bolígrafo Holiday Inn con el que anotaban bebidas mágicas de fin de un año, con la indiferencia que sólo puede suscitar la coca–cola, la cerveza o el Matheus Rosè, indiferencia alterable si, como Ginés, alguien les pedía la excepción de un Moet Chandon corriente o incluso un Alsacia pagado a precio de reventa en una estación lunar. Entonces, la mirada de la camarera estudiaba al cliente con atención valorativa, como si tuviera aspecto de billete de cincuenta dólares suplementario de los otros cincuenta dólares que le había costado la cena de buffet libre: mazorcas de maíz cocidas, pescado al curry, estofado de espinazo de cerdo, lentejas guisadas, roast beef, judías dulces, arroz cocido, ensaladas de frutas tropicales, pasteles con merengues de cartón piedra y confituras de colores de sueños optimistas, para una cola de parejas con elegancias de trópico, diríase que una cola de suizos, aún más pasteurizados por el qué dirán. Mayoría de parejas treintañeras con voluntad de alto “standing” en la imitación de los gestos de un telefilme norteamericano sobre reveillones a bordo de un crucero por el Caribe.

—¿Se la va a beber usted solo?

La primera muestra de duda humana por parte de la camarera introducida en el simple protocolo del toma y daca.

—Tal vez me limite a contemplarla.

¿Quiere una copa?

La camarera alzó las cejas, lo único más negro que su piel y que la noche.

—Lo tenemos absolutamente prohibido.

¿Por quién me ha tomado usted? Le habían dicho aquellos ojos repentinamente graníticos. Ginés apartó el plato lleno de comida apenas probada, se sirvió una copa y brindó con ella hacia el conjunto de parejas que habían empezado a salir a la pista y a mover el esqueleto con una prudencia de esclavos exhibicionistas de las lecciones aprendidas. Los únicos que movían el culo obscenamente y reían sin ambages eran los norteamericanos blancos, decididos a convencerse de que iban a ser inmensamente felices.

La camarera le dejó sobre la mesa la botella de Champán junto a un copón repleto de macedonia de frutas. Fue entonces cuando sonó el trueno y sin más aviso cayó la lluvia inmediatamente, negra como una noche húmeda, y las gentes perdieron la compostura para poner a salvo sus disfraces bajo los voladizos o los salones interiores y los músicos de la orquesta cubrían el instrumental electrónico con plásticos antes de ponerse a salvo, sumergida la tropicalidad de sus guayaberas de colores encogidas por las aguas implacables. La huida era la única aventura que había deparado la noche y las gentes se habían excitado por la alteración de lo esperable, hablaban más, más alto, habían perdido los niños el corsé del no se puede y los adultos el complejo de recepción controlada. Un músico se acuclilló ante un bongo y con las manos como si fueran de un raro metal negro arrancó sonidos y ritmos al cuero tenso, mientras los cuerpos escuchaban por fin su música secreta y rodeaban al percusionista entregados cada vez más a un ritmo íntimo, que al rato se convirtió en una marea de cuerpos que iban y venían fingiendo el rompimiento del gesto.

Ginés necesitó iluminarse por dentro y corrió bajo la lluvia en busca de su botella de champán. Dentro había más agua que champán y ante la evidencia se quedó junto al barco hundido, sin otro rescate que el de la macedonia relavada que se fue comiendo a puñados de policromías aguadas, frente al espectáculo de las sombras chinescas de los danzarines más allá de los cristales. Su cuerpo canalizaba la lluvia como si estuviera para eso. La recibía en la cabeza y luego los regueros bajaban por la cara, por los hombros, le empapaban la camisa, le trasmitían esa alegría del agua que sólo puede sentir un fugitivo de país seco. Se vio a sí mismo en las rieras secas de las afueras de Águilas, tensando el esparto, con las narices llenas de aquel olor a polvo picante y sólido, cercana la silueta de la Casita Verde y en el inmediato horizonte la carretera hacia Terreros, las salinas, Almería. Entonces el agua era una fiesta y también una lucha, los aguadores con sus burros, las colas de las mujeres en las fuentes públicas a las cinco de la tarde, cuando se interrumpía la restricción y mujeres cántaras se echaban a la calle con los gestos de siempre, cumpliendo con una obligación con la que habían nacido.

—No te mojes los pies. Los constipados entran por los pies.

¿Quién se lo había dicho por primera vez?, ¿cuándo? Qué más daba y sobre todo qué más le daba a él en esta noche inútil entre dos años feroces, tan feroces como cada uno de los cuarenta años de su vida, un extranjero bajo la lluvia en un país del trópico, sin más aliciente que un lago de asfalto y dos cincuenta por ciento de hindús y negros, matándose de vez en cuando para conseguir la hegemonía del estofado de espinazo de cerdo o del pescado al curry. Esta isla no existe, ¿no es acaso lo que busco? Para qué volver por las estelas de siempre y engañarse con la posibilidad de desaparecer más allá del Bósforo. Pasar entre las torres de Rumeli Hisar, advertido por las miradas de estancados veleros en reposo: más allá el abismo, termina el mundo más allá de los castillos de Murat Iv, el mar Negro es un pozo del que no se vuelve como le había contado algún marino imbuido de borrachera y mitología.

—Hay que elegir un lugar donde termina el mundo. De lo contrario estaríamos dando vueltas una y otra vez, una y otra vez. De todos los mares que conozco es el Negro el mejor dispuesto para ser el fin del mundo.

Los escalofríos le sacudieron como una corriente eléctrica. Amainaba la lluvia y algunas cabezas se atrevían a asomarse al jardín abandonado. Se encaminó hacia el interior del hotel.

Dudó entre ganar la calle y la noche de Port Spain con sus calypsos pasados por agua o meterse en la cama. En el reloj de la recepción las agujas medían la vejez del nuevo año: veinte minutos de mil novecientos ochenta y cuatro. Le dieron la llave de la habitación con un telegrama que le cañoneó el corazón.

“¿Qué piensas hacer? “La Rosa de Alejandría” permanece en La Guayra.

Hasta el veinte de enero. Germán.”

 

Terminaba el bigotudo dueño–maîtrecocinero en un gorro de cocina blanco, lo que le otorgaba aspecto de mosquetero disfrazado de cocinero para escapar del cardenal Richelieu. Aunque era poeta, no hablaba en verso, pero algún ritmo secreto obedecía cuanto declamaba el menú de cena de fin de año del restaurante La Odisea, a cien metros de la catedral y otros tantos de la Jefatura Superior de Policía, en un callejón llamado Copons, y a copón sagrado le sonaba el nombre a Carvalho, que recordaba blasfemias descafeinadas de su padre, un me cago en el cupón que no llegaba a me cago en el copón.

—Aperitivo: mejillones con muselina al ajo, hojaldre de anchoas, otros entretenimientos, regado todo con cava Odisea.

—¿Tenéis cava para vosotros solos?

Sin parpadear aclaró el restaurador que además se contaba con el Mas–Via de Mestres, cosecha de 1973.

—Ensalada de endivias con hígado de pato al vinagre de cava, mil hojas de setas a las finas hierbas, lubina con ostras a la aceituna negra, civet de jabalí con puré de castañas, sorbete de palosanto, camembert rebozado con confitura de tomate, hojaldre de café, repostería, turrones, café, y en cuanto a vinos, blanco reserva Chardonay Raimat y tinto Odisea cosecha del 78. No quería el restaurador rebasar la distancia clientelar, aunque Carvalho acudía con frecuencia en busca de sus platos de hígado de oca, pero nuevos eran Biscuter y Charo, y aunque poco respeto inspiraba la artificial jactancia del feto, Charo sabía comportarse y estaba guapa, decantada por el blanco maquillaje y las ojeras a la última etapa del papel y la vida de “La dama de las camelias”.

—Por cinco mil leandras ya podrá dar todo esto, eh, jefe.

El jefe era para el restaurador que recibió el quite moral de un guiño de ojo de Carvalho.

Déjalo, Antonio, es que aquí mi amigo es un competidor tuyo.

—¿Tiene un restaurante?

—Más que restaurante es un lavabo con cocina, pero allí hace maravillas.

—Si yo tuviera condiciones, jefe, si yo tuviera medios técnicos.

Pero la bondad del menú fue venciendo la resistencia crítica de Biscuter, que aprovechaba cuantos acercamientos efectuaba el restaurador para felicitarle, llegando el caso de que se levantó a la altura del camembert rebozado y acompañado de confitura de tomate, estrechó la mano del dueño y proclamó para que le oyera medio restaurante:

—Le felicito porque sólo a un genio se le ocurre rebozar el camembert.

Y una vez en la mesa, colorado de vinos y calorías, Biscuter se abrazó a Charo y sentenció un rotundo:

—Había que decirlo porque ha sido una cena de puta madre, jefe, cojonuda, y yo y usted, jefe, estamos en condiciones de decirlo porque sabemos de esto. Y usted, señorita Charo, por proximidad a nosotros algo debe saber también. A nosotros no se nos engaña con cuatro chorradas. Sabemos reconocer las cosas bien pensadas y bien hechas. Las cosas “fermas”.

¿Eh, jefe?

—A mí no me líes, Biscuter, que yo de cocinar nada. Me parece que está bueno y se acabó. Opinad los expertos, tú y Pepe.

Acudió el restaurador para sentarse a la mesa del trío y les glosó cuanto habían comido con rotundas aprobaciones de Biscuter.

—Lo más “fermo” de todo, jefe, ha sido lo del camembert rebozado, y no lo digo por el sabor, sino por la idea, la idea es lo importante.

Se llevaba Biscuter un dedito corto y transparente a su abombado recipiente cerebral.

—Porque mi maestro, el señor Carvalho, me lo tiene dicho cien veces.

Primero aparece la imagen, luego la idea de esa imagen, y cuando la realizas, continuamente la una se apoya en la otra. Es decir, uno tiene una imagen del bacalao con miel y es así, así, como una postal o un recorte de receta de revista de modas, pero bueno, no se queda la cosa en eso, y además, hasta que no se hace, esa imagen no está acabada, le falta algo, es como si no acabara de estar dibujada.

Y en cuanto a la lubina con ostras, jefe, mucho, mucho plato y bien pensado también. Se nota que usted piensa.

Entre la sorna y el halago, el restaurador hablaba con Biscuter como si fuera un muñe