Sábado, 25 de octubre 9 страница

–Quiero a mi padre, aunque sé que es un poco machista. Cualquier cosa fuera de lo normal que yo hiciera lo impresionaba; era chica. Nicky, por el contrario, lo tenía más difícil. Tenía que estar constantemente superándose a sí mismo, tanto si quería como si no. Supongo que, en parte, es por eso por lo que se pone hecho una furia conmigo.

–No, suele ser por lo bocazas que eres –Nick las sobresaltó desde el umbral. Timmy estaba de pie junto a su tío, sonriendo como si estuviera a punto de participar en algo que su madre, en circunstancias normales, censuraría.

Sonó el teléfono, y Christine se levantó con ímpetu. «Salvada por la campana», pensó. Atravesó el salón y descolgó antes del tercer timbrazo.

–¿Sí?

–¿Christine? Soy Hal. Perdona que te moleste, ¿está Nick por ahí? –había interferencias. Christine oyó un zumbido, un motor; Hal llamaba desde su coche.

–Sí. Y te debo una, creo que me has salvado de la quema –miró a Nick y le sacó la lengua, haciendo reír a Timmy y echar humo a Nick.

–Eso estaría bien... poder salvar a alguien de la quema –los ruidos no ocultaban la angustia de su voz.

–Hal, ¿te encuentras bien? ¿Qué ocurre?

–¿Podría hablar con Nick, por favor?

Antes de que Christine pudiera añadir algo más, Nick ya estaba quitándole el teléfono. Se entretuvo cerca de la mesa hasta que Nick la espantó con una mirada.

–Hal, ¿qué pasa? –les dio la espalda y escuchó–. No permitas que nadie toque nada –el pánico estalló en su voz, unido a la urgencia. Maggie reaccionó poniéndose rápidamente en pie. Christine le puso las manos a Timmy en los hombros.

–Timmy, ve a ponerte el pijama.

–Mamá, todavía es pronto.

–Timmy... –el pánico de su hermano era contagioso. El niño se alejó hacia la escalera.

–Hablo en serio, Hal –a continuación, era la furia la que camuflaba el pánico. A Christine no la engañaba; lo conocía demasiado bien–. Acordona la zona, pero no dejes que nadie toque nada. O'Dell está aquí conmigo. Llegaremos dentro de unos quince o veinte minutos –cuando se dio la vuelta, buscó rápidamente los ojos de Maggie mientras colgaba.

–Cielos, han encontrado el cuerpo de Matthew, ¿verdad? –Christine dijo sólo lo que parecía evidente.

–Christine, te lo juro, si publicas una sola palabra... –el pánico y el enojo amenazaban con transformarse en ira.

–La gente tiene derecho a saberlo.

–No antes que su madre. ¿Tendrás, al menos, la decencia de esperar... por su bien?

–Con una condición...

–Por Dios, Christine, ¡escúchate! –le espetó con tanta ira que la obligó a retroceder.

–Prométeme que me llamarás para darme vía libre. ¿Es mucho pedir?

Nick movió la cabeza con desagrado. Christine miró a Maggie, que esperaba junto a la puerta, sin querer interponerse por segunda vez entre hermano y hermana. Después, volvió a mirar a Nick.

–Vamos, Nicky. No querrás que acampe en el porche delantero de la casa de Michelle Tanner, ¿no? –sonrió, sólo para hacerle saber que no hablaba en serio.

–No te atrevas a decírselo a nadie ni a publicar ni una sola palabra hasta que yo no te llame. ¡Y aléjate de Michelle Tanner! –batió un dedo con furia ante su rostro y salió dando zancadas.

Christine esperó a que las luces del Jeep desaparecieran por la esquina del final de la calle. Descolgó y marcó la tecla de la última llamada recibida. Sonó sólo una vez.

–Ayudante Langston.

–Hal, hola, soy Christine –antes de que pudiera hacerle ninguna pregunta, se adelantó–. Nicky y Maggie acaban de salir. Nicky me pidió que siguiera llamando a George Tillie. Ya sabes, hay días que no lo despertaría ni una Tercera Guerra Mundial.

–¿Ah, sí? –la pregunta estaba cargada de recelo.

–No recuerdo el lugar exacto; ya sabes, para decírselo a George.

Silencio. Maldición, sospechaba de ella. Christine se arriesgó.

–Está saliendo de la carretera de la Vieja Iglesia...

–Eso es –Hal parecía aliviado–. Dile a George que siga un kilómetro y medio después de la señal del parque estatal. Puede dejar el coche en el pasto de Ron Woodson, en lo alto de la colina. Verá los faros en los árboles. Estaremos cerca del río.

–Gracias, Hal. Sé que puede parecer insensible por mi parte pero, por el bien de Michelle, sigo confiando en que se trate de un vagabundo y no de Matthew.

–Sé lo que quieres decir. Pero no hay duda, es Matthew. Tengo que dejarte. Dile a George que tenga cuidado bajando la ladera.

Christine esperó a oír el clic y, después, marcó el número de teléfono de la casa de Taylor Corby.

 

 

La ligera capa de nieve refulgía a la luz de los faros del Jeep. Aparcaron en una ladera que daba al río. Unos focos luminosos iluminaban el cúmulo de árboles que había debajo, creando sombras inquietantes, fantasmas de brazos larguiruchos que se mecían al viento.

La temperatura había descendido notablemente en el transcurso de las últimas dos horas. Maggie notaba el frío traspasándole la chaqueta de lana con pequeños cortes afilados. No se le había ocurrido guardar un abrigo en la maleta. Hasta Morrelli tiritaba bajo la chaqueta vaquera. A los pocos segundos de salir del Jeep, tenía copos de nieve prendidos en las pestañas, el pelo y la ropa, que agravaban el frío con la humedad. Para colmo de males, debían recorrer a pie unos cuatrocientos metros. Después de contaminar el lugar del crimen del caso Alverez, Morrelli estaba excediéndose en las medidas de precaución y había dado instrucciones a sus agentes y ayudantes de que establecieran un perímetro muy amplio. Un perímetro que guardaban como centinelas militares.

La maleza era espesa. El barro había empezado a congelarse, creando una capa crujiente. Había una estrecha senda que serpenteaba entre los árboles, y Nick encabezaba la marcha, partiendo ramas. Las que se le escapaban sacudían a Maggie en la cara, pero el frío la había insensibilizado tanto que ya no sentía el contacto.

Las raíces de los árboles sobresalían por debajo de la tierra, y Maggie tropezó en una ocasión. El descenso final a la orilla del río era pronunciado, y tuvieron que agarrarse a ramas, raíces de árboles, plantas trepadoras, cualquier cosa que pudiera sostenerlos. En la ribera, las espadañas y la hierba alta separaban el bosquecillo del agua. Hal fue a su encuentro, y Maggie reparó en el blanco lechoso que había adquirido su tez, normalmente rubicunda. Tenía los ojos llorosos, la actitud silenciosa. Maggie ya lo había visto otras veces: el asesinato de un niño enmudecía momentáneamente a los hombres. Hal los condujo al lugar del crimen mientras Nick le hacía preguntas y él contestaba con inclinaciones de cabeza.

–Bob Weston va a enviar un equipo forense del FBI para recoger pruebas. Nadie más puede traspasar el cordón, nadie. ¿Me has entendido, Hal?

De pronto, Hal se detuvo y señaló. Al principio, Maggie no vio nada. El lugar estaba tranquilo y silencioso a pesar de la presencia de más de dos docenas de agentes desperdigados por el bosquecillo. Los copos de nieve bailaban como luciérnagas a la luz dura de los enormes focos. Entonces, vio el pequeño cuerpo blanco bordeado de sangre en el lecho de hierba coronada de nieve. Tenía el pecho tan pequeño que la equis dentada se extendía desde la base del cuello hasta la cintura. Los brazos yacían a los costados, con los puños cerrados. No había sido preciso atar a aquel niño, demasiado pequeño para representar una amenaza para el asesino.

Dejó a los dos hombres y se acercó despacio, con reverencia. Sí, habían lavado el cuerpo. Se arrodilló a su lado y le quitó con suavidad la nieve de la frente. Sin inclinarse hacia delante, vio la mancha de líquido aceitoso. Le cubría los labios azulados y había otra marca similar entre las aspas de la equis, por encima del corazón.

Parecía tan frágil, tan vulnerable, que quería cubrirlo, protegerlo de la nieve que refulgía sobre su piel gris, cubriendo los cortes y las heridas abiertas.

Llevaba un rato a la intemperie. Ni siquiera el repentino frío podía camuflar el hedor. Maggie reparó en unas pequeñas incisiones en la cara interna del muslo izquierdo, profundas pero sin rastro de sangre. Se las habían infligido estando muerto. Quizá hubiera sido un animal, pensó mientras extraía su pequeña linterna. Las incisiones eran dentelladas, dentelladas humanas, comprendió Maggie, y se solapaban varias veces, como si el asesino lo hubiera mordido en un arrebato de locura o, a propósito, para borrar la huella. Estaban cerca de la ingle, pero no veía ninguna señal en el pene. Era la primera vez que lo hacía. El asesino estaba innovando su rutina, acelerando, volviéndose impulsivo. Había raptado al niño hacía sólo dos días. Algo había cambiado. Quizá los artículos de prensa lo estuvieran poniendo nervioso.

Se sentó de rodillas, sintiendo un mareo y náusea re– pentinos. Ya nunca se indisponía en los lugares del crimen. Años atrás, cuando dejó de vomitar al ver y oler cadáveres, pensó que había concluido su etapa de iniciación. ¿Acaso Albert Stucky había desmantelado su sistema defensivo, había horadado su armadura? ¿O su maldad la había hecho humana otra vez? ¿Le habría enseñado a sentir de nuevo?

Se estaba poniendo en pie cuando lo vio. Un trozo rasgado de papel asomaba entre los minúsculos dedos. Matthew Tanner tenía algo firmemente sujeto en el puño. Volvió la cabeza y vio a Nick y a Hal donde los había dejado, de espaldas a ella, viendo descender por la ladera arbolada a cinco hombres con cortavientos del FBI.

Con la mayor suavidad posible, Maggie le abrió los dedos, rígidos e inflexibles en las etapas avanzadas del rigor mortis. El trozo de papel era, en realidad, una esquina rasgada de cartulina. Sin necesidad de examinarla de cerca, supo lo que era. Hacía escasas horas había visto docenas de cartulinas semejantes desparramadas sobre la cama de Timmy Hamilton. Ligeramente arrugada en el puño de Matthew Tanner se encontraba la esquina de un cromo de béisbol, y Maggie tenía una idea bastante clara de a quién pertenecía.

 

 

El equipo forense trabajaba deprisa ante la amenaza de un nuevo enemigo. La nieve arreciaba y caía en copos grandes y húmedos, cubriendo hojas y ramas, adhiriéndose a la hierba y enterrando pruebas valiosas.

Maggie y Nick habían buscado el cobijo de los árboles que bordeaban el sendero. Maggie no podía creer que hiciera tanto frío. Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta, intentando no arrugar la fotografía que Timmy le había prestado. Esperaban en silencio a que Hal les llevara una manta, otra chaqueta, cualquier cosa de abrigo. Estaban tan cerca el uno del otro que Maggie notaba el aliento de Nick en el cuello, y la tranquilizaba saber que todavía podía sentir a pesar del frío.

–Será mejor que volvamos –dijo Nick–. Aquí ya no pintamos nada –se frotaba los brazos, se balanceaba sobre los pies. Maggie oía el suave castañeteo de sus dientes.

–¿Quieres que te acompañe a casa de Michelle Tanner? –se subió el cuello de la chaqueta, pero no servía de nada.

–Dime si crees que me estoy escaqueando –vaciló mientras ordenaba sus pensamientos–. Me gustaría esperar a mañana, en parte para no despertarla en mitad de la noche. Además, todavía tardarán en trasladar el cuerpo al depósito de cadáveres y, por muy doloroso que sea, querrá verlo. Laura Alverez insistió en identificar a Danny; no me creyó hasta que no lo vio con sus propios ojos.

Tenía los ojos llorosos por el viento y los recuerdos. Maggie vio que se pasaba la manga por la cara.

–No, no te estás escaqueando. Parece razonable. Por la mañana, tendrá más personas en las que apoyarse. Y, sí, cuando terminen aquí, ya habrá amanecido.

–Voy a decirles que nos vamos –empezaba a andar hacia el equipo forense cuando Maggie vio algo y lo agarró del brazo. A no más de cinco metros de distancia, detrás de Nick, había un par de huellas... de pies desnudos, recién estampadas en la nieve.

–Nick, espera –susurró–. Está aquí –el corazón empezó a latirle en los oídos. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Claro, era lógico.

–¿Qué dices?

–El asesino. Está aquí –le retuvo el brazo, hundiendo las uñas en la chaqueta vaquera para inmovilizarlo y relajarse. Recorría la zona con los ojos mientras intentaba no girar el cuerpo para no alertar al asesino.

–¿Lo ves?

–No, pero está aquí –dijo, mirando con cuidado a su alrededor, para asegurarse de que no podía oírla–. Intenta mantener la calma y hablar en voz baja. Podría estar observándonos.

–O'Dell, creo que el frío te ha helado el cerebro –Nick la miraba como si estuviera loca, pero obedeció sus instrucciones y habló en voz baja–. Hay más de dos docenas de ayudantes y agentes de policía rodeando esta zona.

–Justo detrás de ti, junto a ese árbol que tiene un nudo enorme. Hay huellas de pies desnudos en la nieve –suavizó la presión de la mano para dejarlo mirar.

–¡Santo Dios! –lanzó miradas a su alrededor antes de volver a clavar sus ojos en ella–. Con la nieve que está cayendo, son muy, muy recientes. De hace unos minutos. El muy hijo de perra podría estar detrás de nosotros. ¿Qué diablos hacemos?

–Tú quédate aquí. Espera a Hal. Yo echaré a andar por el camino como si regresara hacia los coches. Todavía debe de estar dentro del perímetro de tus hombres. Desde arriba quizá pueda verlo.

–Te acompañaré.

–No, se dará cuenta si está mirando. Espera a Hal. Os necesitaré a los dos como respaldo. Manten la calma e intenta no mirar a tu alrededor.

–¿Cómo sabremos dónde estás?

Maggie mantuvo la voz serena y regular, sintiendo la avalancha de adrenalina en las venas.

–Dispararé al aire. No permitas que ninguno de tus hombres me dispare.

–Como si pudiera controlarlo.

–No bromeo, Morrelli.

–Yo tampoco.

Maggie lo miró. No bromeaba y, fugazmente comprendió lo estúpido que podría ser andar a hurtadillas en un bosquecillo lleno de policías armados. Pero si el asesino seguía allí, no podía vacilar. Y estaba allí, estaba observando. Lo presentía. Era parte de su ritual.

Echó a andar por el sendero. Tenía los zapatos planos rebozados de nieve, por lo que el ascenso resultaba aún más resbaladizo. Se aferró a ramas, raíces de árboles y plantas trepadoras. A los pocos minutos, estaba sin resuello. La adrenalina latía por sus venas, impulsando su cuerpo aterido.

Por fin la tierra se allanó lo bastante para permitirle estar de pie sin ayuda. Se encontraba casi al borde del perímetro. Podía oír la cinta amarilla restallando al viento. Se desvió del camino y se dirigió a la gruesa maleza. Desde aquella altura, podía ver a Nick en la linde del bosquecillo; Hal se estaba reuniendo con él. Entre los árboles y el río, el equipo forense trabajaba deprisa, cerniéndose sobre el pequeño cuerpo y llenando de pruebas pequeñas bolsas de plástico. Tras ellos, entre las espadañas y la hierba alta, Maggie podía ver el río fluyendo a gran velocidad.

Avistó un movimiento entre los árboles, más abajo, y se quedó inmóvil. Aguzó el oído, tratando de escuchar más allá del martilleo de su corazón y de su respiración agitada. ¿Lo habría imaginado?

Una rama se rompió a no más de treinta metros de distancia ladera abajo. Entonces, lo vio. Tenía la espalda apretada contra un árbol. En las sombras de los focos, parecía una extensión de la corteza; se fundía con ella, alto, delgado, y negro de la cabeza a los pies desnudos. Estaba observando, volviéndose e inclinándose para ver trabajar al equipo forense. Empezó a desplazarse de árbol a árbol, agazapándose, ágil y silencioso como un animal merodeando a su presa. Se deslizaba ladera abajo, rodeando el lugar del crimen. Se disponía a marcharse.

Maggie se abrió paso entre la maleza. Con las prisas, la nieve y las hojas crujían bajo sus pies. Las ramas se rompían provocando explosiones de sonidos, pero nadie la oyó, ni siquiera la sombra que avanzaba deprisa y en silencio hacia la orilla del río.

El corazón le golpeaba las costillas, y la mano le tembló cuando desenfundó la pistola. No era más que el frío, se dijo. Era dueña de sí. Podía hacerlo.

Lo siguió sin perderlo de vista. Las ramas le arañaban la cara y le tiraban del pelo o se le clavaban en las piernas. Se cayó y se dio un golpe en el muslo contra una roca. Cada vez que el asesino se detenía, ella lo imitaba y apretaba su cuerpo contra un árbol, confiando en que las sombras la ocultaran.

Estaban en terreno llano, justo al borde del bosque. Habían dejado al equipo forense a su espalda; Maggie los oía llamándose unos a otros. El asesino se estaba abriendo camino hacia el perímetro, empleando los árboles para camuflarse. De pronto, se detuvo y volvió la cabeza hacia ella. Maggie se refugió detrás de un árbol y se apretó contra la corteza áspera y fría. Contuvo el aliento. ¿La había visto? El viento giraba en remolino en torno a ella, emitiendo un gemido fantasmal. El río estaba tan cerca que oía el fragor del agua y olía la podredumbre húmeda que arrastraba.

Maggie se asomó por detrás del árbol. No podía verlo; se había ido. Aguzó el oído, pero sólo oía voces detrás de ella. Delante, reinaba el silencio. El silencio y la negrura.

Sólo habían transcurrido unos segundos; no podía haber desaparecido. Rodeó el árbol y escudriñó la oscuridad. Vio moverse algo y apuntó con su pistola, estirando los brazos. No era más que una rama que se balanceaba al viento. Pero ¿había algo, o alguien, escondiéndose detrás? A pesar del frío, tenía las palmas sudorosas. Avanzó despacio y con cuidado, manteniéndose pegada a los árboles. Allí el río fluía muy cerca, no había hierba ni espadañas separando el borde del bosque de la orilla, sólo un pronunciado terraplén de un metro de ancho. Junto a él, el agua bajaba espesa y veloz, salpicada de formas y sombras espeluznantes que flotaban en la corriente.

De pronto, oyó romperse una rama. Lo oyó correr antes de verlo, una explosión de sonido se acercaba a ella. Se dio la vuelta y disparó al aire justo cuando él emergía de la maleza, una enorme sombra negra que arremetía contra ella. Apuntó, pero la derribó antes de que Maggie pudiera apretar el gatillo, y los dos se precipitaron al río.

El agua fría la hirió como un millar de mordiscos de serpiente. Maggie se aferró a la pistola y levantó el brazo para disparar a la masa negra que estaba a un metro escaso de distancia. Sintió un latigazo de dolor en el hombro, pero volvió a intentarlo. Entonces, notó el metal clavándose en su cuerpo, y advirtió que había caído sobre un montón de basura. Era lo que impedía que la corriente la arrastrara. Y algo le estaba desgarrando el hombro. Intentó soltarse, pero el objeto se hundió aún más en la carne, desgarrándola. Entonces, vio la sangre resbalando por la manga, cubriéndole la mano y la pistola.

Oyó voces por encima de su cabeza, personas gritándose unas a otras. El alud de pasos se detuvo con brusquedad, y media docena de linternas iluminaron la orilla, cegándola. Maggie volvió a moverse, a pesar del dolor, lo justo para buscar la sombra flotante con la mirada. Pero ya no había nada en la superficie del río. El asesino se había ido.

 

 

El agua helada lo entumecía, le quemaba la piel, y sus pulmones amenazaban con estallar. Contuvo el aliento y se mantuvo sumergido justo por debajo de la superficie. El río lo arrastraba con sacudidas violentas. No combatió su fuerza, su velocidad; dejó que lo acunara, que lo aceptara como algo suyo. Que lo volviera a rescatar.

Estaban cerca, tanto que podía ver las luces de las linternas bailando sobre la superficie. A su derecha, a su izquierda, justo por encima de su cabeza... Oía voces llenas de pánico y confusión.

Nadie se zambulló para ir tras él, nadie se atrevió a sumergirse en las aguas negras. Sólo la agente especial O'Dell, y ya no iba a ir a ninguna parte. Se había enredado limpiamente en el pequeño regalo que había encontrado para ella. Se lo tenía merecido por pensar que podía superarlo en ingenio, seguirlo a hurtadillas y atraparlo. La muy zorra tenía lo que se merecía.

Las linternas la encontraron y, muy pronto, los hombres de la orilla dejarían de buscarlo. Asomó la cara a la superficie para respirar. El pasamontañas negro y mojado se adhería a su cara como una telaraña, pero no se atrevió a quitárselo.

La corriente lo arrastraba. Vio a los hombres bajar el terraplén torpemente, sombras estúpidas y resbaladizas que bailaban a la luz. Sonrió, complacido consigo mismo. La agente especial O'Dell detestaría que la rescataran. ¿La asombraría saber cuánto sabía de ella? De aquella mujer maligna que creía ser su Némesis. ¿Realmente esperaba escarbar en su cerebro sin que él la correspondiera con el mismo servicio? Por fin, un adversario digno para mantenerlo alerta, no como aquellos pueblerinos.

Algo flotaba a su lado, pequeño y negro. Sintió un aleteo de pánico en el estómago hasta que advirtió que no estaba vivo. Atrapó el objeto de plástico duro. Se abrió, y se encendió una luz que lo sobresaltó. Era un teléfono móvil. ¡Qué pena que se echara a perder! Se lo guardó en el bolsillo de los pantalones.

Maniobró para acercarse a la orilla. En cuestión de segundos, encontró la marca. Se aferró a la rama torcida que colgaba sobre el agua; crujió bajo su peso, pero no se resquebrajó.

Notaba los dedos ateridos mientras usaba la rama para encaramarse a la orilla. Le dolían los brazos. Otro paso, unos cuantos centímetros más. Sus pies tocaron tierra, tierra helada y cubierta de nieve, pero ya tenía los pies insensibles. Las plantas callosas eran expertos navegantes. Surcó el mar de hierba helada, jadeando para recuperar el aliento, pero sin aminorar el paso. Los copos de nieve plateada flotaban como diminutos ángeles que estuvieran bailando con él, corriendo con él.

Encontró su escondite. Las ramas de los ciruelos se inclinaban bajo el peso de la nieve, dando un efecto de cueva al denso dosel. En aquel momento, un timbre inesperado lo puso nuevamente frenético. Enseguida comprendió que se trataba del teléfono que vibraba en sus pantalones. Lo sacó y lo sostuvo en alto durante dos o tres timbrazos, mirándolo con fijeza. Por fin, lo abrió. Volvió a encenderse, y los timbrazos cesaron. Alguien estaba gritando.

–¡Oiga!

–¿Sí?

–¿Es el teléfono de Maggie O'Dell? –inquirió la voz. El hombre estaba tan enojado que se le pasó por la cabeza colgar.

–Sí, se le ha caído.

–¿Puedo hablar con ella?

–Ahora mismo está ocupada –dijo, a punto de reír.

–Pues dígale que su marido, Greg, la ha llamado, y que su madre está grave. Tiene que llamar al hospital. ¿Me ha entendido?

–Claro.

–No lo olvide –le espetó el hombre, y colgó.

Sonrió, todavía con el teléfono pegado a la oreja, y escuchó el tono de marcado. Pero hacía demasiado frío para disfrutar de su nuevo juguete. Se despojó de los pantalones negros de deporte, de la sudadera y del pasamontañas, y los arrojó en la bolsa de plástico sin ni siquiera escurrirlos. Se le formaron cristales de hielo en el vello húmedo de brazos y piernas antes de que pudiera secarse y ponerse unos vaqueros y un grueso jersey de lana. Después, se sentó en el estribo para atarse las zapatillas de tenis. Si seguía nevando así, tendría que calzarse. No, el calzado le impediría maniobrar en el río; era como un ancla. Además, detestaba ensuciarse las zapatillas.

Habría preferido entrar en el cálido y confortable Lexus, pero alguien podría haber reparado en su ausencia aquella noche. Subió a la vieja camioneta, arrancó el motor y condujo hacia su casa, temblando y parpadeando mientras el único faro del vehículo hendía la negrura.

 

 

Le había parecido buena idea: su casa se hallaba a poco más de un kilómetro de distancia, y ella estaba calada hasta los huesos y sangrando. De pronto, Nick no estaba tan seguro de su acierto. Mientras colgaba las prendas de Maggie en el cuarto de la ropa para que se secaran, tocó el suave encaje del sujetador y no pudo evitar imaginarlo lleno. Era absurdo, teniendo en cuenta lo ocurrido en las últimas horas. Sin embargo, la suave fragancia de Maggie lo calmaba, lo tranquilizaba, por no decir que lo excitaba.

La había dejado en el cuarto de baño principal, en la planta de arriba, mientras él se duchaba abajo y encendía la chimenea. Sacó una camisa limpia de la secadora y forcejeó con los botones. Se sentía como un colegial incapaz de controlar las reacciones de su cuerpo. Era una locura. Después de todo, no era la primera vez que tenía a una mujer desnuda en su casa. Había habido muchas. Demasiadas.

El botiquín estaba bien provisto, fruto de la paranoia de su madre. Se llenó los brazos de bolitas de algodón, alcohol, gasa, agua oxigenada y una lata de salvia que debía de tener la misma edad que su madre, y montó su puesto de enfermería junto al fuego. Añadió almohadones y mantas. La calefacción volvía a hacer un ruido sordo; tendría que haberla revisado. Llenó la chimenea de troncos, y el resplandor dorado y tibio de las llamas templó aún más la habitación. Claro que no podía compararse con el fuego que lo abrasaba por dentro. Por una vez, haría caso omiso de sus hormonas y se portaría como un caballero. Así de sencillo.