Sábado, 25 de octubre 1 страница

Nick apretó los dientes, después, bebió un trago del café frío y espeso. ¿Por qué lo sorprendía que estuviera igual de amargo frío que caliente? Era una bebida que detestaba, pero se sirvió otra taza de todas formas.

Quizá no fuera el sabor lo que aborrecía tanto como los recuerdos. El café le recordaba todas las noches en vela preparando los exámenes de ingreso en la facultad de Derecho. Le recordaba el insufrible viaje en coche que hizo para ver morir a su abuelo, un viaje necesario porque el padre de Nick, Antonio, se había negado a acudir al lecho de muerte del anciano. Incluso por aquella época, Nick lo tomó como un presagio de lo que sería su relación con su padre, y se preguntó si el formidable Antonio Morrelli se daría cuenta de la ironía cuando, el día que le llegase su hora, su propio hijo se negara a acudir a su lecho de muerte.

De vez en cuando, la asociación de ideas seguía asaltándolo: el olor del café y la piel cenicienta y arrugada de su abuelo sobre las sábanas manchadas de orina. Pero, a partir de aquella noche, el aroma del café siempre le recordaría los gritos de dolor de una madre al identificar el cuerpo descuartizado de su único hijo. El cambio no era a mejor, desde luego.

Nick había visto a Laura Alverez por primera vez el sábado anterior por la noche... Dios, hacía menos de una semana. Danny llevaba desaparecido casi doce horas cuando Nick interrumpió un fin de semana de pesca para interrogarla personalmente.

Era una mujer alta, con ligero sobrepeso pero de figura voluptuosa. La melena larga y la mirada sensual la hacían parecer más joven que sus cuarenta y cinco años. Había algo escultural en ella que hacía pensar en el término «fortaleza».

Airosa a pesar de su tamaño, Laura Alverez se había pasado la noche desplazándose del fregadero al armario de la cocina una y otra vez. Había contestado a las preguntas de Nick con calma y mesura. Con demasiada calma, en realidad. De hecho, Nick había tardado diez, incluso quince minutos, en advertir que, por cada taza o plato que Laura Alverez lavaba y guardaba en el armario, sacaba uno limpio y regresaba a la pila con él. Entonces, reparó en la etiqueta del cuello del jersey, que se lo había puesto del revés, y en los zapatos desparejos. Estaba bajo los efectos de una conmoción, camuflada por una calma que a Nick le resultaba más espeluznante que tranquilizadora.

Laura Alverez conservó la calma a lo largo de la semana. Si hubiera exhibido algún tipo de emoción, quizá no hubiera resultado tan difícil, hacía apenas unos momentos, contemplar cómo la misma mujer majestuosa se encogía hacia delante y se derrumbaba en el suelo frío y duro del depósito de cadáveres del hospital. Sus gritos habían hendido la quietud de aquellos pasillos asépticos. Nick reconocía el sonido: era el alarido agónico de un animal herido. Ninguna mujer debería afrontar lo que Laura Alverez había afrontado sola. En aquellos momentos, lamentaba no haber localizado al ex marido; le habría gustado molerlo a palos.

–Morrelli –Bob Weston entró en el despacho de Nick sin llamar ni esperar una invitación. Se dejó caer en la silla del otro lado de la mesa–. Deberías irte a casa. Ducharte, cambiarte de ropa. Apestas.

Vio a Weston llevarse el índice y el pulgar a los párpados y concluyó que sólo estaba constatando los hechos, no insultándolo.

–¿Qué hay del ex marido?

Weston lo miró y movió la cabeza.

–Soy padre, Nick. No me importa lo cabreado que pudiera estar con su esposa... No creo que un padre pueda hacerle eso a un hijo.

–Entonces, ¿por dónde empezamos? –debía de estar cansado, comprendió Nick; estaba pidiendo consejo a Weston.

–Por una lista de autores de abusos sexuales, pederastas y personas dedicadas a la pornografía infantil.

–Podría ser una lista muy larga.

–Perdona, Nick –Lucy Burton lo interrumpió desde el umbral–. Sólo quería que supieras que las cuatro cadenas de televisión de Omaha y las dos de Lincoln están abajo, con los cámaras. También hay un pasillo lleno de periodistas y gente de la radio. Piden unas declaraciones o una conferencia de prensa.

–Mierda –murmuró Nick–. Gracias, Lucy –vio cómo Weston se volvía en su silla para seguir con la mirada las largas piernas de Lucy. Si iban a estar en el candelero, pensó Nick, convendría disuadirla de llevar minifaldas y tacones de aguja. Claro que sería una lástima; tenía unas piernas preciosas y unos andares perfectos para lucirlas–. Hemos estado rehuyendo a los medios toda la semana –señaló, y volvió a fijar la mirada en Weston–. Tendremos que hablar con ellos.

–Estoy de acuerdo. Tendrás que hablar con ellos.

–¿Yo? ¿Por qué yo? Creía que eras tú el experto.

–Cuando se trataba de un secuestro, sí. Ahora es un homicidio, Morrelli. Lo siento, la pelota está en tu tejado.

Nick se recostó en el sillón de ruedas, reclinó la cabeza sobre el cuero e hizo girar el asiento de lado a lado. Aquello no podía estar pasando. No tardaría en despertarse en la cama con Angie Clark. Cielos, la noche anterior parecía muy lejana.

–Escucha, Morrelli –Weston hablaba en voz baja, suave, compasiva, y Nick lo miró con recelo sin levantar la cabeza–. He estado pensando. Ya que se trata de un niño y todo eso, deberíamos pedir que nos envíen a alguien para que te ayude a crear un perfil.

–¿De qué hablas?

–Puede que sea demasiado pronto para que la gente repare en las similitudes con Jeffreys, pero cuando lo hagan, esto será la locura.

–¿La locura? –eso no formaba parte de su preparación de sheriff. Nick tragó saliva para digerir el sabor amargo. De pronto, volvía a sentir náuseas; todavía podía oler la sangre de Danny Alverez en sus vaqueros.

–Tenemos expertos capaces de recomponer el perfil psicológico de ese tipo. Reducen las posibilidades. Te dan una idea de quién es el cabrón.

–Sí, sería una ayuda. No vendría mal –Nick procuró no reflejar la desesperación en su voz. No era el momento de revelar su debilidad, a pesar de la repentina compasión de Weston.

–Me han hablado muy bien de uno de esos expertos en perfiles. Se llama O'Dell, y es capaz de averiguar hasta el número que calza un asesino. Podría llamar a Quantico.

–¿Para cuándo crees que nos enviarían a alguien?

–No dejes que Tillie haga la autopsia todavía. Llamaré ahora mismo y veré si podemos tener a alguien aquí el lunes por la mañana. Puede que hasta O'Dell –Weston se puso en pie con renovada energía.

Nick desenredó las piernas y también se puso en pie, sorprendiéndose de que las rodillas lo sostuvieran.

Hal Langston, uno de los ayudantes de Nick, apareció por la puerta.

–Pensé que os interesaría conocer la edición matutina del Omaha Journal –Hal desdobló el periódico y lo sostuvo en alto. Los titulares proclamaban en letra negrita: Niño asesinado al estilo de Jeffreys.

–¡Qué cojones! –Weston le arrebató el periódico y empezó a leer en voz alta–. «El cadáver de un niño fue hallado muerto anoche a orillas del río Platte, junto a la carretera de la Vieja Iglesia. Parece probable que el muchacho, todavía sin identificar, fuese apuñalado. Un ayudante del sheriff, cuya identidad permanecerá en el anonimato, dijo en el lugar del crimen: “El hijo de perra lo ha destripado”. Los cortes profundos en el pecho eran el sello de identidad del asesino en serie Ronald Jefrreys, que fue ejecutado en julio del presente año. La policía todavía no ha hecho ninguna declaración relativa a la identidad del muchacho ni a la causa de su muerte».

–¡Dios! –masculló Nick. Las náuseas volvían a adueñarse de sus entrañas.

–Maldita sea, Morrelli. Tendrás que amordazar a tus hombres.

–Y todavía hay más –dijo Hal, mirando a Nick–. La noticia la firma Christine Hamilton.

–¿Quién diablos es Christine Hamilton? –Weston miró a Hal, después a Nick–. No, por favor, no me digas que es una de las conquistas de tu pequeño harén...

Nick se dejó caer en su sillón. Christine... ¿Cómo podía habérsela metido torcida? ¿Había siquiera intentado avisarlo, ponerse en contacto con él? Los dos hombres se lo quedaron mirando, Weston esperando una explicación.

–No –dijo Nick, despacio–. Christine Hamilton es mi hermana.

 

 

Maggie O'Dell se quitó las zapatillas de deporte embarradas en el vestíbulo, antes de que su marido, Greg, se lo recordara. Echaba de menos su minúsculo apartamento de Richmond, a pesar de haber cedido a la obligada conveniencia de vivir a medio camino entre Quantico y Washington. Desde que habían comprado el lujoso chalé de la cotizada zona de Crest Ridge, Greg no hacía más que obsesionarse con la imagen. A su marido le gustaba tener el chalé impecable, una tarea fácil ya que los dos trabajaban fuera del hogar. Aun así, la irritaba volver a una casa que devoraba su sueldo pero que parecía uno de esos hoteles en los que acostumbraba a alojarse cuando viajaba.

Se despojó de la sudadera húmeda y sintió un grato escalofrío. Aunque era un fresco día otoñal, había logrado sudar después de otra noche de dar vueltas en la cama. Hizo un ovillo con la prenda y la lanzó al interior del cuarto de la ropa de camino a la cocina. ¡Qué descuido el suyo al no acertar a meterla en el cesto!

Permaneció de pie ante la nevera abierta. Un vistazo bastaba para poner en evidencia el escaso talento culinario de ambos: una caja de restos de comida china, media rosquilla de pan envuelta en film transparente y un envase de corcho de comida para llevar que contenía una sustancia viscosa irreconocible. Maggie sacó un botellín de agua y cerró la nevera con ímpetu. Estaba en pantalones cortos de deporte, camiseta y sujetador deportivo, y temblaba de frío.

Sonó el teléfono. Maggie lo buscó en las encimeras impolutas y lo encontró sobre el microondas antes del cuarto timbrazo.

–¿Sí?

–O'Dell, soy Cunningham.

Maggie se pasó los dedos por la masa húmeda de pelo corto y oscuro y se enderezó.

–Buenas tardes. ¿Qué ocurre?

–Acabo de recibir una llamada de la oficina de Omaha. Han encontrado el cadáver de un niño. Algunas de las heridas son características de un asesino en serie que operó en la misma zona hace cosa de seis años.

–¿Y otra vez está haciendo de las suyas? –Maggie empezó a dar vueltas.

–No, el asesino en serie era Ronald Jeffreys. No sé si recuerdas el caso. Asesinó a tres niños...

–Sí, me acuerdo –lo interrumpió, porque sabía que Cunningham detestaba las explicaciones–. ¿No fue ejecutado en junio, o julio, de este año?

–Sí... Sí, en julio, creo –parecía cansado.

Aunque era sábado por la tarde, Maggie lo imaginaba en su despacho, tras los montones de papeles de su escritorio. Podía oír cómo movía las hojas. Conociendo al director Kyle Cunningham, ya tenía la ficha completa de Jeffreys desplegada ante sus ojos. Mucho antes de que Maggie empezara a trabajar a sus órdenes en la Unidad Científica de Comportamiento Criminal, le habían puesto el apelativo cariñoso de Halcón porque no se le escapaba nada. Sin embargo, últimamente, parecía que su agudeza le costara preciadas horas de sueño.

–Entonces, puede que sea un imitador –se detuvo y abrió varios cajones en busca de un papel y un bolígrafo, pero sólo encontró paños de cocina bien doblados, utensilios estériles alineados en irritante orden. Hasta los más dispares, como el sacacorchos y el abrelatas, yacían en sus rincones respectivos, sin tocarse ni solaparse. Sacó un reluciente cucharón y lo colocó al revés, cerciorándose de que quedara atravesado. Satisfecha, cerró el cajón y siguió dando vueltas.

–Podría ser un imitador –dijo Cunningham en tono distraído, y Maggie lo imaginó leyendo el expediente mientras hablaba, con una pequeña arruga de preocupación entre las cejas y las gafas caídas sobre la nariz–. Podría ser un asesinato aislado. La cuestión es que han solicitado la ayuda de un experto en perfiles. En concreto, Bob Weston me ha pedido que fueras tú.

–¿De modo que hasta en Nebraska soy una celebridad? –Maggie pasó por alto la irritación que había percibido en su superior. Un mes antes, no habría existido. Un mes antes, lo habría enorgullecido que hubieran requerido la colaboración de uno de sus protegidos–. ¿Cuándo salgo para allá?

–No tan deprisa, O'Dell –Maggie sujetó con fuerza el auricular y aguardó a oír el sermón–. Estoy seguro de que el montón de informes brillantes que Weston tenía sobre ti no incluía el último caso.

Maggie se detuvo y se recostó contra la encimera. Se llevó la mano al estómago, esperando, acorazándose contra la náusea.

–Espero sinceramente que no vayas a echarme en cara el caso Stucky cada vez que vaya a investigar un homicidio –el temblor de su voz parecía causado por el enojo.

Eso estaba bien... la furia era mejor que la debilidad.

–Sabes que no es eso lo que hago, Maggie.

Cielos, la había llamado por su nombre de pila. Iba a ser un sermón memorable. Permaneció inmóvil y hundió las uñas en un paño cercano.

–Me preocupas, eso es todo –prosiguió–. No te has tomado un descanso después de lo de Stucky. Ni siquiera has ido a ver al psicólogo de la casa.

–Kyle, estoy bien –mintió, irritada por el repentino temblor de su mano–. No es como si fuera la primera vez. He visto sangre y tripas de sobra en los últimos ocho años. Ya casi nada me sorprende.

–Eso es precisamente lo que me preocupa. Maggie, estuviste en el centro de esa carnicería. Es un milagro que Stucky no te matara. Por muy dura que seas, no es lo mismo encontrárselo todo hecho que ver cómo te salpican la sangre y las tripas.

No necesitaba que Kyle se lo recordara, a Maggie no le costaba ningún trabajo evocar la imagen de Albert Stucky descuartizando a aquellas mujeres: aquel drama cruento y mortal interpretado sólo para Maggie. Todavía escuchaba su voz en mitad de la noche:

–Quiero que mires. Si cierras los ojos, mataré a otra, y luego a otra, y a otra.

Maggie era licenciada en psicología, no necesitaba que un psicólogo le dijera por qué no podía dormir por las noches, por qué las imágenes seguían atormentándola. Ni siquiera había podido hablarle a Greg de lo ocurrido aquella noche; ¿cómo iba a contárselo a un perfecto extraño?

Claro que Greg no estaba esperándola cuando Maggie regresó tambaleándose a su habitación de hotel. Se encontraba a muchos kilómetros de distancia cuando ella se arrancó los pedazos del cerebro de Lydia Barnett del pelo, se lavó la sangre y la piel de Melissa Stonekey del resto del cuerpo y se vendó su propia herida, un tajo desagradable en el abdomen. Y no era la clase de historias que se contaban por teléfono.

–¿Qué tal te ha ido hoy, cariño? ¿A mí? Bueno, nada del otro mundo. Acabo de ver cómo destripaban y mataban a golpes a dos mujeres.

No, la verdadera razón por la que no se lo había contado a Greg era porque su marido habría enloquecido. La habría apremiado para que dejara su trabajo o, peor aún, para que trabajara únicamente en el laboratorio, examinando la sangre y las tripas con ayuda de un microscopio, lejos del peligro. Ya había puesto el grito en el cielo en una ocasión, cuando le contó los detalles de un caso, y no había vuelto a hablarle de su trabajo. A él no parecía importarle la falta de comunicación; ni siquiera reparaba en su ausencia en la cama por las noches, cuando daba vueltas por la casa para desterrar las imágenes, para aplacar los gritos que todavía reverberaban en su cabeza. La falta de intimidad con su marido le permitía guardar para sí las cicatrices, físicas y mentales.

–¿Maggie?

–Necesito seguir trabajando, Kyle. Por favor, no me quites eso –mantuvo la voz firme, dando gracias porque el temblor quedara confinado a sus manos y al estómago. ¿Detectaría Kyle su vulnerabilidad, de todas formas? Identificaba a criminales leyendo entre líneas, ¿cómo esperaba poder engañarlo?

Se hizo el silencio, y Maggie cubrió el micrófono para que no oyera su respiración agitada.

–Te enviaré los detalles por fax –dijo por fin–. Tu avión sale mañana a las seis de la mañana. Llámame cuando recibas el fax, si tienes alguna duda.

Maggie escuchó el clic y esperó a oír el tono de marcado. Con el teléfono todavía pegado al oído, suspiró; después, inspiró hondo. Oyó un portazo en el vestíbulo y se sobresaltó.

–¿Maggie?

–¡Estoy en la cocina! –colgó el teléfono y bebió agua con avidez, confiando en poder tranquilizar su estómago. Necesitaba aquel caso. Necesitaba demostrarle a Cunningham que, aunque Albert Stucky se había ensañado y había jugado con su psique, no le había quitado su agudeza profesional.

–Hola, nena –Greg rodeó la encimera. Hizo ademán de abrazarla, pero se contuvo al ver que estaba empapada en sudor. Forzó una sonrisa para disimular su desagrado. ¿Desde cuándo usaba sus dotes interpretativas de abogado con ella?–. Tenemos mesa reservada para las seis y media. ¿Crees que te dará tiempo a prepararte?

Maggie lanzó una mirada al reloj de pared; no eran más que las cuatro. ¿Tan terrible le parecía su aspecto?

–Claro –dijo, y bebió más agua, dejando deliberadamente que resbalara por la barbilla. Lo sorprendió haciendo una mueca, apretando su mandíbula perfectamente cincelada con desaprobación. Greg hacía pesas en el gimnasio del bufete, y allí sudaba, gruñía y se manchaba en el entorno apropiado. Después, se duchaba y se cambiaba de ropa, y cuando volvía a salir a la calle ya no tenía ni un mechón dorado fuera de lugar. Esperaba lo mismo de ella, hasta le había dicho cuánto detestaba que corriera por el vecindario. Al principio, Maggie pensó que se preocupaba por su seguridad.

–Soy cinturón negro, Greg. Puedo defenderme sola –lo tranquilizó con afecto.

–No me refiero a eso. Maldita sea, Maggie, cuando corres, tienes un aspecto lamentable. ¿No quieres causar buena impresión a los vecinos?

Sonó el teléfono, y Greg alargó el brazo.

–Déjalo sonar –barbotó Maggie con la boca llena de agua–. Es un fax de Cunningham –sin necesidad de mirar a Greg, percibió su irritación. Se dirigió corriendo al estudio, comprobó el número y conectó el fax.

–¿Por qué te envía un fax un sábado por la tarde?

Maggie se sobresaltó; no se había dado cuenta de que Greg la había seguido al estudio. Estaba en el umbral, en jarras, con el aspecto más severo posible que le permitían los pantalones de pinza y el jersey de cuello redondo.

–Me está mandando los detalles de un caso que me han pedido que investigue –eludió mirarlo a la cara, temiendo los pucheros y la mirada entornada. Normalmente, era él quien interrumpía sus sábados, pero sería un poco infantil recordárselo. Arrancó la hoja de fax y empezó a transferir los detalles del papel a su memoria.

–Se suponía que esta noche íbamos a cenar tranquilos... tú y yo.

–Y así será –dijo con calma, sin mirarlo–. Sólo que tendremos que acostarnos pronto. Mi avión sale mañana a las seis.

Silencio. Uno, dos, tres...

–Maldita sea, Maggie, es nuestro aniversario. Se suponía que iba a ser nuestro fin de semana juntos.

–No, eso fue el fin de semana pasado, sólo que se te olvidó y participaste en el torneo de golf.

–Ah, ya entiendo –resopló–. Te estás vengando.

–No, no me estoy vengando –mantenía la calma aunque estaba cansada de aquellos pequeños berrinches. Él podía trastocar sus planes en cualquier momento con una leve disculpa y su encantador y prepotente: «Ya te compensaré, nena».

–¿Cómo se llama si no lo que haces?

–Trabajar.

–Ah, claro. Trabajar. Muy oportuno. Llámalo como quieras, pero te estás vengando.

–Un niño ha aparecido muerto, y quiero ayudar a encontrar al psicópata que lo ha matado –la ira burbujeaba a flor de piel, pero mantuvo la voz serena–. Lo siento, ya te compensaré –se le escapó el sarcasmo, pero Greg no pareció darse cuenta. Maggie empezó a salir por la puerta con el fax en la mano. Greg la agarró de la muñeca y la hizo volverse hacia él.

–Diles que envíen a otro, Maggie. Necesitamos este fin de semana a solas –le suplicó con voz suave.

Maggie contempló aquellos ojos grises y se preguntó cuándo habían perdido su color. Buscó en ellos un destello del hombre inteligente y compasivo con el que se había casado hacía nueve años, cuando los dos eran universitarios dispuestos a dejar su huella en el mundo. Ella seguiría la pista a criminales y él ayudaría a las víctimas indefensas. Después, Greg aceptó el empleo en Brackman, Harvey y Lowe, un bufete de Washington, y sus víctimas inocentes se transformaron en multinacionales por valor de un billón de dólares. Aun así, en aquel momento de silencio, creyó reconocer un destello de sinceridad. Estaba a punto de ceder cuando él le apretó la muñeca y contrajo la mandíbula.

–Diles que envíen a otro, o lo nuestro ha terminado.

Maggie se desasió. Greg quiso atrapársela de nuevo y ella le hundió el puño en el pecho. Greg abrió los ojos con sorpresa.

–No vuelvas a agarrarme así. Y si este viaje significa que hemos acabado, quizá hayamos acabado hace tiempo:

Lo dejó atrás y se dirigió al dormitorio, confiando en que las rodillas la sostuvieran y que el escozor de los ojos no diera paso a las lágrimas.

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Capítulo 3

Domingo, 26 de octubre

«Y vuelta a empezar», pensó mientras tomaba un sorbo del té hirviendo. El titular de la portada parecía propio del National Enquirer, y no de un periódico tan respetable como el Omaha Journal. Asesino en serie sigue aterrorizando a una pequeña comunidad desde la tumba. Era casi igual de histérico que el titular del día anterior pero, como cabía esperar, la edición dominical atraería a más lectores. De nuevo lo firmaba Christine Hamilton. Reconocía su nombre de la sección de «Vida Actual». ¿Por qué le asignaban la historia a una recién llegada, a una novata?

Pasó rápidamente las páginas para buscar el resto del reportaje, que continuaba en la página diez, columna primera. La página entera estaba llena de artículos relacionados con la noticia. Junto a una fotografía escolar del niño, se relataba con todo detalle su repentina desaparición antes de iniciar su ruta de reparto hacía sólo una semana. El artículo explicaba que el FBI y la madre del chico habían estado esperando una petición de rescate que no llegó a producirse. Al final, el sheriff Morrelli había encontrado el cadáver junto al río.

Volvió al comienzo del párrafo. ¿Morrelli? Ah, era Nicholas Morrelli, no Antonio. Qué agradable, pensó, que padre e hijo compartieran la misma experiencia.

El artículo señalaba a continuación las similitudes con los asesinatos de otros tres niños, ocurridos en la misma comunidad hacía más de seis años, y cómo los cuerpos, degollados y apuñalados, habían sido encontrados días después en diferentes zonas recónditas de bosque.

El artículo, sin embargo, no mencionaba los detalles, no describía los elaborados cortes del pecho. ¿Acaso la oficina del sheriff confiaba en poder retener otra vez esa información? Movió la cabeza y siguió leyendo.

Empleó el cuchillo filetero para tomar un poco de mermelada y untarla en el panecillo chamuscado. Hacía semanas que el tostador no funcionaba bien, pero era mejor que bajar a la cocina y desayunar con los demás. Al menos, allí, en su cuarto, podía leer el periódico sin necesidad de trabar conversación.

La habitación era muy sencilla, de paredes blancas y suelo de madera. La pequeña cama individual apenas acomodaba su metro ochenta de estatura. Había noches en que acababa con los pies colgando por un extremo. Había incorporado la pequeña mesa de fórmica y las dos sillas, aunque no dejaba que nadie se sentara con él. Sobre el carrito del rincón descansaba la tostadora de segunda mano, un regalo de uno de los parroquianos. También había una placa eléctrica y un hervidor que usaba para hacerse el té.

Sobre la mesilla de noche se erguía su objeto de mobiliario más elaborado: una lámpara cuyo pie era un relieve detallado de querubines dispuestos con elegancia. Era uno de los pocos lujos que se había permitido con sus pobres ingresos. Eso y los tres cuadros, aunque sólo fueran reproducciones enmarcadas. Los había colgado en frente de la cama, para poder mirarlos mientras se quedaba dormido, aunque le costaba conciliar el sueño aquellos días. Era imposible cuando empezaban las palpitaciones, que invadían su vida, por lo demás tranquila, y hacían resurgir los terribles recuerdos. Aunque su habitación era sobria y sencilla, le procuraba breves intervalos de consuelo, control y soledad en aquella vida que ya no le pertenecía.

Miró la hora en el reloj y se pasó la mano por la mandíbula. Aquella mañana no tendría que afeitarse; su rostro aniñado seguía terso tras el afeitado del día anterior. Tenía tiempo para concluir la lectura, aunque se negaba a detenerse en los artículos sobre Ronald Jeffreys. Jeffreys nunca había merecido la atención que había suscitado y, allí estaba, todavía en el candelera incluso después de muerto.