Sábado, 25 de octubre 6 страница

El viento olía a nieve, zarandeaba chaquetas y faldas que no tardarían en ser relegadas al armario. Aquello lo hizo pensar en la manta del maletero. ¿Seguía manchada de sangre? Intentó recordar, intentó pensar, mientras veía a las ratas cubrir las aceras y obstruir los cruces. Se detuvo ante un semáforo. Un torrente de ratas pasó por delante. Una de ellas lo reconoció y lo saludó; él sonrió y le devolvió el saludo.

No, había lavado la manta, no tenía sangre. La lejía había hecho milagros.Y abrigaría si acababa nevando.

Detestaba el frío, detestaba la nieve. Le recordaba las Navidades en las que desenvolvía en silencio los contados regalos que su madre le había dejado al pie del árbol. Tan en silencio, que podía oírla distrayendo a su padrastro en el dormitorio, a pocos pasos de distancia.

Su padrastro no sospechaba nada, agradecido por su propio regalo matutino. De haberlo descubierto, tanto él como su madre habrían recibido palizas por haber malgastado frivolamente el dinero que a él tanto le costaba ganar. De hecho, fue la paliza de la primera Navidad lo que dio lugar a aquella tradición secreta.

Tomó la carretera de la Vieja Iglesia y condujo a lo largo del río. La orilla era un estallido de rojos, naranjas y amarillos. Miles de espadañas lo saludaban, abriéndose paso entre la hierba alta de color miel. La nieve las echaría a perder, cubriría los luminosos colores de la vida con su manto blanco de muerte.

No faltaba mucho. De pronto, se acordó de los cromos de béisbol. Preso del pánico, se cacheó, palpándose todos los bolsillos de la chaqueta mientras seguía conduciendo con una mano. El coche viró bruscamente a la derecha y tropezó con un bache profundo antes de que él pudiera dar un volantazo y recuperar el control. Por fin, notó el bulto en el bolsillo de atrás de sus vaqueros.

Se desvió de la carretera y dejó el coche en una arboleda de ciruelos cuyas ramas y hojas ocultaban el coche. Volvió a guardar los alimentos en la bolsa y se la metió bajo el brazo. Abrió el maletero. La gruesa manta de lana estaba enrollada y atada con una cuerda. La sacó y se la echó al hombro. Cerró con fuerza el maletero, y el eco resonó en los árboles y en el agua. Había paz y silencio a pesar del murmullo del viento gélido.

Las hojas embarradas ocultaban tan bien la puerta de madera que incluso él tenía que buscar el lugar exacto. La despejó y, después, con las dos manos, tiró de ella hasta que se abrió con un crujido. Una luz nebulosa iluminaba los peldaños mientras descendía a la tierra. Al instante, el olor de moho y descomposición atacó su olfato. En cuanto llegó al final de la escalera, soltó la bolsa y la manta.

Del bolsillo de la chaqueta se sacó la careta de goma. Era mejor que el pasamontañas, menos atemorizante y más apropiado para aquella época del año, aunque él la detestara. Pero detestaba aún más recordar el semblante de Danny al reconocerlo y confiar en él y, después, al mirarlo como si lo hubiera traicionado. Si Danny lo hubiera comprendido... Pero esa mirada y la endiablada cruz que le colgaba del cuello habían estado a punto de desarmarlo. No, no podía correr más riesgos. Se puso la careta. A los pocos segundos, empezó a sudarle la cara.

Como un zombi, con las manos y los brazos estirados, dio pequeños pasos hasta que chocó con el estante de madera. Cerró los dedos en torno a la lámpara y las cerillas. Sintió un roce de pelo en la mano y la retiró con brusquedad, golpeando la linterna, pero la atrapó a ciegas antes de que se cayera al suelo.

–Malditas ratas –masculló.

Levantó el metal oxidado con los dedos. Encendió un fósforo y la mecha a la primera. La oscuridad cobró vida en el resplandor dorado, y eludió mirar a las criaturas nocturnas que se alejaban corriendo. Esperó. En cuestión de segundos encontrarían una nueva oscuridad y todo volvería a estar a salvo y tranquilo.

Empujó el grueso estante de madera con el hombro. La pesada estructura crujió, tembló y empezó a moverse, arañando el suelo, arrastrando tierra a su paso. El sudor le resbalaba por la espalda; la careta le daba mucho calor. Por fin, vio aparecer el pasaje secreto. Gateó por el pequeño agujero, estirando el brazo hacia atrás para arrastrar la bolsa y la manta. Esperaba que a Matthew le gustaran los cromos de béisbol.

 

 

La casa de los Tanner se erguía en la esquina de la manzana, en el borde de la ciudad. Por detrás se extendía una amplia pradera en la que máquinas de construcción amarillas engullían el paisaje como monstruos hambrientos que arrancaban árboles de un solo bocado. Era una de las imágenes que Nick más detestaba; el rápido crecimiento de Platte City. Franjas de paisaje cubiertas de rosas silvestres, llameantes gordolobos y ondulante hierba convertidas de improviso en secciones perfectas de césped y acera gris salpicadas de columpios y balancines de plástico.

–¡Dios! –masculló al ver la cola de vehículos aparcados delante de la casa.

–¿Tienes a algún hombre aquí, controlando la situación? –preguntó O'Dell, y Nick le lanzó una mirada dentro del Jeep–. Sólo era una pregunta, Morrelli. No hace falta que te pongas a la defensiva.

Tenía razón, no había acusación en su voz; necesitaba recordar que ella estaba de su parte. Así que la puso al corriente de lo que había hecho hasta el momento, detalles que no había tenido tiempo de comentarle de madrugada. La noche anterior, casi al borde del pánico, Hal Langston y él habían organizado un minipuesto de mando en el salón de Michelle Tanner. Aunque le pesara, Nick también había confiado en las lecciones que Bob Weston le había dado durante el caso Alverez. A los pocos minutos de la llamada desesperada de Michelle Tanner, había enviado a Phillip Van Dorn para que le pinchara los teléfonos y organizara la vigilancia en los alrededores de la casa. Antes de la medianoche, Lucy Burton había empezado a convertir la sala de conferencias de la oficina del sheriff en un centro estratégico con mapas, ampliaciones de Matthew y una línea directa para todo lo relativo al caso.

En aquella ocasión, Nick había telefoneado a los jefes de policía de los condados vecinos de Richfield, Staton y Bennet para pedir refuerzos y poder recorrer callejones, prados cercanos e incluso la orilla del río. No quería imaginar lo que ocurriría cuando saliera a la luz la desaparición de Matthew. Sabía que sería imposible evitar la psicosis generalizada, ni tan siquiera contenerla.

La puerta principal de la casa estaba abierta, y el murmullo de voces llegaba al jardín. O'Dell llamó a la puerta mosquitera y esperó; Nick habría llamado y entrado directamente. De pie detrás de ella, advirtió que le sacaba unos quince centímetros de estatura. Se inclinó un poco para olerle el pelo justo cuando una brisa le agitaba los mechones, y éstos acariciaron el mentón de Nick con suavidad.

Maggie se pasó los dedos por el pelo y a punto estuvo de rozarle la barbilla sin querer. Nick retrocedió y vio cómo se recogía un mechón rebelde detrás de la oreja, dejando al descubierto una piel blanca y suave. Aquella mañana llevaba un traje pantalón de color burdeos que hacía que su piel pareciera más tersa, más suave.

La puerta mosquitera chirrió cuando un hombre al que Nick no reconocía la abrió lo justo para observarlos.

–¿Quiénes son ustedes? –preguntó con recelo, sin perder el tiempo con buenos modales.

–No pasa nada –Hal Langston apareció por detrás y lo apartó con suavidad. Después, abrió la puerta mosquitera. El hombre lanzó una mirada a Hal, pero se alejó. Hal podía imponer mucho respeto cuando quería. Nick y él habían jugado al fútbol americano juntos en el instituto y, aunque Hal había echado unos cuantos kilos de más, seguía en buena forma.

El salón de los Tanner estaba lleno de ayudantes del she– riff y de agentes de policía a los que Nick no reconocía. Algunos estaban tomando café, otros estudiaban notas o mapas. Nick buscó a Michelle Tanner con la mirada, preguntándose si la reconocería. La noche anterior, con su bata rosa de felpa, los ojos enrojecidos y el moño pelirrojo medio deshecho había dado la impresión de estar ebria y desorientada.

La cocina también estaba atestada de personas.

–¿Quién diablos es toda esta gente, Hal? –se dio la vuelta y chocó con su ayudante, que le pisaba los talones. O'Dell se había acercado a Phillip Van Dorn y parecía estar sonsacándole todos los secretos sobre la tecnología que había desplegado por la casa.

–Fue idea de ella –se defendió Hal–. Llamó a unos cuantos vecinos, a su madre, a los padres de los compañeros de equipo de su hijo.

–¡Por Dios! ¿No me digas que tenemos a todo el equipo de fútbol?

–Sólo a unos cuantos padres.

Nick empezó a abrirse paso a codazos. Cuando reconoció a la mujer que estaba sentada detrás de la mesa, tomando café con Michelle Tanner, recurrió a los empujones.

–¿Qué diablos haces tú aquí? –rugió, y se hizo un repentino silencio en la habitación.

Antes de que Christine pudiera contestar, su hermano arremetió contra el grupo, derramando el café de Emily Fulton y empujando a Paul Calloway. Todo el mundo se lo quedó mirando mientras la señalaba con el dedo y le decía a Michelle Tanner:

–Señora Tanner, ¿sabe que esta mujer es periodista?

Michelle Tanner era menuda, esbelta hasta rayar la fragilidad y, por lo que Christine ya había averiguado, fácil de intimidar. Palideció, miró a Christine y jugó nerviosamente con la taza de café, sorprendiéndose de que el tintineo se amplificara en el silencio. Por fin, miró a Nick a la cara.

–Sí, sheriff Morrelli. Soy consciente de que Christine es periodista –entrelazó las manos, se percató del leve temblor y las apoyó en el regazo, bajo la mesa, a salvo de las miradas. Con los ojos puestos en el cafe, prosiguió–. Creemos que sería beneficioso publicar algo sobre Matthew en... en la edición de esta tarde –el temblor se había propagado a su voz.

Christine vio que Nick se ablandaba; las lágrimas de una mujer siempre lo desarmaban. Ella también las había usado algunas veces, aunque no había rastro de manipulación en el llanto de Michelle Tanner.

–Señora Tanner, lo siento, pero creo que no es buena idea.

–En realidad, es una idea muy buena.

Christine se giró en la silla para poder ver a la mujer que había aparecido detrás de Nick. Podría haber sido modelo: tenía una piel perfecta, pómulos altos, labios llenos y pelo corto oscuro y sedoso. El traje que llevaba no lograba camuflar su figura atlética y esbelta, dotada de suficientes curvas para atraer la atención de todos los hombres presentes. Sin embargo, su manera de hablar y su pose reflejaban que no era consciente del efecto que producía su feminidad. Se movía con aplomo y autoridad. Aquella mujer no se dejaba intimidar fácilmente por nada ni por nadie, y menos por una habitación llena de personas que no sabían quién era. A Christine ya le caía bien.

–¿Cómo dices? –Nick parecía molesto con la mujer.

–Creo que sería buena idea involucrar a los medios de comunicación lo antes posible.

Nick paseó la mirada por la habitación. Parecía incómodo y nervioso.

–¿Puedo hablar contigo un minuto? A solas –agarró a la mujer del brazo, pero ella se desasió al instante. Aun así, se dio la vuelta para alejarse con Nick.

–Disculpa un momento –Christine dio una palmadita a Michelle en la mano y tomó su bloc de notas. Aunque sabía que su hermano estaba furioso, quería conocer a la mujer que acababa de bajarle los humos. Debía de ser la experta del FBI, la agente especial Maggie O'Dell. Se preguntó qué información estaría dispuesta a aportar... Información que Nick retendría con tenazas con tal de proteger su preciada reputación.

Nick y la agente O'Dell se habían retirado a un rincón del salón, junto al mirador que daba al jardín delantero. Varios agentes de policía los observaban con curiosidad; los hombres de Nick estaban mejor enseñados y fingían estar absortos en su trabajo.

–Ya te dije que no le haría gracia verte aquí –dijo una voz a su espalda. Christine volvió la cabeza y vio a Hal.

–Bueno, parece que alguien lo está haciendo cambiar de idea.

–Sí, desde luego ha encontrado la horma de su zapato. Voy a salir a fumarme un cigarro. ¿Te vienes?

–No, gracias. Estoy intentando dejarlo.

–Como quieras –repuso Hal, y se alejó.

En el rincón, Nick hablaba con los dientes apretados, conteniendo su ira. La agente O'Dell se mostraba imperturbable, y dialogaba con voz serena y normal.

–Perdonad que os interrumpa –al acercarse, la mirada furibunda que Nick le lanzó fue como un bofetón. Christine eludió mirarlo–. Usted debe de ser la agente especial O'Dell. Soy Christine Hamilton –le ofreció la mano, y O'Dell se la estrechó sin vacilación.

–Señora Hamilton...

–Estoy segura de que, en su arrebato de furia, Nicky ha olvidado decirle que soy su hermana.

O'Dell miró a Nick, y Christine creyó ver un ápice de sonrisa en su rostro, por lo demás, impasible.

–Sí, me preguntaba si habría algo personal.

–Está furioso conmigo, así que le cuesta ver que estoy aquí para ayudar.

–Lo sé.

–Entonces, ¿no le importaría contestar a unas preguntas?

–Lo siento, señora Hamilton...

–Christine.

–Claro, Christine. Opine lo que opine, no estoy al mando de la investigación. Sólo he venido a hacer un perfil del asesino.

A Christine no le hacía falta mirar a Nick para saber que estaba sonriendo. Aquello la enfureció.

–¿Qué quiere decir con eso? ¿Se va a mantener a la prensa al margen, como en el caso Alverez? Nicky, eso sólo empeorará las cosas.

–En realidad, Christine, creo que el sheriff Morrelli ha cambiado de idea –dijo O'Dell, observando a Nick, cuya sonrisa se transformó en una mueca.

Nick se retiró el pelo de la frente; O'Dell cruzó los brazos sobre el pecho y esperó. Christine los miró alternativamente. Había tensión en aquel rincón, y se sorprendió dando un paso atrás.

–Daremos una conferencia de prensa en el vestíbulo del juzgado –dijo Nick por fin–. Mañana por la mañana a las ocho y media.

–¿Puedo publicarlo en el artículo de esta tarde?

–Claro –contestó su hermano a regañadientes.

–¿Algo más que pueda incluir en el artículo?

–No.

–Sheriff Morrelli, ¿no dijo que tenía copias de la fotografía del niño? –una vez más, O'Dell hablaba en tono práctico, sin dobles sentidos–. Alguien podría recordar algo si Christine incluyera una en su artículo.

Nick hundió las manos en los bolsillos, y Christine se preguntó si lo haría para no estrangularlas a las dos.

–Pásate por la oficina a recoger una. Le diré a Lucy que te la tenga preparada en el mostrador principal. En el mostrador principal, Christine. No quiero verte merodeando por mi despacho.

–Relájate, Nicky, no soy el enemigo –empezó a alejarse, pero se detuvo junto a la puerta principal–. Sigues pensando en venir a cenar a casa esta noche, ¿no?

–No sé si estaré muy ocupado.

–Agente O'Dell, ¿le gustaría acompañarnos? Será una comida sencilla. Espaguetis. Regados con chianti.

–Gracias, me encantaría.

Christine estuvo a punto de prorrumpir en carcajadas al ver la expresión de sorpresa de Nick.

–Entonces, os veré a eso de las siete. Nicky sabe dónde es.

 

 

La oficina del sheriff rebosaba tensión y actividad. Nick lo percibió tan pronto como O'Dell y él franquearon el umbral. Allí estaba él, preocupado por la psicosis que iba a adueñarse de la comunidad y la oleada de frenesí arrancaba de su propia oficina.

Los teléfonos no paraban de sonar. Las máquinas pitaban, los teclados repicaban, los faxes zumbaban. Sus hombres hablaban a voces de un extremo a otro de la habitación. Los cuerpos pululaban sin chocar los unos con los otros.

Lucy pareció sentir alivio al verlo. Sonrió y lo saludó desde la otra punta de la sala. También lanzó una rápida mirada de desprecio a O'Dell, pero ésta no pareció darse cuenta.

–Nick, hemos registrado centímetro a centímetro toda la ciudad –Lloyd Benjamín tenía la voz rasposa por el agotamiento. Se quitó las gafas y se restregó los ojos. Era el miembro más antiguo del equipo de Nick y, junto con Hal, en el que más confiaba–. Los hombres de Richfield siguen recorriendo el río por la zona donde encontramos al pequeño Alverez. He enviado a los hombres de Staton a la parte norte de la ciudad, van a rastrear la cantera de grava y el lago Northon.

–Eso está bien, Lloyd. Muy bien –Nick le dio una pal– madita en la espalda. Había algo más. Lloyd se frotó la mandíbula y miró a O'Dell.

–Algunos estábamos comentando... –prosiguió en voz baja, casi un susurro–. Stan Lubrick creía recordar que Jef– freys tenía un compañero... ya sabes, una especie de... amante, en el momento de su detención. Recuerdo que lo trajimos para interrogarlo, pero no llegó a testificar. Un tal Mark Rydell –dijo, hojeando el bloc lleno de trazos ininteligibles–. Nos preguntábamos si debíamos salir a buscarlo. Comprobar si sigue por aquí.

Los dos miraron a O'Dell, que estaba distraída por el caos. Tenía las manos en los bolsillos de la chaqueta, y miraba a todas partes, observando la conmoción. De pronto, advirtió que los dos hombres estaban esperando a oír su opinión.

–No sabía que Jeffreys fuera gay. ¿Cómo sabe que ese tipo era su amante? –una vez más, hablaba en tono práctico, sin rastro de condescendencia, aunque Nick sabía que era capaz de transformar especulaciones firmes en nociones absurdas.

Lloyd se aflojó la corbata y el cuello de la camisa. Era evidente que el tema lo incomodaba.

–Bueno, estaban viviendo juntos.

–¿Y eso no los convertiría en compañeros de piso?

O'Dell era tan implacable como hermosa. Lloyd lo miró en busca de ayuda, pero Nick se limitó a encogerse de hombros.

–¿Sería posible comprobar si Rydell mantuvo contacto con Jeffreys después de la condena? –le preguntó O'Dell a Lloyd, en lugar de descartar su corazonada.

–No sé si iría a verlo alguien a la prisión.

–Podría comprobar qué visitas recibió Jeffreys o con quién se mantuvo en contacto. Averigüe si trabó amistad con otros prisioneros, o incluso guardias.

A Nick le gustaba cómo procesaba la información: rápidamente, sin pasar por alto ni siquiera los detalles más insignificantes. Una pista que Nick habría considerado descabellada se había materializado en algo sólido. Hasta Lloyd, que pertenecía a una generación de hombres deseosos de mantener a las mujeres en su sitio, parecía satisfecho. Se despidió con una inclinación de cabeza y se alejó en busca de un teléfono.

Nick se había quedado nuevamente impresionado. O'Dell lo sorprendió mirándola y se limitó a sonreír.

–¡Oye, Nick! Esa mujer ha vuelto a llamar –gritó Eddie Gillick desde una mesa, con el teléfono debajo de la barbilla.

–Agente O'Dell, aquí hay un fax de Quantico para usted –Adam Preston le pasó un rollo de papel.

–¿Qué mujer? –le preguntó Nick a Eddie.

–Sophie Krichek. ¿Te acuerdas? La que aseguró haber visto una vieja camioneta azul en el barrio cuando el pequeño Alverez fue secuestrado.

–Déjame adivinarlo. Ha vuelto a ver la camioneta, esta vez, con otro niño que se parece a Matthew Tanner.

–Espera un momento –lo interrumpió O'Dell, alzando la mirada de la tira de papel de fax que caía hasta el suelo–. ¿Qué te hace pensar que no habla en serio?

–No hace más que llamar –le explicó Nick.

–Nick, aquí tienes tus mensajes –Lucy le pasó el montón de papelitos rosa y esperó delante de él.

–A ver si lo entiendo. ¿No vas a verificar esa pista porque la mujer ha sobrepasado el cupo de llamadas a la autoridad? –O'Dell lo estaba mirando como si creyera que su actitud rayaba en incompetencia, y Nick se preguntó si tendría algo que ver con su leve distracción con el jersey ceñido de Lucy.

–Hace tres semanas llamó para decirnos que había visto a Jesús en su jardín, empujando a una niña en el columpio. Ni siquiera tiene jardín. Vive en un complejo de apartamentos con aparcamiento de cemento. Lucy, ¿han llegado ya las actas de la confesión y el juicio de Jeffreys?

–Max dijo que te las traería lo antes posible –Lucy se balanceó sobre los tacones de aguja, expresamente para él–. Tienen que hacer copias de todo. Max no quiere que los originales salgan del despacho del secretario judicial. Ah, agente O'Dell, un tal Gregory Stewart ha llamado tres o cuatro veces preguntando por usted. Ha dicho que era importante y que usted tiene su número.

–¿El pesado de tu jefe? –Nick sonrió a O'Dell que, de pronto, parecía turbada.

–No, mi marido. ¿Hay algún teléfono desde el que pueda llamar?

La sonrisa de Nick se desvaneció. Le miró la mano; no llevaba alianza. Sí, estaba convencido de haberlo comprobado antes, sencillamente, por costumbre. O'Dell aguardaba una respuesta.

–Puedes llamar desde mi despacho –le dijo, tratando de parecer indiferente mientras hojeaba el montón de mensajes–. Por el pasillo, la última puerta a la derecha.

–Gracias.

En cuanto se alejó, Eddie Gillick se detuvo junto a Nick de camino al fax.

–¿Por qué te sorprendes tanto, Nick? Es un buen partido. ¿Por qué no iba a estar casada?

Era absurdo. Aquella mañana, en casa de Michelle Tanner, había estado a punto de estrangularla. De repente, tenía la sensación de haber recibido un puñetazo en el estómago.

 

 

El despacho era sencillo y pequeño, con un escritorio gris de metal y mesa de ordenador a juego. En los estantes estaban expuestos diversos trofeos: todos de campeonatos de fútbol de algún tipo. Había varios cuadros en la pared, detrás de la mesa. Maggie se dejó caer en el cómodo sillón de cuero, el único lujo del despacho, y descolgó el teléfono mientras se fijaba en los cuadros.

Había varias fotografías de hombres jóvenes vestidos con camisetas de fútbol rojiblancas. En una de ellas, aparecía un joven Morrelli sudoroso y manchado, junto a un caballero de más edad que, a juzgar por el autógrafo, era el entrenador Osborne. En el rincón, casi ocultos tras un archivador, estaban colgados dos títulos enmarcados cargados de polvo. Uno era de la universidad de Nebraska. El otro, una licenciatura en Derecho de... a Maggie estuvo a punto de caérsele el auricular de la mano. ¡De la universidad de Harvard! Se levantó para estudiarlo de cerca, pero volvió a sentarse, avergonzada por haber pensado, fugazmente, que se trataba de una falsificación, de una broma. Pero era real.

Volvió a contemplar la fotografía del futbolista. El sheriff Nicholas Morrelli era una caja de sorpresas. Cuantas más cosas averiguaba sobre él, más le picaba la curiosidad. Tampoco era de ninguna ayuda que entre ellos saltaran chispas de atracción. Para el donjuán Nick Morrelli era una circunstancia habitual pero no para ella, y le resultaba irritante.

Greg y Maggie siempre habían mantenido una relación cómoda. Ni siquiera al principio se basó tanto en la atracción ni en la química como en la amistad y los objetivos comunes. Objetivos que habían cambiado en el transcurso de los años, y una amistad que había dado paso a la comodidad. Últimamente, Maggie se preguntaba si se habían distanciado o si nunca habían estado realmente unidos.

No importaba. Las personas luchaban por conservar su matrimonio; Maggie lo creía sinceramente. Al menos, Greg la había llamado, había dado el primer paso hacia la reconciliación; debía de ser una buena señal.

Marcó el número de su oficina y esperó pacientemente mientras el timbre sonaba cuatro, cinco, seis veces.

–Brackman, Harvey y Lowe. ¿En qué puedo ayudarlo?

–Querría hablar con Greg Stewart, por favor.

–El señor Stewart está reunido. ¿Quiere dejar un mensaje?

–¿No podría interrumpirlo? Soy su esposa. Ha estado toda la mañana intentando localizarme.

Se produjo una pausa mientras la recepcionista decidía lo razonable que era la petición.

–Un momento, por favor.

El momento se fue alargando. Por fin, transcurridos cinco minutos, Maggie oyó la voz de Greg.

–Maggie, gracias a Dios que te encuentro –hablaba en tono apremiante, pero no arrepentido. Enseguida, se sintió decepcionada en lugar de alarmada–. ¿Por qué no tienes conectado el móvil? –incluso en aquella urgencia tenía que regañarla.

–Se me ha olvidado cargarlo. Lo tendré listo esta tarde.

–Bueno, no importa –parecía irritado, como si fuera ella quien hubiera sacado el tema–. Se trata de tu madre –su tono cambió automáticamente a la voz compasiva que empleaba con los clientes que acababan de perder el caso. Maggie hundió las uñas en el brazo de cuero y esperó a que continuara–. La han ingresado en el hospital.

Maggie inclinó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y tragó saliva.

–¿Qué ha hecho ahora?

–Creo que empieza a ir en serio, Maggie. Esta vez ha usado una cuchilla.

 

 

Maggie colgó el teléfono y se masajeó las sienes. Le palpitaba la cabeza, el cuello e incluso los hombros. Se había pasado los últimos veinte minutos discutiendo con el médico que estaba atendiendo a su madre. Había sido el primero de su promoción, le había asegurado con arrogancia. Acababa de licenciarse y ya creía saberlo todo. Pues no conocía a su madre; ni siquiera se había molestado en estudiar su historial. Cuando Maggie le recomendó que llamara a la terapeuta de su madre y le dio el número, se mostró aliviado, incluso agradecido.