A ocho kilómetros de Platte City, Nebraska. Viernes, 24 de octubre

Nick Morrelli habría preferido que la mujer que tenía debajo llevara menos maquillaje. Sabía que era absurdo. Escuchó sus suaves gemidos... ronroneos, a decir verdad. Como una gata, se frotaba contra él, deslizando los muslos sedosos por los costados de su torso masculino. Estaba más que preparada para él y, aun así, en lo único que Nick podía pensar era en la sombra azul de sus párpados. Incluso con las luces apagadas, permanecía grabada en su mente como pintura fosforescente.

–Cielo, qué fuerte estás... –le ronroneó al oído, arañándole brazos y espalda con sus largas uñas.

Se apartó de ella antes de que descubriera que no todo su cuerpo estaba «fuerte». ¿Qué le pasaba? Debía concentrarse. Le lamió el lóbulo de la oreja y le acarició el cuello con la mejilla; después, bajó la cabeza hacia donde quería estar en realidad. Instintivamente, encontró uno de sus senos con la boca, y lo devoró con besos suaves y húmedos. Ella gimió antes incluso de que le acariciara el pezón con la punta de la lengua.

A Nick le encantaban los ruiditos que hacían las mujeres:los pequeños jadeos, los gemidos roncos. Aguardó a oírlos; después, envolvió el pezón con la lengua y se lo metió en la boca. Ella arqueó la espalda y se estremeció; él apretó su cuerpo contra el de ella para absorber el temblor y sentir la piel tersa y trémula. Normalmente, aquella reacción le bastaba para tener una erección. Aquella noche, nada.

Dios, ¿estaría perdiendo facultades? No, era demasiado joven para padecer ese problema, aún le quedaban cuatro años para cumplir los cuarenta.

¿Desde cuándo tomaba los cuarenta como referencia de edad?

–Aaaah, cariño, no pares...

Ni siquiera se había dado cuenta de que había parado. Ella gimió con impaciencia y empezó a elevar y bajar las caderas con un ritmo sensual. Sí, estaba más que preparada; él, en cambio, no. Por primera vez, deseó que las mujeres lo llamaran por su nombre en lugar de «cielo», «cariño», «campeón», o lo que fuera. ¿Acaso a ellas también las preocupaba equivocarse de nombre?

Ella hundió los dedos en su pelo corto y grueso y tiró con fuerza; el latigazo de dolor lo tomó por sorpresa. Después, le hizo bajar el rostro a sus senos.

¿Qué diablos le ocurría? Una hermosa rubia lo deseaba, ¿por qué no lo excitaban sus jadeos impacientes? Tenía que concentrarse. Todo le resultaba demasiado mecánico, demasiado rutinario. Aun así, volvería a compensarla usando los dedos y la lengua. A fin de cuentas, tenía una reputación que mantener.

Siguió acariciándola hacia abajo, comiéndosela a besos y lametazos. Ella se retorcía; estaba estremeciéndose antes incluso de que él tirara de las braguitas de encaje con los dientes para dejar un rastro de besos en la cara interior de sus muslos. De pronto, un ruido lo detuvo. Aguzó el oído debajo de las sábanas.

–No, por favor, no pares –gimió, y volvió a apretarlo contra ella.

De nuevo, los golpes. Alguien estaba llamando a la puerta.

–Enseguida vuelvo –Nick le retiró las manos con suavidad y se levantó de la cama a trompicones, desenredando las sábanas. Se puso los vaqueros y lanzó una mirada al reloj de la mesilla de noche. Las 22:36 horas.

Incluso a oscuras, conocía todos los crujidos de la escalera de memoria. Se sorprendió avanzando de puntillas, aunque hacía más de cinco años que sus padres no dormían en la vieja granja.

Los golpes eran más fuertes e insistentes.

–¡Ya voy! –gritó con impaciencia, aún dando gracias por la interrupción.

Cuando abrió la puerta, reconoció al hijo de Hank Ashford, aunque no recordaba su nombre. El muchacho andaba por los dieciséis o diecisiete años, era defensa del equipo de fútbol americano del instituto y tenía la corpulencia necesaria para desplazar a dos o tres jugadores a la vez. Sin embargo, aquella noche, en el porche delantero de la casa de Nick, tenía los hombros encogidos, las manos en los bolsillos, la cara desencajada y pálida. Temblaba de frío a pesar del sudor que le empañaba la frente.

–Sheriff Morrelli, tiene que venir... En la carretera de la Vieja Iglesia... Por favor, tiene que...

–¿Ha habido un accidente? –sentía los picotazos del aire frío de la noche en la piel desnuda. Resultaba agradable.

–No, no es.... No está herido. Dios mío, sheriff, es horrible –el muchacho volvió la cabeza hacia su coche; fue entonces cuando Nick distinguió a la joven en el asiento delantero. A pesar del resplandor de los faros, vio que estaba llorando.

–¿Qué pasa? –inquirió Nick, pero el chico se limitó a cruzar los brazos y a balancearse sobre los pies, incapaz de hablar.

¿Qué estúpido juego se les habría ocurrido aquella vez? La semana anterior un grupo de chicos había estado jugando a las carreras con dos tractores de Jake Turner. El perdedor se había precipitado en una zanja llena de agua, dejando el morro incrustado bajo la superficie. Había tenido suerte de escapar sólo con alguna costilla rota y el leve castigo de pasarse dos partidos en el banquillo.

–¿Qué diablos habéis hecho esta vez? –le gritó Nick.

–En la carretera de la Vieja Iglesia... Hemos encontrado... entre la hierba... Dios mío, hemos encontrado un... un cuerpo.

–¿Un cuerpo? –Nick no sabía si creer al chico–. ¿Quieres decir un cadáver? –¿estaría borracho?

El muchacho asintió, y los ojos se le llenaron de lágrimas; se pasó la manga de la sudadera por la cara y lanzó una mirada a su novia antes de volver a mirar a Nick.

–Espera un momento –le dijo. Soltó la puerta mosquitera y regresó al interior de la casa. Debían de haberlo imaginado, o quizá fuera una broma de Halloween un poco temprana. Se puso las botas, prescindiendo de los calcetines, y recogió la camisa del sofá, donde se la habían quitado hacía rato. Lo irritó ver que le temblaban los dedos mientras se abrochaba los botones.

–Nick, ¿qué pasa?

La voz de lo alto de la escalera lo sobresaltó. Se había olvidado de Angie. Recién salida de la cama, tenía la melena rubia alborotada. La sombra de ojos azul apenas se distinguía a aquella distancia, y la camiseta que se había puesto se le transparentaba a la suave luz del pasillo. En aquellos momentos, al mirarla, Nick no entendía por qué había sido un alivio separarse de ella.

–Tengo que salir, es urgente.

–¿Ha habido un accidente? –parecía más curiosa que preocupada. ¿Estaría interesada únicamente en el chisme, para poder contárselo a los clientes matutinos de la cafetería Wanda's?

–No, no es eso.

–¿Han encontrado al chico de los Alverez?

Dios, a Nick ni siquiera se le había pasado por la cabeza. El niño había desaparecido el domingo pasado; lo habían raptado antes de que emprendiera su ruta de reparto de prensa.

–Lo dudo –le dijo. Hasta el FBI estaba convencido de que se lo había llevado su padre, a quien seguían tratando de localizar. No era más que una lucha por la custodia del pequeño. Y el problema de aquella noche no era más que unos adolescentes gastándose bromas entre sí–. Tardaré un rato, pero puedes quedarte, si quieres.

Nick recogió las llaves del Jeep y encontró a Ashford sentado en los peldaños del porche, con el rostro enterrado entre las manos.

–En marcha –le dijo, y tiró con suavidad de la sudadera del muchacho para ponerlo en pie–. ¿Por qué no venís conmigo en el Jeep?

Nada más sentarse en el vehículo, Nick lamentó no haber tardado un momento más y haberse puesto unos calzoncillos. La tela vaquera lo raspaba cada vez que cambiaba de marcha. Por si fuera poco, la carretera de la Vieja Iglesia estaba plagada de hoyos, recuerdo de las lluvias de la semana anterior. La grava salpicaba el vehículo mientras él iba sorteando los baches más peliagudos.

–¿Se puede saber qué hacíais en este cenagal? –nada más decirlo, cayó en la cuenta. No le hacía falta tener diecisiete años para recordar las ventajas que ofrecía una vieja carretera abandonada–. No me lo digáis –añadió antes de que pudieran contestar–. Decidme solamente por dónde es.

–Todavía falta un kilómetro o kilómetro y medio. Nada más pasar el puente. Hay una cañada que va paralela al río.

Advirtió que Ashford había dejado de balbucir; quizá se le estuviera despejando la cabeza. La chica, en cambio, que estaba sentada entre Nick y su novio, no había dicho una palabra.

Nick redujo la velocidad cuando el Jeep cruzó traqueteando el puente de madera. Encontró la cañada incluso antes de que Ashford se la señalara, y avanzaron a trompicones y resbalones por el camino de tierra cenagosa.

–¿Hasta los árboles? –Nick lanzó una mirada a Ashford, que se limitó a asentir. Cuando se acercaron al recodo resguardado por los arces, la joven ocultó el rostro en la sudadera del muchacho.

Nick frenó, apagó el motor pero dejó encendidos los faros. Se inclinó hacia la guantera para sacar una linterna.

–Esa puerta se atranca –le dijo a Ashford, y vio cómo los dos se miraban a los ojos. Ninguno hizo ademán de apearse del Jeep.

–No dijiste que tendríamos que volver a verlo –le susurró la joven a Ashford mientras se aferraba a su brazo.

Nick dio un portazo, y el golpe reverberó en el silencio. No había nada en muchos kilómetros a la redonda, ni tráfico, ni luces de granjas; hasta los animales nocturnos parecían dormir. Permaneció junto al Jeep, esperando. El chico lo miró a los ojos, pero seguía sin hacer intención de bajarse del asiento. En lugar de insistir, Nick dirigió la linterna a la orilla del río. El haz de luz surcó la hierba alta y se reflejó en el agua; Ashford lo siguió con la mirada. Vaciló, volvió a mirar a Nick y asintió.

La hierba le rozaba las rodillas, camuflaba el lodo que absorbía sus botas. Dios, ¡qué oscuro estaba aquello! Hasta la luna anaranjada se ocultaba tras unas nubéculas. Oyó un crujido de hojas a su espalda; giró en redondo y alumbró los árboles. ¿Se había movido algo? ¿Allí, entre los arbustos? Le había parecido ver una sombra agazapada. ¿O no eran más que alucinaciones?

Nick escudriñó las ramas de los árboles; contuvo el aliento y aguzó el oído. Nada. Debía de haber sido el viento... salvo que no hacía ni una mota de aire. Sintió un escalofrío repentino, y lamentó no haberse puesto la chaqueta. Aquello era una locura; no iba a consentir que unos adolescentes le gastaran una broma pesada. Cuanto antes resolviera aquel asunto, antes podría regresar a su tibia cama.

A medida que se acercaba a la orilla, le costaba más trabajo chapotear en el barro, levantar las piernas y pisar con cuidado para no resbalar. Las botas nuevas quedarían inservibles. Empezaba a notar la humedad en los pies. Sin calcetines, sin calzoncillos, sin chaqueta...

–Maldita sea –masculló–. Será mejor que merezca la pena –montaría en cólera si encontraba a un grupo de adolescentes jugando al escondite.

Vio un destello en el barro, junto al agua. Fijó la mirada en aquel punto y apretó el paso. Ya casi estaba allí, fuera de la hierba. De pronto, tropezó y se precipitó hacia delante, aunque pudo frenar la caída con los codos. La linterna salió volando y se hundió en el agua negra en una espiral de luz.

Nick se puso a cuatro patas en el fango. Detectó un olor rancio distinto al hedor del río. El objeto brillante estaba casi a su alcance, y vio que se trataba de una medalla en forma de cruz; tenía la cadena rota y los eslabones desperdigados sobre el barro.

Volvió la cabeza para ver con qué objeto sólido había tropezado. Esperaba ver un árbol caído pero, a menos de un metro de distancia, había un cuerpecito blanco acurrucado en el barro y en las hojas.

Nick se puso en pie a duras penas; tenía las rodillas de goma y el estómago revuelto. La pestilencia era más intensa, insoportable. Se acercó despacio al cuerpo, como si no quisiera despertar al niño, que parecía dormido a pesar de estar contemplando las estrellas con los ojos muy abiertos. Entonces, vio el cuello rajado y el pecho despedazado, con la piel cortada y levantada. Fue en ese instante cuando tuvo la primera arcada y las rodillas dejaron de sostenerlo.

 

 

–Basta con que haya una manzana podrida...–dijo Christine Hamilton en voz baja, al tiempo que tecleaba las palabras. Después, pulsó la tecla de borrado y vio cómo desaparecían. Así no terminaría nunca el artículo. Se recostó en la silla para lanzar una mirada al reloj de pared, la única luz al final de aquel túnel de oscuridad. Ya casi eran las once de la noche. Gracias a Dios, Timmy estaba durmiendo en casa de un amigo.

El portero había vuelto a apagar la luz del pasillo; un recordatorio más de lo importante que era la sección de «Vida Actual» del periódico. Al final del pasillo en sombras, vio la rendija iluminada de la puerta de la redacción. Incluso a aquella distancia, oía el repiqueteo de los teletipos y el zumbido de los faxes. Al otro lado de aquella puerta, había media docena de periodistas y redactores despachando cafés y noticias de última hora, mientras que ella lidiaba con tartas de manzana.

Abrió una carpeta y hojeó las notas y recetas. Más de cien maneras de rebanar, trocear, exprimir y asar manzanas, y no podían traerle más al fresco. Quizá se le hubiera secado la inspiración tras las recetas de tomate de la semana anterior. Sabía que su título de periodismo estaba un poco oxidado, gracias a la obstinación de Bruce y su empeño en ser él quien llevara los pantalones en la familia. Lástima que el muy capullo hubiera tenido tanta prisa por bajárselos.

Cerró la carpeta con violencia y la arrojó sobre el escritorio; vio cómo resbalaba y desperdigaba clips por el suelo resquebrajado de linóleo. ¿Hasta cuándo seguiría amargada? No, la pregunta era: ¿hasta cuándo le seguiría doliendo? ¿Por qué seguía con el corazón destrozado? A fin de cuentas, había pasado más de un año.

Se pasó los dedos por la gruesa mata de pelo rubio. Tenía que cortarse las puntas, e intentó calcular de cuánto tiempo disponía hasta que empezaran a oscurecérsele las raíces. El tinte era un toque nuevo, un regalo de divorcio que se había hecho. Los resultados iniciales habían merecido la pena: que los hombres volvieran la cabeza a su paso era una experiencia nueva; ya sólo le faltaba organizar las visitas a la peluquería, como todo lo demás en su vida.

Hizo caso omiso de la prohibición de fumar en el edificio y extrajo un cigarrillo de la cajetilla que llevaba en el bolso. Se apresuró a encenderlo y dar una calada, a la espera de que la nicotina la serenara. Antes de exhalar, oyó un portazo. Aplastó el cigarrillo en un plato de postre rebosante de colillas manchadas de pintalabios, demasiadas para una persona que intentaba dejarlo. Tomó el plato y buscó un escondite mientras disipaba el humo con la mano. El pánico le hizo embutirlo en la papelera que tenía debajo de la mesa. La cerámica se hizo añicos al estrellarse contra el metal justo cuando Pete Dunlap entraba en la habitación.

–Hamilton. Qué bien que te encuentro –se pasó la mano por su rostro curtido en un intento fútil de extinguir su agotamiento. Pete llevaba casi cincuenta años en el Omaha Journal, y había empezado de repartidor. A pesar de las canas, las bifocales y la artritis de las manos, era uno de los pocos que podía publicar el periódico él solo, ya que había trabajado en todos los departamentos.

–Estoy bloqueada –Christine sonrió, tratando de explicar por qué estaba trabajando a aquellas horas en la sección de «Vida Actual» del periódico. Se alegró de ver a Pete y no a Charles Schneider, el editor nocturno, que gobernaba el periódico como un nazi.

–Bailey está enfermo, Russell está terminando el escándalo sexual del congresista Neale, y acabo de enviar a Sánchez a cubrir un choque en cadena de tres vehículos en la autovía 50. Hay un poco de alboroto en la carretera de la Vieja Iglesia, en el condado de Sarpy. Ernie no ha sacado gran cosa en claro del aviso radiofónico, pero hay un ejército de coches patrulla en camino. Podrían ser otra vez esos estudiantes jugando con los tractores de sus padres. Sé que no formas parte del equipo de noticias, pero ¿te importaría ir a echar un vistazo?

Christine intentó contener su alegría. Ocultó su sonrisa volviéndose hacia el artículo a medio guisar de su pantalla. Por fin, la oportunidad de escribir una noticia de verdad, aunque fuera sobre unos estudiantes borrachos.

–Te cubriré las espaldas con Whitman en lo que sea que estés haciendo –dijo Pete, malinterpretando su vacilación.

–Está bien. Ya que me lo pides, iré a echar un vistazo –escogió las palabras con cuidado, para dejar claro que le estaba haciendo un favor. Aunque sólo llevaba un año en la plantilla, sabía que los periodistas ascendían más por favores pendientes que por talento.

–Vete por la interestatal, porque la A 50 estará atascada con el accidente. Toma la salida 372 y sigue por la A 66. La carretera de la Vieja Iglesia está a unos diez kilómetros de distancia.

Christine estuvo a punto de interrumpirlo. De adolescente, había ido a darse el lote a la carretera de la Vieja Iglesia en muchas ocasiones. Sin embargo, un desliz como aquél podría echar a perder todos sus esfuerzos por parecer más sofisticada. Así que, en cambio, anotó algunas indicaciones.

–Estáte de vuelta antes de la una para que podamos insertar un par de párrafos en la edición matutina.

–Está bien –se echó el bolso al hombro e intentó no dar brincos mientras se alejaba por el pasillo.

Ya a salvo en el aparcamiento en sombras, Christine hizo una pirueta y gritó a la pared de cemento:

–¡Sí!

Aquélla era su oportunidad para franquear la puerta de la redacción, para pasar de las recetas y las anécdotas caseras a las noticias de verdad. Fuese lo que fuese lo que estaba ocurriendo junto al río, pensaba contar hasta el último detalle. Y, si no había ocurrido nada... seguro que una buena reportera sabía sacarse una noticia interesante de la manga.

 

 

Al empujar las ramas, la madera crujía y se quebraba en el sombrío silencio. ¿Lo estarían siguiendo? ¿Los tendría cerca? No se atrevía a mirar atrás. De pronto, resbaló en el barro, perdió el equilibrio y se deslizó hasta la orilla del río. Aterrizó de pie en la corriente, con el agua hasta la rodilla, y agitó brazos y piernas, presa del pánico, con chapoteos que resonaban como truenos. Cayó de rodillas y sumergió su cuerpo empapado en sudor, manteniendo la barbilla fuera del agua. La corriente arremetía contra él, lo sacudía, amenazaba con arrastrarlo al lugar del que acababa de escapar.

El agua fría cortaba las convulsiones. Con que pudiera respirar... Los jadeos le abrasaban el pecho y eran como puñaladas en el costado. «Respira», se ordenó mientras sus pulmones luchaban por tomar aire. Hipó y tragó agua del río, se atragantó y escupió.

Ya no veía los faros; debía de haberse alejado bastante. Aguzó el oído, tratando de oír más allá de sus propios jadeos.

No se oían pisadas de perseguidores, ni sabuesos ladrando, ni motores en marcha. El tipo de la linterna había estado a punto de descubrirlo... ¿Sería posible que no lo hubiera visto agazapado en la hierba? Sí, estaba seguro de que nadie lo había seguido.

No debería haber bajado al río aquella noche. Se había convertido en una costumbre absurda, en un gran riesgo... pero también era una maravillosa adicción, un estimulante espiritual. La vergüenza lo invadió, líquida y candente a pesar del agua fría. No, no debería haber bajado al río. Pero nadie lo había visto, nadie lo había seguido. Estaba a salvo. Y, por fin, el pequeño también lo estaba.

 

 

Se le había quedado impregnada la pestilencia. Nick quería quitarse la ropa, pero su piel ya había absorbido el olor fétido del río y de la sangre. Se despojó de la camisa y dio las gracias a Bob Weston por el cortavientos del FBI, aunque las mangas le quedaban quince centímetros por encima de las muñecas, y la prenda le oprimía el pecho. Sabía que apestaba, y sus sospechas se confirmaron cuando vio a Eddie Gillick, uno de sus ayudantes, abrirse camino a codazos entre la masa de agentes del FBI, policías uniformados y demás ayudantes del sheriff sólo para pasarle una toalla húmeda.

Parecía una escena de Halloween. Había focos giratorios de búsqueda en las ramas, cinta amarilla aislando la zona, humo de bengalas mezclándose con el hedor de la muerte. Y en el centro de aquella escena macabra yacía el pequeño fantasma de un niño, dormido en la hierba.

En los dos años que llevaba como sheriff, Nick Morrelli había extraído a tres víctimas de accidentes de sus coches, pero la adrenalina había borrado la imagen del amasijo de hierros y carne. Había visto una herida de bala, un arañazo accidental de un hombre que había estado limpiando su pistola entre trago y trago de whisky. Había intervenido en muchas peleas, y había recibido su ración de cortes y magulladuras. Sin embargo, nada lo había preparado para aquello.

–Han venido los del Canal Nueve –Gillick señaló el par de faros que descendía a trompicones por el camino. El nueve naranja fosforescente adornaba el techo de la furgoneta y brillaba en la oscuridad.

–Mierda. ¿Cómo se han enterado?

–Por el aviso policial. Seguramente, no saben lo que pasa, sólo que pasa algo.

–Diles a Lloyd y a Adam que los mantengan lo más lejos posible de esa hilera de árboles. Nada de cámaras, ni de entrevistas, ni de vistazos rápidos. Y eso va por todos los chismosos que se presenten.

Era lo último que necesitaba: aparecer en el periódico de la mañana con aquella chaqueta de payaso y los vaqueros embarrados, haciendo patente su incompetencia ante todo el estado de Nebraska.

–Estupendo, más huellas de neumáticos –les dijo Weston a los especialistas que estaban trabajando de rodillas en el barro, pero miró a Nick para que supiera que el comentario iba dirigido a él.

Nick se sonrojó, pero se tragó la réplica y se alejó. Era un secreto a voces que Weston lo consideraba un sheriff patán y pueblerino. Andaban a la greña desde que Danny Alverez se había esfumado, dejando una bicicleta nueva y un fajo de periódicos sin repartir. Nick había querido rastrear parques y praderas, pero Weston había insistido en esperar a recibir una petición de rescate que no había llegado. Nick había cedido a los veinticinco años de experiencia de Weston en el FBI en lugar de guiarse por su instinto.

¿Por qué no se había tragado las sospechas de Weston de que había sido el padre del chico quien se lo había llevado? Un padre que estaba rabioso con su ex mujer por mantenerlo alejado de su único hijo. Diablos, los periódicos estaban repletos de casos similares. Como no lograban localizar al comandante Alverez, les pareció aún más coherente. Entonces, ¿por qué no escuchar al agente especial Bob Weston, a pesar de la antipatía irracional que despertaba en él?

Desde el principio, a Nick lo había molestado la arrogancia de Weston. Con su metro sesenta y cinco de estatura, le recordaba a un pequeño Napoleón que utilizaba siempre su sarcasmo para compensar su escasa corpulencia. Nick le sacaba más de quince centímetros de estatura y su cuerpo de atleta no tenía ni punto de comparación con el del famélico agente. Sin embargo, aquella noche, todo lo que Weston decía lo hacía sentirse insignificante. Sabía que había metido la pata hasta el fondo: había contaminado el lugar del crimen, no había aislado un área suficientemente amplia y había llamado a demasiados agentes. Así que se merecía las humillaciones de Weston. Quizá hasta le hubiera prestado aquella chaqueta enana a propósito.

Nick vio a George Tillie abriéndose camino entre el gentío, y se alegró de ver aquel rostro familiar. Tenía aspecto de acabar de levantarse de la cama. Llevaba una chaqueta deportiva arrugada y mal abrochada sobre una camisa de dormir rosa. Tenía los cabellos grises aplastados a un lado de la cara, profundas arrugas en el rostro y barba gris de un día. Apretaba su pequeño maletín blanco contra el pecho mientras chapoteaba por el barro con sus pantuflas de felpa. Si Nick no se equivocaba, las pantuflas tenían orejas y hocico de perro. Sonriendo, se preguntó cómo lo habrían dejado pasar los centinelas del FBI.

–¡George! –lo llamó, y a punto estuvo de reír por la ironía cuando lo vio enarcar las cejas al reparar en el ridículo cortavientos–. El niño está allí –agarró a George del codo y dejó que el viejo forense se apoyara en él mientras se abrían paso entre el lodo y el gentío.

Un agente sacó una última instantánea de la escena y se apartó. George se quedó helado nada más ver al pequeño. Se enderezó y palideció.

–Dios mío... Otra vez, no.

 

 

A kilómetro y medio de distancia, el pasto estaba iluminado como un estadio de fútbol para un partido. Christine pisó a fondo el acelerador y maniobró por la carretera de grava.

No había duda de que había ocurrido algo gordo. Sintió el hormigueo de expectación en el estómago; el corazón le latía con fuerza. Hasta tenía sudorosas las manos.

El aviso policial proporcionaba muy poca información: «Agente solicita ayuda y respaldo inmediatos».

Podía significar cualquier cosa. Al deslizarse por la cañada, su expectación creció. Desperdigados en diversos ángulos sobre el barro había vehículos de rescate, dos furgonetas de televisión, cinco coches patrulla del shcriff y un ejército de vehículos oficiales de distinta índole. Vio a tres ayudantes del sheriff acordonando el lugar, que estaba aislado con la cinta amarilla distintiva de delito grave. Aquello era serio; no podía tratarse únicamente de adolescentes borrachos.

Entonces, se acordó del secuestro: el repartidor de periódicos cuyo rostro había aparecido en casi todos los programas de noticias y en la prensa desde el lunes. ¿Habrían pagado el rescate del niño? Quizá lo estuvieran liberando.

Tomó su bloc de notas, saltó del coche, advirtió que este seguía resbalando por el barro y volvió a sentarse detrás del volante.

–No seas boba, Christine –se regañó, y echó el freno de mano–. Manten la calma. Mantente serena.

El barro se tragó sus zapatos bajos de cuero, negándose a devolvérselos. Christine se descalzó, arrojó los zapatos a la parte trasera del coche y, con los pies envueltos únicamente en las medias, se abrió camino hacia el grupito de periodistas.

Los ayudantes del sheriff permanecían erguidos e implacables a pesar de las preguntas que les lanzaban. Por detrás de los árboles, los focos iluminaban una zona próxima al río. La hierba alta y la masa de cuerpos uniformados impedían ver lo que ocurría en la orilla.

El Canal Cinco había enviado a una de sus presentadoras de la noche. Darcy McManus estaba impecable y lista para la cámara, con su traje rojo bien planchado y sin un solo cabello negro y sedoso fuera de lugar. Sí, hasta llevaba zapatos. Sin embargo, era demasiado tarde para dar la noticia en directo, y la cámara permanecía apagada.

Christine reconoció al ayudante Eddie Gillick, uno de los tres que constituían el control policial. Se acercó despacio, asegurándose de que la veía, consciente de que un movimiento en falso podría ser su perdición.

–¿Ayudante Gillick? Hola, soy Christine Hamilton. ¿Se acuerda de mí?

Se la quedó mirando como un soldado de juguete reacio a ceder a ninguna distracción. Después, su mirada se suavizó, y una sonrisa se insinuó en sus labios antes de que controlara el impulso.

–Señora Hamilton. Claro que me acuerdo; es la hija de Tony. ¿Qué la trae por aquí?

–Ahora trabajo para el Omaha Journal.

–Ah –el rostro de soldado reapareció.

Debía idear algo o lo perdería. Reparó en el pelo engo– minado y peinado hacia atrás de Gillick, en el olor penetrante de su aftershave. Hasta el fino bigote estaba cuidadosamente afeitado. No tenía ni una sola arruga en el uniforme, y llevaba la corbata bien anudada contra el cuello y sujeta con un alfiler dorado. Una rápida mirada le bastó para ver que no llevaba alianza.

–No puedo creer lo embarrado que está este sitio. ¡Qué tonta soy!, hasta he perdido los zapatos –se señaló los pies manchados de barro con las uñas pintadas de rojo asomando por debajo de las medias. Gillick echó un vistazo a los pies, y a Christine la complació ver que deslizaba la mirada por sus largas piernas. La incómoda minifalda compensaría por fin su incomodidad.

–Sí, señora, es un asco –Gillick cruzó los brazos y se balanceó sobre los pies, claramente inquieto–. Tenga cuidado, no vaya a resfriarse –una ojeada más y, en aquella ocasión, sus ojos abarcaron algo más que las piernas. Christine notó cómo detenía la mirada a la altura de sus senos y se sorprendió arqueando la espalda para que la chaqueta se le abriera un poco más.

–Menudo lío se ha armado, ¿verdad, Eddie? Es Eddie, ¿verdad?

–Sí, señora –pareció agradarle que lo recordara–. Aunque no estoy autorizado a hablar de lo ocurrido.

–Por supuesto. Lo entiendo –se inclinó hacia él, a pesar del olor de aftershave. Incluso sin zapatos era casi de su misma altura–. Sé que no tienes permiso para hablar del pequeño Alverez –le susurró al oído.

Los ojos de Gillick reflejaron sorpresa. Enarcó una ceja, y su mirada volvió a suavizarse.

–¿Cómo se ha enterado? –se volvió para comprobar si alguien lo estaba escuchando.

Bingo. Había dado en la diana. Debía andar con cuidado para no echarlo todo a perder.

~Bueno, ya sabes que no puedo revelar mis fuentes de información, Eddie –¿interpretaría su voz queda como un murmullo seductor o como una artimaña? La seducción nunca había sido su fuerte o, al menos, eso le había asegurado Bruce.

–No, claro –Gillick movió la cabeza; había mordido el anzuelo.

–Imagino que no habrás podido ver nada. Como te ha tocado estar aquí, haciendo el trabajo sucio...

–No, no. Lo he visto todo –sacó pecho, como si afrontara casos como aquél todos los días.

–El niño está en muy malas condiciones, ¿eh?

–Sí, el hijo de perra lo ha destripado –susurró Gillick sin ápice de emoción.

La sangre le bajó de la cabeza, y sintió débiles las rodillas. El muchacho estaba muerto.

–¡Eh! –gritó Gillick y, por un momento, Christine pensó que había descubierto el engaño–. ¡Apague esa cámara! Disculpe, señora Hamilton.

Mientras Gillick intentaba hacerse con la cámara del Canal Nueve, Christine regresó a su coche. Se sentó con la puerta abierta, abanicándose con el bloc de notas vacío e inspirando hondo el aire fresco de la noche. A pesar del frío, tenía la blusa pegada al cuerpo.

Danny Alverez estaba muerto, asesinado. Citando al ayudante Gillick, «destripado».

Christine ya tenía su primer reportaje importante y, sin embargo, en la boca del estómago, el hormigueo se había transformado en siseo de cucarachas.

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Capítulo 2