Sábado, 25 de octubre 4 страница

–Ah, ya entiendo. De eso se trata. No te importa la escalada de pánico en la comunidad, sólo tu imagen. ¿Por qué no me sorprende?

Nick le lanzó una mirada furibunda, pero no replicó. A Christine la irritaba la forma en que su hermano caminaba por la vida. Siempre tomaba la vía fácil, pero ¿por qué no? Todo parecía caerle del cielo, desde ofertas de empleo hasta mujeres. Y vagaba de una a la siguiente sin mucho esfuerzo, remordimiento o reflexión. Cuando su padre se jubiló e insistió en que Nick se presentara para el cargo de sheriff, Nick dejó la cátedra de la universidad sin vacilar, aunque le encantaba estar en el campus, ser una leyenda del fútbol y tener a las estudiantes suspirando por él. Como era de esperar, lo habían elegido sheriff del condado de Sarpy. Aunque Nick sería el primero en reconocer que había sido gracias a la reputación y al apellido de su padre, no parecía importarle. Aceptaba las cosas como le venían. Christine, por el contrario, tenía que arañar y arrastrarse para conseguir lo que quería, sobre todo, desde que Bruce se había ido. Pues bien, en aquella ocasión, se merecía el respiro que estaba recibiendo. Se negaba a disculparse por sacar provecho de su repentina racha de buena suerte.

–Si es un imitador, ¿no crees que la gente debería estar prevenida?

Mantuvo el tono sincero, aunque no quería ni necesitaba justificarse. Eran las noticias, sabía lo que hacía. El público tenía derecho a conocer todos los sórdidos detalles.

Nick no contestó. En cambio, apoyó los pies en el banco que tenía delante para poder apoyar los codos en las rodillas y la barbilla en los puños cerrados. Permanecieron callados entre las exclamaciones de aliento del público. Christine lo notaba distinto, cambiado, y le resultaba desconcertante.

–Danny Alverez sólo tenía once años, uno más que Timmy –dijo Nick por fin, en voz baja y con la mirada al frente.

Christine vio a Timmy correteando por el campo, colándose entre los muchachos que se cernían sobre él. Era rápido y ágil, y sabía sacar ventaja de su corta estatura. Y, sí, reparó en el parecido con la fotografía escolar de Danny que habían publicado en el periódico. Los dos tenían pelo rubio rojizo, ojos azules y pecas en la nariz. Como Timmy, Danny también era pequeño para su edad.

–Me he pasado la tarde en el depósito de cadáveres –la voz de Nick la devolvió a la realidad con sobresalto.

–¿Por qué? –preguntó, fingiendo no estar interesada. Tenía la mirada puesta en el partido, pero observaba a Nick por el rabillo del ojo. Nunca lo había visto tan serio.

–Bob Weston pidió que nos enviaran a una experta en perfiles psicológicos, la agente especial Maggie O'Dell, de Quantico. Llegó esta mañana y estaba como loca por ponerse a trabajar –lanzó una mirada a Christine, y abrió los ojos de par en par al ver que estaba tomando notas–. ¡Por Dios, Christine! –le espetó de forma tan inesperada que la sobresaltó–. ¿Es que para ti no existen las confidencias?

–Si querías que quedara entre tú y yo, deberías haberlo dicho –vio cómo se frotaba la mandíbula, como si ella le hubiera asestado un puñetazo–. Además, en cuanto empiece a hacer preguntas, todo el mundo sabrá quién es la agente O'Dell. ¿Qué te preocupa, Nicky? Recibir la ayuda de una experta es bueno.

–¿Tú crees? ¿O parecerá que soy un inepto? –le lanzó otra mirada–. No te atrevas a publicar eso.

–Relájate. No soy el enemigo, Nicky –vio a los chicos haciendo su baile de triunfo entre los obligados apretones de mano. El partido había terminado, y empezaba a oscurecer. Las farolas comenzaron a encenderse una a una–. ¿Sabes? A papá no le daba miedo trabajar con los medios de comunicación.

–Sí, bueno...Yo no soy papá –con aquello lo había puesto furioso. Christine sabía que debía mantenerse alejada de la comparación, pero detestaba que la tratara como si tuviera la peste. Además, si no le agradaban las comparaciones, no debería haber seguido los pasos de su padre. Como de costumbre, Christine se limitó a eludir el tema.

–Sólo digo que papá sabía cómo usar los medios para ayudar.

–¿Para ayudar? –preguntó Nick con incredulidad, elevando la voz. Miró rápidamente a su alrededor y volvió a moderar el tono–. Papá usaba los medios de comunicación porque le encantaba ser noticia. Se produjeron tantas fugas de información que me sorprende que atraparan a Jeffreys.

–¿Qué fugas? ¿A qué te refieres?

–No importa –dijo, y bajó la vista al bloc de notas. Christine puso los ojos en blanco.

–Pero atraparon a Jeffreys, y papá resolvió el caso –le recordó.

–Sí, atraparon a Jeffreys, y el bueno de papá se adjudicó todo el mérito.

–Nicky, nadie te está pidiendo que seas como papá. Eres tú mismo quien te lo exiges.

Pero en lugar de enojarse, Nick se limitó a mover la cabeza. Una sonrisa de frustración tiró de la comisura de sus labios, como si ella no pudiera llegar a entenderlo.

–¿No te has preguntado nunca...? –vaciló, sin dejar de mirar el campo, con los pensamientos muy lejos de allí–. ¿Nunca te has parado a pensar en lo rápido que fue todo... tan limpio y oportuno?

–¿De qué hablas?

Aquélla no era la réplica que había esperado. El aire nocturno era fresco, y Christine sintió un escalofrío. Su hermano empezaba a asustarla con su enojo y su silencio. Por lo general, no paraba de bromear y nunca se tomaba nada demasiado en serio, ni siquiera sus pullas entre hermanos. ¿Qué podía tener al arrogante y confiado Nick Morrelli tan asustado?

–Nicky, ¿qué quieres decir? –volvió a preguntar.

–Olvídalo –dijo, antes de ponerse en pie y estirarse, dando por concluido el asunto.

–¡Tío Nick, tío Nick! ¿Me has visto meter el gol? –gritó Timmy mientras subía corriendo las gradas, con cuidado de no tropezar.

–Pues claro –mintió Nick.

Christine vio cómo el rostro entero de Nick se transformaba, se relajaba y sonreía mientras levantaba a su sobrino en brazos y lo abrazaba. Sabía que su hermanito ocultaba algo, y se proponía averiguar lo que era.

 

 

Dio otra vuelta al parque, más despacio en aquella ocasión. Por fin había terminado el partido. Aparcó en una plaza retirada de los demás coches, en un rincón del aparcamiento. Apagó las luces y permaneció sentado, observando, escuchando la música y deseando que los acordes de Vivaldi suavizaran y silenciaran las palpitaciones de las sienes.

Estaba ocurriéndole otra vez, y demasiado pronto. No podía detenerlo, no podía controlarlo. Y, peor aún, no quería hacerlo. Estaba tan cansado... Intentó recordar desde cuándo no dormía una noche entera y pasaba las horas nocturnas dando vueltas o vagando por las calles. Se restregó los ojos para disipar el agotamiento, pero se detuvo con brusquedad. Los dedos le temblaban de forma incontrolable.

–Señor, haz que pare –susurró, tirándose del pelo de las sienes. ¿Por qué no paraba? Las palpitaciones, el martilleo, le producían dolor de cabeza.

Contempló al grupo de niños con sus uniformes manchados de verdín. Estaban felices por la victoria, se daban palmaditas en la espalda, se pasaban el brazo por los hombros, se tocaban con despreocupación, con naturalidad. El soniquete de sus voces crecía a medida que se acercaban, ahogando a Vivaldi con sus cantos deportivos.

El recuerdo resurgió como una ola, paralizándolo e inmovilizándolo en el asiento de cuero rígido del coche. Tenía once años y su padrastro lo había obligado a unirse al equipo de alevines, negociando con el arbitro para que pasara fuera de casa los domingos por la mañana. Sabía que sólo lo hacía porque quería tirarse a su madre toda la mañana.

Los había sorprendido accidentalmente el sábado anterior, sólo porque se habían quedado sin leche. El recuerdo anegó su mente, poderoso a pesar de los años transcurridos. Tan nítido, tan vivido, que se aferró al volante para acorazarse contra él.

Estaba en el umbral del dormitorio de su madre, petrificado viendo su piel blanca y desnuda, y la cruz plateada meciéndose entre sus voluminosos senos, que se balanceaban hacia delante y hacia atrás. Se sostenía a cuatro patas mientras su padrastro la montaba como un perro en celo.

Fue su padrastro quien lo vio primero. Le gritó, jadeando y dando embestidas mientras su madre abría los ojos de par en par, horrorizada. Se escurrió de debajo de su marido, y se cayó dando tumbos de la cama al tiempo que se cubría con la sábana. Fue entonces cuando él se dio la vuelta para salir corriendo. Dio un traspié por el pasillo, tropezó y se cayó una única vez antes de entrar en su habitación. Justo cuando cerraba la puerta, su padrastro irrumpió en el cuarto.

Seguía desnudo. Era la primera vez que veía el pene erecto de un hombre, y era horrible: enorme, rígido, tieso, sobresaliendo a través del grueso vello negro. Su padrastro lo agarró del cuello y le apretó la cara contra la pared.

–¿Te interesa mirar o quieres probar? –todavía podía oír su voz rasposa y jadeante en el oído.

Él permaneció inmóvil. No podía respirar. Su padrastro le apretaba el cuello con una mano mientras le rasgaba los pantalones del pijama con la otra. Su madre chillaba y aporreaba la puerta cerrada con llave. Entonces, lo notó. La intensa presión, el dolor tan agudo que creyó que le estallarían las entrañas. Se mantuvo callado e inmóvil, aunque quería chillar. La textura rugosa de la pared le arañaba la mejilla. Lo único que podía hacer era clavar la mirada en el crucifijo que colgaba cerca de su rostro, mientras esperaba a que su padrastro dejara de hundirse en su cuerpo de niño.

Oyó un claxon. Se sobresaltó y sujetó con más fuerza el volante. Tenía las palmas sudorosas, los dedos trémulos. Vio a los niños subiendo a los coches y a las furgonetas con sus padres. ¿Cuántos de ellos ocultaban secretos como los suyos? ¿Cuántos se tapaban los cardenales y cicatrices? ¿Cuántos esperaban algún tipo de alivio, de salvación de su desgracia? ¿De su tortura?

Entonces, vio al niño que se despedía de los demás con la mano y echaba a andar por la acera. Esperó a ver si alguien se unía a él aquella noche, o si regresaría solo a su casa como solía.

Empezaba a oscurecer. Algunas farolas se encendieron con un parpadeo. Escuchó el crujido de la grava bajo los neumáticos de los coches que salían del aparcamiento. Las luces lo cegaban cuando giraban para salir. Nadie se fijó en él, y los que lo reconocieron, sonrieron y saludaron, porque no tenía nada de extraño que asistiera a un partido de fútbol del barrio.

A media manzana de distancia, el niño seguía caminando solo, pasándose la pelota de fútbol de una mano a la otra. Parecía delgado y pequeño con su uniforme, muy vulnerable. Casi daba saltitos, como si no le importara que nadie hubiera ido a verlo jugar. Quizá se hubiera acostumbrado a su soledad.

El último coche salió del aparcamiento, y él silenció a Vivaldi en mitad del Otoño de Las cuatro estaciones. Sin mirar, sacó la ampolla de la guantera, la partió con dedos hábiles y dejó que humedeciera el brillante paño blanco. Lamentaba que fueran necesarias más precauciones, pero había sido imprudente con Danny. Sacó el pasamontañas negro y salió del coche, con cuidado de cerrar la puerta con suavidad. No tardó en percatarse de que ya no le temblaban las manos. Sí, por fin era otra vez dueño de sí mismo. Después, siguió andando por la acera sin hacer ruido.

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Capítulo 4

Lunes, 27 de octubre

Maggie vertió el whisky del botellín en el vaso de plástico. Los cubitos de hielo se resquebrajaron y tintinearon. Tomó un sorbo, cerró los ojos y dio la bienvenida a la maravillosa quemazón de la garganta. Últimamente, la preocupaba haber adquirido el gusto de su madre por el alcohol o, peor aún, su adiccion al grato aturdimiento prometido por el líquido sagrado.

Se frotó los ojos y lanzó una mirada a la radio despertador barata que estaba en la mesilla, al otro lado de la habitación. Eran más de las dos de la madrugada y no podía dormir. La tenue luz de la lámpara de la mesa le producía dolor de cabeza. Debía de ser el whisky, pero tomó nota mentalmente de pedirle al recepcionista una luz más brillante.

La pequeña superficie estaba cubierta con las instantáneas que había sacado horas antes. Intentó colocarlas por orden cronológico: manos atadas, cuello estrangulado y cortado, puñaladas. Aquel chiflado era metódico. Se tomaba su tiempo. Acuchillaba, rajaba y levantaba la piel con terrible precisión. Hasta la equis dentada tenía una inclinación concreta, desde el omóplato hasta el ombligo.

Desperdigó los informes policiales y los recortes de periódico de otros dos archivos. Había detalles truculentos para provocar pesadillas durante toda una vida... salvo que era imposible tener pesadillas si no se dormía.

Levantó las piernas y se sentó de rodillas en la silla de madera en un intento de ponerse cómoda. Su camiseta de los Packers de Green Bay estaba deformada de tantos lavados. Apenas le cubría los muslos, pero seguía siendo el camisón más suave que tenía. Se había convertido en una especie de manta de protección que la hacía sentirse en casa estuviera donde estuviera. Se negaba a deshacerse de ella a pesar de las quejas constantes de Greg.

Volvió a mirar la hora. Debería haberlo telefoneado al regresar al hotel; ya era demasiado tarde. Quizá fuera lo mejor, los dos necesitaban tiempo para serenarse.

Hojeó los papeles desperdigados y estudió sus notas, detalles, pequeñas observaciones. Al final, uniría todas las piezas y crearía un perfil del asesino. Lo había hecho muchas veces. A veces, podía describir la estatura, el color del pelo y, en una ocasión, hasta el aftershave. Sin embargo, aquel caso era más difícil; en parte, porque el principal sospechoso ya había sido ejecutado. Además, siempre era difícil penetrar en la mente retorcida y repugnante de un homicida de niños.

Tomó la medalla y cadena de plata de la esquina de la mesa; se parecía a la que Danny Alverez había llevado puesta. Había sido un regalo del padre de Maggie en su primera comunión.

–Mientras la lleves puesta, Dios te protegerá de todo mal –le había dicho su padre. Aunque su propia medalla, idéntica, no lo había salvado a él. Maggie se preguntó si habría entrado aquella noche en el edificio en llamas creyendo que la cruz lo salvaría.

Hasta hacía cosa de un mes había llevado la medalla fielmente alrededor del cuello, quizá por costumbre o para recordar a su padre, más que por un sentido espiritual. Dejó de rezar el día que vio cómo dejaban caer el ataúd de su padre en la tierra dura y fría. A los doce años, ninguna de sus lecciones de catecismo podía explicar por qué Dios había tenido que llevarse a su padre.

De hecho, dejó a un lado el catolicismo hasta que entró a formar parte del laboratorio forense de Quantico, ocho años atrás. De pronto, aquellos dibujos grotescos de su catecismo en los que aparecían demonios con cuernos y relucientes ojos rojos cobraban sentido. El mal existía; lo había visto en los ojos de los asesinos; lo había visto en los ojos de Albert Stucky. Por irónico que pareciera, era ese mal lo que la había vuelto a acercar a Dios. Pero había sido Albert Stucky quien le había hecho preguntarse si Dios no habría tirado la toalla. La noche que vio a Stucky asesinar a dos mujeres, Maggie volvió a casa y se quitó la medalla. Aunque no tenía fuerzas para volvérsela a poner, seguía llevándola consigo.

Deslizó los dedos por la superficie lisa de metal y se imaginó lo que Danny Alverez había sentido. ¿Qué pensó cuando el chiflado le arrancó su última protección? Como el padre de Maggie, ¿había puesto su último aliento de fe en un estúpido objeto metálico?

Cerró con fuerza los dedos en torno a la medalla, levantó el brazo hacia atrás y estaba apunto de arrojar aquel absurdo amuleto a la otra punta de la habitación cuando un suave golpe de nudillos en la puerta la detuvo. La llamada era casi inaudible. Instintivamente, Maggie se puso en pie y desenfundó su revólver Smith & Wesson de calibre 38. Avanzó descalza hasta la puerta, sintiéndose vulnerable en camisón y en braguitas. Sostuvo el revólver con fuerza, esperando a que su poder anulara la sensación de vulnerabilidad. Por la mirilla vio al sheriff Morrelli, y la tensión abandonó sus hombros. Abrió la puerta, pero sólo lo justo para verlo.

–¿Qué ocurre, sheriff?

–Lo siento, intenté llamar, pero el recepcionista lleva más de una hora al teléfono.

Parecía exhausto, con los ojos azules hinchados y enrojecidos, el pelo corto aplastado y la cara sin rasurar. Llevaba la camisa por encima de los vaqueros y los faldones asomaban por debajo de su chaqueta vaquera. Maggie advirtió que llevaba el cuello torcido y abierto, dejando al descubierto rizos de vello negro. Bajó la mirada de inmediato, irritada consigo misma por haber reparado en aquel último detalle.

–¿Ocurre algo? –preguntó.

–Ha desaparecido otro niño –dijo Morrelli, y tragó saliva, como si le hubiera costado horrores pronunciar aquellas palabras.

–Imposible –dijo Maggie pero, en realidad, sabía que no lo era. Albert Stucky había raptado a su cuarta víctima apenas una hora después de que hubiesen descubierto a la tercera. Los pedazos de la hermosa estudiante rubia habían aparecido en cajas de comida para llevar arrojadas a un contenedor situado detrás del restaurante en el que Stucky había almorzado horas antes.

–Tengo a hombres interrogando a vecinos, recorriendo callejones, parques, campos –se pasó la mano por su rostro agotado y se rascó la mandíbula. Tenía los ojos de un color azul deslavazado–. El pequeño regresaba a casa después de un partido de fútbol. Estaba a cinco manzanas de distancia –lanzó una mirada al pasillo, eludiendo los ojos de Maggie mientras fingía asegurarse de que no había nadie escuchándolos.

–Será mejor que pase.

Maggie le abrió la puerta de par en par. Morrelli vaciló, después avanzó despacio, permaneciendo en la entrada mientras paseaba la mirada por la habitación. Se volvió hacia ella, y bajó la mirada a sus piernas. Maggie había olvidado que estaba en camisón. Morrelli levantó rápidamente la vista, la miró a los ojos y volvió la cabeza. Estaba avergonzado. El encantador y seductor Morrelli estaba avergonzado.

–Lo siento. ¿La he despertado? –otra mirada y, en aquella ocasión, cuando elevó la vista a sus ojos, fue ella quien se sonrojó. Con la mayor indiferencia posible, pasó a su lado de camino a la cómoda.

–No, todavía no me había acostado.

Volvió a guardar el revólver en la funda, abrió uno de los cajones y buscó unos vaqueros. Los sacó mientras veía a Morrelli dar vueltas por el pequeño espacio entre la cama y la mesa.

–¿Le he dicho que intenté llamar?

Maggie alzó la vista al espejo y lo sorprendió observándola. Volvieron a mirarse a los ojos, en aquella ocasión, a través del espejo.

–Sí, ya lo ha dicho. No se preocupe –contestó, mientras forcejeaba con la cremallera–. Estaba repasando mis notas.

–Yo estaba en ese partido –dijo en voz baja, suave.

–¿Qué partido?

–El de fútbol, en el que el chico había jugado antes de desaparecer. Mi sobrino es del mismo equipo. Dios, es posible que Timmy lo conozca –siguió dando vueltas por la habitación, haciendo que el espacio pareciera aún más pequeño con sus zancadas.

–¿Está seguro de que el niño no se fue a casa de un amigo?

–Hemos telefoneado a otros padres. Sus amigos recuerdan haberlo visto alejarse por la acera hacia su casa. Y encontramos su pelota. Tiene el autógrafo de un famoso jugador de fútbol; su madre afirma que es una de sus posesiones más valiosas. No la habría dejado así, sin más.

Morrelli se frotó la cara con la manga. Maggie reconocía el pánico de su mirada; no estaba preparado para afrontar una situación de aquella gravedad. Se preguntó qué experiencia tendría en control de crisis. Suspiró y se pasó los dedos por el pelo alborotado, sabiendo que tendría que mantenerlo centrado.

–Sheriff, será mejor que se siente.

–Bob Weston sugirió que hiciera una lista de pederastas y autores de delitos sexuales. ¿Empiezo a llevarlos a la oficina para interrogarlos? ¿Puede darme una idea de a quién debería estar buscando? –en uno de sus paseos, lanzó una mirada a los papeles que estaban extendidos sobre la mesa.

–Sheriff Morrelli, ¿por qué no se sienta?

–No, estoy bien.

–Insisto –lo agarró de los hombros y lo empujó con suavidad a una silla que estaba detrás del escritorio. Dio la impresión de querer levantarse otra vez, pero se lo pensó mejor y estiró las piernas.

–¿Tenía algún sospechoso cuando secuestraron al pequeño Alverez? –preguntó Maggie.

–Sólo uno: su padre. Laura Alverez y su marido estaban divorciados, y a éste le negaron la custodia y los derechos de visita por su adicción a la bebida y su afición a la violencia. No llegamos a localizarlo. Ni siquiera las fuerzas aéreas lo han conseguido. Era comandante de la base, pero desapareció hace dos meses. Huyó con una joven de dieciséis años que conoció por Internet.

Maggie se sorprendió dando vueltas mientras escuchaba. Quizá hubiera sido un error hacerlo sentarse. Ser objeto de toda su atención desmantelaba sus procesos mentales. Se frotó los ojos, consciente de lo cansada que estaba. ¿Cuánto tiempo podía subsistir una persona sin dormir lo suficiente?

–Pero ¿qué relación puede existir entre el padre de Danny y Matthew Tanner? –preguntó Morrelli–. Dudo que los niños se conocieran entre ellos.

–Puede que no exista ninguna relación.

–Entonces, dígame por dónde debo empezar. ¿Ha tenido tiempo de deducir algo sobre el asesino?

Maggie rodeó la mesa y se quedó mirando el montaje de fotos, notas e informes.

–Es meticuloso, dueño de sí. Se toma su tiempo, no sólo con el asesinato sino limpiando a la víctima. Aunque la limpieza no es para ocultar pruebas... es parte del ritual. Creo que puede haberlo hecho antes –hojeó las notas–. No es ni joven ni inmaduro –prosiguió–. Ató a la víctima antes de matarla, así que tiene que ser lo bastante fuerte para cargar con un niño de entre treinta y treinta y cinco kilos durante trescientos o quinientos metros. Sospecho que ronda los cuarenta, mide alrededor de metro ochenta y pesa unos noventa kilos. Es blanco. Es culto e inteligente.

En algún momento de la descripción, Morrelli se irguió en la silla, repentinamente alerta e interesado en el barullo por el que ella se abría paso. Maggie prosiguió.

–En el hospital, después de examinar al pequeño Alverez, ¿recuerda que le dije que podían haberle dado la extremaunción? Eso significaría que el asesino es católico; puede que no practique, pero el sentimiento católico de culpa sigue siendo fuerte. Lo bastante para que lo moleste una me– dalla con forma de cruz y arrancarla. Le da la extremaunción, tal vez para expiar su pecado. Debería mirar si este chico, Matthew Tanner –dijo, y miró a Morrelli para comprobar si había memorizado bien el nombre; cuando éste asintió, prosiguió–, pertenecía a la misma iglesia que el pequeño Alverez.

–De primeras diría que no es probable –repuso Nick–. Danny iba al colegio y a la iglesia que están en las afueras, junto a la base. La casa de los Tanner se encuentra a sólo unas manzanas de Santa Margarita, a no ser que los Tanner no sean católicos.

–Existe la posibilidad de que el asesino ni siquiera conozca a los niños –Maggie empezó a dar vueltas otra vez–. Podría ser que sólo busque víctimas sencillas, niños que andan solos, sin nadie alrededor. Sigo pensando que podría estar relacionado con una iglesia católica y, posiblemente, en esta zona. Por extraño que parezca, estos tipos no suelen alejarse mucho de su territorio.

–Parece un auténtico chiflado. Ha dicho que podría haberlo hecho antes. ¿Es posible que tengamos su historial? ¿Por malos tratos a menores o acoso sexual? ¿Incluso por apalear a un amante gay?

–¿Da por hecho que es gay o pederasta?

–Un adulto que hace estas cosas a niños pequeños... ¿No es una suposición segura?

–En absoluto. Podría temer serlo, o quizá tenga tendencias homosexuales, pero no, no creo que sea gay, ni que sea pederasta.

–¿Y puede deducir todo eso de las pruebas que hemos encontrado?

–No, de las que «no» hemos encontrado. La víctima no sufrió abusos sexuales. No había rastros de semen en la boca ni en el recto, aunque podría haberlos lavado. No había indicios de penetración, ni de estimulación sexual. Incluso entre las víctimas de Jeffreys, sólo uno, Bobby Wilson –dijo, mirando sus notas–, había sido sodomizado, y los indicios eran claros: penetración múltiple, desgarrones y cardenales.

–Espere un minuto. Si este tipo está imitando a Jeffreys, ¿cómo podemos estar seguros de que lo que hace es una indicación de cómo es?